martes, 7 de enero de 2020

Anal Professions — Trabuco





Cierto es que el Tempranillo o Pernales, Jaime el Barbudo o Curro Jiménez lograron que su nombre resonara durante más tiempo en la imaginación de las gentes, pero ello fue tan sólo porque contaron su historia mediante el gruñido de la pólvora que estalla y del enemigo que agoniza; mediante cuentos susurrantes y temblorosos narrados de padres a hijos; mediante el miedo, que engancha el alma del pueblo y no la suelta con el paso de las generaciones. Otros sentimientos se desprenden con más facilidad. Y son más jugosos.

     Quizá por ello es menos conocida otra leyenda, nacida entre saltos acalorados desde los labios húmedos de una doncella a los oídos ansiosos de otra: la leyenda de Trabuco, el ser mitad hombre, mitad gitano, todo macho, que habitaba las mil cuevas que vigilan desde las alturas el sinuoso paso del este de Despeñaperros.
    
     Dice la leyenda que Trabuco era el único hijo de una viuda joven que rezó pidiendo a Dios quedar preñada y que Dios le respondió; por eso también dice que el bandolero era hombre, pero no hijo de hombre. Otros opinan que Dios respondió, sí, pero por mediación del cura, y que el bandolero era hombre, pero hijo de puta. De una forma u otra, fue un bastardo ya desde la cuna, en todos los sentidos de la palabra.
    
     Durante la Guerra se arrimó a los regulares y apioló franceses de Bonaparte e italianos del cuñadísimo Murat, pues nunca distinguió demasiado bien unos de otros. También algún inglés, de tapadillo, que aunque en teoría eran aliados, los hijos de la pérfida Albión siempre fueron, del primero al último, unos hijos de la Gran Bretaña. Agujereó soldados a fusil y bayoneta y se cobró su botín en la masa de hembras que acompañan a todo ejército en campaña. Porque las putas que más se disfrutan son las que se toman gratis, y ese es el privilegio de los vencedores: el honor y la gloria, la patria y la virtud de reyes débiles mentales no son nada al lado de un botín de oro y carne de hembra.
    
     Fueron esas francesitas e italianas profesionales del amor las que le pusieron el apodo de Trabuco. Con el arma que portaba entre sus piernas acalló protestas de labios femeninos tapando bocas y esparció su hombría allende las fronteras patrias abriendo coños hasta dejarlos como las cuevas en las que años después empezaría a ocultarse de los mismos soldados del tercer ejército con los que en su día compartiera botín y putas.
    
     Nada dice la leyenda de con cuántos bastardos bendijo el bastardo al mundo. Sí menciona, en cambio, como ejemplo de caballerosidad, aquella ocasión en la que el bandolero tuvo a bien sacrificarse por la virtud de una dulce y virginal doncella.


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— ¡Empuja, hombre! ¡Empuja, redios! —gritaba Trabuco. El Morillo resollaba, los oscuros mofletes rojos por el esfuerzo— ¿Cómo puede semejante gordinflón tener tan poco ímpetu, compadre?

     Al Morillo había que espolearlo un poco, picarlo cual toro. Buen zagal, pese a todo: con sus manos enlazadas como estribo lanzó de un tirón a Trabuco hacia el cielo, lo bastante alto como para que el bandolero alcanzara con el impulso la verja del balcón de su damisela.
    
     Se terminó de alzar, a pulso, agarrado con firmeza a los barrotes de hierro tan bien labrados que sin dura eran obra calé, sus botas buscando apoyo entre macetas y macetas de geranios que borlaban el balcón. Se internó en la habitación saltando la baranda con agilidad.
    
     —Entre a matar, maestro —gritaba Morillo entre susurros desde abajo—. Clávela en tó lo alto, que el agujero ya está hecho.
    
     “Hecho, sí, pero apretado. Aún.”, pensó Trabuco mientras abría la puerta despacio, sin ruido. Sabía que el cerrojo no estaba cerrado. La última vez esa noche que se mostró tan cuidadoso a la hora de entrar.
    
