miércoles, 7 de octubre de 2015

Candy busca un hombre que la quiera

    “Joder, nena. Tenía que habértela metido por el culo”.

    Esa fue la despedida, lo último que el papá de Candy le dijo a su mamá cuando esta le contó que estaba embarazada y que sus padres la habían echado de casa. El Clark Gable del Caribe esbozó su sonrisa encantadora, se dio la vuelta, y dejó atrás de un portazo a la hermosa adolescente que se había estado tirando. El mundo era un inmenso caladero lleno de peces y él tenía buena caña: siempre habría otra niña tonta y guapa que no llevase un bollo en el horno.

    Mamá le había contado el final de su cuento de hadas una y otra vez desde que tenía memoria. Se lo cantaba en la cuna en lugar de las nanas y lo repetía cuando el novio de turno la dejaba tirada. Era el ciclo vital de su madre: un cerdo llegaba, la follaba hasta hartase y se largaba en cuanto las neuras y el anhelo de cariño de la mujer empezaban a pesar más que su buena disposición a abrirse de piernas. Entonces llegaba el siguiente; porque la mamá de Candy era tenaz, y siempre estaba dispuesta a dejar el listón un poco más bajo.

    La mayoría de los cerdos habían ignorado a la pequeña. Sobretodo al principio. Para ellos sólo era un estorbo, dos enormes ojos inocentes contemplando desde la puerta cómo se desfogaban encima de su madre entre jadeos entrecortados. Pero la niña fue creciendo y algunos empezaron a tratarla con cierta dulzura, acariciando con sus enormes y húmedas manos su piel caramelo y besándole el pelo indiano, esa melena negra y brillante que le caía hasta la cintura.

    Después llegaron los castigos. Candy debía tener once o doce años cuando aquel viejo canoso de aire respetable comenzó a ponerla sobre sus rodillas para corregir a la “terca e indisciplinada niña”. Al principio se limitaba a azotarla sobre la ropa. Luego, sobre las braguitas. Al final, ante la complacencia de su mamá, el viejo comenzó a castigarla sobre las nalgas desnudas.

    Candy aun recordaba los dedos del cerdo colándose bajo el elástico de las bragas, bajándolas despacito hasta dejarle el culete al aire. Recordaba la mano callosa acariciando sus pompas suaves y perdiéndose en su hendidura, y el bulto duro que se le clavaba en el vientre todo el tiempo que permanecía echada bocabajo sobre esas piernas cubiertas de canas. El cerdo pasaba un buen rato regañándola, amasándola, antes de empezar a castigarla, y repetía las caricias sobre su piel enrojecida y caliente una vez había terminado.

    Entonces no tenía el culo tan duro como ahora, ni tan firme. Era una carne maleable que el viejo se había encargado de tallar a mano, hasta lograr la actual mezcla de consistencia y suavidad, firme y jugosa, que hacía volverse deseando la entrada a todos los caballeros que se cruzaban en su camino.

    El viejo fue el que más duró. Aguantó casi un año junto a ellas hasta que la dependencia de su mamá empezó a resultarle demasiado irritante y se marchó.

    Luego llegaron las tetas.

    Empezó a desarrollarse pronto, y el jugoso volumen de sus pechos creció a un ritmo constante durante meses, hasta hacer saltar los botones de la blusa. El resto de su cuerpo también dio el estirón, pero desde entonces sus enormes ubres siempre fueron por delante.

    Los cerdos empezaron a prestarle más atención que a mamá. Buscaban los espacios estrechos de la casa, entraban en el baño sin avisar y la abrazaban con frecuencia para demostrarle a su madre lo bien que se llevaban con la pequeña. Alguno más osado la atrapó contra una pared para comprobar de primera mano si lo que escondía su ropa era tan apetecible como parecía a simple vista. Candy lograba hacer que desistieran a base de codazos y empujones, pero era consciente de que antes o después llegaría alguno al que no pudiese disuadir.

    Mamá estaba celosa. Los novios empezaron a durarle cada vez menos conforme se daba cuenta de que prestaban más atención a su hija que a ella. Se volvió aun más complaciente, y sólo consiguió que los cerdos se corrieran de gusto en su boca siempre dispuesta mientras pensaban en la fresca y exuberante carne de su niña. Pronto llegó el momento en que Candy se vio atrapada entre los celos de su madre y el deseo cada vez más peligroso de los hombres que se la tiraban. En cuanto encontró una oportunidad, se fue de casa.

    “Adiós, mamá. Te quiero”, había dicho; pero dudaba que la mujer de cuyo interior había salido llegase a escucharla entre los gruñidos de satisfacción del macho que la montaba por esa época. Estaba inclinada sobre la mesa del comedor, lanzando quejidos apagados al ritmo de las embestidas de ese tipo gordo, con pelo en todos lados salvo en la cabeza, que clavaba su pequeño pene reblandecido entre los muslos de la mujer mientras su enorme tripa la aplastaba contra la madera. Ese sería el último recuerdo real que tendría de su madre, y quizá por eso Candy robó antes de irse la foto llena de polvo que descansaba sobre la mesita del recibidor. En ella aparecía  mamá con dieciséis años, apenas unos meses más joven que la propia Candy. Poco después conocería a papa y aquella niña desaparecería para siempre. Mamá seguía siendo hermosa, claro; casi tanto como ella, aunque sin esa exuberancia sexual, esa esencia de hembra pura que destilaba su hija. Pero el brillo en la mirada de la chica del retrato hacía mucho que se había apagado.

    Llevaba la foto aplastada contra el pecho y las lágrimas le resbalaban por las mejillas mientras recorría a pie la enorme distancia que separaba los suburbios del elegante centro de Porlamar. Dos horas después llegaba ante el edificio de acero y cristal, tomaba aire, y atravesaba la puerta transparente que se habría con suavidad a su paso.



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    Estaba a cuatro patas, desnuda sobre la superficie fría y blanca de la mesa de exploraciones. Tenía los codos juntos, las rodillas separadas, la espalda arqueada y el culo en alto, dispuesto para el análisis tal como le habían ordenado. Una doctora embutida en su bata blanca le separó las nalgas y estuvo un rato observando antes de que Candy empezara a sentir el dedo recubierto de latex palpando su entrada trasera. La doctora se entretuvo dibujando el contorno del pequeño orificio, apretando para comprobar si cedía con facilidad o si, por el contrario, se resistía con firmeza a la invasión.

    – El ano parece intacto –sentenció.

    Sus palabras no iban dirigidas a Candy, sino a la otra mujer de la sala. No llegó nunca a saber su nombre, porque desde el primer día todo el mundo se había referido a ella con el título de Señora. La señora hablaba bien español, pero estaba claro que era extranjera: una hembra alta y rubia, pura aria, con la típica complexión robusta a la par que neumática de una campesina bávara. En todas las ocasiones en las que se habían encontrado, vestía traje de ejecutiva rellenado en exceso por la rotundidad de sus curvas, con faldas un poco más cortas de lo normal que dejaban apreciar unos muslos macizos tonificados por muchas horas de gimnasio. En aquel momento, la señora paseaba sus sólidas piernas por la habitación anotando en una ficha los resultados del examen. Candy tenía la vista fija en la superficie blanca de la mesa de observaciones, pero escuchaba con claridad los tacones retumbando de un lado a otro de la consulta ginecológica.

    – Intacto… –repitió la señora para sí al tiempo que apuntaba–. Eso está bien. Veremos lo que le dura. ¿Y la temperatura?

