domingo, 9 de febrero de 2025

Apocalipsis III - El ciclo sin fin

     


  UNA HISTORIA

Lo que me dispongo a narraros es un cuento, un relato, la esencia —quizá— de una historia; la ejecución en presente de un recuerdo de nuestro pasado, legado a nuestro futuro. Un futuro que ahora sí existe.

¿Cómo empezar una historia? Supongo que lo primero es decidir si vale la pena contarla, si la trama o los protagonistas resultan interesantes.

En realidad, la joven 221969 no tiene nada de especial: es una más de entre las miles de mujeres que habitan nuestra humilde ciudad; una de tantas, diferentes pero iguales, lágrimas en la lluvia, riachuelos al mar, rastros níveos en orificios abiertos, engranajes en la rueda de la vida. Hermosa, por supuesto; como todas: las poco agraciadas se extinguieron tras el Colapso; en la nueva Selección Natural, la fortaleza femenina es la belleza. La sensualidad. La sexualidad. De dichas cualidades hay de sobra, pues ahora forman parte intrínseca de la condición femenina. 221969 es menuda, de rostro aniñado y larga melena castaña hasta el nacimiento de unas soberbias nalgas que conforman su principal virtud: llenas, redondas y duras, enmarcadas por unas caderas que parecen más rotundas por la estrechez del talle; unas cachas robustas —que no gruesas— y firmes, que dejan entrever el oportuno hueco por el que asoma el sonrosado y jugoso coñito. Sin tan notable retaguardia nunca habría ascendido hasta donde está, ni formaría parte de nuestra historia.

Porque sus tetas, sus tetitas, siempre fueron su gran carencia, causa dual de su vergüenza. Ya daban leche antes de que le fuera natural hacerlo. Sabedora, como todas, de que la lactancia compensaría su escaso volumen, en su antigua vida hizo tímidos intentos con copas de plástico y bombas de succión para intentar aumentar su delantera. Sin resultado, claro: la libertad la frenaba. Cuando no tuvo elección, cuando las molestias de sus ubres importaron menos que los resultados, un tratamiento firme logró convertirla en ama de cría mucho antes de que le tocara. Pero, incluso rebosantes de jugosa leche, resultaban menores que las de sus compañeras. En este maravilloso mundo donde la doble D es habitual y la D discreta, a la chica le faltaban un par de letras. Es difícil ser una diosa de glorioso culo en un Olimpo lleno de diosas de gloriosos culos y pechos exuberantes.

Así que 221969 no tiene nada de especial. Incluso destaca menos que la mayoría. Quizás eso sea lo interesante: es ese arquetipo cuya historia debe contarse, al menos, una vez. Su historia, o la de cualquiera de sus compañeras, da igual. Pero alguna. 

Entonces... ¿cómo empezar la historia de 221969?

Por supuesto, presentándola.

221969 es su nombre: un nombre merecido, adecuado, descriptivo. Un nombre que significa mucho para quien sabe entenderlo. Pero antes se llamaba Sofía. ¿Por qué? Por azar o capricho. Muchas se llaman Sofía sin que eso signifique nada. Pero, de nuevo, quizás eso convierta el nombre en adecuado para nuestra historia.

Sofía. Nombre común, con O: la vocal masculina por excelencia siempre está presente en los nombres de las niñas del Nuevo Mundo; un homenaje, un recuerdo idealizado del efecto de los hombres en sus cuerpos, del anhelo de volver a tenerlos dentro de ellas. Porque la historia de Sofía es la de una mujer nacida en un mundo en el que sólo existen mujeres, un mundo en el que los hombres forman parte de un pasado glorioso, perdido, dominado por el ser humano. Un pasado, una leyenda contada entre susurros de labios ardientes a oídos ansiosos de jovencitas bellas y tiernas, de generación en generación.

La leyenda afirma que los hombres existen aún, en algún lugar, ahí fuera, protegiéndolas... de los monstruos. Una leyenda que, como todas, esconde algo de verdad.

 

 

EL PRINCIPIO

 

De acuerdo: llamemos a nuestra protagonista Sofía.

Empezaré su historia cuando ese aún era su nombre, pero ¿cuándo? ¿Su nacimiento? Irrelevante: nació, como la mayoría, en una de tantas ciudades de mujeres. ¿Niñez? Fue criada en el templo de su ciudad, donde se crían todas las niñas nacidas en ella y unas cuantas que no. Como a todas, le enseñaron un oficio que resulta irrelevante en el lugar en el que se desarrolla esta historia. Fue, durante algún tiempo, una joven profesora en el mismo Templo, ayudando a criar otras niñas.

No... empezaré... más adelante. Una vez me habló de un sueño recurrente que sufría antes de llegar aquí. Valga como inicio la sutil ironía de que la vida que anhelaba empiece con su última...

 

 

PESADILLA

 

—¡Corre! —grita Lorna, aunque Sofía sólo percibe el movimiento tembloroso de sus labios. La voz se pierde en un mar de gritos de mujer.

Y aunque sabe que es un sueño, Sofía no puede evitar correr.

Un Socham.

El Templo enseña a las niñas que no deben defenderse de los sochams, ni dañarlos, pues el Mal que asoló el Antiguo Mundo sigue atrapado en ellos, se alimenta de la nauseabunda carne de las criaturas y las devora por dentro sin matarlas. Dañar a esos seres, hendir su carne, partir sus huesos, liberaría un nuevo terror que acabaría con todas las mujeres de la Tierra.

Ellas sólo tienen permitido huir o esconderse. Sofía huye. Todas las que paseaban por la calle disfrutando la agradable noche estrellada lo hacen en cuanto lo ven, en cuanto oyen el rugido del cazador. La señal de salida en una carrera donde el premio es la propia vida.

Lorna corre a su lado. Su mejor, su más íntima amiga, cuenta dieciséis ciclos, y es lista. Y dotada. Y rebelde: siempre cuestionó las normas, desde el Templo. Pero huir de los cazadores está tan grabado en su mente como en las del resto.

Lorna agarra su mano. La guía. Tuercen en el cruce perdiendo de vista al cazador. Ven el callejón, un lugar que conocen bien: su oscuridad ha sido refugio de más de una noche de caricias, de labios sobre labios y labios, lenguas jugando con lenguas, las manos de Lorna agarrando sus nalgas y las suyas deslizándose bajo la blusa de su amiga, envidiando la plenitud de sus pechos. Ahora se internan jadeando entre sus paredes estrechas, buscando el refugio de la penumbra mientras otras siguen corriendo calle abajo anhelando sus propios escondites, pues el Templo enseña que no se puede huir eternamente de un socham corriendo, pues las criaturas son más rápidas, más resistentes.

Se acerca. En la calle ahora despejada y silenciosa resuenan las pisadas duras. Ni siquiera corre: el movimiento de la criatura es pesado, tranquilo, siguiendo un rastro. Lorna mira hacia la entrada del callejón. Sofía la abraza y siente el corazón de su amiga latiendo con fuerza a través de la firme carne que lo cubre. La empuja contra la pared, hacia el fondo, intentando que se agache, pero Lorna sigue mirando.

Era curiosa. Un aspecto de esa rebeldía que la llevaba a cuestionarlo todo, de ese temperamento que le valió tantas miradas intensas de la Madre, tantos castigos sobre sus rodillas y aún más visitas a su despacho. Aunque, a medida que fue creciendo, la Madre también la invitó alguna vez a sus aposentos privados.

Un paso. Otro. Más cerca, retumbando en la tumba silenciosa en que se ha convertido la calle. Habrá, al menos, un centenar de mujeres de cuerpos agitados y temblorosos y bocas mudas en la cercanía. El propio callejón lo forman los hogares de algunas que descansaban en casa cuando oyeron el estruendo y que ahora, apagadas todas las luces, aguardan agachadas, o escondidas bajo la cama, o en el más recóndito rincón de su casa, a que el peligro pase de largo. Para alguna no lo hará.

Sofía estaba en casa la primera vez que vio un socham. Miró, claro. Todas miran alguna vez. Todas quieren ver con sus propios ojos el material con que están hechas pesadillas y leyendas.

El Templo enseña que los Cazadores destruyeron el mundo. Humanos en el pasado, portaban con ellos un mal, una peste, que arrasó la civilización y los corrompió. Lo que vio aquella primera vez, al asomarse apenas al borde de la ventana de su cuarto, era peor de lo que jamás había imaginado.

Enormes. Más altos que las mujeres y mucho más robustos. Bestias que caminan erguidas y en cuyas manos, si se las puede llamar así, se mezclan unos dedos viscosos y llenos de nudos como las ramas de un árbol moribundo que se retuerce mientras pierde su savia, con duras garras retráctiles que no cortan, garras como garfios, hechas para atrapar y atraer presas vivas. Con tentáculos, algunos largos y otros más cortos, siempre distintos en número y disposición en cada una de las criaturas, colgando inertes hasta que se coloca entre ellos la carne de alguna desventurada. Entonces cobran vida, se enrollan en torno a ella y la atrapan. Las que se atreven a mirar desde la seguridad de su escondite pueden ver a la víctima retorciéndose sobre el hombro de la bestia, sus brazos, piernas, cintura trabados por esos apéndices brutales mientras se la lleva hacia el destino horrible que las aguarda.

La propia carne del ser es gomosa y lisa. Y negra. Un todo uniforme de oscuridad, una sombra que contrasta contra el cielo nocturno, que absorbe la luz. Salvo los ojos: los ojos son grandes, almendrados, naciendo en el frente, sobre un morro abultado en el que no se distingue nariz ni boca de la que puedan surgir aquellos aullidos salvajes, y prolongándose hacia los lados, en una mezcla perversa entre la vista frontal de un ser humano, y la lateral de un lobo. Esos ojos enormes brillan como la obsidiana pulida. Las mujeres ven en ellos el terror de su propio reflejo mientras gritan. 

Ella ve el de Lorna. Las alargadas garras de la criatura como anzuelos enganchados en su brazo, en su cintura, tirando de ella, sacándola de su escondite en el callejón, como el chimpancé que escarba con su ramita en un hormiguero antes de darse un festín con las laboriosas obreras. Las enormes manos negras apresando las claras y suaves de Lorna, alzándola en vilo, separándola de Sofía con brutal facilidad para echársela al hombro donde, de inmediato, un grueso tentáculo se enrolla en torno a su talle.

Sofía queda con el brazo extendido, la mano abierta que un instante antes se aferraba a la de Lorna. La criatura, alta y poderosa, está ante ella. La mano negra se estira, y el dedo viscoso acaricia su mejilla, repasando el suave contorno de su rostro, obligándola a alzarlo. Evaluándola. La mira con sus ojos de oscuridad y ella se ve en ellos temblando, asustada, incapaz de huir o esconderse.

Y entonces, el ser se da la vuelta. Lo último que Sofía ve antes de que desaparezca por la entrada del callejón es a Lorna, cargada sobre sus hombros, mirándola con ojos enormes y asustados, extendiendo la mano hacia ella en un movimiento lento, hipnótico, un sueño dentro de un sueño, suplicando una ayuda que nunca llegaría. Sofía estira la mano: un gesto inútil en la realidad y en la pesadilla, pues la distancia que las separaba siempre fue insalvable y crecía a cada paso del ser. Grita el nombre de Lorna.

Y entonces se despierta.

Jose estaba en la cama con ella. La dulce Josefine. Aún dormía, pero la abrazaba, atrayéndola hacia la suavidad de sus pechos. A Sofía le reconfortó encajar el rostro tembloroso entre ellos, acomodarse en su plenitud, secar sus lágrimas en la suavidad de su piel. Josefine, siempre complaciente, ya ni siquiera necesitaba estar despierta para consolarla.

Se calmó al calor de esas almohadas gemelas, pero no pudo volver a dormir pensando en Lorna, en aquella noche, en cómo quedó petrificada en el callejón hasta que el calor y la humedad en sus bragas la hizo reaccionar al darse cuenta de que se había meado encima. En cómo echó a correr tras Lorna y la bestia porque tenía claro que no los alcanzaría.

El Templo no lo enseña, pero es fácil seguir el rastro de un socham. Es como seguir un camino de tierra removida en medio de un prado verde. Basta guiarse por el silencio y la quietud. Mientras el resto de la ciudad recupera el murmullo de las mujeres, el ronroneo de la vida, mientras las luces vuelven a las ventanas, el camino de la criatura sigue en silencio, oscuro y muerto. Los gritos y súplicas de las muchachas capturadas también ayudan a guiarse, por supuesto.

No entran en el Templo. No secuestran niñas, sólo mujeres bien desarrolladas, carnes suculentas. No les interesan sus ropas ni sus posesiones, sólo sus cuerpos.

Encontró la ropa de Lorna desperdigada en las afueras: los zapatos, la falda corta con la que lucía sus muslos llenos y duros, la blusa vaporosa, las diminutas bragas desgarradas, el sujetados, demasiado grande para Sofía. Aún lo conservaba.

Pensaba en Lorna cuando abandonó los pechos acogedores de Jose y bajó por su vientre. Seguía pensando en ella cuando se amorró entre sus muslos y sacó la lengua ansiosa por dar placer. Un placer que no podría darle a Lorna.

Porque el Templo enseña que las mujeres son generosas. Las mujeres deben dar placer.

 

 

EL TEMPLO

 

En la historia de Sofía, en la de cualquiera de las mujeres nacidas en cualquier ciudad de mujeres, un capítulo fundamental es el Templo.