     La titilante luz de un par de candiles volvía la habitación luminosa en contraste con la oscuridad de fuera. Luminosa y cálida. La dama le esperaba de espaldas, sentada sobre la cama, dándose aire con suavidad con un abanico rematado con encajes. Era la suya una espalda esbelta, elegante, que descendía con suavidad hasta un talle estrecho que se ensanchaba con contundencia en unas caderas que apenas se hundían en el colchón de plumas de ganso. El abanico se detuvo y ella se volvió hacia el leve susurro de los pasos del bandolero sobre el suelo de mosaico de azulejo sevillano: suelo de ricos. Se volvió y le miró con una de esas miradas indignadas que con tanta facilidad saben emplear las damas obligadas a fingir decencia.
    
     Levantándose despacio, rodeó el dosel, se plantó frente al bandolero, cerró el abanico con brusquedad, le midió de arriba abajo con los ojos entrecerrados y, con un suspiró de resignación, se dio la vuelta y se subió de rodillas encima del colchón. Trabuco la agarró por el hombro, desde atrás, acariciando con el pulgar la delicada piel de la nuca. La notó tensa y le extrañó, pues la moza ya acumulaba experiencia en estas lides. Pero él nunca presumía de saber lo que pasaba por el seso de las yeguas, sino de saber montarlas, así que siseó con suavidad, como hacía para tranquilizar a sus caballos, pues una de sus muchas ocupaciones era robarlos y nunca venía mal cierta habilidad para calmar monturas poco acostumbradas a que las monten extraños.
    
     Siseó y acarició aquella nuca erizada hasta que la piel de gallina adquirió la suavidad del terciopelo. Solo entonces empujó para animarla a inclinar la testa sobre el camastro. Ella se empompó con elegancia, arqueando la espalda, porque incluso a la hora de ponerse a cuatro patas, una señorita con clase demuestra que la tiene.
    
     Trabuco no se lanzó enseguida sobre la moza. Bien al contrario, esperó el momento, la mano deslizándose sobre la seda, desde el cuello hasta la cintura, desde la cintura hasta el cuello, sin prisa, sin forzar la situación. Nunca fue amigo de hacer el trabajo de otros y ciertas partes del proceso correspondían a la dama. Así que estuvieron un buen rato parados, él a la grupa de ella, hasta que ella cedió con otro suspiro resignado y levantó a dos manos los numerosos bucles y giros de las enaguas de seda blanca, tan complicadas que el bandolero las había tomado por un vestido al completo la primera vez que las vio, hasta que por fin se dio cuenta de que aquella marabunta era lo que las señoras de postín y parné, o sea las ricas, llamaban ropa interior.
    
     Los delicados calzones de encaje pedían a gritos ser bajados. Así fue. Pálidas y redondas, las pompas gemelas de carne blanca emergieron ante el bandolero como la luna llena que le alumbraba marcando la frecuencia de sus visitas. Trabuco descargó su manaza para azotar una nalga maciza, bien llena, como corresponde a las hembras que no tienen problema para encontrar qué llevarse a la boca, pero firme pese a todo.
    
     Como tenía dos manos y ella dos cachas, descargó la otra sobre la otra nalga y agarró ambas, separándolas. La entrada de la perdición, el pequeño ojo del diablo, le miró nervioso, parpadeando, balbuceando como las primeras palabras de un bebe travieso, boqueando como un pez fuera del agua ansioso por el líquido vital. Y de líquido vital y grumoso pensaba rellenarlo Trabuco.
    
     La prieta entrada se agitaba, se contraía y relajaba guiada por la experiencia. Bien recordaba Trabuco aquellas primeras ocasiones en que atravesó tal umbral, los gritos, la resistencia. Pero la moza había aprendido que el movimiento la ayudaba a relajarse en esos primeros y duros instantes; había aprendido a no cerrarse a lo inevitable.
    
     Aflojándose los pantalones, el bandolero sacó el arma, el cañón grueso, pesado y venoso que le había dado renombre entre gitanas, payas, francesas, portuguesas y moras a ambos lados de Despeñaperros. Escupió para darle lustre y también bautizó el tajo abierto entre las rotundas nalgas, por cortesía con la dama y porque le gustaba ver su saliva resbalar despacito formando río entre aquellas duras montañas nevadas de carne de hembra aristócrata y acumularse en el borde irregular y palpitante de la entrada trasera, que lo iba succionando al ritmo de las bocanadas de la cálida abertura del pozo de los deseos.
    