    Candy pudo oír el tarro destapándose y recordó a su madre y la historia sobre la despedida de su padre instantes antes de sentir cómo el grueso termómetro embadurnado en vaselina se introducía en su ano virginal. La enorme punta de cristal y mercurio estaba fría, y su joven cuerpo empezó a temblar de manera involuntaria como protesta ante lo repentino de la invasión.

    – Tranquila, pequeña –dijo la señora, pasándole una mano sobre el lomo para calmarla–. Será un momento. Es mejor que te vayas acostumbrando.

    – Pero no estoy enferma –protestó Candy.

    – Lo sé, lo sé… pero hay que medir la temperatura de tu culito. Nuestros clientes prefieren chicas que lo tengan un poco más caliente de lo normal.

    – 37,5 –dijo la doctora después de sacar el aparato del ano de Candy y examinarlo.

    – Ah, excelente. Una entrada cálida y acogedora. Eso es bueno. Muy bueno… Compruebe la vagina, doctora.

    Candy sintió los dedos enguantados pellizcando los labios de su almejita. La doctora agarró la carne tierna y estiró hacia los lados, abriéndola como aquellas bolsas de palomitas saladas que salían humeantes del micro–ondas y que le daba mamá para tenerla distraída mientras ella fingía sus gemidos debajo del cerdo de turno. La doctora examinaba muy de cerca. Podía sentir su aliento cálido colándose por su flor abierta, destacando sobre el frío de la sala.

    – La entrada es firme. Estrecha. Buen tono muscular y elasticidad. Lubricación ligera, pero suficiente.

    – Excelente –asintió la señora–. ¿Y el himen?

    Un nuevo escalofrío volvió a recorrer la espalda de Candy cuando el dedo se introdujo en su intimidad y comenzó a recorrer el contorno donde su pequeña cueva se unía a la membrana que la sellaba. La señora continuaba pasándole la mano por la espalda mientras esperaba el veredicto de la examinadora.

    – Intacto. Sólo un orificio de pequeño tamaño. Natural, no provocado.

    La mano de la señora abandonó la espalda de Candy, se deslizó por su cortado y agarró uno de los grandes pechos que colgaban pesados sobre la fría superficie de la mesa de exploración. Los dedos expertos apresaron el pezón y empezaron a pellizcarlo mientras la señora se inclinaba sobre la muchacha y le susurraba al oído.

    – Has sido una buena chica, ¿verdad? Eso está bien. Es lo que buscamos. Si resultas ser la elegida nos aseguraremos de cerrarte bien el agujerito para que tu futuro esposo pueda divertirse abriéndolo de nuevo.

    Después de la exploración, la señora y la doctora untaron su cuerpo desnudo con aceite y sacaron fotos, muchas fotos; para el archivo. Cada palmo de su piel húmeda y brillante fue retratado desde distintos ángulos. Había fotos de su culo de frente y de perfil, bocabajo, en pompa y enseñando sus orificios mientras la propia Candy se separaba las nalgas. Sus pechos fueron retratados de pie, tumbada, colgando o sostenidos por sus jóvenes manos, que los ofrecían generosamente a la cámara y al lejano hombre al que estaban destinados. Sus pezones fueron fotografiados encogidos y luego en punta gracias a la ayuda de la señora; una regla apoyada en las areolas permitía a quien viera las fotos comprobar por sí mismo la diferencia de longitud. Su almejita abierta, el suave interior de sus muslos, su vientre, su espalda,… Cada centímetro de piel fue fotografiado a conciencia, pero en ninguna foto se le veía la cara.

    Todo eso sucedió la segunda vez que visitó el elegante edificio del centro. La señora y el resto del personal fueron claros con ella desde el principio: buscaban una chica joven, hermosa y virgen, que sería entregada como esposa a un rico y famoso médico de Europa. De ahí que la primera prueba a la que sometían a todas las aspirantes consistiese en comprobar esos tres atributos fundamentales.

    Fue el primero de los exámenes físicos que le hicieron. En las siguientes visitas llegaron las pruebas médicas; muchas pruebas médicas: sangre y orina, radiografías y tags, fertilidad, capacidad pulmonar y un gran número de mamografías, entre otros análisis. Midieron su grasa corporal con tenazas que se agarraron a su carne y dejaron moretones que duraron varios días.

    Candy recordaba con especial dolor la prueba de las agujas. Las agujas tenían la punta roma y no se clavaban con facilidad. La maquina medía la presión que ejercían sobre la piel y la iba aumentando poco a poco hasta llegar al punto en que la traspasaban y se clavaban de golpe en la carne. Candy había gritado cada vez que una de las agujas penetraba en su cuerpo, igual que había oído gritar a las chicas que entraron antes que ella. Había preguntado para qué servía aquella prueba y las examinadoras no mostraron reparo en decírselo:

    – Buscamos una chica con la piel resistente, por si el cliente considera que debe azotar a su esposa de vez en cuando. Las marcas permanentes no gustan en esos círculos.

    La electricidad también le había dejado un amargo recuerdo. Las doctoras le pusieron electrodos en los pezones, en el anito y en la concha para ver como reaccionaban ante pequeñas descargar. En el resto del cuerpo los electrodos fueron más grandes, los chispazos más fuertes y se los estuvieron aplicando durante más tiempo. Sus pechos, sus glúteos, sus muslos y su abdomen recibieron el beso de la electricidad durante una hora mientras las doctoras observaban como su carne saltaba y se contraía al ritmo de los impulsos y evaluaban la estructura que sostenía las partes más apreciadas de su cuerpo para comprobar si mantendría la firmeza con el paso de los años. Los espasmos le duraron toda la noche e hicieron que mamá la mirara extrañada, aunque nunca llegó a preguntar que le pasaba a su pequeña.

    La última vez que había acudido al edificio antes de marcharse para siempre de su casa acabó tumbada en una silla de ginecólogo, con los pies en los estribos y las piernas separadas, mirando al techo, mientras otra de aquellas doctoras hurgaba entre sus piernas tapando las pequeñas roturas del sello natural que garantizaba que era mercancía a estrenar. La mujer le aplicó una extraña crema azulada, una gelatina que se iba deslizando poco a poco, cayendo pringosa por su vulva abierta por pinzas metálicas. Al principio la crema estaba fría, pero fue aumentando el calor, como un jalapeño bañado en jarabe de jengibre.

    Sentía un gran picor entre las piernas e intentó cerrarlas, pero la doctora, atenta, la agarró por las rodillas y la forzó a mantenerlas separadas. La señora estaba detrás de Candy. Apoyada en la pared de la consulta, tomaba notas en una ficha, como siempre. Dejando un momento de escribir, colocó una mano sobre la frente sudorosa de la muchacha mientras emitía un siseo en voz baja para calmarla.

    – Tranquila, pequeña –decía–. Deja que el aire haga su trabajo. Si te cierras sólo conseguirás que el escozor dure más. Es mejor mantener las piernas abiertas.

    – ¿Qué me ha puesto? –preguntó Candy.

    – Algo muy, muy caro. Una crema de belleza exclusiva, a la que sólo tienen acceso unas pocas personas en el mundo. Nutre el himen y lo refuerza. Queremos asegurarnos de que sólo se rompa cuando tenga que romperse.



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    – Te imaginas: ¡Europa! Con los chivos importantes. Con los famosos. Podría conocer París... Y sería la esposa de un gran doctor.