El Templo enseña a las mujeres. Las enseña a comportarse como se espera de ellas. Las adiestra en los oficios que ejercerán. Las acoge, las cuida, las protege durante su infancia y primera juventud. El Templo es lo que recuerdan desde que tienen memoria hasta que se incorporan a la sociedad. Es su familia y sus amigas, las niñas con las que se pelean y se reconcilian, las muchachitas a las que empiezan a envidiar, a odiar y a desear.

El Templo se yergue en el centro de cada ciudad. Y en el centro del Templo, se yergue la estatua de la Verga, un culto que ya era antiguo, ancestral, antes de que el Antiguo Mundo tocara a su fin. Los romanos lo seguían y construyeron el imperio más avanzado de la historia. Su civilización decayó cuando esa adoración fue sustituida por la vagina, por el cáliz, por el vacío.

La estatua de la Verga es detallada. Y es una fuente, en realidad. El glande redondo y liso que la corona tiene su correspondiente abertura de la que brota, en las fiestas señaladas, un poderoso chorro que lanza al cielo una lluvia que bendice a las muchachas apelotonadas a su alrededor. En el tronco, ligeramente curvado, se aprecian las venas. Las pelotas que equilibraban su base tenían sus arrugas, pero las manos de tantas niñas, y no tan niñas, que las han acariciado y lamido a lo largo de los años las han ido alisando igual que se desgastan los pasamanos de las escaleras del Templo por todas las muchachas que se deslizan por ellos. Pero, aunque más blandas, esas balaustradas de madera labrada son más fáciles de sustituir que aquella dura estatua divina.

El día del Templo empieza allí, con La Madre en pie delante de la estatua, frente a las internas, en grupo según su edad, con sus maestras y cuidadoras detrás; como Sofía tras sus niñas que ya no son tan niñas: todas han empezado a desarrollarse, aunque les quedan un par de años para completar unos cuerpos realmente femeninos.

Tendrá que reprender a alguna, candidata a rebelde que lo es aún más por esas hormonas a las que su cuerpo aún no se ha acostumbrado. Las niñas han de prestar atención a los sermones de la Madre. Aunque los sepan de memoria, aunque los temas sean limitados y se repitan cada poco en una sucesión sin apenas variaciones desde hace eones.

La Madre habla con la seguridad de la costumbre y pasea su amorosa mirada por los grupos de niñas arrodilladas y mujeres de pie. Durante un instante, su vista se para en Sofía, en su rostro ojeroso, y Sofía puede ver su compasión, pues la Madre sabe: sabe de sus pesadillas.

Pese a lo repetitivo y previsible, el sermón que la Madre elige cada día influye en el ánimo de las muchachas.

Los días que habla sobre los placeres de la carne hay que vigilar a las niñas. Da igual que sea sobre ese placer perdido que las mujeres entregaban a los hombres, o sobre el más suave y cotidiano, quizá por ello más necesario, que proporciona la carne de una mujer mezclándose con la de otra. La hembra humana es una criatura especial en la Naturaleza: su fertilidad es constante, pues siempre está ovulando. Al contrario que en otras hembras de primate, a las que se les hincha el trasero cuando están en celo, las nalgas femeninas siempre son prominentes, pues su celo es constante y debe aplacarse. Y sin hombres para montarlas, deben entregarse al placer de sus hermanas.

Las niñas más jóvenes escuchan esos sermones con nerviosa expectación; entre las mayores hay miradas, susurros, algunos muslos demasiado juntos que se frotan, algunas posiciones arrodilladas demasiado forzadas en las que los talones de las muchachas se clavan demasiado entre las carnes aun tiernas de las nalgas, algunas manos hábiles de compañeras descaradas, que se pierden bajo pliegues de faldas y blusas entreabiertas. Esos días, los ojos de la Madre y las cuidadoras están más atentos, y se reparten más cintos de castidad que de costumbre, aunque menos de los que se debería.

Otros días, La Madre habla de los hombres, de esos seres que vivían junto con las mujeres y que insertaban en ellas la esencia de la vida. Del Cataclismo, y cómo los hombres lucharon por protegerlas hasta terminar desapareciendo, aunque la leyenda asegure que regresarán. Y de cómo el fruto de la vida, que entregaban a las mujeres con placer, estuvo a punto de desaparecer con ellos hasta que sólo la Piedra de la vida pudo proporcionar la semilla, que había de ser insertada con dolor en las elegidas para perpetuar la especie.

Hoy, La Madre habla de lo sochams, de los cazadores, el enemigo que trajo el mal, contra el que lucharon los hombres y que los llevó hasta la extinción, aunque la leyenda asegure que la lucha aún continúa y que los hombres siguen ahí fuera, guardándolas. Otras leyendas dan una versión distinta: que los cazadores son un castigo divino, un medio para controlar la población de las mujeres, heraldos de la madre Naturaleza, como las siete plagas o el Gran Diluvio. Como el propio fin del Antiguo Mundo.

Leyendas. Pero los sochams son reales. Y hoy, las niñas están quietas y calladas. Asustadas. Sofía también.

Si era el sermón que tocaba o la Madre lo eligió para ella, no lo sabía.

 

 

UN DIA DE CLASE

 

Como toda maestra, Sofía empezaba el día administrando a alguna alumna unos azotes rituales. La disciplina física era parte habitual de la vida de las mujeres: como castigo, como ajuste de actitud, como entrenamiento o como tributo, todas recibían con frecuencia castigos corporales, en general, y azotes en las nalgas, por lo general desnudas, en particular. Era idea aceptada que unas buenas nalgadas daban forma, fortaleza y carácter a los ya de por sí estupendos culos de las hembras del Nuevo Mundo, glúteos firmes y llenos que requerían tratamientos enérgicos desde muy temprana edad.

La primera zurra del día era de tributo, un recordatorio a toda la clase de la obediencia y docilidad que se espera de las mujeres. La alumna se elegía al azar, aunque la mayoría de maestras manipulaban los sorteos para favorecer la elección de aquellas niñas que más lo necesitaran. No necesariamente las más desobedientes. 

A su Lorna, a su rebelde y curiosa Lorna, la azotaban mucho. Muchísimo. A la propia Sofía algo menos, aunque probablemente más de lo que habría marcado la estadística. Hoy iba a azotar los glúteos, ya bastante desarrollados, de una rubita que, aunque no rebelde, era respondona, y que había madurado pronto y bien, adquiriendo redondeces que la mayoría de sus compañeras tardarían aún uno, incluso dos años en alcanzar. La cría llegaría a ser, con seguridad, una reproductora. Y lo sabía. Esa certeza había desarrollado en ella una altivez incompatible con la humildad requerida en las mujeres.

El rítmico sonido de las manos de las maestras sobre las nalgas tiernas se propagaba a través de las puertas abiertas, marcando el inicio de la jornada. Al final del día habría más, para las que se hubieran portado mal. Las peores transgresiones serían castigadas al final de la semana por la Madre, ante todas las internas. En el Templo, como en el resto de la ciudad, la disciplina es estricta. Si los hombres regresan algún día, no tendrán que bregar con mujeres rebeldes.

El Templo enseña lengua y literatura, arte, música, danza y otras destrezas estéticas. Etiqueta y comportamiento. A las mayores, las habilidades del oficio designado para ellas. Gimnasia para tonificar el cuerpo y hacerlo flexible, para fortalecer el suelo pélvico, los muslos y los glúteos, y dar finura al talle. Las artes del placer, las destrezas necesarias para dar satisfacción tanto a los hombres ausentes como a las mujeres —variadas, de una en una o más a la vez, jóvenes o más mayores, la monogamia no se estila en el Lesbos del Nuevo Mundo— con las que, más pronto que tarde, aquellas niñas acabarán compartiendo cama. Técnicas orales, desde niñas. Posturas y su utilidad. La anatomía necesaria para entender la mecánica de las entradas y salidas, la física y la química de la unión entre cuerpos. El arte del masaje con las manos, con los pies, con las nalgas y los pechos. A partir de cierta edad, maestras y cuidadoras invitan a las internas a compartir su lecho para que pudieran practicar lo que iban aprendiendo.

Sofía enseña historia. Historia del Antiguo Mundo, con el auge de las civilizaciones, donde los roles naturales se respetaban, los hombres luchaban, protegían y construían, y las mujeres nutrían el mundo con vida. La historia de la degeneración que precedió al colapso. La era de los cazadores y cómo los hombres supervivientes las salvaron a costa de un alto precio.

—Seño… —la pequeña Lola levantaba la mano. Su dulce pelirroja, hermosa y radiante como el sol del atardecer, pero curiosa; humilde y complaciente como pocas, pero atrevida; el “azar” de las mañanas la sonreía con frecuencia—... no dicen algunas historias que, en realidad, los hombres y los sochams sellaron una tregua. Que por eso los cazadores sólo se llevan a unas pocas.

Dulce Lo... Ojalá en el futuro su lengua fuera tan hábil sacándola de líos como metiéndola en ellos. Cierto: existían esas historias... y también sobre dragones y gigantes. No significaba que fuesen ciertas.

—Piensa, pequeña —respondió—: si los hombres hubiesen llegado a un pacto así, ¿por qué no han regresado con nosotras? ¿Por qué luchar para protegernos y dejarnos a nuestra suerte cuando la lucha termina?

—Pero los cazadores siguen viniendo —replicó la pequeña. No sabía parar. Tendría que enseñarle.

—Los cazadores siguen viniendo —repitió Sofía con un hilo de voz. El recuerdo de Lorna le había emborronado la mirada, sólo un segundo. Enseguida recuperó su aplomo. La habían adiestrado para enfrentarse a las alumnas curiosas—. El Templo nos enseña que algunos hombres sobrevivieron y siguen luchando. Pocos, quizás. Insuficientes para evitar que algún socham se cuele, a veces.

>> Y sí, existe otra creencia, más pesimista, que cree que los hombres se extinguieron, pero los socham no lo saben y los siguen temiendo. Y no se atreven a lanzar grandes ataques para no despertar su ira.

>> En cualquier caso, no entendemos los motivos de esas criaturas. Ni debemos intentar entenderlos. Pensar que son algo más que bestias, que podría llegar a existir algún tipo de pacto racional entre esos monstruos y nuestros hombres, es anatema. No debes volver a repetirlo. Nunca.

Y zanjó el tema, no sin antes mirar con intensidad a la pequeña.

—Esta noche quiero verte en mis aposentos.

 

 

UNA ALUMNA CURIOSA

 

Sofía nunca fue severa, pero tenía que castigar a la pequeña con dureza.

Prefería hacerlo en privado, donde después pudiese consolarla y aplicar crema sobre las nalguitas magulladas antes de separarlas para lamer el anito y aquella raja tierna hasta convertir el dolor pulsante en calor soportable. Había decidido que la pequeña ya era lo bastante mayor como para compartir su cama de vez en cuando. Quizás así pudiera enmendar su camino.

Evitar que acabase como Lorna.

Cuando volvió a sus habitaciones, la pequeña ya estaba esperando. Miraba por la ventana, hacia la sombra oscura de las montañas que se dibujaban en la lejanía sobre el cielo nocturno. Más allá de aquellas montañas estaba la zona prohibida, de donde venían los monstruos.

—No hay nada allí para nosotras —dijo Sofía abrazando por detrás a la pequeña y mirando también hacia la lejana cordillera.

—El camino de la mujer es el contrario —la voz firme de la Madre resonó a su espalda, y ambas se volvieron, sobresaltadas.

La Madre solía hacerse notar. Llevaba zapatos de un negro brillante, con altísimo tacón de aguja, que resonaban por los pasillos del Templo anunciando su inexorable llegada. Los tacones estaban prohibidos, salvo para unas pocas mujeres que ocupaban puestos de responsabilidad, como la propia directora del Templo, las líderes locales o las doctoras encargadas de los Centros de inseminación. El resto de mujeres usaban calzado plano: alpargatas o sandalias, sobre todo. Aunque solía hacerse la vista gorda si alguna les añadía un pequeño tacón, uno o dos centímetros, tres como mucho para aquellas dispuestas a recibir a cambio una buena zurra de vez en cuando.

Incluso con tacones, la Madre sabía ser silenciosa. Entró en los aposentos de Sofía (no necesitaba permiso) y se colocó entre ellas, mirando también por la ventana.

—Ahí fuera sólo aguarda la muerte. Mira hacia el interior, niña. Hacia el interior se encuentra la vida, la cuenca que nos protege. Allí están los campos que nos alimentan, los ríos que nos dan de beber y nos iluminan, las fábricas. Allí, en la tranquilidad de la Naturaleza, viven nuestras veteranas, porque una mujer necesita cierta madurez para poder lidiar con la maquinaria y la tecnología sin perder su conexión con la Madre Tierra.

>> La ciudad es para las niñas que aprenden y para las jovencitas que realizan trabajos que les permiten mantenerse frescas y lozanas. No podemos permitir que os estropeéis antes de tener la posibilidad de ser madres. Aquí cuidamos vuestros cuerpos con rutinas de belleza y ejercicio. Por eso no hay maquinaria ni transporte. Los caminos para andar y las escaleras para subir mantienen los culos en su sitio.

>> Y hablando de culos...

La Madre se volvió hacia la pequeña.

—Veré el tuyo en el estrado durante la corrección semanal, niña. Para cuando haya terminado te quedará claro que aquí no toleramos la blasfemia.