     Volvió a escupir, porque era de condición humilde y, por tanto, de espíritu generoso, especialmente cuando se trataba de damas nobles y de su esputo. Ayudó a la señorita a rellenarse y para ello usó el mismo dedo que usaba para indicar a sus hombres quién debía morir durante un asalto. Ella se quedó rígida un instante, pero se dejó hacer, sabedora por experiencia de que cualquier cosa que le entrase por detrás para ir abriendo camino sería de ayuda ante el apodo del bandolero.
    
     Hurgando bien, marcando el recorrido, dentro y fuera, con la calma y tranquilidad que da la costumbre, logró los primeros quejidos sordos para acompañar las incursiones de su dedo en las entrañas de la moza.
    
     —Hoy os encuentro bien cálida, mademuaselle. Va a ser un rato estupendo.
    
     Trabuco era de los que alababa con facilidad, porque es bien sabido que la hembra aprecia al macho que aprecia su candor… y su estrechez. Pero aquella muchacha, sin duda criada entre monjas, era en exceso modesta: los halagos la incomodaban y las arregladas uñas se crisparon sobre la tela, más aún cuando Trabuco metió el segundo dedo y empezó a embutirla con ganas, con medio puño desapareciendo entre las nalgas calientes.
    
     Ya con ganas de jarana, Trabuco dejó caer el ídem en la abertura y las lunas gemelas lo abrazaron: era delgada, la dama, pero de grupa rolliza. Restregándose arriba y abajo sobre la acanaladura, el bandolero fue ganando consistencia, esparciendo la humedad, encendiendo fuego a base de frotar con energía el palo del amor. Era una frotación que dominaba y que gustaba de practicar con todas las hembras dotadas para el asunto, ya fuera por detrás o por delante. Solía darle el mismo masaje a su herramienta con la pechera de Lola, pero es que las ubres de su tabernera favorita estaban a la altura de su armamento. No conocía en ese aspecto delantero las proporciones de su joven dama, pues la visita a aquellas latitudes no formaba parte del trato, pero era hombre imaginativo: se las figuraba de un blanco lechoso, pezones sonrosados, peritas bien formadas de niña rica, aún por morder. Pero su cañón no habría de encontrar acomodo en el riel de esas brevas, aún en el caso poco probable de que pudieran acogerlo. Un trato era un trato, él era hombre de palabra y, ante todo, un caballero: se limitaría a darla por el culo.
    
     Así, con la hombría ya firme, apuntaló la entrada y apretó. Costaba. Costaba la vida, como un rico entrando en el reino de los cielos, como un camello empujando por el ojo de la aguja. Pero de todos modos apretó con ganas, porque maíta decía que lo bueno requiere esfuerzo y las mozas son mejores cuanto más te cuesta abrirlas. Apretó, confiado en la eficacia de su trabuco, arma poco sofisticada pero potente, capaz de abrir agujeros enormes donde antes no los había.
    
     Apretó y empujó y empezó a hundirse, a ganar terreno en batalla reñida, mientras la joven doncella también hundía la cara en el colchón: gritos, sollozos o gemidos de placer, tal daba: ella no quería que nadie la oyera, ni siquiera él. Nadie debía saber qué ocurría en el interior de su alcoba y su retaguardia.
    
     Trabuco siguió empujando, con calma y ansia, viendo cómo su extensión desaparecía en el cálido interior de aquella oquedad ensanchada al máximo por la presión constante. El círculo de carne palpitaba en torno a su hombría, con el leve temblor de aquel cuerpo que por un extremo apretaba los dientes mordiendo la colcha mientras por el otro se expandía hasta límites que su dueña hubiera juzgado imposible no hacía tanto.
    
     La pelvis del bandolero se aplastó contra las nalgas con un chop que sonó a salva de triunfo. Resopló, con la satisfacción del semental que monta la yegua; lo que bien pudiera ser, dado el tamaño de uno de los dos. Asiéndola por la cintura, se encajó con firmeza, disfrutando del calor de la virtud contra natura.
    
     Siguió clavado en ella, saboreando las contracciones de la gruta del pecado, hasta que la damisela dejó de temblar entre sus brazos y levantó el rostro de la colcha. Entonces Trabuco retrocedió, dejando un vacío necesario tan sólo para volver a llenarlo. Lanzó un azote en la nalga expuesta y volvió a arremeter.
    
     Así dio comienzo a otra memorable cabalgata nocturna.