    Lucía ya se veía de blanco a un océano de distancia, aunque seguían en el parque pavimentado de botellas rotas que había en el barrio. Sentada a la espalda de su amiga, Candy le tejía una trenza en la larga melena castaña al tiempo que una sonrisa condescendiente asomaba en sus labios. Lucy siempre había sido una optimista incorregible que soñaba con que un novio guapo y rico la sacara para siempre de allí.

    – Pero no lo conoces, Lucy –replicó–. Además, si es médico y ya es famoso seguro que es un pureta.

    – Mejor, chica. Los de nuestra edad son unos buitres inmaduros.

    – Ya, claro. Pero… ¿por qué aquí? ¿Es que ese tipo no puede encontrar jeva en su país?

    – ¿No ves la tele? Esas pendejas son feísimas y van super–operadas. A los hombres de verdad les gustan como nosotras, guapas y naturales.

    – Y jóvenes…

    – A todos les gustan jóvenes, Candy –dijo Lucía con voz cansada mientras se volvía para mirar a su amiga a los ojos–. Ya lo sabes. Mejor pesco uno ahora que puedo.

    – ¿Y si no lo quieres?

    Lucía permaneció unos instantes en silencio, contemplando los vidrios rotos desparramados por el suelo, antes de responder en voz baja:

    – Mis viejos se querían cuando se casaron. Al menos eso dice mamá… Míralos ahora. ¿Te queda mucho?

    Candy dio un último giro a la trenza y ató la punta con un lazo de colores.

    – Lista –dijo.

    Lucy se levantó y empezó a girar delante de su mejor amiga como una modelo.

    – ¿Cómo estoy?

    – Guapa. Muy guapa –dijo Candy con un suspiro.

    – Pues entonces deséame suerte.

    – Suerte Lucy. Eres la mejor. Recuérdalo.

    Lucy le guiñó un ojo y se dio la vuelta, desfilando con paso alegre hacia la parada del autobús que iba a llevarla al centro. Se había puesto un top que le dejaba el ombligo al aire y sus pantalones vaqueros, los buenos, los de marca, que marcaban ciñéndole ese culo firme que amenazaba con reventar las costuras. Había salido de casa llevando por encima una camiseta amplia para que su madre no viera lo que había debajo, pero ahora se la había quitado y los chicos y los hombres volvían la cabeza al verla pasar. Candy se había ofrecido a acompañarla, aunque apenas tenía dinero para el autobús, pero su amiga había preferido ir sola.



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    – ¡Para ya! Estate quieto Franco; me haces daño.

    Candy se revolvía como un diminuto animalillo acorralado, intentando sin éxito zafarse del cariñoso abrazo del hijo del panadero. El muchacho la tenía agarrada por la cintura mientras buscaba con sus labios los de Candy y con su mano el cálido interior de los muslos de la chica.

    Franco se había encontrado con ella en el lugar de costumbre en cuanto acabó el trabajo en el horno de su padre. Venía con una flor en las manos y una enorme sonrisa en la cara manchada de harina. Poco después Candy estaba sentada sobre sus rodillas y sus lenguas bailaban una húmeda danza a través de sus labios entreabiertos. El la tenía rodeada por la cintura, como temiendo que se le fuera a escapar, mientras su enorme manaza amasaba con celo profesional el pecho de Candy sobre la fina tela de la blusa.

    Conocía a Franco de toda la vida, de vista, como se conoce la mayoría de la gente en los barrios pobres. Siempre había estado ahí, trabajando en la panadería donde compraban el pan desde que tenía memoria. Hacía unos meses, el muchacho se había acercado a ella y le había regalado una jaula tosca de alambre con un canario rojo que había cazado él mismo. El primer y único animal de compañía que había tenido Candy en su vida.

    Franco se había mostrado tímido la primera vez que la había besado. Candy también; al fin y al cabo, era el primer hombre que la tomaba entre sus brazos con su consentimiento. Los labios de Franco se habían posado sobre los suyos con delicadeza, apenas rozándolos, dejándola sentir el calor de su aliento mientras las grandes manos la tomaban con torpeza de la cintura.

    Había ganado confianza con facilidad y después de unos pocos encuentros furtivos la lengua del muchacho se internaba con decisión en su boca. Pronto, las manos abandonaron la cintura y se atrevieron a posarse en las generosas ubres de la chica. Envalentonado ante la falta de rechazo, rápidamente empezó a masajear los excelentes globos gemelos y ahora, apenas dos semanas después de aquel tímido primer beso, los fuertes dedos del joven se clavaban en la carne firme y su lengua exploraba con confianza la cálida profundidad de la garganta de Candy.

    Esta vez, Franco se había atrevido a ir más allá. La mano había liberado su pecho, iniciando un viaje al cálido sur que se ocultaba entre las piernas de Candy. Los dedos se internaron si previo aviso en el triangulo de la intimidad femenina intentando sentir su humedad a través de la tela. Candy pegó un respingo e intentó separarse, pero Franco la tenía bien sujeta.  

    – ¡Para! –gritó Candy separándose de sus labios.

    Franco intentó besarla de nuevo al tiempo que afianzaba su presa entre unos muslos que se cerraban con fuerza.

    – ¡Para ya! Estate quieto Franco; me haces daño.

    Le soltó un codazo en las costillas, una técnica que había empleado varias veces con los novios de su madre. El muchacho la soltó, viendo interrumpido su intento de posesión por lo sorpresivo del golpe, más que por el dolor en sí. Candy se revolvió entre sus brazos con furia hasta separarse del joven.

    – Te he dicho que pares, conchudo. ¿Qué vaina crees que estás haciendo? –gritó.

    – Yo… yo… Lo siento, nena –balbuceó Franco–. No he podido evitarlo. Eres tan linda.

    – Y tú eres un cerdo asqueroso –gimoteó Candy al tiempo que se giraba y echaba a correr con lágrimas en los ojos.

    Franco suplicaba mientras la muchacha se marchaba a toda prisa.

    – Vamos, no te enfades. ¿Candy? ¡Venga, vuelve!

    Pero ella siguió corriendo hasta que lo perdió de vista. Continuó andando deprisa, secándose las lagrimas de vuelta a casa, cuando se encontró con Lucy que venía corriendo a abrazarla dando saltitos.

    – Candy, Candy. Me han seleccionado. Quieren que vuelva para hacerme más pruebas. Dicen que tengo muchas posibilidades.

    – ¿Y no había nada raro? –preguntó Candy.

    – Que va. Era todo muy cool. Un edificio nuevo, del centro. Todo cristal. Con portero y recepcionista y un chico en el ascensor que te pregunta  “a que piso va, señorita”. Y la señora de la agencia, superprofesional. ¡Ay, Diosito! Al final puede que me elijan a mí y me case con un doctor famoso.

    – Suena bien –dijo Candy con una voz apenas audible.

    Caminaron juntas de vuelta a casa y Lucy continuó con los pormenores de su aventura. Se atropellaba de tan deprisa que iba contándole las maravillas de la torre de cristal del centro en la que empezaban sus sueños y las muchas cosas que iba a hacer cuando los cumpliera. Candy intentaba sonreír y asentía mientras se agarraba los brazos con las manos cruzadas sobre el pecho, como si tuviese frío.

    Cuando llegaron al portal de Lucy, su amiga se despidió y trotó escaleras arriba. Antes de entrar, sacó del bolso la camiseta y cubrió con ella el ombligo al aire y el escueto top con el que había salido a la caza de su futuro marido. Para cuando su padre abrió la puerta, la hembra sexy y exultante había desaparecido bajo el disfraz de inocente chica de extra–radio.