>> Y a ti —se volvió hacia Sofía—: quiero verte en mi cuarto, esta noche.

 

 

EN LOS BRAZOS DE LA MADRE

 

La Madre lleva una llave, colgada en una cadenita de plata protegida entre sus pechos, que abre un pequeño armario de sus aposentos privado donde guarda reliquias, tesoros del Antiguo Mundo: tecnología. En la ciudad, la tecnología escasea: hay electricidad para iluminar las casas; hay pulseras, que todas las muchachas reciben como regalo cuando abandonan el Templo, que monitoriza su salud y sus periodos de máxima fertilidad e indican a las afortunadas cuándo deben acudir a las Casas de Inseminación; y poco más. El resto es artesanal: hay muebles prácticos, ropa bonita, libros de poesía y zapatos cómodos. Hay vino para divertirse y, a veces, margaritas. Carne fresca y pescado, leche de vaca, de cabra, de oveja y de hembra, fruta y verdura. El Templo enseña a las mujeres a ser buenas cocineras. Hay música, canto, danza y teatro: hecho por mujeres para entretener a mujeres.

Casi toda la tecnología se encuentra en el interior del valle, donde están las fábricas y los campos, donde se produce la electricidad y la comida que alimenta la ciudad. Allí van la mayoría de las mujeres cuando alcanzan una edad que convierte en poco prudente que sigan participando en el sorteo de la reproducción. 

Sofía cotillea a espaldas de la Madre, intentando vislumbrar; todas sienten la misma fascinación por aquel armarito lleno de tesoros. La Madre saca una botella llena de una crema de un blanco turbio, y sirve dos chupitos. Ofrece uno a Sofía.

—Vodka mezclado con semilla de la vida —explica, y la expresión de Sofia se torna horrorizada, por lo que aclara—: tranquila, no era para preñar.

Desde que desaparecieron los hombres, la reproducción se había vuelto... complicada. La semilla que antes proveían miles de millones de erectas fuentes, ahora sólo puede obtenerse de La Roca de la Vida. Cómo, es un gran misterio que el Templo no enseña a las mujeres. Sólo saben que la semilla es escasa. En las Casas de Inseminación, una pequeña cantidad era introducida en el interior de las afortunadas. Que arraigue depende de la suerte, del Destino. De la Naturaleza.

Toda mujer era invitada en algún momento a visitar las Casas, pero no todas recibían invitaciones con la misma frecuencia. Las más dotadas, física y genéticamente, entraban en el sorteo a una edad más temprana, apenas sus cuerpos estuviesen listos para la siembra, y se les permitía seguir participando durante más tiempo. Ninguna sabía cuándo entraba, ni cuantas papeletas llevaban su nombre. Ni siquiera sabían si el sorteo sería justo, pero tampoco podían cuestionarlo.

Sofía nunca había sido convocada. No creía siquiera haber entrado en el sorteo. Se acerca al final de la segunda década de su vida. La primera era la de la niñez. La segunda, la de preparación, cuando las niñas se convierten en mujeres, antes o después, depende de cada una, de su sangre, de sus atributos y de la suerte. Sofía aún no lo ha hecho.

Cuando cumpla veinte tendrá su oportunidad, sin sorteos; todas tienen al menos una para afrontar el Destino, para ir a la Casa a que la abran y depositen en ella una pequeña fracción de la semilla. Luego decide la Naturaleza.

Será, con probabilidad, la única oportunidad de Sofía para traer vida al Mundo. Las muchachas voluptuosas y sólidas, aquellas que se desarrollan pronto y con generosidad, pueden permitirse varios intentos. Ella no.

La Madre adelanta su vaso y lo choca contra el de Sofía. Lo apura de un trago y lo saborea un instante en la boca antes de dejarlo correr por su garganta con un gesto de placer. Sofía la imita, cerrando los ojos para concentrarse en los sabores, pues la oportunidad de paladear licores destilados es escasa, y más aún en el caso de la semilla. Le quema la garganta y nota en la lengua el sabor dulzón y agrio de la mezcla, seguido de la suavidad de la lengua de la Madre, que se ha colado entre sus labios para compartir sus sabores. Las manos veteranas le agarran las nalgas y la levantan. Y Sofía se abraza al cuerpo cálido y generoso y se deja llevar hasta la cama.

 

 

SECRETOS BAJO LAS SABANAS

 

Bajo las sábanas, Sofía se acurruca contra el cuerpo desnudo y apoya la cabeza en el pecho generoso de Madre. Ella le acaricia el pelo.

—Mi niña... mi pobre niña. Duerme: yo te protejo. Hoy no habrá pesadillas.

¿Cuántas noches ha pasado entre esas sábanas? ¿Cuántas se durmió entre sus brazos, entre gemidos, jadeos o sollozos, desde que entrara en la adolescencia y Madre la descubriera llorando en un rincón porque no se desarrollaba tanto ni tan rápido como sus compañeras? Todas comparten la cama de Madre en alguna ocasión, pero ella lo ha hecho más que la mayoría.

¿Cuántas noches le ha dado consuelo, la voz acariciante al oído susurrando cuentos de caballeros valientes que salvaban princesas en peligro? Sus manos bañándola, frotando su cuerpo menudo con una esponja suave y frotándose con ella. Sus labios dándole placer entre las piernas y recibiéndolo de su lengua inexperta. 

—Es el miedo, mi niña. Perdiste a alguien que querías y tienes miedo. El miedo es bueno. Es el mejor amigo de una mujer: nos mantiene a salvo. El valor es cosa de hombres.

>> ¿Crees que Lorna será la única mujer que querrás? ¿La única que te necesitará? ¡Claro que no! Aún puedes ser una mujer completa. ¿Te han llamado?

Sofía niega, y una lágrima resbala por su mejilla mojando el pecho de Madre. Ella la abraza en su seno, meciéndola. Madre es maternal, algo no tan común en estos días, pues las niñas pertenecen al Templo y sólo permanecen junto a sus procreadoras el tiempo que deban alimentarse de sus pechos.

Hay excepciones, claro, aunque no en el buen sentido. El Mundo Antiguo poseían una ciencia y una tecnología superiores. Alumbrar era seguro. Ahora, algunas van al paritorio, y no vuelven. Siempre llega al Templo alguna pequeña que debe beber de una ubre generosa.

Madre es madre. Sofía conoce esta verdad desde la primera vez que la contempló desnuda, desde la primera vez que su lengua lamió las curvas y pliegues de la carne veterana. Todas las que pasan por la cama de Madre lo entienden de modo instintivo. Todas sienten la misma fascinación por aquel cuerpo maduro pero jugoso, por los misterios que esconde. A una edad a la que la mayoría de mujeres hace tiempo que se han retirado al campo, Madre sigue suave, maciza y voluptuosa. Pero hay una dureza en ella, cierta angulosidad en su vientre y en sus caderas, que insinúa que había acogido vida en su interior. Cierta pesadez en su pecho que mostraba que había servido de alimento. No lo demuestra su coño, pues está cerrado. No apretado ni tapado, como el de una cándida jovencita, como el de la propia Sofía, que sigue esperando a que la abran. Cerrado. El borde de los labios se había cosido y cicatrizado formando un sello de carne pálida donde debería haber estado la entrada.  

Había otras cicatrices, otros misterios dibujados en su cuerpo: un leve relieve de cifras y letras grabadas en la parte baja de su espalda, una filigrana adornando su pubis. El Templo enseña a las mujeres que deben mantener sus cuerpos intactos: los tatuajes, las perforaciones, los pendientes están prohibidos. Hasta la marca de un mordisco en una noche de pasión entre jovencitas demasiado ardientes puede tener consecuencias negativas en los sorteos y ocupaciones futuras. El Templo quiere pieles perfectas.

Es por eso que el cuerpo de Madre causa fascinación. Y por eso, ninguna de sus amantes ha preguntado jamás durante los tres lustros largos que aquella fascinante mujer ha estado al frente del Templo.

—¿Cómo es? —preguntó Sofía—... tener una hija.

—Lo sabrás, cuando toque.

Sofía volvió a negar, y se hundió aún más entre sus pechos. Madre suspiró con fuerza, una señal reconocible por todas sus chicas, que indicaba que la paciencia con los lloriqueos empezaba a colmarse y que, puestas a gimotear, mejor lo hicieran en el lugar correcto. Así que empujó la cabeza de Sofía hacia abajo, deslizándola sobre su vientre y su pubis, mientras separaba las piernas invitándola a acomodar la cara entre ellas. Sofía metió la lengua y empezó a lamer aquella carne húmeda mientras fantaseaba con la vida que habría surgido de ella. Madre arqueó la espalda y se pegó aún más a su cara.

—Ninguna mujer es más que otra, mi niña —jadeó—. Si es tu Destino, ninguna podría arrebatártelo. Sólo los hombres pueden influirlo, su voluntad de volver algún día. El Templo no lo enseña porque sí. No son palabras vacías.

>>Son hechos.

>>Están ahí. Afuera —susurró mirando por la ventana—. Pocos pero fuertes. Construyeron nuestra ciudad, nuestra tecnología. Son la muralla que nos protege de los sochams, aunque alguno se cuele por entre los huecos.

>>Los sochams cogen sólo a unas pocas porque no podrían escapar de la ira de los hombres cargando con más. El miedo de los monstruos es la mayor prueba de la grandeza que aún poseen los hombres.

Madre no podía verla, oculta tras su pubis bajo las sábanas, pero Sofía escuchaba, y asentía. O quizá fuera el vaivén de su cabeza al deslizar sus morritos pringosos entre los muslos de Madre. En cualquier caso, las palabras de una mujer como aquella resultan mucho más convincentes cuando la mitad de sus labios están ocupados con los de su interlocutora. Quería creerla. Pero entonces, los muslos se cerraron en torno a su cabeza, atrapándola. Sofía intentó separarse, pero eran piernas fuertes y la mujer la agarró del pelo con una mano y apretó para asegurarse de que la boca de Sofía permanecía bien llena con la carne de su coño. Apenas lograba respirar por la nariz.

—¡Calla! —ordenó Madre—. ¡Calla ahora, niña! Y escucha. Voy a contarte algo. Luego lo olvidarás y nunca volveremos a hablar de ello. ¿Entendido?

Sofía asintió, lo poco que le dejaban los muslos.

—Ansías crear vida: ser mujer, niña. Tendrás una oportunidad, dos quizás, en las Casas. Pocas opciones, pero algunas. Y lo consigas o no, tu vida seguirá, tranquila y libre. Encontrarás otra amiga, os amaréis y viviréis en la seguridad que os da este mundo.

>> Pero hay otro camino. Peligroso. Sin garantías, pues ni siquiera una mujer que fuese invitada a diario a las Casas de inseminación lo tendría asegurado: ninguna de nosotras puede abrir una puerta que cierra la Naturaleza.

Madre levantó las sábanas. Sus ojos se clavaron en los de Sofía, brillantes en la oscuridad entre sus piernas.  

—¿Lo sacrificarías todo: la vida que conoces, tu casa, tus amigas, tus alumnas, no volver a verlas nunca?

La presión de los muslos contra su cabeza se aflojó un poco. Sofía asintió.

—¿La felicidad, la dignidad, la libertad, el placer? Por la posibilidad, sólo la posibilidad, de crear vida.

Volvió a asentir.

—¿Estás dispuesta a entregarte sin reservas, a una entrega absoluta, ni siquiera dueña de tu propio cuerpo? —y deslizó la mano con suavidad sobre el pelo de Sofía, pero la caricia se convirtió en otra cosa cuando las uñas se clavaron en su carne y volvió a apretar los muslos—. ¿Al dolor?

Las lágrimas humedecieron los ojos de Sofía, pero volvió a asentir. Madre también, más para sí que para ella, y volvió a dejar caer la sábana convirtiendo el mundo de Sofía otra vez en oscuridad, tela y carne húmeda de mujer.

—Hay una verdad que pocas saben; que pocas pueden saber: no todas las muchachas que capturan los sochams se pierden. Algunas, las que demuestran ser dignas, son rescatadas.

>> Por los hombres.

>> Los hombres siguen existiendo. Lo sé.

>> Soy madre de uno.

 

 

CAPTURADA

 

Un apunte acerca de las ciudades de mujeres. Uno breve, pues esta es la historia de Sofía, y lo interesante de esa historia empieza, precisamente, el día —la noche— que abandonó la ciudad que la había criado.

Lo de “Ciudad” es quizás exagerado, herencia del Antiguo Mundo. Las “ciudades” de mujeres no tienen la extensión de las urbes de antes del Colapso, ni el elemento definitorio de estas: el asfalto. Los suelos son tierra prensada, hierba y musgo, cantos rodados o embaldosado de piedra. No hay asfalto, pues las máquinas automotrices escasean y sólo alguna veterana puede usarlas.

No. Estas “ciudades” son más comunas femeninas: algunos miles de pobladoras, entre las niñas del Templo y las mujeres que habitan los edificios de los círculos exteriores. Edificios altos, cinco, seis, siete plantas de escaleras, llenas de apartamentos pequeños, para una ocupante. Un diseño vertical en el que todas están cerca de todas, y uno circular en el que todo giraba en torno al Templo y los edificios principales que lo rodeaban.

Los sochams nunca se internan demasiado hacia el centro. Cazan en los círculos exteriores, en zonas residenciales y de ocio, en los jardines y parques. Un coto adecuado, lleno de jóvenes que ya son mujeres o que están listas para serlo.