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El agujero es oscuro y amplio, un círculo perfecto, trabajado por un herrero calé con dos manos diestras. En lo profundo de sus entrañas se esconde la oquedad mortal donde nace el fuego. Está cargado. Solo hace falta una chispa.

     La dama lo mira: ojos jóvenes y enormes que no parpadean, pero tiemblan, asustados. Trabuco sonríe desde el otro extremo del cañón, el velludo brazo estirado pero relajado, equilibrando sin esfuerzo la enorme pistola de chispa ante la frente de la muchacha.
    
     El cochero que conducía el carruaje de la dama huyó monte abajo, rata cobarde, saltando del carro en marcha en cuanto se hizo evidente que entre el peso del vehículo, el equipaje, la pasajera y él mismo, jamás en una vida que en ese instante se le debió de antojar muy corta iban sus caballos a poder escapar del trotecillo alegre del semental de Trabuco. Aun se le podía ver, pequeño y mísero, difuminándose entre la lejanía y las ramas del olivar. El día de suerte del pobre diablo, pues Trabuco había salido de paseo y no a matar, solo y sin ganas de lavarse la sangre, que de haber ido con la tropa ya estaría el cerdo ensartado en el espetón.
    
     También era el día de suerte de Trabuco, pues botín sin compañeros es más fácil de repartir, sobre todo para quien no tiene más que conocimientos elementales de la llamada aritmética. Todo el mundo sabe dividir por uno, sobre todo cuando el uno es uno mismo. Y aquel botín era plato para un sólo comensal.
    
     No le cabía duda de que la bella dama transportada en el carruaje nunca había sido catada. Parecía confusa, mareada por aquel último tramo tortuoso que la había dado el cochero antes de dimitir por piernas, sin saber a qué eran debidas las prisas. Cuando abrió la portezuela, le miró como extrañada, preguntándose si aquel era su cochero o le fallaba la memoria, pues es sabido que la gente de alcurnia tiene la mente ocupada en recordar sus títulos, sus posesiones y, a veces, su propio nombre, y no le queda seso para algo tan trivial como los rostros de la servidumbre.
    
     Trabuco sonrió ante la apasionante perspectiva que le abrían aquellos ojos brillantes. Ella al principio le devolvió la sonrisa, por reflejo, pues al fin y al cabo un macho es un macho, una hembra una hembra, y Trabuco era alto, sólido y bien formado y sería apuesto de saber lo que es el jabón y un buen barbero, que afeitándose con la vieja bayoneta no se logra lo que se llama un apurado uniforme. Así fue que la moza pasó del mareo a la confusión, de la confusión a la sonrisa, de la sonrisa de nuevo a la confusión y de esta al miedo cuando la pistola se plantó con desgana ante su coqueta nariz empolvada.
    
     Trabuco la tasó con el ojo experto del cuatrero y putero que sabe cuánto vale una montura con una rápida mirada a dientes, crines, lomo y grupa. Su sonrisa se ensanchó, recreándose en el vaivén de la respiración acelerada de aquel pecho embutido en corset francés de mostacho de ballena. La moza lucía bien las ubres con un escote más generoso de lo que aconsejaban la decencia y los curas en una España tirando a mojigata frente a sus vecinos europeos. Aquella agradable visión debía ser un regalo, quizás una trampa, para algún potencial prometido, pues aunque la nobleza se case por conveniencia, unas buenas tetas siempre ayudan a cerrar el trato. El anillo de pedida en el delicado dedo daba cuenta del negocio, probable herencia de la familia del novio, una joya que habría pasado de suegra a nuera, remontándose en el árbol genealógico hasta llegar a algún noble ladrón que la robó de su anterior dueño, pues es bien sabido que, cuando se profundiza lo suficiente, en la raíz de cada árbol ilustre se esconde un rufián fuerte o valiente, y sin escrúpulos: un Trabuco.
    
     En aquel momento, la joven dama de escote jugoso no recordaba el anillo, ni al prometido, ni la futura herencia, ni siquiera al difuso cochero que ya ni se vislumbraba en el horizonte. Su mundo se había reducido a la profunda oscuridad del cañón ante su frente.
    