    Candy recorrió mirando al suelo los pocos metros que la separaban de su propio hogar.

    – ¿Mamá? Ya he vuelto.

    Mamá estaba en la cocina, preparando la cena al actual hombre de la casa. Sus ojos se posaron en Candy un instante antes de volver a centrarse en los fogones, pero rápidamente volvieron a alzarse para centrarse en su hija. La mujer fue hacia ella con aire furioso y le cruzó la cara de una bofetada.

    – ¿Qué concha has estado haciendo por ahí? Revolcándote como una ramera con cualquier achantado, seguro –gritó.

    Candy se llevó la mano a la mejilla dolorida. Las lágrimas contenidas volvieron a humedecer sus ojos.

    – Pero si no he hecho nada –protestó la muchacha.

    – ¿No? ¿Y qué es esto? ¿Un nuevo bordado?

    El dedo acusador señalaba su pecho clavando una uña afilada esmaltada en rosa barato en la carne adolescente. Cuando Candy bajó la vista, vio la mancha de harina, la sombra difusa de la enorme mano de Franco marcando su teta izquierda. Los múltiples rastros de los viajes dactilares sobre su seno se habían incrustado con claridad en la tela por la intensidad con la que el muchacho se había apoderado de su pecho.

    – No aprendes, ¿verdad? Te he avisado mil veces, pero no escuchas. No, ni caso. Tu por ahí, meneándote como una calientagüevos para que algún conchudo te deje preñada. No creas que no me he fijado cómo miras a mi hombre. Más te vale tener las piernas cerradas, niña, porque ya tengo que cargar con una bastarda y no pienso cargar con otra.

    Candy escapó llorando a su cuarto y se tiró en la cama, hundiendo la cara en la colcha. Cuando se le acabaron las lágrimas se levantó y se miró al espejo. Vio los ojos enrojecidos y el rubor en la mejilla del guantazo de su madre; haría falta un buen lavado para borrar las manchas de harina de su blusa, pero en conjunto, el espejo le devolvía la imagen de una mujer extremadamente hermosa, más incluso con la mirada brillante por las lágrimas.

    A la mañana siguiente, gastó una parte del poco dinero que tenía en un billete de autobús para el centro.



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    Miraba hacia arriba, los ojos abiertos fijos en el edificio que se erguía ante ella como un gigante de cristal y acero. Las puertas transparentes se abrieron con suavidad y avanzó por el enorme vestíbulo acompañada por el repicar de sus tacones sobre el suelo de mármol. Al fondo, tras un mostrador de cristal, una recepcionista a juego con la decoración la observaba acercarse recorriendo de arriba a abajo su prieta anatomía.

    Había elegido una minifalda no demasiado descolorida, suelta, a medio muslo. No tenía ninguna media sin agujeros, así que había optado por no llevarlas: con sus piernas morenas y firmes, eso no le restaba atractivo, aunque sí algo de sofisticación. Arriba lucía una camiseta nueva, blanca, sin dibujos, ceñida a la cintura y más ceñida aún a unos pechos que se bamboleaban a cada taconeo haciendo inútiles los esfuerzos del sujetador por contenerlos.

    – Hola… Buen día –dijo parándose ante el mostrador–. Vengo a…

    – Planta 45, señorita –la interrumpió la recepcionista, siempre sonriente, con la vista clavada en sus tetas–. Coja el ascensor del fondo y pase sin llamar.

    El ascensorista marcó la planta correcta en cuanto la vio entrar, sin preguntar por su destino. El mozo permaneció derecho, casi marcial, intentando aparentar profesionalidad; pero por el rabillo del ojo se recreaba en su cuerpo juvenil mientras el elegante habitáculo ascendía en silencio hasta el cielo. Sus miradas irían volviéndose más descaradas en las sucesivas visitas de Candy.

    Cinco minutos después estaba sentada sobre el cuero de un sofá tres más dos en la esquina de un despacho acristalado con vistas a la mayor parte de la ciudad. Desde la otra pieza del sofá, la señora valoraba su anatomía por primera vez, barriendo su cuerpo de arriba abajo con otros escrutadores.

    – Bueno, bueno… Así que Cándida, ¿verdad? Lo cierto es que ya ha pasado el plazo de admisión de aspirantes, pero por suerte para ti, y también para mí, mis patronos no son demasiado estrictos siempre que obtengan lo que desean. ¿Sabes por qué estás aquí?

    Candy dudó a la hora de contestar. En realidad no sabía demasiado sobre lo que estaba haciendo, sólo la escasa información que Lucy había ido insertando entre sus sueños de lujo y ascenso social.

    – Yo… creo que hay un… médico, famoso… en Europa… que busca una mujer con la que casarse.

    – Correcto. ¡Aprobada! –respondió la señora con una sonrisa–. Un caballero aun joven, y bastante atractivo, según mi información. Un auténtico genio de la medicina, tanto como para formar parte de la organización a la que sirvo. Y rico. MUY rico. Lo bastante como para costear un operativo multinacional con tal de encontrar una esposa adecuada. Dime, Cándida: ¿Sabes qué significa “adecuada”?

    “Una chica dulce a la que poder amar”, pensó Candy. Separaba los labios para decirlo, pero se detuvo. De pronto esa respuesta le pareció cursi, propia de una niña que soñaba ser princesa agitando una rama seca como si fuera una varita mágica. Al final se limitó a negar con la cabeza. La señora asintió, complacida, antes de proseguir.

    – Mis patronos prefieren el matrimonio digamos… tradicional; la familia patriarcal donde la mujer está para servir y complacer. Cuando aceptan a un nuevo asociado, mi trabajo es buscarle una esposa a su gusto, con el físico y el carácter adecuados. Una joven hermosa a la que no le faltará de nada, que se codeará con la alta sociedad y cuyos hijos, si su esposo decide tenerlos, tendrán las mejores atenciones. Si resultas elegida, tendrás un hombre que te cuide y te proteja. A cambio, sólo deberás entregarte a él y cumplir ciegamente su voluntad.

    La señora dejó de hablar y clavó sus ojos claros en Candy, calibrando su reacción, dando tiempo a que la mente juvenil asimilara la situación recién expuesta. Había evaluado más hembras de las que podía recordar y sabía por experiencia que los castillos de arena de algunas soñadoras no siempre caían con facilidad. Candy vacilaba; lo había entendido, pero aún quedaba un rastro de inocencia infantil. La muchacha hizo amago de hablar, los labios carnosos se separaron un instante pero enseguida volvieron a cerrarse. La señora separó ligeramente las manos y, con una leve inclinación de cabeza, la animó a formular la pregunta que revoloteaba por su mente.

    – ¿Sería como una esclava? –preguntó con un susurro.

    – ¡No! Claro que no –respondió la señora riendo–. Aunque supongo que en el fondo todo depende de cómo lo quieras llamar. Pero los esclavos, los de verdad, no pueden elegir serlo. Hay algo de esclavitud, de falta de libertad, en cualquier relación íntima. Ser libre es sinónimo de soledad. Si quieres un hombre que te cuide y te proteja, debes aceptar que, en mayor o menor medida, le perteneces. Mis patronos, simplemente, quieren dejar las cosas claras desde el principio.

    – Yo… No estoy segura.