Aquella noche de verano hacía calor y brillaban las estrellas. Muchas jóvenes hacían deporte. Otras paseaban con amigas. Algunas cantaban y bailaban. Algunas se besaban en la oscuridad. Josefine reía, con una risa cristalina que resonaba sobre los jadeos de las deportistas y de las amantes, sobre los pasos acompasados y el roce de los vuelos de las faldas de las bailarinas. Reía. Pero, bajo la sinfonía de su risa, Sofía empezó a captar un ruido grave, sucio, un murmullo lejano de metal deslizándose sobre metal y grasa caliente. La melodía de vida de las muchachas fue extinguiéndose a medida que otros oídos empezaban a captar ese rumor siniestro. El relinchar de los caballos de hierro.

—¡Corre! —gritó Josefine. La dulce, la tierna, la voluptuosa Josefine.

La asustada Josefine.

Y Sofía corrió. Como todas: el rebaño sólo tiene una mente y no especialmente brillante. Durante semanas había pensado en ello, convencida de que, cuando llegase el momento, no huiría. Pero el miedo se mueve más rápido que la esperanza, y el instinto aprendido es, con frecuencia, más fuerte que el natural. Cuando apareció el socham, Sofía fue una más en la estampida. Más menuda, más esbelta: más rápida. Con menos miedo que las otras reses, pues por debajo del chillido del terror, su razón seguía murmurando que se detuviera. Pero costaba hacerle caso.

Y ni siquiera habían visto a la criatura.

Las mujeres se dispersaban como se abren los pétalos de una flor en primavera, separándose en cada esquina, en cada cruce, en cada portal. Josefine la seguía: más joven e inexperta, era la primera vez que se cruzaba con una criatura. Sofía ni siquiera la cogió de la mano como Lorna la había cogido a ella. No quería. Quería volverse, gritarle que se fuera. Gritarle que no quería compartir su destino. Pero no lo hizo. Sus piernas no iban tan rápido como hubiesen podido, pero tampoco querían parar, y siguió corriendo hasta que, de pronto, Jose y ella lo hacían por una calle desierta.

Sólo que no lo estaba.

Fue el grito de terror de Jo lo que por fin se sobrepuso a las voces que pugnaban en su mente. Sofía siguió corriendo unos instantes más antes de obligar a sus piernas a detenerse, a girar despacio, insegura de pronto, a punto de reemprender su huida, de olvidarlo todo y volver a casa, espoleada por el reflejo de su propio terror en los ojos oscuros que alimentaban sus pesadillas. Mirar hacia el futuro con deseos, anhelos y esperanza es una cosa, pero el gruñido de la bestia a sus espaldas era justo lo contrario.

Lo vio por el rabillo del ojo, mientras se giraba en un instante que duraba una vida.

La criatura era más alta que la de su recuerdo, pero más estilizada. Menos tentáculos, pero más gruesos y largos; ya se enrollaban en torno a la cintura de Jo, apresando sus piernas, atando sus muñecas, amordazando sus gritos. Como los de Lorna. Un ser distinto, pero en el fondo el mismo.

Sofía se acercó con piernas temblorosas, el suelo una nube a punto de hundirse bajo ella a cada paso. Se acercó a los ojos enormes de Josefine que miraban sin ver, al infinito, suplicando ayuda; a su boca, que mordía la carne gomosa de la bestia en un grito de agonía. Se acercó a la criatura, que la ignoraba a ella mientras manoseaba los pechos generosos de Jo, mientras clavaba las zarpas en sus muslos y caderas, valorando la carne de su presa antes de apretar con firmeza los tentáculos en torno a ella, cargarla al hombro y darse la vuelta, al parecer satisfecho con la captura. 

La bestia se marchaba. Tenía a Sofía a un par de metros escasos y le daba la espalda sin siquiera reparar en ella. Otra vez.

Ella se enfadó, claro. La ira y el miedo no están reñidos: con frecuencia viajan juntos. Quizá Madre tenía razón y los seres sólo se atrevían a capturar unas pocas para no llamar la atención de los hombres. Pero daba igual. Sofía estaba harta: de ser menos, del rechazo. Sus pasos ganaron de pronto firmeza, acortando la distancia con el peligro que se alejaba de ella.

—¡Cógeme! —gritó.

El socham se giró apenas, mirándola de reojo sin detener su avance.

—¡Vamos!

Ya casi corría tras él, pero seguía ignorándola. Josefine lloraba.

Al fin se detuvo, cuando le lanzó una patada a la espinilla, y giró despacio, el reflejo asustado del rostro de Sofía viajando con lentitud sobre una superficie enorme y oscura a la siguiente de los ojos de la bestia. El ser estiró la mano hacia ella y Sofía cerró los ojos.

Lo sintió: cómo la evaluaba, las zarpas duras y rugosas sobando su escaso pecho un breve instante antes de descender por su talle y agarrar con fuerza una nalga, clavándose con dolor en la carne sólida durante un instante mucho, mucho más largo; colándose entre sus muslos hasta frotar su coño aún tierno y cerrado mientras ella temblaba y los apretaba en torno a los dedos de la criatura.

Abrió los ojos y lo miró, al ser, a su propia mirada reflejada en aquellas grandes superficies negras. Extendió los brazos, las muñecas juntas. La criatura dudaba.

—Vamos— susurró Sofía. 

Las zarpas apresaron sus brazos, casi con delicadeza. Sintió el grueso tentáculo enrollándose en sus tobillos. Y voló. Voló cargada como un fardo sobre el poderoso hombro, viendo pasar el suelo bajo ella al ritmo de las largas zancadas del socham. Un suelo que conocía, el de su ciudad, que pronto se volvió más salvaje. Apenas unos minutos después ya habían dejado atrás la civilización y volvían a estar en manos de la Naturaleza. La criatura se detuvo, los tentáculos se aflojaron, y Sofía volvió a encontrarse con el suelo.

Allí estaba: la bestia que cabalgaban las bestias. El caballo de hierro tenía ruedas de goma y cuernos de acero y escupía humo por la cola. La dulce Josefine parecía demasiado asustada para resistirse cuando el socham le desgarró la blusa y el sujetador, y tiró de la falda hasta dejarla desnuda por completo, pero temblaba y gritaba mientras el ser la aseguraba sobre las alforjas de su montura. Y siguió temblando una vez estuvo firmemente atada, pero sus gritos quedaron amortiguados por un saco en la cabeza.

Sofía observaba, tirada sobre la hierba, sin ataduras. El socham ni siquiera la vigilaba mientras se ocupaba de su amiga. Cuando quedó satisfecho con las ataduras de Jo, se volvió hacia ella y le ofreció aquella mano de dedos gomosos y prensiles rodeados de garfios rígidos y tentáculos que ahora colgaban inertes. Se la ofreció como una cuidadora del Templo a una niña que ha resbalado en un lance de rayuela, como una muchacha gentil a una amante entregada que ha pasado un rato arrodillada ante ella. Sofía la tomó.

Pronto también se vio desnuda y cargada cual fardo, asegurada sobre el duro lomo de metal. Después no vio nada, solo sintió: el calor bajo el vientre, los gritos ahogados de Jo, sus temblores, y los de la bestia cuando empezó a cabalgar y a saltar sobre el irregular terreno mientras la alejaba para siempre de su hogar.

 

 

EVALUADA

 

Sofía se asustó. Como todas cuando les quitan la capucha y se encuentran con que la guarida del socham es una habitación blanca mejor perfilada que las humildes paredes encaladas entre las han vivido ellas. Una húmeda y oscura cueva asusta menos que la civilización cuando esperabas encontrar salvajismo.

El socham que se erguía ante ella no era el mismo que la había capturado. La misma figura robusta, la misma piel gomosa y los enormes ojos de obsidiana, pero no tenía tentáculos, y en sus manos sólo se apreciaban rugosos dedos, pero no garras como garfios. Resultaba más… humano. Y Sofía retrocedió antes su visión, de pronto sobresaltada. Pero la bestia lanzó el brazo hacia ella, veloz y seguro, apresando su cuello, impidiéndole alejarse.

La observó, la valoró, durante un rato que a Sofía se le hizo eterno, pues el tiempo es relativo y tiene la mala costumbre de pasar despacio cuando una zarpa poderosa te aprieta el cuello. Tuvo que mantenerse de puntillas para poder respirar mientras la criatura la hacía mover la cabeza y la balanceaba de un lado a otro como una muñeca sin voluntad. Sus ojos sin vida recorrieron la anatomía juvenil de arriba a abajo, examinando la piel en busca de imperfecciones, valorando recovecos y redondeces, apretando las mandíbulas de la muchacha hasta que abrió la boca para demostrar que conservaba todos los dientes y la humedad de su lengua.

La miró, reflejando su mirada asustada, la desnudez y fragilidad de un cuerpecito indefenso. Entonces la soltó y Sofía cayó de rodillas, agotada.

El ser se alejó, y sólo entonces Sofía fue consciente de que no estaban solos: encadenada en un rincón, otra mujer aguardaba con la mirada gacha. Iba vestida, pero poco importaba: unos hilos dorados sujetaban cuatro retales de tela níveos que cubrían sus pechos, su pubis y nalgas, pero el tejido transparentaba bajo la eficiente iluminación, dejando entrever, apenas difuminado, lo que pretendía ocultar. Llevaba la cabeza afeitada y pintada con símbolos y antiguas escrituras de gruesos trazos negros que descendían por su cuello y se unían entre los pechos. También los ojos estaban sombreados con oscura profusión, haciendo que su claridad resaltara, dos lunas brillando en la noche como recuerdos en la mente de Sofía, de historias contadas en las noches del Templo, leyendas de antiguas sacerdotisas que interpretaban la voluntad de los hombres. Las primeras en caer en la lucha contra las bestias.

El socham agarró la cadena y la mujer gateó, felina, hasta Sofía. Empezó a restregarse contra ella, a olisquearla, una naricilla inquieta barriendo su pelo, acariciando la suave piel entre sus pechos y descendió por su vientre.

—La niña huele a nueva —susurró. La voz era un cálido ronroneo. Sacó la lengua y la deslizó por los muslos de Sofía. Se detuvo, el gesto contrariado, y volvió a lamerla, más despacio, más húmedo, más concentrada.

—Está menos asustada que las otras....

>> ¿Por qué?

Su voz se tornó murmullo, apenas un movimiento de los labios, cuando se acercó al rostro de Sofía, muy cerca, los labios casi rozando los labios. El aliento era dulce y ácido. Olía a fresas, pero Sofía no lo sabía, pues no existían las fresas en el mundo de las mujeres.

— ¿Por qué?

La miró, con aquellos ojos cristalinos que flotaban sobre la oscuridad del intrincado maquillaje y que de pronto se abrieron, sorprendidos.

— ¡Tú! No deberías estar aquí, niña. No has sido cazada.

Se volvió hacia la bestia, sumisa, suplicante, retadora. Las manos sobre los rugosos muslos de la criatura, los ojos de luna mirando hacia arriba, hacia las obsidianas oscuras del socham.

—No ha sido cazada.

La voz mezclaba docilidad y reproche. El ser miró abajo, a la mujer arrodillada contra él; su zarpa aún agarraba la cadena que la aprisionaba del cuello. Los ojos de la bestia pasaron de la sacerdotisa a Sofía, y de nuevo a la sacerdotisa.

—No ha sido cazada —repitió ella—. Debes devolverla.

El socham gruñó. Un suspiro ronco, de fastidio. Casi humano. Apartó a la sacerdotisa sin delicadeza y agarró a Sofía, arrastrándola hacia la salida. Pero ella se resistió.

—¡No! —gritó.

Y lanzó una patada contra la espinilla del socham, que aulló de dolor y se revolvió, furioso. Sofía vio venir la patada, intentó cubrirse, pero el socham era un ser rápido, fuerte, acostumbrado a la violencia: la oscura pierna se hundió en el estómago de Sofía y la dejó sin aliento. Ni siquiera tuvo tiempo de hacerse un ovillo gimiendo sobre el suelo, pues la agarró del pelo y volvió a arrastrarla, con menos delicadeza aún.

—No… —gimoteaba ella, ahogada. Sus manos se agitaban sin encontrar agarre mientras la deslizaban sobre el suelo liso—. ¡Por favor, no!

—¡Espera! —gritó la sacerdotisa.

La bestia volvió a sonar fastidiada, pero la soltó, y la mujer se arrastró hacia Sofía, de nuevo tan cerca como para sentir su calor sobre la piel. Los ojos brillantes sobre la oscuridad la miraban con renovado interés.

— ¿Los buscas a ellos? —preguntó. Pero era una afirmación. La propia sacerdotisa asintió por ella.

>> Es peligroso, niña: podrían decidir que no eres digna de ser rescatada. Entonces… ¡oh, entonces! Afrontarás un destino terrible como esclava de los socham. Peor que perderlo todo, porque con los sochams conservas la capacidad de sufrir.

>> Creerás cuando oigas los gritos. ¡Oh, los gritos! Las niñitas cautivas aúllan como cerdas recién degolladas cuando las bestias se meten dentro de ellas por cada agujero de sus cuerpecitos. Todas gritamos, niña. Al principio.

>> Después ya no podemos gritar, porque nuestras gargantas no son libres para hacerlo.

—¿Pero podrían rescatarme?

