viernes, 12 de agosto de 2016

Un Culo

Una vez vi un culo. Culo de hembra, de femme-fatale, robusto y redondo, enmarcado por una cintura estrecha y unas piernas torneadas. Uno de esos culos con una curva suave pero pronunciada, que se aprecia desde atrás y de perfil y en todos los ángulos intermedios.

    Hay chicas que se cruzan y hacen volver la cabeza, para ver si cumplen por la espalda la promesa que te hacen de cara. Hay chicas, quizá las mismas, que encuentras de pronto delante de ti y te hacen acompasar el paso para disfrutar un poco más del espectáculo. Son globos hermosos como copos de nieves, nalgas gemelas que van y que vienen, sensaciones que quedan mientras las formas curvadas se diluyen en el agradable bamboleo de la memoria, reemplazadas por nuevas diosas cuyas caras se olvidarán si es que alguna vez llegan a conocerse. A veces hay culos que te encuentras y no se van, sino que te siguen, o los sigues, o las dos cosas, que en este caso el orden de los factores si altera el producto.

    El culo que vi era un culo de estos, una compañera de facultad, campo de caza de piezas soberbias. Un culo anónimo contemplado durante años de cruces por los pasillos e instantes fugaces perdidos entre el mar de visiones de otras compañeras notables. Un seminario, un curso extra poco concurrido, me permitió poner nombre a sus curvas y deleitarme en los detalles cada vez que salía a la pizarra a resolver un ejercicio.

    Después coincidimos en el trabajo, entrando juntos, el mismo día, con la camaradería típica de los viejos compañeros. Diría que entramos a la par por las puertas de la empresa, pero lo cierto es que la dejé pasar primero.

    Iba en bici al trabajo. Yo andando, porque vivía más cerca. Me saludaba con el timbre y yo la veía alejarse admirando la perfección de su técnica.

    El jefe, gran tipo, la sentó lejos de la fuente. Buena elección. Un pequeño paseo de ida y vuelta en medio de la oficina cada vez que quería beber un poco. Ella salía siempre un instante antes que los demás. Después iba Manolo, compañero veterano que ya peinaba sólo canas y al que respetábamos lo bastante como para no estropearle la vista.

    Ella sabía lo que formaba. "Es normal que los tíos miren", me dijo una vez. "Total, las tías también lo hacen".

    Vestía vaqueros, de calidad, con costuras fuertes: bien apretados. Carne mechada, se llamaba a sí misma. Doy fe que estaba para hincarle el diente. Y botas altas, que por alguna razón, a esos culos con esos vaqueros les gustan mucho las botas altas.

    Se sentaba con arte, bien atrás sobre la silla, descansando nalga y muslo. Se inclinaba sobre la mesa para escribir y la espalda se arqueaba bajando como un tobogán sobre el que resbalaban los vaqueros para a veces, sólo a veces, dejar entrever la tira del tanga o el nacimiento del gran cañón. Fue en estas circunstancias que, en una ocasión, de pie a su lado comentando alguna tontería del trabajo, se me resbaló de entre los dedos el bolígrafo con el que jugaba. Accidente involuntario, o voluntario del subconsciente, fui a acertar en la ranura, yendo a caer por la punta. Ella se lo sacó para devolvérmelo, con menos prisa de la esperada.

    -Qué malo eres -me dijo.

    Y sonrió.

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