    Candy dudaba. La señora se levantó de su asiento y alisó su falda de ejecutiva. Con pasos cortos y elegantes sobre sus caros zapatos de tacón de aguja se plantó delante de Candy. La muchacha miró hacia arriba, a la despampanante mujer alta y rubia, tan distinta de todas las que veía habitualmente, que le estaba ofreciendo un futuro distinto del que había esperado. La señora le mantuvo la mirada y se sentó a su lado con la pose natural de una amiga confidente. La mano se posó despreocupadamente sobre la pierna sin medias de la muchacha, dejándola sentir su calor.

    – Dime, Candy: ¿crees que eres libre? –preguntó con el tono condescendiente de una maestra de educación infantil.

    – Ssí…

    – ¿Desde dónde has venido?

    – De aquí… De Porlamar… De las afueras –contestó Candy, omitiendo avergonzada el lugar del que procedía.

    – Ah, entiendo. Eres libre… Eres libre de marcharte, de salir de esta habitación cuando quieras. Y cuando salgas de aquí, como eres libre, puedes ir a cualquier sitio –dijo la señora mientras su mano trazaba un amplio arco sobre las paredes acristaladas de su despacho–. Pero tú volverás al lugar del que has salido, ¿verdad?

    Candy no respondió. Había seguido con la mirada el gesto de la mujer abarcando toda la ciudad y el mundo que se extendía más allá, pero ahora permanecía con la cabeza agachada.

    – Todas somos esclavas, niña; de nuestras necesidades, de nuestra situación, nuestros miedos, nuestros sentimientos… Lo que nos esclaviza suele ser irracional, injusto e imprevisible, pero un hombre puede ser todo lo contrario.

    La señora se había ido inclinando sobre Candy conforme hablaba. Ahora sus rostros estaban muy próximos y Candy podía sentir el cálido aliento de la mujer sobre las mejillas. La mano había abandonado el muslo de la chica deslizándose hacia arriba hasta quedar posada con suavidad sobre uno de los grandes pechos. Candy hizo ademán de apartarla, pero la señora no se retiró.

    – Llegué hace unos días de Brasil. Antes estuve en la India, en Italia y en Siria. Para esta selección llevo entrevistadas cientos de candidatas. La mayoría no pasaron la primera criba, y muchas más no pasarán la segunda. Puedes irte si quieres, niña. En cualquier momento hasta el instante antes de subir al avión. No puedo garantizarte nada, pero si te quedas, mi instinto me dice que podrías llegar hasta el final.

    Candy dudaba. Apartaba la cara para no cruzar su mirada con la de la señora. El brazo que intentaba retirar la mano sobre su pecho empujaba sin fuerza. La señora se inclinó sobre el oído de Candy, susurrándole un secreto:

    – ¿Sabes, niña? Hay algo mágico, algo maravilloso, en someterse. Es irónico, pero pertenecer a un hombre, que sea él quien cargue con la responsabilidad de decidir, es liberador. Sólo tienes que aceptar la vida que se te ofrece, dejarte llevar –la señora se inclinó sobre Candy, el cuerpo de la mujer aplastándose contra el costado de la muchacha, los labios expertos buscando los juveniles–. Simplemente, ser positiva. ¿Sabes cuál es la palabra prohibida para las esposas de mis patronos?

    – No.

    – Correcto.

    Candy cerró los ojos mientras los labios de la señora se sellaban con los suyos. Su cuerpo, por instinto, retrocedió contra el cuero del sofá, pero la señora acompañó el movimiento apretándose contra ella. La mano se cerró sobre el pecho de la chica, sopesando la redondez de su carne. Los labios se abrieron para dejar paso a una lengua experta que penetró la boca de Candy y empezó a inspeccionarla, recorriéndola con profesional tranquilidad. Cuando las lenguas se encontraron, la húmeda veterana arrastró a la joven a un baile al compás de las respiraciones entrecortadas.

    La mujer no tenía prisa. El beso lésbico fue largo, concienzudo. El tiempo transcurría despacio para Candy mientras permanecía atrapada contra el sofá por aquella hembra alta y poderosa que se había adueñado de su boca y de su pecho. La señora se separó de ella mordisqueando su labio inferior, arrastrándolo consigo y estirándolo antes de soltarla definitivamente. La mano seguía aferrada a su carne.

    – Desnúdate –ordenó–. Es hora de que demuestres todo lo que vales, niña.

    Candy estaba aturdida. La señora tiró de ella para ayudarla a levantarse. Se dejaba llevar mientras las manos expertas levantaban la camiseta y bajaban la minifalda. El sujetador, agradeciendo ser liberado de la tensión a la que estaba sometido, salió disparado con un sonoro click. Instintivamente, Candy se cubrió con los brazos el pecho desnudo mientras la señora se ponía en cuclillas ante ella, metía los dedos bajo el elástico de las braguitas y tiraba hacia abajo con lentitud, dejando al descubierto una fina alfombra azabache que rápidamente fue tapada por la mano de la chica.

    La señora la agarró de las muñecas y la forzó a colocar las manos detrás de la nuca, dejándola de pie, expuesta y desnuda para la inspección. Empezó a dar vueltas alrededor de Candy, observando cada detalle de su anatomía, en círculos amplios que se fueron reduciendo para obtener una visión más detallada. El sonido nítido del tacón sobre el suelo de mármol retumbaba alrededor de Candy con parsimonia, cada vez más cerca y, en un momento dado, sintió los dedos de la mujer posarse sobre su espalda y deslizarse sobre su piel, calibrando con el tacto lo que evaluaba con la vista. La señora se paró a espaldas de Candy, acariciando su nuca sobre la base del cuello.

    – Perfecta –sentenció–. Una bonita piel, sin manchas ni marcas; pecho bien desarrollado; columna firme; hombros estrechos y una buena relación cintura–cadera.

    Los dedos descendieron acariciando su espalda hasta posarse en su trasero, donde pellizcaron la carne sin compasión. La señora emitió un chasquido de decepción.

    – Algo escasa de glúteos, quizá; especialmente para una chica latina. Nada que no se arregle con el ejercicio físico adecuado, ¿verdad?

    La mano liberó su nalga para coger impulso y propinarle un sonoro azote, duro pero extrañamente cariñoso. Candy dio un respingo.

    – ¡AY! Duele –protestó.

    – Vamos, vamos. No seas cría. Un azote de vez en cuando no va a matarte. Tienes que demostrar entereza. Eres una candidata entre muchas, a nivel internacional, y hay que ser competitiva, una chica dura.

    La señora recogió la ropa de Candy, la dobló cuidadosamente y se la puso en los brazos.

    – Acompáñame, Cándida –le dijo mientras se dirigía hacia una puerta lateral de su despacho.

    – ¿Dónde vamos?

    – Ya has pasado la primera criba. La mayoría no lo consigue. Ahora van a hacerte unas preguntas tipo test para conocernos un poco mejor.

    La señora abrió la puerta y se echó a un lado, invitándola a pasar. Cuando estuvo a su altura, la mano volvió a estamparse contra las nalgas de Candy. La muchacha dio un respingo, pero no se quejó. La mujer asintió, satisfecha.



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    Llegó a casa cansada y con dolor de cabeza. Se tiró en la cama y, sin saber por qué, empezó a llorar.

    La tarde había sido física y mentalmente agotadora. Aún podía sentir sobre el pecho y la frente las cintas que sujetaban los electrodos del polígrafo. Durante dos horas había contestado una pregunta tras otra mientras las agujas saltaban sobre el papel amenazando con desvelar la más mínima de sus mentiras. Las preguntas habían sido personales, intimas; sexuales y amorosas; sobre su pasado y sus ilusiones de futuro.