Sofía temblaba, pero mantenía la mirada fija en la de la sacerdotisa.

La mujer negó con la cabeza, despacio.

—Ellos no rescatan, niña. No como tú esperas: ellos toman. En su mundo, las mujeres están para lo que están. Sirven. Obedecen.

>> Regresa. Vuelve a casa, a tu templo. Sé libre. Aquí, si no tienes suerte, acabarás convertida en esclava.

>> Si la tienes, también.

 

 

LA SENDA DE LA ESCLAVA

 

El futuro se encontraba en lo alto de una escalera, una escalera larga, de caracol, que se enroscaba sobre sí misma y ascendía.

“¿Podrían rescatarme?”

Estaba cansada. Agotada. Correr junto a Jo, cabalgar sobre el abrasador lomo del caballo de hierro, forcejear con un socham... Le dolía el vientre por las patadas, por los baches, por el metal caliente. Sus rodillas y muslos magullados por golpes y caídas. Seguía subiendo. Casi agradecía ese esfuerzo extra que tonificaba su carne, que daba lustre y firmeza a sus piernas y nalgas: lo mejor que podía ofrecer, y quería ofrecerlo sin reservas.

“¿Estás dispuesta a entregarte por completo? ¿A renunciar? Renunciar a todo, niña. Aun así, tendrás que demostrar que mereces que te fecunden. Que eres fuerte. Que aguantas el dolor. Que eres capaz de parir un macho.

Entonces, quizá.”

Llegó arriba. La escalera daba a un pasillo. Un largo mural adornaba las paredes: escenas de la historia desde el colapso, en larga sucesión; hombres luchando contra los antiguos infectados, contra los bárbaros cazadores, contra los socham; victoriosos, grandes, de cuerpos robustos y angulosos frente a las redondeces femeninas, alguno desnudo, exhibiendo vergas poderosas que captaron su atención; mujeres devoradas por los infectados, violadas por los cazadores, capturadas por los sochams; las hembras enloquecidas por el contacto con los salvajes, rescatadas tras el fin de la era del Cazador, sanadas por los hombres mediante azotes y sodomías poderosas; mujeres desnudas y voluptuosas arrodilladas, lamiendo agradecidas aquellos poderosos miembros de los que goteaba la semilla de la vida, que se escurría por las mejillas de las muchachas mezclada con lágrimas de felicidad, por los coños y anos recién abiertos; un hombre arrebatando una muchacha de las zarpas de un socham; la muchacha ascendiendo por una escalera de caracol cuyos trazos se difuminaban y retorcían en lo alto, convirtiéndose en un largo pasillo que acababa, como el mural, en una puerta.

Sofía empujó la puerta. Y siguió empujando, cargando su peso desnudo contra la madera que cedía, abriéndose despacio, con dificultad, con el lamento gastado del roce difícil. Una puerta poco acostumbrada a abrirse. Al final, rota su resistencia, cedió de golpe y dejó paso libre a una pequeña habitación. Había otra puerta en el otro extremo, pero Sofía supo enseguida que aquella no podría abrirla.

La habitación era pequeña, y su calor le acariciaba la piel frente al frío de las escaleras y el pasillo. Un látigo corto adornaba la pared, un sillón que miraba hacia la puerta que acababa de atravesar se erguía en el centro como único mobiliario, con una pequeña estera, de aspecto áspero y sólido, ante él, una jarra con agua a un lado de la estera, y una más grande y vacía al otro; en la superficie de la propia estera brillaban dos zonas desgastadas, y Sofía se arrodilló sobre ellas. Las piernas separadas, las nalgas descansando sobre los talones, la espalda recta. Una postura que el Templo enseña a toda mujer.

“Uno de ellos acudirá, cuando sienta tu dolor, tu necesidad, tu entrega. O no lo hará. ¿Quién puede saberlo, en realidad? El camino que has elegido no siempre lleva a alguna parte.

Pero un aviso, niña: una vez te arrodilles, si te levantas sin que te lo ordenen, que sea para volver por donde has venido”

La sacerdotisa había indicado el camino, y Sofía lo había seguido. Lo que no sabía la muchacha, porque nadie conoce todas las escenas de su propia historia, es que, mientras se marchaba, mujer y socham se quedaron observándola, disfrutando el hipnótico bamboleo de su culo en movimiento, mientras la criatura abrazaba a la sacerdotisa y le sobaba a su vez las nalgas y ella se recostaba contra su pecho.

—Tiene espíritu —susurró la mujer.

—Lo tiene —confirmó la voz cavernosa y apagada de la bestia.

 

 

UNA MUJER ARRODILLADA

 

No había sol, luna, ni estrellas en la habitación. Ni gallos o manecillas de reloj o arena. Ni tiempo. Sólo los latidos de su corazón en el pecho. Pero no podía confiar en ellos, pues subían y bajaban con cada sonido o rumor que creía oír, con cada corriente de aire que se colaba por la puerta que había dejado abierta a su espalda, con los largos y aburridos períodos entre ellos, con algún resbalón ocasional mientras se deslizaba sobre aquella estera dura buscando una posición más cómoda. Sofía no quería levantarse, pero sus rodillas no estaban de acuerdo y protestaban con pulso propio.

¿Cuánto tiempo llevaba de rodillas? No quería pensarlo. Tardó horas en entender para qué estaba allí aquella jarra con agua, pero la sed resolvió el misterio. Un poco más en entender el porqué de la jarra vacía, y también más doloroso. Orinar sin levantar las rodillas de la áspera superficie fue difícil; tuvo que deslizarse sobre ella para acomodar el recipiente vacío entre sus piernas, y descubrió que la zona que no estaba desgastada por las muchas rodillas que la habían precedido era aún más dolorosa sobre su piel ya irritada.

Se limpió un poco con el agua que le quedaba, aunque lo lamentaría a medida que el tiempo seguía pasando y la sed retornaba.

Dormitó cuando el cansancio fue más fuerte que el dolor y la rigidez. Intentó resistir, por miedo a moverse estando inconsciente, y despertó sobresaltada sin saber cuánto había pasado. La jarra con la orina estaba vacía, y la del agua, llena. Bebió y lloró, temblequeando. Su estómago protestaba, no sólo por los golpes recibidos. Volvió a quedarse dormida.

Abrió de nuevo los ojos cuando sintió un dedo áspero acariciando su mejilla. Lo primero que vio fue una bata blanca, nívea, cerrada sobre un cuerpo robusto, sobre el bulto de una verga que despertaba y amenazaba con salir por entre las solapas. Sus ojos se engancharon a ella, parpadearon entre el sueño y la realidad, llenando su mente de fotogramas de la morada piel del glande que se insinuaba entre la tela. Se le cortó la respiración.

La mano que acariciaba su mejilla agarró su barbilla, obligándola a alzar la cabeza.

Un hombre. Un hombre alto, moreno, de rostro anguloso y barbudo. La miraba con la mezcla de condescendencia y pena con que ella misma miraba a sus alumnas más díscolas y curiosas. También… ¿con deseo? recorriendo su cuerpo desnudo, su piel temblorosa, el triángulo de su pubis tenso entre sus muslos y su vientre por la postura forzada. Un deseo intenso, más salvaje que el que nunca había percibido en la mirada de otra mujer.

—Este no es tu sitio —dijo él. La voz era grave.

Sofía agarró la mano que la acariciaba. Era firme, sólida. Real. Un hombre. Un hombre de verdad, de carne y hueso. Un macho. El calor que desprendía la hizo temblar. Lo agarró con fuerza. No iba a soltarlo.

—Tómame —suplicó, y sintió la humedad entre sus piernas.

Pero él negó.

—Vuelve a casa, niña —le ofreció, aunque sabía que el camino por el que había venido ya no la llevaría de vuelta al hogar que había dejado atrás. La muchacha sabía demasiado —. Vuelve al lugar que te corresponde. Aquí llorarás. Llorarás y gritarás para conseguir lo que buscas. O, aunque no lo consigas: la naturaleza es cruel; y, a veces, los hombres tenemos que serlo para proteger a nuestras mujeres.

>> Vosotras vivís libres y seguras, en la Naturaleza. La ignorancia os protege casi tanto como nosotros. Pocas estáis preparadas para el sacrificio, para vivir aquí. ¿Y crees que eres una de ellas? Vuelve.

Pero ella no lo soltó.

—Puedo hacerlo —suplicó—. Tómame. Por favor. Tómame.

Dudaba. ¿Sí? El hombre dudaba. La contemplaba y dudaba.

— ¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó él—. No, no hablo de la escalera, ni del socham. Si estás aquí es porque no habías sido seleccionada… No deberían haberte recolectado... ¿Te dejaste capturar?

>> ¿Por qué? ¿Quién te dijo que lo hicieras?

>> Responde.

Sonia tragó saliva y permaneció callada. Bajó la mirada, pero él la obligó a alzarlo de nuevo.

— ¡Responde! —ordenó. Las chicas de la ciudad no estaban acostumbradas a una voz tan poderosa. Empezó a temblar.

— ¿Le ocurrirá algo? —preguntó ella con un hilo de voz.

— Sí. Las emisarias no deberían traicionar nuestra confianza.

— No puedo —su voz era un susurro avergonzado. Volvía a sentir el calor de los muslos de Madre presionando sus mejillas, su advertencia de silencio, los secretos bajo la humedad de las sábanas—. Por favor, no puedo.

Tenía que empezar a descubrir que los hombres no eran tan flexibles como las mujeres.

— Entonces, vete. No estás preparada para el sacrificio.

Y él se volvió para marcharse. Sofía se agarró a sus piernas, al dobladillo de su bata. Sus muslos y rodillas entumecidos lanzaron chispazos de dolor, pero no lo soltó.

—La Madre —sollozó—. Me lo dijo la Madre.

Él se detuvo. Ella lo soltó y cayó a sus pies. Estalló en llanto.

—Te has movido —comentó él. Miraba por encima de Sofía, a la estera situada ahora un poco más atrás. Ella siguió su mirada, y después le miró a él.

— Perdón…

Él sonrió. Sonrisa de hombre, que despertó en ella esa mezcla de temor y ansia. Gracias a esa sonrisa, ella sólo sintió esperanza cuando lo vio tomar el látigo de la pared.

— Tienes que aprender una cosa, niña —se desabrochó la bata mientras hablaba, y la verga surgió ante Sofía, ya consistente ante la contemplación de la muchacha desnuda—. La prohibición de levantarte no significa nada. Aquí, las normas son para los hombres. Las mujeres sólo tienen una: nuestra voluntad.

La virilidad se balanceó ante los ojos de Sofía. Tan real, carne caliente, llena y lustrosa. Atraía su mirada como el péndulo de un hipnotizador. Acariciaba su nariz, llenándola de su aroma, sintiendo su suavidad, su pulso, recordándole que estaba hambrienta. Ella dudaba, pero él rio y la restregó por su cara. La apoyó sobre sus labios.

El Templo enseña el exquisito arte de la felación. Desde muy jóvenes y durante toda la vida: la práctica es constante. Las devotas ya no se arrodillan para rezar, sino para succionar un falo falso con la esperanza de disfrutar algún día de uno auténtico. Entre cuatro y seis prácticas al día en niñas que se están formando; al menos un par de llamadas a la oración para las que ya han dejado el Templo.

A las muchachas demasiado parlanchinas las castigan con mordazas con penes en su interior, más gruesos y profundos en función de la edad y reincidencia. Las llevan durante días, o semanas. Las extensiones tienen conductos internos para permitir el paso de líquidos, y se pueden retirar para dar acceso a la boca sin necesidad de quitar la mordaza. Así pueden alimentarlas, introduciendo puré en el orificio y empujándolo con el propio falo antes de volver a asegurarlo a la mordaza. Todas las niñas, parlanchinas o no, pasaban una semana con aquellas mordazas, para quitarles la chismosidad y empezar a acostumbrar sus bocas al uso para el que estaban destinadas.

Sofía separó los labios y chupó. No tuvo que pensarlo: lo hizo por instinto, con la técnica grabada en el alma. Siempre fue buena mamando vergas. Las muchachas de labios carnosos y pecho rebosante no se esforzaban tanto en aprender. Ella sí.

Tímida al principio, acogió la jugosa carne de hombre entre sus labios temblorosos, temerosa de dañarla, sintiendo su vida, su fuerza palpitante, cómo crecía en el calor de su boca. Notaba la garganta seca, rasposa, la sed que la había asaltado durante las inciertas horas arrodilla volviendo a acosarla de golpe. Él también notó lo incómodo de su falta de humedad y derramó en ella el dorado y cálido fluido necesario para lubricarla. Sofía dudó, entre el instinto natural de apartarse y escupir, y el aprendido de mantener la verga en su boca hasta haber cumplido su deber. Pero el látigo silbó cortando el aire y lamiendo sus nalgas con un chasquido de dolor que trepó por su espalda hasta llegar a su garganta y abrirla para que él, agarrando la cabecita con su enorme mano, empujara con la confianza que da la experiencia y despejara las dudas clavándose en su boca hasta el fondo.