     Trabuco se recreó en el aroma del miedo antes de bajar el arma con parsimonia y ofrecer la mano a la señorita. Sonreía como un dandi habituado a las noches de la capital. Ella aceptó la mano que le tendía, por reflejo o por costumbre: una chica bien educada que posó los temblorosos dedos enguantados en los del caballero y bajó del carro con pasos inseguros. Ya sobre el suelo de tierra se separó del hombre y retrocedió, intentando tapar la generosa porción descubierta de su avanzadilla. Los ojos enormes repararon en las manos del bandolero, cuyos dedos jugueteaban con una pieza dorada y brillante. La chica se frotó las suyas, las miró. Sus ojos reflejaron el auténtico terror.
    
     — ¡Devuélvalo! —chilló en falsete—. ¡Es mío!
    
     Trabuco la miró a través del aro de oro.
    
     —Ya no, mademuaselle. Ya no. Es el peaje. Yo, y no otro, soy el señor de estas tierras y a mí corresponde recibir los impuestos.
    
     >>Es una buena recaudación, lo admito. Inesperada. Las pequeñas satisfacciones de la vida noble, ya sabe: salir a dar un paseo a caballo por tus dominios y encontrar sin pretenderlo esta pequeña joya, este arito diminuto de tacto tan agradable.
    
     >>Pero no os enfadéis, mademuaselle. Pese a todo, la suerte os sonríe, pues este ha sido un encuentro fortuito, que de haber sido planeado, de haber venido con mis hombres, ahora mismo estaríais aprendiendo lo que significa complacer a media docena de machos. Yo, en mi humildad, me conformo tan sólo con este pequeño recuerdo.
    
     >>Así pues, considerad vuestra deuda saldada y quedad con Dios.
    
     Así habló Trabuco y, con una elegante floritura, dio media vuelta dejando sola a la joven. Ella se lanzó sobre su espalda, agarrándolo, atacando con furia, suplicando con desesperación. Trabuco se permitió disfrutar del contacto antes de aferrarla por las muñecas y sujetárselas a la espalda. La tenía pegada y aspiraba su aroma a esencia de rosas y hembra nueva. La mantuvo atrapada entre sus brazos hasta que la niña se calmó y empezó a llorar. Solo entonces la soltó y siguió camino.
    
     Ella se fue al suelo, derrotada, y ahí apareció la magia, pues hay una fuerte magia en una hembra arrodillada y llorando.
    
     —Pídame lo que quiera —susurró entre sollozos—. Lo que quiera.
    
     Él se volvió para mirarla: las rodillas de medias blancas clavadas en el barro, los ojos brillantes, los labios temblando por el llanto contenido, el cuello esbelto palpitando, la melena bien peinada suelta por el forcejeo, el escote revelando aún más por lo bajo de la posición, por la suplicante y comprometedora inclinación de la moza. El trabuco de Trabuco se llenó de pólvora en cuanto su vista resbaló por aquel tajo profundo.
    
     — ¿Lo que quiera? —preguntó.
    
     Ella miró los ojos predadores, tragó saliva y asintió como asiente una hembra cuando el deseo y el miedo se unen en una encrucijada en la que no sabe qué camino debe tomar para llegar a ese destino al que, en el fondo no quiere ir. Asintió, sabiendo que podía conseguir lo que quería o podía no conseguirlo, pero tanto en un caso como en el otro iba a acabar bien jodida. Es liberador el hecho de que, cuando todas las decisiones son malas, no haya ninguna incorrecta.
    
     —Subíos el vestido, mademuaselle. Abríos de piernas y recibid todo lo que Trabuco tiene que ofrecer a una dama. Dadme el coño. Y yo os daré esta baratija.
    
     Volvió a mirarla a través del aro dorado. La dama parecía horrorizada pero, por suerte, ese detalle no importaba demasiado. Empezó a girar el anillo entre sus dedos, acariciando la superficie del metal, metiendo apenas el rugoso índice por entre su fina circunferencia. Ella negaba con la cabeza.
    
     —No. ¡No!… por favor… ¡por favor!… soy virgen –suplicó.
    
     Pero Trabuco no era religioso y sólo habría sido un problema de haberse tratado de San José. Porque a él, macho valiente, nunca le importó demasiado ser el primero de la banda en internarse en la espesura para ir abriendo camino a machetazos por entre el follaje. Nunca fue un vago en ese sentido. El verdadero problema sería para la joven, que después de probar un auténtico macho poco iba a poder sentir con un señorito de calzones de seda ceñidos y nariz empolvada.
    