    Había mentido y lo sabía. Le había dado vergüenza contar la verdad. Mentiras puntuales, pocas, pero era consciente de que la habían pillado. Los examinadores se habían mostrado impasibles, pero los pequeños gestos los delataban: un tic con la boca o un leve levantamiento de cejas que Candy podía percibir, atenta, porque era consciente de su propia mentira.

    Pero al parecer sus mentiras no importaban: si sabes que algo es falso, entonces sabes la verdad. Ellos sólo querían la información, y que Candy se la proporcionase con la verdad o con una mentira reconocida les era indiferente. Y la información les había convencido, porque le pidieron que volviera al día siguiente. No estaba segura de querer hacerlo.

    Se quedó tirada en la cama, mirando al techo, mientras su llanto se calmaba y el dolor de cabeza se iba despejando. Oyó el chirrido de la puerta cuando su madre y su último novio volvieron a casa. Poco después empezó la melodía monótona de los muelles mientras aquel cerdo del que ya no recordaba el nombre montaba a su madre en la habitación de al lado. Volvieron el llanto y el dolor de cabeza.

    El canario que le había regalado Franco empezó a piar acompañando el ritmo regular de las embestidas. Candy se volvió a observar al animalito mientras cantaba. Era una criatura hermosa, con su pelaje rojo y negro reluciente, mucho más que cuando Franco se lo regaló. Candy lo cuidaba bien: la jaula siempre estaba limpia, el bebedero lleno y nunca faltaba el corazón de un pimiento fresco que poder picotear. Sus ojos volaron del canario a la ventana abierta de su cuarto, al mundo de casas viejas y calles alquitranadas de cristales rotos que se abría más allá. En un impulso, quitó el pestillito que mantenía cerrada la jaula y la abrió. Pero el canario siguió cantando con alegría sin prestar atención a la trampilla abierta.

    Candy se quedó parada delante de la jaula, con la barbilla apoyada sobre las manos entrelazadas, esperando. Pronto, un gruñido de satisfacción puso fin al escándalo en la habitación contigua. El pajarito dejó de cantar y bajó del balancín. Los ojillos oscuros se movieron en todas direcciones hasta encontrar el objeto de sus deseos. A saltitos se acercó al pimiento, arrancó una semilla fresca, la tragó y levanto el vuelo, reanudando su canto alegre desde el centro de la jaula. Candy suspiró, volvió a cerrar la trampilla y a tenderse sobre la cama.

    Al día siguiente, acudió puntual a su cita con la señora.



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    El segundo día fue largo, con el reconocimiento médico exhaustivo, el test de fertilidad y las pruebas físicas, una agotadora sesión de carreras y ejercicios gimnásticos que realizó desnuda junto a otras chicas.

    Eran seis en total, todas jóvenes, todas hermosas, todas bien desarrolladas y con la piel ligeramente acaramelada. Al comenzar la jornada les habían dibujado un código sobre el pecho izquierdo. Candy era la C5, la número 5 del grupo C.

    Había hecho bien los ejercicios, especialmente los de resistencia, aguantando el ritmo sobre la cinta de correr y terminando con la respiración acompasada mientras sus cinco jadeantes compañeras suplicaban por un poco de aire. También había dado buena muestra de la fuerza de sus piernas en las pruebas de gimnasia, con saltos poderosos y aterrizajes sólidos.

    – Buenas ancas –había comentado irónicamente la señora.

    En las pruebas de flexibilidad estuvo a la altura, aunque la 3 era simplemente insuperable. La muchacha podía doblarse hasta colocar ambos pies por detrás de su cabeza y era capaz de separar las piernas más de 180 grados. El resto, pese a poseer cuerpos jóvenes y elásticos, no alcanzaba tal nivel.

    Hubo una última prueba. Las chicas se colocaron en fila, por orden, ante la puerta cerrada de una estancia aparte. La chica entraba. Minutos después sonaba un golpe, un quejido y la voz de la examinadora diciendo “siguiente”. Cuando Candy entró, se encontró los aparatos dispuestos sobre la mesa, ordenados por grosor creciente. Eran cilindros alargados y gelatinosos, con un extremo redondeado, y lisos salvo por el relieve graduado que marcaba los centímetros y milímetros desde la punta. Todos estaban húmedos por la saliva de sus precursoras.

    – Prueba de capacidad bucal de la candidata C5 –dijo la examinadora con voz clínica–. Empiece por los más finos y siga por orden. Introdúzcalos todo lo que pueda y pare cuando lo estime oportuno.

    Candy agarró el más fino. Estaba húmedo y resbaladizo y un charquito de saliva se había formado en el punto de la mesa en el que estaba apoyado. Era más pesado de lo que parecida, esponjoso pero denso. El extremo libre se combaba hacia el suelo doblado por la gravedad y la humedad se iba concentrando en la punta, que amenaza con empezar a gotear. Lo colocó a la altura de su boca y exhaló. La punta brillante, tan cercana, le producía cierto asco, dándole arcadas incluso antes de introducírselo. Pero tragó saliva, empezó a respirar por la nariz y lo introdujo con decisión, procurando que tocara lo menos posible el interior de su boca.

    Logró meterlo hasta la garganta antes de que la sensación de tenerla obstruida, de ahogarse, la hiciera sacarlo de golpe por puro instinto de supervivencia entre toses incontroladas.

    – El siguiente –dijo la examinadora al tiempo que apuntaba la medida en la ficha de Candy.

    Lo intentó con todos, aunque algunos estuvieron a punto de hacerla vomitar y los últimos eran tan gruesos que apenas penetraron unos centímetros en su mandíbula dolorida. No pudo evitar preguntarse si era coincidencia que esta prueba se realizase después de unos ejercicios físicos que la habían dejado sin aliento.

    Después de apuntar la última medida, la examinadora se colocó delante de ella y le cruzó la cara con una sonora bofetada que hizo girar la cabeza de la muchacha. El golpe, seco y profesional, transformó en estupor y enfado creciente el alivio que sentía tras haber terminado la prueba. Los puños se cerraron por el instinto de la hembra callejera dispuesta a la pelea, pero se contuvo, con la mirada llena de odio fija en la desconocida que tenía delante. 

    – Sumisa, pero un poco rebelde por naturaleza –dijo la mujer al tiempo que apuntaba y sonreía–. Eso no es del todo malo. Puedes salir. ¡SIGUIENTE!.

    Fue la última prueba de su segundo día, el único que coincidió con otras candidatas. Una prueba en común para dejarles claro que en esta carrera no corrían solas. Las seis integrantes del grupo C acabaron en el vestuario, duchándose juntas. Se frotaban a conciencia, en silencio, observando disimuladamente a sus rivales, comparando la firmeza de los pechos, el grosor de las caderas, la belleza del rostro…

    La señora entró cuando se estaban vistiendo. Se colocó entre ellas y consultó sus papeles.

    – Bien, señoritas. Las candidatas C2 y C5 pueden volver mañana, a la misma hora. Al resto, gracias por participar.

    Se fue sin decir nada más. Candy y la número 2 se miraron. La 3 empezó a llorar. El resto agachó la cabeza, decaídas. No pudo evitar una sensación de triunfo, que se repetiría cada vez que volvía a casa tras haber superado un día de prueba. Triunfo mezclado con la incertidumbre de quien sabe que puede ganar, pero no está del todo segura de querer hacerlo.