Dentro y fuera, dentro y fuera, la carne ya dura martilleaba su cabeza y ella no podía pensar, sólo sentir, reaccionar, intentar respirar como le habían enseñado, contener las arcadas, saborearla mientras se deslizaba sobre su lengua, abrazarla con sus labios, acogerla en su garganta succionando para intentar llevarla aún más allá. Siempre profundo, cada vez más rápido. Tragaba y tragaba sin saciar su hambre de macho, al ritmo del látigo que trazaba líneas sonrosadas sobre su espalda cimbreante y sus nalgas expuestas. Sentía su mordisco de fuego, la rigidez de sus músculos agotados, los dedos poderosos clavados en su cráneo mientras lo forzaba contra la dureza que lo taladraba. Sintió el latido, la vibración de la carne del hombre, y todas las demás sensaciones desaparecieron mientras él derramaba en su interior la semilla de la vida.

Cálido y espeso, acogió el néctar sobre su lengua; las olas de un océano de vida rompiendo contra sus mejillas, con sus labios apretados para apurar la fuente, para sorber las últimas gotas. Así aguardó, saboreándolo, temerosa de que se derramara de su boca, mirando al hombre, implorando permiso.

Sólo cuando se lo dio, se atrevió a tragar. Con hambre y ansia, con expectación; también con pena: la semilla que tanto ansiaba su coño deslizándose por su garganta. Pero el Templo adiestra señoritas educadas, y tragar es cuestión de etiqueta.

Sonrió, y él le devolvió la sonrisa y ofreció una mano firme para ayudarla a levantarse. Cansancio, hambre, látigo… cada movimiento se le hacía un mundo, le costaba mantenerse en pie, pero él la alzó en vilo y, entre sus brazos, Sofía atravesó el umbral de su nuevo hogar.

 

 

CERRADA…

 

Comenté que las ciudades de mujeres están hechas para caminar: eso las mantiene saludables, y su entorno libre de contaminación. Unos pocos vehículos manejados por veteranas se emplean para el transporte de mercancías desde los campos. La tecnología es escasa. Y básica. Las pulseras que reciben cuando abandonan el Templo, que monitorizan su salud y fertilidad, en las que aguardan esperanzadas la convocatoria a las Casas de Inseminación son, con diferencia, lo más avanzado que la mayoría ve en su vida. También son localizadores que indican dónde se encuentran en todo momento, aunque casi todas ignoran este hecho, y aún son menos las que pueden acceder a dicha información.

La ciudad de los hombres es distinta. Se alza en la ladera de la montaña, a la entrada del paso principal que da acceso al valle de las mujeres, para que nada entre o salir sin su permiso.

Su corazón es una red de túneles y estancias excavadas en la roca, una base construida antes del Colapso por hombres que previeron el final por el sencillo método de ser sus autores. Creada para permanecer oculta hasta que pasara la tormenta. Pero la época de los antiguos directores pasó y la Ciudad empezó a crecer bajo el cielo, ganando extensión, comodidad, sofisticación y hembras. Porque la Ciudad está menos poblada que las de las mujeres, mucho menos si incluimos a todas las veteranas que habitan el valle. E incluso entre sus habitantes, los hombres son minoría. Cuando se diseñó el Fin del Mundo, siempre se consideró que la antigua proporción uno a uno entre los sexos era, digámoslo así, inadecuada. Y se corrigió.

La tecnología abunda, recuperada del Antiguo Mundo, junto con las máquinas para crearla y las máquinas para crear esas máquinas. Ahora, el sol y la luna conviven con iluminación led, las calzadas cruzaban sobre riachuelos y pequeños lagos, y los parques y balcones verdes en la ladera de la montaña, los jardines colgantes de la nueva Babilona, ocultaban grandes conductores de cobre.

Curiosamente, tampoco abundan los vehículos motorizados. Se usan calesas, movidas por mujeres. Todas tiran del carro en algún momento. Se considera saludable que sirvan durante alguna que otra temporada. Unas pocas están destinadas a este servicio, en exclusiva: auténticas hembras de tiro, muy apreciadas por sus poderosas y resistentes grupas.

Dos de estas movían la calesa que transportó a Sofía en su primera visita a través de la Ciudad. Su nuevo hombre eligió dos poderosas percheronas a las que imprimió un ritmo alegre, pues las mujeres que habitaban la Ciudad debían cumplir ciertos requisitos, y no convenía que una presencia irregular, como la de Sofía, se prolongara demasiado. Los ojos abiertos de par en par de la muchacha apenas pestañeaban, temerosa de perder uno sólo de los mil detalles que veía pasar raudos a su lado, de los hombres, muchos hombres, desde niños que correteaban hasta viejos de pelo gris que paseaban con tranquilidad. También mujeres, jóvenes y hermosas, alguna preñada, numerosos rostros nuevos y alguno levemente conocido.

La examinaron en la clínica y comprobaron que estaba sana, que su carne se mantenía firme y su piel libre de imperfecciones y marcas salvo los latigazos recientes. Una doctora levantó sus piernas, las separó y aseguró con perneras, abrió su coño y comprobó que era virgen. Acarició su clítoris para probar su sensibilidad. También la de sus pezones, que respondieron con rapidez a los dedos expertos. Amasó sus pechos, sopesándolos entre sus manos, y su mirada se cruzó con la de Sofía, que vio comprensión. Le acarició el pelo, maternal, servicial, amable, como todas las mujeres que habitaban aquel lugar. Luego, empezó a enhebrar la aguja.

—Mantén la esperanza, hermanita. Elegir el camino de las lágrimas es difícil pero, con suerte, no todas serán de tristeza. A ellos les gusta la variedad, aprecian el coraje y la entrega casi tanto como unas buenas tetas. Tú aguanta. Sea cual sea tu destino, ya no lo puedes cambiar. Acéptalo.

—Me ofrecieron volver. ¿Lo habrían permitido?

La doctora permaneció en silencio mientras giraba una y otra vez el hilo acerado sobre el borde curvo del aguijón de metal. Concentrada, en apariencia, pero la velocidad de sus dedos bailando entre el hilo y el metal indicaban que podría realizar aquella tarea con los ojos cerrados. Sofía no sabía si es que no estaba segura de la respuesta a su pregunta o si, en realidad, dudaba de que debiera responder. Finalmente, la doctora sonrió con tristeza.

—Ahora perteneces a este lugar. Elegiste lo correcto para aumentar tus posibilidades de tener una verga en el coño.

—Entonces… ¿la tendré?

Más silencio. La doctora se colocó entre sus piernas, una mano sosteniendo la aguja enhebrada, la otra pellizcando los tiernos labios del coño de Sofía. Suspiró.

—De momento, no.

Y atravesó con la aguja los dos pliegues de carne juvenil.

Sofía gritó.

 

 

… Y SELLADA

 

La cueva del sacrificio.

Aquella oquedad excavada en la roca por los eones era un recordatorio de un pasado salvaje, de un tiempo anterior a toda civilización. Era la estancia más antigua de todo el complejo. Con mucho.

Había otras cuevas en la montaña, claro, pero en su momento se decidió que aquella resultaba… adecuada. Tenía una pequeña cámara de entrada, casi un recibidor, seguida de la gran cámara central. Una gota de agua pura caía sin descanso desde una estalactita, marcando el paso del tiempo y formando un pequeño estanque cuyo fondo se perdía en las profundidades de la roca. La mayoría de formaciones calcáreas se habían eliminado para hacer más práctica la estancia, pero un conjunto de estalagmitas centrales había sido talladas y pulidas hasta dar forma al mobiliario necesario: asientos y pedestales sobre los que descansaban los objetos rituales, las ofrendas, y un  fuego que ardía proyectando su luz cambiante sobre la paredes de roca viva. Y delante, una gran losa, como una mesita redonda y baja de un metro de diámetro: un primitivo altar.

Al fondo, tras una entrada estrecha y baja, se escondía una tercera cámara, más pequeña. Su oscuridad devoraba la vacilante luz de las llamas que se colaba por la oquedad. Allí era donde iban las muchachas recién sacrificadas para poder llorar en tranquilidad.  

Allí sollozaba Sofía, en su oscuro frescor, hecha un ovillo sobre el suelo de roca.

Su vientre estaba cerrado, los tiernos pliegues de su entrada cosidos entre sí, con puntadas expertas y prietas. La costura aseguraría que no fuese penetrada hasta que ellos la considerasen digna de darles descendencia: hijas que pudiese alimentar de sus propios pechos y, con suerte, un hijo. El anhelo por el que lo había dado todo.

Pero, en aquel momento, con su coño palpitando de dolor, si un hombre se hubiese ofrecido a penetrarla, Sofía no estaba segura de haber aceptado.

Ni de que pudiese no hacerlo.

El tiempo pasó al ritmo de las gotas cayendo sobre el estanque. El dolor entre sus piernas se fue calmando. Dormitó. Despertó, entumecida y sedienta, y se obligó a salir en busca de agua. Bebió, arrodillada ante el estanque.

Había fruta en bandejas de ofrendas sobre varios pedestales. Piezas exóticas que no conocía. Devoró fresas con ansia y aprendió a pelar una naranja. Sólo cuando su estómago dejó de protestar, se fijó mejor en el altar.

Le había parecido redondo, pero de cerca vio que en realidad era una cruz basta, o quizás una x donde las aspas apenas sobresalían pero sí marcaban con claridad dos direcciones. Había flores sobre el extremo más alejado de la entrada, la que parecía cabecera del altar; manchas de barro adornaban el borde del brazo izquierdo; en el derecho, la losa estaba excavada formando un cuenco que habían rellenado con agua; metió el dedo en ella y la sintió crujir, al romperse la fina capa de escarcha de su superficie; estaba muy, muy fría; a los pies, en el borde más cercano a la entrada de la cueva, había manchas de sangre, rastros negros a la luz del fuego, ríos de sangre seca que adornaban ese extremo, derramándose hasta un cuenco tallado en la misma piedra.

—Aún no —sentenció una voz femenina a su espalda.

Tres sacerdotisas, maduras pero hermosas. Las túnicas ligeras y blancas no lograban ocultar unas formas apetitosas. La rodearon, la acariciaron, la condujeron al estanque y la bañaron en sus frías aguas ignorando las protestas de Sofía. La secaron y peinaron.

Tres pares de manos expertas masajearon su cuerpo con aceites perfumados.

Volvieron a llevarla ante el altar y, con manos firmes, la invitaron a arrodillarse encima, cuidando mucho de dejar su cuerpo con la orientación adecuada. Colocaron a Sofía de izquierda a derecha, con sus rodillas sobre el borde embarrado y su rostro sobre la superficie del agua, que le devolvió un reflejo asustado.

Una sacerdotisa se arrodilló frente a ella. Las otras a sus costados.

—Ahora, el hombre que te ha acogido te abrirá y te marcará.

Así fue. Su nuevo hombre llegó poco después, aún vestido con su bata, silbando despreocupado, sus pasos resonando en la roca, los dedos jugueteando con la varilla del hierro de marcar. Al pasar, hizo una carantoña en la mejilla a una de las cuidadoras antes de colocarse junto al fuego del otro lado del altar. Empezó a manipular la plancha de acero, girando ruedas de dígitos hasta dar con la combinación correcta.

—221969 —dijo, dirigiéndose a Sofía—. Tu nueva identificación, preciosa —Y colocó la plancha sobre el fuego. La sacerdotisa arrodillada a su lado se acercó a él, metió la mano entre los pliegues de la bata, saco la verga y, sin más ceremonia, se la llevó a los labios. Otra se colocó tras Sofía y empezó a deslizar la lengua entre sus nalgas—. Esta seña de identidad distingue a nuestras mujeres de las extrañas. A las que han aceptado el sacrificio para preservar la inocencia de las otras.

>> No te preocupes si no lo has captado a la primera: lo recordarás.

Sofía volvía a estar hipnotizada por el vaivén de la verga jugosa entrando y saliendo en largas incursiones en aquella boca experta. La suya propia se hacía agua, húmeda de saliva caliente, el instinto aprendido en miles de horas de práctica estimulado ante la simple posibilidad de acogerla en su interior. Pero sus ojos daban saltos inconscientes a la plancha de acero que se calentaba sobre las llamas. Y ella temblaba. La mujer que lamía su retaguardia aferraba con más fuerza sus nalgas aplacando su estremecimiento, y redoblaba los esfuerzos con la lengua. 

Gracias a las atenciones de los labios expertos, su nuevo hombre pronto estuvo listo. Exhibiendo su extensión, dura y húmeda, chorreante de saliva, rodeó el altar y se colocó tras Sofía, donde la veterana le cedió el sitio, con respeto.

Una mujer que no esté preparada para ser fecundada aún puede entregar sus entrañas a los hombres. Sofía lo sabía. El Templo enseña a las mujeres todo lo que necesitan saber sobre la sodomía. Sabía que debía relajarse, que oponerse al avance de la verga en su ano sólo aumentaría el dolor. Porque sabía que le iba a doler, aunque ignoraba cuánto.

El terror en el rostro que vio reflejado en el agua le hizo suponer que bastante.

Su hombre se apoyó en su estrecha abertura y empujó, con fuerza, clavando en ella una buena porción de su hombría sin demasiados miramientos. Y Sofía gritó, incapaz de evitarlo, aunque enseguida se mordió el labio en un esfuerzo por evitar nuevos alaridos.