     —Mejor —dijo al fin—: más apretada. No me gustan dadas de sí. Soy como el conejito en el campo de labranza: prefiero por madriguera los agujeros estrechos.
    
     La dama negaba, y negaba, y negaba, insistente.
    
     —Virgen… debo… debo llegar virgen… al matrimonio —levantó la cabeza, enfadada—: mi flor no es para cerdos como vos.      
    
     — ¡Tampoco voy a pararme a olerla! Pero en fin… muchas antes hablaron igual y acabaron disfrutando con el arma de Trabuco. Y todo ello, todo, todo, sin perder la honra. ¿Sabéis cómo, mademuaselle? ¿No? ¿Queréis saberlo?
    
     Tras un momento de duda, un leve asentimiento. Trabuco estiró el brazo y sus dedos rozaron los abultados labios.
    
     —Alguna me dio su boca. Una delicia. Y un buen trato, desde luego: unos labios húmedos a cambio de otros. Pero yo no quiero la vuestra, mademuaselle. Una dama honorable podría ser tan estúpida como para intentar morderme. Y no me apetece, que hay cosas que se tragan, pero no se mastican. No. A una dama de alcurnia es mejor abrirle el culo. Así, si le da por apretar los dientes, será por buen motivo.
    
     Uniendo acción y palabra, Trabuco se deslizó desde los labios hasta las sólidas posaderas y agarró carne. Ella sintió el anillo clavándose a través de la tela. Se revolvió entre sus brazos.
    
     — ¡No! –gritó la dama—. Eso es inmoral. Es contra natura. ¡Rufián!
    
     —Sin insultos, mademuaselle —protestó Trabuco con una sonrisa—. Expuestas están mis condiciones. Podéis aceptarlas y enseñarme el trasero, o rechazarlas y contemplar el mío.
    
     Y dándose la vuelta, empezó a alejarse lanzando al aire el anillo como una moneda en la que siempre salía la misma cara, hasta que la joven le detuvo con un grito.
    
     — ¡No!
    
     Él la miró. Ella bajó la vista al suelo. Se dio la vuelta. Él se acercó y la agarró por los hombros. La condujo hacia la puerta abierta del carruaje.
    
     — ¿Cómo sé que me devolveréis el anillo? —preguntó en un susurro.
    
     —No tengo motivos para mentiros, querida. Soy hombre de palabra. Os podría tomar por la fuerza si quisiera. Podría meteros la verga por todos lados, pero soy un caballero. ¿Sois virgen también por detrás?
    
     Ella asintió, tímida.
    
     —Mejor.
    
     Agarrándola por el cuello, la invitó a inclinarse sobre el suelo del carruaje. Así quedó con el torso a resguardo dentro de la estructura y el culo fuera, incitando al asalto; podría gemir, gritar, o lo que quisiera, quedando el ruido atrapado en el pequeño habitáculo. Porque la discreción es importante en asuntos de alcoba: que luego llega un caballero andante atraído por el alboroto y tendría que parar para despacharlo, con lo que corta las ganas detenerse para ensartar a un hombre mientras estás ensartando a una moza. Peor sería que llegase alguno de sus hombres y tener que compartir. Hasta es posible que la joven también apreciase la discreción.
    
     Trabuco acarició las pompas. Las masajeó. Subió la falda, subió el cobertor, subió las enaguas y otras capas más cuyo nombre no conocía, maldiciendo en cada paso la manía de las mujeres de cubrir semejante belleza bajo tanta tela y que encima fuese a él a quién llamaban criminal. Unos calzones de lino suave con lazo de seda se interponían entre él y su objetivo, pero ya no tenía paciencia para deshacer nudos. Cual Alejandro Magno con su espada enhiesta, dio un fuerte tirón para desgarrarlo. A su disposición quedaron dos hermosas nalgas blancas, bien alimentadas pero firmes, expuestas a sus atenciones. No ahorró alabanzas mientras las sobaba, las amasaba, las levantaba y dejaba caer recreándose en la elasticidad con que volvían a su posición, les propinaba azotes que apenas hacían temblar la carne. ¡Qué diferencia con las rollizas formas de las mancebas de la taberna!
    