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    La última prueba, en realidad, no fue tal: fotos de carnet, huellas dactilares sobre documentos de aspecto oficial. Burocracia. Y al final, acabó abierta de piernas sobre una silla de ginecólogo, con una doctora aplicándole un tratamiento para reforzar su virginidad.

    Cuando bajó en el ascensor, por primera vez la señora la acompañaba hasta la salida. El ascensorista, cuyas miradas se había vuelto más osadas conforme aumentaban las visitas, recuperó su pose profesional en presencia de la mujer.

    Se pararon delante de la puerta. La señora la tomó por la barbilla y le levantó el rostro hasta que sus miradas se encontraron.

    – Todo está listo, niña. Mañana iremos al aeropuerto y de allí a casa. Sólo tienes que venir aquí a la hora habitual… si quieres.

    Candy asintió y se marchó. Ya no le quedaba dinero para el autobús, así que empezó a andar en dirección a los suburbios, apretando los dientes para soportar el roce en su vulva, que la maldita crema azul había dejado en carne viva. A todo lo largo del camino se preguntaba si de verdad volvería a recorrerlo el día siguiente.

    Franco estaba en el parquecito cercano a su casa, esperándola. Llevaban días sin apenas hablar, con Candy dándole largas mientras iba y venía de sus pruebas en el centro. No le había dicho que era posible que se fuera, pero el muchacho no era estúpido y había acabado enterándose. Lucy era una bocazas incapaz de mantener en secreto sus sueños de grandeza y las sucesivas ausencias de Candy habían llevado a su novio a la conclusión lógica.

    – Así que te vas –dijo Franco para sí mismo, sin mirarla.

    – Sí… Creo que sí.

    El muchacho asintió, tratando de asimilar unos hechos que no lograba comprender. Estaba sentado sobre el muro medio derruido del parque, con las manos en los bolsillos, en una postura aparentemente relajada. Pero tenía los hombros tensos y la mandíbula apretada. Candy volvió a reanudar su marcha, pero el muchacho la agarró por la muñeca, deteniéndola.

    – Espera… por favor.

    – Basta, Franco. No me hagas esto –suplicaba Candy mientras sus ojos se humedecían.

    Franco tiró de ella acercándola hacia sí. La mano del joven acariciaba su mejilla mientras su brazo envolvía con firmeza la cintura haciendo inútiles los esfuerzos de Candy por separarse.

    – Eres mi jeva. Ningún ricachón forastero va a venir a cambiar eso.

    El muchacho intentó besarla, pero ella apartó la cara.

    – No es decisión tuya, Franco. Es mi vida y haré lo que quiera.

    Franco sonrió, con los labios torcidos en una mueca de sarcasmo. Pero sus ojos no sonreían y estaban fijos en ella.

    – Eres mi chica. Mía, ¿entiendes?

    Se inclinó sobre Candy hasta que sus respiraciones se entremezclaron. El hombre olía a sudor y harina. La mano dejó de acariciar su mejilla y bajó hasta su pecho. Los dedos se clavaron en la carne. Dolía.

    – Mía.

    – Suéltame, Franco.

    – MIA

    –¡SUELTAMMM…!

    La enorme zarpa de Franco ahogó el grito atrapado en su garganta. El brazo alrededor de su cintura la aprisionó, levantándola con facilidad. Sus pies buscaban apoyo, pero solo pataleaban suspendidos en el aire. Franco negaba con la cabeza.

    – Mía.

    La tumbó sobre el suelo y se dejó caer encima de ella. El brazo masculino se perdió bajo su blusa, buscando de nuevo su pecho. Los dedos encontraron el pezón y empezaron a retorcerlo. Candy intentó gritar de nuevo, pero sólo probó el sabor harinoso de la mano que la ahogaba.

    – ¿Sabes, chama? Lucy me contó que el buitre ese busca una cuca a estrenar. Eso lo entiendo. Cuando te sobra el dinero no compras cosas usadas.

    La mano de Franco liberó su pezón y se coló bajo su falda. Agarró las braguitas y tiró con fuerza. Candy sintió como la tela retorcida se estiraba clavándose en sus caderas y el ruido al desgarrarse. La mano harinosa palpó su entrada y la encontró seca. El roce rudo sobre su vulva irritada le quemaba como un ascua ardiendo y las lágrimas terminaron por inundar sus ojos. Franco se escupió en la mano y volvió a frotar su raja para lubricarla. Candy se quedó quieta, aguantando el escozor, esperando. Sabía lo que debía hacer.

    Ante la nueva actitud de la chica, Franco se relajó. Sus ojos dejaron a Candy y empezaron a centrarse en sí mismo. Bajando la mirada, comenzó a desabrocharse el cinturón con una mano mientras la mantenía callada con la otra. Se bajó la cremallera y liberó su verga erecta mientras volvía a mirar a su presa con una sonrisa en los labios. Entonces Candy atacó, lanzando un cabezazo sobre la cara sonriente. La nariz de Franco crujió al romperse y el chico cayó a su lado tapándose con ambas manos la cara ensangrentada.

    Candy se levantó, renqueante. Le faltaba el aliento y su vulva irritada latía con vida propia. Hizo amago de correr pero se detuvo, se volvió, miró al muchacho que se retorcía en el suelo y le atizó una patada clavándole en el costado el tacón de su zapato.

    – No –gritó.

    Poco después subía con dificultad los escalones hasta su casa. El último cerdo estaba tirado en el sofá viendo el partido, con una lata de cerveza en una mano y la nuca de su madre en la otra. La cabeza de la mujer iba y venía entre las piernas peludas mientras el comentarista analizaba la última internada en el área rival. Mamá tenía la cara enrojecida por una bofetada reciente, con cuatro dedos bien visibles adornando su mejilla. El cerdo se percató de que Candy observaba la cara marcada.

    – Tu madre tenía la regla –comentó.

    Lo dijo con naturalidad, como algo obvio. Candy asintió en silencio y se metió en su cuarto.

    Empezó a desnudarse. La blusa tenía varias costuras rotas, la falda estaba manchada de tierra, el sujetador desencajado, y las bragas rotas se habían quedado tiradas en el parque, como recuerdo para su primer amor. Con los ojos aun húmedos, Candy miró su cuerpo desnudo en el espejo. Es hermosa, y lo sabe, pero no perfecta. En las pruebas, los examinadores le dejaron muy claros sus defectos, como unas aureolas demasiado grandes y un culo poco respingón, especialmente en una chica tan exuberante en todo lo demás. Sus tetas son grandes y bonitas, pero ahora veía moretones allí donde los dedos de Franco se habían hincado en su carne. Tiene moretones en los muslos y varios arañazos de forcejear sobre el suelo, pero el conjunto resulta lo bastante agradable como para satisfacer a su futuro hombre.

    ¿Cómo será?, se pregunta. Lo imagina alto, apuesto, con la mandíbula firme y unas manos grandes y fuertes acostumbradas a salvar vidas. La señora había dicho que era un hombre aun joven, pero Candy no puede evitar imaginárselo con unas pocas canas en un pelo bien recortado. Lo imagina con un traje elegante, y con una bata blanca mientras todos a su alrededor están pendientes de sus órdenes. Tendrá una voz grave, por supuesto. Y unos ojos profundos que sólo con mirarla le harán saber que ella le pertenece.