Tras aquel empujón inicial, su nuevo hombre siguió adentrándose en ella. Despacio, muy despacio, recreándose en su estrechez, en su calor, poniendo a prueba la elasticidad de aquella senda nunca traspasada. Se clavó en ella hasta el fondo y se recostó sobre su espalda, haciéndola sentir por primera vez el peso del macho, su tamaño descansando sobre el menudo cuerpo de Sofía. Tan grande, tan sólido, tan poderoso. Mordisqueaba su cuello, susurraba en su oído. Las grandes manos aferraban su talle, se deslizaban por sus costados, acariciaban su escaso pecho. Disfrutaba de ella. Y Sofía intentaba respirar, aguantar la presión que tensaba sus entrañas inexpertas amenazando con partirla en dos: una que intentaba evadirse, y otra que quería sentir la verga moviéndose dentro de ella, creciendo, su calor abrasándola, su dureza luchando contra los vanos intentos de su ano por recuperar su estrechez natural.

Él empezó a retirarse, sin dejar de descansar sobre su espalda, de hacerla sentir el contacto de su piel deslizándose sobre ella. Salió un poco y volvió a adentrarse, con decisión, con sorpresa, arrancándole un nuevo quejido sorprendido. Entonces se incorporó y salió de ella despacio, vaciándola sin abandonarla del todo, la punta aún insertada en la apertura de su gruta. Aún conectado a ella. Extendió una mano y la sacerdotisa le ofreció el hierro.

Las mujeres la rodearon, la agarraron con firmeza. Una estiró los brazos de Sofía y los afianzó sobre la roca.  

Su nuevo hombre levantó el sello sobre la parte baja de su espalda, centrándolo con cuidado. Ella pudo sentir su calor, aún lejos de su piel. Giró la cabeza para mirar, pero la sacerdotisa la obligó a mirarla a ella.

—Ahora eres una de nosotras —susurró.

La verga volvió a clavarse en sus entrañas. Las sacerdotisas se tensaron. El metal anaranjado besó su piel con un chisporroteo durante un instante que a Sofía se le hizo eterno mientras su nuevo hombre volvía a entrar y salir de ella y las mujeres intentaban con esfuerzo contener los espasmos de aquel cuerpo joven que se revolvía bajo el dolor abrasador que irradiaba desde el nacimiento de sus nalgas haciendo saltar todos y cada uno de sus nervios y músculos.

Sofía gritó. Ya no existía la cueva, ni el altar, ni la luz bailando en las paredes, ni el olor de las frutas desconocidas ni el rumor del goteo constante, ni las mujeres que la rodeaban. Sólo existía el dolor que recorría su cuerpo como un relámpago. El dolor y la virilidad masculina entrando y saliendo de ella, entrando y saliendo, empujando su mente mientras se desvanecía en la oscuridad y su cuerpo se quedaba sin fuerzas, una muñeca que danzaba al compás de la dureza que apuntala sus entrañas.

Y entonces, sintió el frío. Agua helada empapando su rostro, lanzándola de nuevo a la realidad. Sacó la cara chorreante del cuenco tallado en la roca.

Volvió a gritar.

 

 

SEGUNDA VEZ

 

Su primera visita a la cueva del sacrificio terminó como había empezado: llorando en silencio en la cámara del fondo.

Su hombre se fue, igual que dos sacerdotisas. La tercera la esperaba, con la paciencia que da la experiencia compartida, para llevarla de vuelta a la civilización. La semilla de la vida acabó resbalando desde su ano abierto, formando un charquito sobre la roca. Cuando pudo incorporarse, lo lamió.

Salió trastabillando, apoyada en la veterana. Inestable. Dolorida. En cierto modo, contenta. Le pusieron unos zapatos de tacón en los pies: los primeros que tenía. Con ellos entró tambaleándose en su nueva vida. Una vida que tenía sus ironía, como el hecho de que, en la siguiente ocasión que atravesó el umbral de aquella cueva, ocurrió justo lo contrario: salió intacta, pero triste.

Porque en aquella ocasión ella no era la protagonista.

Sería al año de su llegada. Fue elegida para ayudar después del sacrificio de una muchacha. Era una práctica común: que las jóvenes que aún no han pasado por el trámite, o que incluso no lo harán nunca, asistan y ayuden en las ceremonias de otras.

La chica era más joven que Sofía, de ojos asustados e inocentes. Gritó, como todas, bajo la verga y el hierro, y acabó sollozando sobre la piedra. La lamió mientras lloraba: la piel quemada aún en su punto, la sangre de la raja desflorada, la semilla que manaba del tierno anito abierto por primera vez, la saliva y las lágrimas de la muchacha. Probó una fresa de entre las ofrendas del altar y la compartió con la muchacha con un beso que le hizo saborear la acidez del fruto con los fluidos que manaban de sus orificios abiertos. Sofía hizo lo que se esperaba de ella, aunque no por piedad o simpatía, pues en aquel momento solo sentía envidia. Aquella era una hija de los hombres, y la habían marcado directamente como reproductora.

Los códigos han cambiado desde los tiempos antiguos, cuando nuestros antepasados recolectaban hembras salvajes de los refugios de los cazadores. Aquellos códigos tenían un fin de registro: procedencia y orden. Pero extinguimos a los cazadores hace tiempo, y sus refugios volvieron al polvo del que habían salido.

Hoy hay dos orígenes principales. Por un lado, las hijas de los hombres, nacidas en la ciudad, tienen reservado el cero. El uno para las que vienen de otras instalaciones, lejanas, a miles de kilómetros: exóticas asiáticas, africanas puras, indias sumisas, fogosas latinas… Intercambios para dar color y refrescar de vez en cuando la sangre de cada lugar. Luego las hijas del Templo, nacidas en la ignorancia, como Sofía. Otros indicadores se usan poco, pues las hembras salvajes, las que escapan y otros casos especiales son escasos.

El siguiente dígito es el más importante, pues indica la función. El cero de las hembras prohibidas es extraño, al contrario que el uno de las reproductoras y aún más el dos de aquellas destinadas al placer. La mano de obra marcada con el tres también puede usarse para el placer, por supuesto, pero no hace falta tener tanto cuidado de no estropearla. La maternidad tiene sus propias cifras.

El resto del código también ha cambiado. Ya no es un mero registro creciente, contador de hembras capturadas. Ahora tiene un significado, combinación del padre y de la madre, que indica a quién sabe leerlo el lugar exacto que ocupa una mujer en la genealogía de la comunidad. Varias mujeres pueden tener la misma identificación, al igual que podrían tener el mismo nombre, si su lugar es el mismo. Lo importante es la información que transmite: que el ciudadano que quiera montarla pueda decidir, con sólo mirar su grupa, si es posible que se trate de una hermana o una prima, y así elegir, en cada caso, el orificio adecuado.

 

 

RUTINA

 

Sexo y disciplina. Vivir de rodillas. Buen resumen de los primeros meses de Sofía en su nuevo hogar, aunque no muy original, pues podría aplicarse a cualquiera de las mujeres que lo pueblan.

Sofía chupaba bien. Y enculaba mejor, con un orificio diminuto que te apretaba hasta dejarte sin aire. Era de las que lo cierran por instinto, por puro reflejo, al sentirse invadidas. Así les duele más, claro, pero no pueden evitarlo. Circunstancia afortunada, porque con sus tetitas escasas y su cuerpo bien formado pero pequeño y algo juvenil, el primer impulso de los que querían usarla era darle la vuelta y doblarla por la cintura.

También probó el habitual rigor de la disciplina. El chasquido del látigo sobre la carne firme de mujeres hermosas es la melodía del himno triunfal de nuestro Nuevo Mundo. Y no es una forma de hablar: no faltan voluntarias que ofrezcan sus cuerpos desnudos sobre los que interpretarlo en los actos conmemorativos de nuestra pequeña comunidad.

Es hecho aceptado que las mujeres que aguantan bien el dolor, las que soportan la disciplina quejándose poco y de modo poco estridente, son más adecuadas para soportar los rigores del parto. Son las que merecen la oportunidad de parir un varón.

Y Sofía se creía comprometida, se creía preparada para aceptar el sacrificio que suponía el camino elegido. Ya en su vida anterior la disciplina corporal era un hecho cotidiano. Pero disciplina de niñas, y ella aspiraba a convertirse en mujer. Habría de aprender que podía obedecer de primeras u obedecer tras el castigo, y que a veces ni siquiera tenía esa elección.

La segunda vez que su nuevo hombre quiso tomarla por detrás tuvo que zurrarla, a conciencia. Ella aún sentía el calor de la marca sobre el nacimiento de sus nalgas y el ardor de la incursión repetitiva entre ellas. Aquella primera noche yacía sobre las sábanas, en los aposentos de él, esperándolo. Aún era inocente, en cierto modo: un animalillo asustado ignorante de su nuevo hábitat. Lo que había llegado a vislumbrar de su nuevo hogar se limitaba a un par de viajes rápidos por calles desconocidas, una cueva oscura y un puñado de habitaciones cerradas. En una de ellas estaba, y estaría durante días o semanas, desnuda y disponible, hasta que él decidiese que había entendido lo que se esperaba de ella.

Esa noche aún no lo entendía. Y la colocó sobre sus rodillas y empezó a azotarla, con fuerza, enseñándole la diferencia entre el firme peso de la mano de un hombre y la delicadeza de la de las mujeres que la habían disciplinado a lo largo de su vida. Los azotes se hundían en la prieta generosidad de sus glúteos, bamboleándolos con alegría mientras ella se retorcía sobre las rodillas poderosas intentando escapar, y gritaba y gimoteaba, y él la apresaba con esa otra mano igual de firme y seguía y seguía hasta que Sofía dejó de luchar, empezó a asumirlo, y aceptó ofrecerle su ano.

Pero la pobre aún tenía mucho que aprender, y su nuevo hombre la volteó sobre sus rodillas y siguió zurrándola con su otra mano, más descansada, hasta que ella, en vez de aceptar, empezó a suplicar que le permitiera ponerse con el culo en pompa y bien abierto para que él pudiera darle cómodamente por detrás.

Así empezó a entender una de las reglas de su nueva vida: los errores se pagan, la desobediencia se paga al doble; una por desobedecer, y una segunda para quitarle las ganas de volver a hacerlo.

Acabó bocabajo y abierta, con un almohadón bajo el vientre para resaltar sus ya de por sí resaltadas nalgas. Él gastó poco tiempo en lubricar y aún menos en ensancharla, pues Sofía pudo notar, estando sobre sus rodillas, que azotarla había dejado al hombre más que dispuesto para la acción. Volvió a sentir el deseo masculino, el ansia de poseerla, cuando entró en ella sin miramientos. Creyó que volvería a gritar, pero estaba cansada, así que mordió lo que pudo y aguantó mientras intentaba recrearse en la sensación de la ansiada verga que visitaba de nuevo su cuerpo.

A aquella noche la siguieron otras, su rutina durante aquel primer año: azotes, felación, sodomía y sumisión. Pusieron a prueba el adiestramiento del Templo hasta que Sofía comprendió lo poco que sabía en realidad, lo mucho que cambiaban las cosas con una verga en la boca. Ellos la adiestraron a conciencia. Conoció la correa, la pala, el látigo, el vergajo, la vara… pero no tanto ni con tanta frecuencia como las veteranas, pues ellos comprendían que era una niña, una novata, arcilla tierna que tenía que endurecerse, por lo que fue la mano de su hombre la que moldeó su cuerpo y su mente con más asiduidad.

Dormía desnuda, casi siempre bocabajo, y él la despertaba con verga o látigo, por la boca o por el culo, con frecuencia con todo, pues era un hecho aceptado que las nalgas calientes ayudan a las jovencitas a chupar mejor y los glúteos magullados se separan con más facilidad y te acogen entre ellos con dulzura.

Aquel año aprendió —en realidad, tardó mucho menos en entenderlo— que su dignidad era irrelevante frente al placer que pudiese proporcionar. Ese era el significado del sello que adornaba su espalda: Sofía existía para dar placer; al hombre que la había acogido y a los demás, a las mujeres que también le servían, a cualquiera que quisiera usarla.

Las mujeres rotaban con frecuencia, pues pertenecían a todos los hombres. Había algunas reproductoras, y unas pocas de nivel aún más elevado. Y muchas otras hembras de placer, como ella. Cuando él le permitió salir de su cama, y más tarde de su casa, llegó a ver algún rostro conocido, caras familiares paseando por las calles de su memoria, jovencitas que habían acudido al Templo con ella y alguna más joven que había sido su alumna durante el breve lapso en que fue maestra.

Los sochams preferían la carne rebelde. Los monstruos las capturaban, pero al parecer, muchas acababan allí, salvadas por ellos. Sirviéndoles. Ninguna volvía a las ciudades de las mujeres, claro. No podían: las que habían estado más allá no debían contaminar la inocencia de las ignorantes.

Muchas de aquellas mujeres no compartían la esperanza de Sofía, pues no habían hecho el sacrificio. Fueron capturadas, en vez de entregarse por propia voluntad. Pero era consciente de que el sello de su espalda era el mismo que el de ellas. Su esperanza residía en la voluntad del hombre que la había acogido.

Azotó a varias de aquellas muchachas, pues allí las mujeres superaban con mucho a los hombres necesarios para mantenerlas bien domadas. La disciplina que impartía a sus alumnas del Templo no era adecuada allí, así que tuvo que aprender de nuevo, con frecuencia en su propia carne.

La primera vez que aplicó el látigo sobre la piel desnuda de una mujer, comprendió el verdadero nivel de sumisión que esperaban los hombres. Sofía la lamió después, por iniciativa propia, recorriendo con su lengua las marcas calientes, mientras la mujer sollozaba, incapaz aún de hablar hasta haber recuperado las fuerzas y serenado el espíritu. Tuvo que ser la otra la que le indicara cómo aplicarle las curas; la que, entre los sobresaltos del ardor del antiséptico sobre la piel sensible, guiara la mano de Sofía por el intrincado trazado que el látigo había dejado en su cuerpo; la que la animara antes de despedirse.