     La fusta de cuero endurecido con la que animaba el trote de sus monturas emergió por arte de magia de la caña de la bota y rozó la piel pálida, perdiéndose por el huevo del coño y subiendo espalda arriba en una caricia continua hasta lamer con su lengüeta la elegante nuca. El largo instrumento se cruzó ante la cara de la joven.
    
     —Morded, niña. Lo vais a necesitar.
    
     Separando las nalgas a dos manos, escupió en el ano, metió un dedo que hizo que la joven se estremeciera y empezó a hurgar en su interior mientras ella se agitaba. Le dio un azote, fuerte. Luego otro.
    
     — ¡Quieta, niña! Os tengo que ensanchar. ¿Es que queréis que os deje coja?
    
     Volvió a escupir. Otro dedo. Más saliva, embuchada a presión en las cálidas y cada vez más húmedas entrañas. Dos dedos entrelazados y brillantes acuchillando aquella pequeña oquedad que los engullía por completo. La dama gimió, le fallaron las piernas, pero estaba bien apuntalada por los dedos de Trabuco, que la sostuvieron y la alzaron de un tirón para volver a colocarla en posición.
    
     El trabuco de Trabuco emergió de sus pantalones ya amartillado, dispuesto al combate. Lo dejó caer sobre la blanca rabadilla. La chica, al sentir el peso sobre su espalda, volvió la cabeza y sus ojos se agrandaron. Intentó huir, pero la aplastó contra el suelo del carro. Apuntó a la diana, separando con su hombría la tierna carne… y disparó.
    
     Encontró la resistencia esperada, la resistencia deseada. Empujó con ímpetu. La moza se resistía, pese a estar ya ensanchada, recordándole a Trabuco por qué le gustaban tanto las chicas decentes.
    
     Se retiró. Ella se relajó, porque no sabía que los machos valientes no huyen: retroceden para coger impulso. Afianzando las caderas, apuntó el cañón y volvió al ataque.
    
     El retumbo de su arma al abrir brecha en la carne virgen llegó acompañado por los gritos de la ensartada. La estaca vibraba a medio clavar. La dama aullaba, revolviéndose, apresada sobre el suelo de la carroza por el peso de su jinete. Él, como caballero que era, esperó a que terminara de desahogarse antes de volver a ponerle la fusta en la boca.
    
     —Shhh… —susurró en su oído—. Discreción, mademuaselle. No querréis que os vea nadie, ¿verdad? La honra y todo eso.
    
     Ella mordió. Mordió con ganas el cuero ahogando sus quejidos.
    
     Trabuco siguió empujando.


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La brisa de la madrugada se colaba por el balcón oreando los sudores mezclados del semental que monta su yegua. Trabuco agradeció el frescor, resollando como estaba ante la exigencia del brío con el que cabalgaba su bien entrenada montura.

     Trotaba a pelo, con la camisa desabrochada y los calzones bajados, para que la dama pudiera sentir sobre su lomo y sus ancas el roce de la piel de un auténtico macho. Se dejó, sin embargo, las botas puestas, pues eran de buen cuero, de montar, con espuelas de acero y adornos de plata, y una monta como aquella era ocasión para lucirlas. Sacó de la caña la fusta que aún conservaba las marcas de los dientes y la empleó con brío en cuanto el trote empezó a perder vigor, para marcarle el ritmo. Dentro, fuera, dentro, fuera, la fusta restallando sobre una nalga y después sobre la otra, brincando con velocidad ahora que aquel agujerito bien adiestrado había tenido tiempo de adaptarse a su calibre.
    
     Soltando la fusta, se afianzó sobre el talle y pasó al galope para el asalto final. Duro, seco, sin florituras, resonaba el tamborileo ahogado de su pelvis contra la piel tersa de la grupa en pompa.
    
     Soltó una mano para agarrar la melena de la dama y tiró hacia sí, para que ella alzara la vista del jergón al menos en los momentos finales, pues le habían enseñado en el ejército lo suicida que es una carga de caballería cuando la montura no ve el camino. Ella miraba al vacío, noble, desafiante. En sus primeras visitas no pudo evitar las lágrimas, pero ahora, con una experiencia, por así decirlo, más dilatada, el orgullo se imponía.
    
     Con una última arremetida soberbia, Trabuco se clavó hondo y empezó a soltar a plomo su célebre y generosa descarga mientras mordía el esbelto cuello. ¿Por qué? Pues porque todas sus yeguas llevaban su marca. Y el bandolero, conocedor de las modas y tendencias femeninas, quería darle a la dama una oportunidad para usar sus caros polvos de maquillaje sin que hacerlo resultara una frivolidad.
    