    Se tumba desnuda en la cama y separa las piernas. Intenta masturbarse mientras la imagen de su futuro marido flota ante sus ojos cerrados, pero el dolor le recuerda enseguida el tratamiento de refuerzo de su virginidad, la larga caminata y la rudeza de Franco entre sus piernas. Retira la mano, frustrada, y las lágrimas contenidas vuelven a deslizarse por sus mejillas en un llanto silencioso humedeciendo la imagen flotante que se había formado de su hombre.



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    Nunca había estado en el aeropuerto de Isla Margarita y el avión que había tenido más cerca sobrevolaba los suburbios a dos mil pies de altura.

    Ahora, en cambio, esperaba su avión en una sala privada. O V.I.P., como la llamaban los viajeros acostumbrados a esos lujos y los que esperaban estarlo algún día. Una simpática mesera le había traído un Cosmopolitan; no sabía lo que era, y seguía sin saberlo, pero le gustaba el nombre. Estaba sola, bebiendo a sorbitos para que no se acabara nunca y mirando como los enormes pájaros de metal alzaban el vuelo a plena potencia al otro lado de aquella pared de cristal. Junto a su pie descansaba una bolsa con la foto de mamá y la mejor ropa que tenía en el armario de su antiguo hogar. No había tenido que facturar.

    La señora no la había recibido en el edificio del centro, pero un chofer trajeado estaba esperándola en un Bentley negro. El hombre llevaba todos los documentos necesarios. La había ayudado a pasar por el control de seguridad y conducido por la terminal hasta la sala de espera antes de retirarse en silencio.

    A un centenar de metros frente al ventanal se alzaba un hangar con dos aviones idénticos ante la puerta y un tercero dispuesto para salir. No eran los colosales Boeing que había visto en el rato que llevaba esperando, sino reactores particulares, de uso privado. Pero todos eran del mismo modelo y llevaban idénticos logotipos en negro brillante sobre el blanco del fuselaje: una mano abierta sosteniendo el globo terráqueo. Un Bentley idéntico al que la había transportado cruzó la zona de hangares y se detuvo ante el avión. Candy pudo distinguir a la señora, alta y rubia como siempre, pero con un aire más marcial, vistiendo un traje de corte militar con guerrera y falda verde. Tras ella, tres chicas descendieron del coche con paso vacilante y subieron al avión, que despegó llevando su carga al destino acordado.

    Una de las chicas le recordaba a la número dos.

    La señora permaneció ante el hangar mientras el avión se alejaba por la pista y el siguiente ocupaba su lugar. Apareció otro Bentley. En esta ocasión sólo llevaba una pasajera y Candy no tuvo dudas de su identidad.

    Lucy se mostraba más hermosa y exuberante que nunca. Abrazó impulsivamente a la señora y subió las escalerillas con saltitos alegres. Aun se volvió a saludar una vez más a la mujer, agitando la mano con viveza, antes de que la compuerta se cerrara y el aparato iniciara el despegue.

    El último de los aviones empezó a prepararse para salir. La señora se subió en el coche, que empezó a rodar hacia la terminal. Poco después entraba en la sala privada.

    – Hora de partir, niña.

    El avión de Lucy se había colocado en la pista, había acelerado con un rugido y levantado el vuelo. Candy lo observaba alejarse en el aire. Hasta ese momento, no había pensado que nunca volvería a ver a su amiga. No llegó a confesarle que se había presentado a la misma selección que ella. No le había dicho que había sido la elegida. Pero había visto a una Lucy satisfecha subiendo al avión. Candy no sabía a dónde iba su amiga, pero por primera vez se daba cuenta de que tampoco conocía cual era el destino de su viaje.

    – Esas otras chicas… ¿Quiénes eran? –preguntó.

    – ¿Esas? Otras candidatas, que llegaron bastante lejos en el proceso de selección. No tenían la calidad requerida por mi cliente principal, pero sí la suficiente para otros destinos.

    – ¿Y Lucy? –la voz de Candy era un susurro. La señora se había colocado a su lado y la miraba con fijeza. Una sonrisa irónica asomó en el semblante marcial ante la pregunta de la muchacha.

    – Vaya, vaya… De modo que es así como te enteraste de nuestro proceso de selección. Supongo que olvidaste comentarle ese detalle a tu amiga, ¿verdad? –la señora suspiró con cansancio–. En fin, ya que quieres saberlo, Lucía Hernández será entregada a un viejo amigo de uno de mis patronos, un hombre rico y bien situado que la pidió como un favor especial. Ayer le prometí a tu amiga, literalmente, casarla con un hombre con dinero y de la alta sociedad. Cumplo mi palabra. Nunca le dije que fuera nuestro buen doctor.

    Candy apartó la vista del avión que se iba perdiendo en las nubes y miró a la señora.

    – ¿Será el mío el buen doctor? –preguntó.

    – Por supuesto –respondió la señora ampliando la sonrisa.

    – ¿Y no hay otra chica en la sala de al lado que vaya a verme despegar como yo he visto a las demás?

    La señora se encogió de hombros.

    – ¿Y qué más daría si la hubiese? Esta sala está insonorizada y tiene salida directa a la pista. Vas a subir al avión, te guste o no.

    – Creí que tenía elección.

    – “Tenías” es la palabra correcta, niña. Ahora tienes. Tienes que desnudarte y ponerte la ropa que tengo preparada para el viaje.

    Candy permaneció quieta, mirando a la mujer con aire desafiante. La señora se irguió en toda su estatura. La lengua emergió levemente entre los labios de la mujer y los recorrió, humedeciéndolos.

    – A no ser que quieras que te ayude.

    Candy miró a la imponente hembra que se alzaba ante ella. No era precisamente hombruna. Todo lo contrario: destilaba feminidad. Pero era al menos veinte centímetros más alta, de muslos llenos y sólidos y un cuerpo que se antojaba macizo, como cincelado en mármol por muchas horas de ejercicio. Comprendió enseguida que no tendría posibilidades contra una rival así, y que tampoco podría sorprenderla, como a Franco. Empezó a desnudarse.

    Mientras se desvestía, la señora cogió su bolsa y se fue con ella hacia una papelera. Empezó a sacar prendas, inspeccionarlas y tirarlas a la basura una tras otra.

    – No necesitaras estos harapos allá donde vas –decía.

    Cuando llegó a la foto de mamá, rompió el marco contra la papelera y la sacó, examinándola.

    – Supongo que puedes quedártela –dijo mientras la guardaba en su guerrera–. La pondré junto al resto de tus papeles y que tu esposo decida.

    Cuando estuvo desnuda le entregó una camiseta blanca y la obligó a ponérsela. Era demasiado grande, de la talla de un hombre corpulento, lo suficiente para cubrirla hasta medio muslo como un vestido veraniego improvisado. La señora evaluó la estampa, la dio por buena y agarró a Candy por el brazo tirando de ella hacia la salida a pista y al Bentley negro que la esperaba para conducirla a su vuelo privado.

    El asfalto le quemaba los pies descalzos y el viento que peinaba la pista de aterrizaje se metía bajo la camiseta y la levantaba dejando al descubierto su pubis y sus jóvenes nalgas. Intentó taparse estirando con las manos aquella sencilla camiseta blanca que representaba todo lo que ahora tenía, aparte del cuerpo desnudo que intentaba ocultar. La señora la empujaba escaleras arriba, hacia la puerta abierta del avión que iba llevarla a un destino desconocido dejando atrás todo su mundo. Candy se paró un instante en la puerta, dubitativa. Pero la mano de su guía impacto con fuerza en su trasero desnudo. Y así, con un buen azote, entró en su nueva vida.


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