     Retrocedió, descorchándola, goteando. Contempló su obra. Desde la carnosidad de unas nalgosas pestañas, un ojo negro y abierto le devolvió la mirada. Por su comisura asomaba una lágrima blanca. Los cachetes sonrosados intentaban cerrarlo, pero no lo lograban del todo. Aún había de pasar un buen rato antes de que aquella cueva de Alí Baba recuperase su cerrazón natural.
    
     Se besó los dedos y trasladó el ósculo a la nalga de un cachetazo.
    
     —Hasta el mes que viene, mademuaselle.
    
     Ella siguió con la vista fija en la colcha. No quería moverse, enfrentar al bandolero, pues sabía por experiencia que, con todo aquel líquido aún fresco y caliente alojado en su interior, se arriesgaba a mancharlo todo. Y una gran mancha blancuzca en el vestido y la cama de una doncella es algo difícil de explicar, y menos en las ingentes cantidades que descargaba aquel rufián. En un rato, cuando su cuerpo volviera a cerrarse, se desharía de la simiente masculina de un modo más discreto. Había adquirido cierta destreza en el arte de no dejarlo todo perdido, pero no estaba dispuesta a que él contemplase las humillantes maniobras que debía hacer, así que esperaría en pompa hasta que se fuera.
    
     Quedaba tan poco… En unos meses sería una mujer casada: un nuevo hogar, un gran caserío lejos de allí, lejos de la sombra alargada de aquella sierra que el bandolero consideraba suya.  
    
     — ¿Por qué me hace esto? —sollozó.
    
     —Porque queréis, mademuaselle. Hay dos docenas de sirvientes. Podríais pedir auxilio. Podrían atraparme. Pero entonces lo sabrían, ¿verdad? Este es el precio de la decencia.
    
     —No era el trato.
    
     —Me ofendéis, querida. Trabuco es hombre de palabra. Os di una baratija; me ofrecisteis el culo. El trato se cumplió. Si ahora me pagáis, es por mi silencio.


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Atardecía en el camino de la sierra. En el bosque de pinos reinaba un silencio roto sólo por los sollozos apagados de la joven, que había demostrado tener buenos pulmones pese a la amortiguación del carruaje. Los pajarillos que daban música al lugar habían huido ante los gritos de un rato antes, antes de que la dama se acostumbrase a la enculada lo suficiente como para convertir sus berridos en un triste gimoteo.

     Trabuco llevaba tiempo en su interior, dentro y fuera: dentro hasta el fondo, luego desenfundar para ensartarla de nuevo, en pasadas largas, lentas, para que la joven pudiera deleitarse plenamente en las sensaciones de aquella primera experiencia, para que pudiera recordar cada paso del camino que recorría por primera vez, pues el deseo de todo hombre pionero en hoyar tierra salvaje es ser recordado por su conquista. Esa fama, ese recuerdo imborrable, es la esencia de la inmortalidad.
    
     Contenida por aquella prieta oquedad, Trabuco sintió la vibración que invadía la acerada dureza de su arma ante la inminencia del disparo. La sacó y apuntó con su habitual acierto las blancas balas al centro oscuro de la diana que le ofrecía. El primer disparo se fue alto y empezó a resbalar lentamente por la pálida canaladura. Lo recogió con la punta y lo arrastró al sumidero, a reunirse con el resto de su descarga.
    
     Apretó con su dureza menguante para inyectar su esencia en el lugar que le correspondía: en el interior del cuerpo de la hembra. La joven se quejó ante esta última internada, pero las cosas hay que hacerlas bien hechas y todo debe terminar como debe.
    
     Se quitó el paño que lucía al cuello y que cubría su rostro cuando era necesario cubrirlo, y lo insertó doblado en el agujero abierto.
    
     —Así no os mancharéis el vestido. Sé que a una dama de alcurnia no le gustan esos incidentes.
    
     Ella se volvió, los ojos brillantes de furia. Él le lanzó el anillo, que rebotó en el suelo del carruaje hasta detenerse sobre el charquito húmedo formado por las lágrimas de la joven virgen.
    
     —Hasta la vista, mademuaselle.


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