—Aguanta, mi niña —le dijo, acariciando su mejilla—, lo conseguirás.

Eso ocurrió pronto. Llevaba… dos, tres semanas quizás, encerrada en la habitación en la que él la tenía para disfrutar de ella, la noche —¿tal vez el día?— en que entró con un látigo en la mano para ponerla a prueba.

— ¿Lo has probado alguna vez? —preguntó mientras lo desplegaba en el aire con el pesado contoneo de una serpiente marina y un chasquido tan amenazante como su siseo.

Ell contempló ensimismada la alargada extensión de cuero oscuro que se derramaba por el suelo y pensó en el ligero látigo de mano con el que él la había azotado la primera vez que lo acogió en su boca. Y entendió enseguida la diferencia entre un instrumento creado para estimular o aplacar y uno creado para el castigo.

—No —susurró.

— ¿Por ninguno de sus extremos?

De nuevo, ella negó.

— Hoy lo harás –le dijo, recogiendo el cuero con un golpe de muñeca— ¡Ven!

Sofía cruzó la casa tras su hombre. Era la primera vez que contemplaba aquellos pasillos, aquellas estancias, desde que llegara. Aquel primer día tan intenso no dejó hueco en su memoria para el breve paso por su nuevo hogar. Las mujeres que le servían apartaban la mirada, rehuyendo el látigo y a ella. El viaje de vuelta lo haría sola, y desde entonces tendría más libertad para moverse por la casa.

En el centro de una sala lo bastante apartada como para que no molestaran los gritos, de espaldas a la puerta y desnuda, una mujer esperaba. Él accionó una polea en la pared, una cuerda se tensó sobre una argolla en el techo y la mujer quedó de puntillas, los brazos estirados hacia lo alto y la espalda tensa, expuesta. Temblorosa. Una espalda fuerte en la que ascendía una respetable sucesión de marcas que Sofía empezaba, sólo empezaba, a entender. La espalda de una reproductora, madre y madre de hombre, que además ocupaba una posición de responsabilidad. Una espalda que Sofía conocía.

—¿Madre?

La mujer respondió con un jadeo. Su nuevo hombre tendió el mango del látigo hacia Sofía, que tardó un instante en extender la mano y agarrar con dedos temblorosos el duro cilindro recubierto de cuero.

—No me decepciones —ordenó él.

Y se apartó. Sofía se colocó detrás de la Madre, contemplando aquella espalda firme pero temblorosa a través de la neblina de unos ojos que empezaban a anegarse de lágrimas. La larga extensión de cuero resbaló hacia el suelo, pesada y viva, y Sofía alzó el brazo y lo bajó. La serpiente voló con facilidad, un dragón raudo que lamió con su aliento de fuego la espalda expuesta dejando en su centro el rastro rosado de su paso. Madre sollozó.

—Más fuerte —ordenó él.

Y Sofía volvió a alzar el brazo, más alto. Volvió a bajar. Madre gritó.

—Más.

La mano apretada en torno al mango, el brazo arriba, lanzado hacia adelante con un movimiento de cintura, con un golpe de cadera, apuntando hacia aquella espalda temblorosa, intentando olvidar la suavidad con que aquella mujer la había acogido entre sus pechos. Un nuevo rastro, de un rojo vivo. Madre quedó muda un instante. Entonces aulló. Y Sofía comprendió la sencillez que había, en realidad, en la doma de una hembra.

—Bien —sentenció él—. Sigue.

Siguió. Una vez. Y otra.

—No olvides los costados.

>> Así… Mantén el ritmo.

>> Muy bien… Aprendes rápido. Pero estira más el brazo.

>> ¡Más! Quiero que envuelvas su cintura, que la abraces con la cola. Quiero ver marcas por delante. Si no las tiene, probarás en tus propias carnes cómo se hacen.

>> No olvides las tetas. Si veo una buena lamida de la lengua en un pezón, te daré un premio.

Al final, él se fue, satisfecho con el castigo. El dedo experto había recorrido el relieve de las marcas rojas que se entrecruzaban en la espalda, buscando la salida de un laberinto intrincado que no tenía ninguna, valorando los trazos alargados que abrazaban el talle, que dibujaban la curvatura de unas ubres generosas que desbordaban los costados, rodeando el cuerpo agotado para acariciar los pezones mientras sonreía aprobador.

—Parece que te has ganado dos premios en vez de uno…

Esa noche, Sofía probaría el helado. Con chocolate por encima. Después de un baño caliente. Que necesitaba, porque estaba sudorosa por el esfuerzo.

Cuando él se fue, se quedó a solas con la Madre.

—Lo siento —susurró. Cayó de rodillas ante la espalda de la mujer. Abrazó con fuerza sus caderas. Pegó la mejilla a las nalgas temblorosas y las regó con sus lágrimas—. Lo siento, lo siento, lo siento.

Madre contestó con un sollozo.

Así estuvieron mucho tiempo, llorando juntas, mientras Sofía se abrazaba a los muslos de la mujer que la había criado y se reconfortaba con su calor.

 

 

LOS OTROS

 

Ella pertenecía a todos, con o no neutra. El día que su dueño la ofreció al resto de hombres, empezó a entenderlo.

—Entrégasela a un Perforador —ordenó a una de sus mujeres de confianza.

Así fue como salió de nuevo al exterior. El mundo de Sofía se había ampliado desde aquel primer día que recorriera la ciudad a toda prisa en una calesa arrastrada por hembras de tiro. De la cama en que su hombre la usaba se amplió al resto del hogar, y ahora, de nuevo, al exterior, al aire libre. De la soledad aliviada por las visitas masculinas a convivir con el resto de mujeres que le servían en aquel momento, y de ahí a un mundo que abundaba en presencia femenina: pululaban por el lugar, abejitas laboriosas yendo y viniendo atareadas, tirando de la literalidad del carro, acompañando a hombres por si acaso las requirieran, corriendo y ejercitándose juntas, y alguna simplemente paseando o tomando el sol sobre la hierba. Mujeres hermosas, cuerpos esbeltos, curvas pronunciadas. De edades variadas. Alguna preñada.

Sofía caminaba entre ellas siguiendo a su guía, viéndolas, sintiéndolas, captando la esencia de su nuevo hogar como si lo viera por primera vez, lo que no era del todo falso. Alguna le dedicó una mirada; la mayoría ni eso. Una de tantas, una más: la mujer allí era un ente abstracto, un concepto, como el carpintero que quiere clavar un clavo y usa el primero que saca de la caja. Los clavos son necesarios, mantienen la estructura, fijan la madera en su sitio, pero siguen siendo clavos.

Ignoraba si Perforador era un apodo o un oficio, pero el caso es que el hombre al que la entregaron estaba extremadamente dotado y poseía el empuje de un pistón neumático. La recibió con una sonrisa cortés, haciéndola girar para valorar sus glúteos. Pareció satisfecho, y despidió a la acompañante de Sofía con un gesto antes de invitarla a ella a entrar en la casa. Apenas llegaron al salón, la puso a cuatro patas sobre un mueble destinado a tal efecto.

Le abrió el culo como nunca se lo habían abierto. No gritó como nunca había gritado porque ya llevaba unos meses allí y había tenido ocasiones de sobra para aburrirse de gritar cuando le partían el culo. El adiestramiento al que la había sometido su dueño la dejó bien domada, y pudo aguantar la brusca apertura por detrás, el dolor de su ano a punto de reventar, la sensación de partirse en dos.

Lo siguió soportando durante las siguientes semanas, día a día, con frecuencia varias veces. El hombre también usaba su boca, claro, pero sólo para prepararse y para la limpieza, lo que no era impedimento para que Sofía intentara dejarlo lo más a punto posible, lo más firme, para que el avance por sus entrañas fuera directo y ensalivado: suave. Ya había aprendido que la resistencia era dolorosa, que el instinto de cerrarse ante el ariete no impedía la entrada: sólo astillaba la puerta. Era mejor, más femenino, no luchar, relajarse y abrir su cuerpo al disfrute de los hombres.

Por suerte, el Perforador solía tener en casa una lubricadora de vergas, una muchacha entrenada con un coño tan lubricado que meterse en ella antes ayudaba al Perforador a horadar mejor los culos que trabajaba. Porque, con frecuencia, el hombre no la reventaba por placer, sino por el simple hecho de hacerla sentir su estaca empalándola. La penetraba como un deber; un deber que, sin duda, él disfrutaba, pero deber, al fin y al cabo. Era una prueba, un paso más en el proceso de entrega y doma. Y cuando lo dieron por concluido, el Perforador la pasó a otro hombre.

Y otro.

Y otro.

Conoció a una buena cantidad de ciudadanos: vergas jóvenes, de empalme fácil y descarga rápida que llenaban su garganta con ímpetu; vergas veteranas veteadas de canas que se derramaban entre sus nalgas y brotaban grumosas con la tranquilidad que da la complacencia. Ella siempre apuraba la semilla derramada entre sus labios, en su cara, en los charquitos que se formaban bajo su agujero abierto. Lamía o sorbía de los orificios de las otras mujeres, cuando le tocaba prestar tal servicio. La recogía con los dedos o la lengua y la degustaba en la boca antes de tragar como quien saborea su destino, hasta que se ganó una merecida reputación de chupadora prestando servicio con su boca abierta recibiendo a uno y después a otro hasta llenar su estómago con la esencia masculina. Nunca despreciaba el alimento. Era una cuestión de respeto.

La azotaban con menos frecuencia, pero con más dureza. La follaban con más frecuencia. Y con más dureza, hasta reducir su carne a un par de agujeros dóciles y prácticos. La usaban más que a otras hembras de placer. Ese rigor en el trato, esa incursión constante, además de llenarla de semilla, la llenaban de esperanza. Se sentía especial, destinada a ascender. Ellos cumplían con regularidad con el deber de penetrarla, con frecuencia cuando aún rezumaba del anterior, uno tras otro, dos a la vez, que para algo tenía dos orificios disponibles. Probando su valía para deberes más elevados. Sus lágrimas eran el lubricante que suavizaba las constantes embestidas.

Los espacios comunes de la Ciudad siempre tenían mujeres dispuestas para el desahogo de los ciudadanos. Como la mayoría, Sofía también cumplió su cupo como parte de este mobiliario urbano. Como la fuente de un parque de la que todos pueden beber, o el banco en el que se sientan después de un paseo vigorizante había, aquí y allá, por toda la ciudad, muchachas dispuestas para satisfacer todo tipo de necesidades. Fue hembra de tiro, como todas, pues se consideraba deseable el vigor y la firmeza que proporcionaba a glúteos y muslos el tirar del carro animadas por el arreo. Fue un culo en pompa anónimo saliendo de la pared para recibirlos uno tras otro, hora tras hora, hasta convertirse a sí misma en un ano abierto para acogerlos a todos. Fue unos labios húmedos y solitarios asomándose por un agujero al que su cabecita estaba firmemente afianzada con correas, y también un urinario ante una pared, arrodillada junto a otras mujeres, las manos atadas a la espalda y el pelo a una barra horizontal para mantenerla la hilera de bocas en posición adecuada para que quién quisiera usarlas pudiese elegir la adecuada para vaciarse. En esencia era igual que los aseos públicos del antiguo mundo, sólo que más serviciales y mucho, mucha más complacientes. Y a ellos no les importaba orinar junto a otros, porque las vistas eran mejores.

Y como las bocas de placer y las de servicio eran bocas, al fin y al cabo, con frecuencia las del aseo acababan recibiendo la semilla y las feladoras el desahogo de algún ciudadano apurado. O ciudadana, pues en tema de necesidades, las propias mujeres no se diferencian en exceso.

La invadió una sensación extraña la primera vez que se puso de espaldas ante aquellas mujeres arrodilladas y se inclinó bajando el culo sobre una de esas pobres cabecitas encadenadas hasta encajar su coño entre los labios abiertos y descargarse en una garganta desconocida. Aquellos urinarios femeninos lo tragaban todo y limpiaban con la lengua en la misma operación. Ni siquiera los sofisticados japoneses del Antiguo Mundo habían logrado tal nivel de eficiencia.

En su inocencia, entre lo novedoso de la situación y el placer de la lengua que limpiaba las últimas gotas de su raja aliviada, Sofia ni siquiera se percató de que, más pronto que tarde, ella misma tendría que prestar aquel mismo servicio. Y que, más que a los hombres, debería satisfacer a las mujeres. Porque, simplemente, había más.

La hembra de placer vive para ofrecerlo, sin tener en cuenta el sexo del recepto. Sofía se entregaba a las otras mujeres, daba y recibía, mandaba u obedecía. Lo que le hubiesen ordenado. Mujeres iguales a ella y otras de rangos superiores; al aire libre, en espacios comunes, en habitaciones con ventanas sin cortinas o con puertas que eran de cristal y, a veces, también paredes: el cuerpo de una hembra de placer no tiene derecho a la intimidad.

Atendió a las preñadas, masajeando sus redondeces, sosteniendo esos vientres enormes, aliviando sus rigores, ordeñando ubres llenas para extraer la nutritiva leche que alimentaría a otros aunque, en ocasiones, ella misma tomaba un sorbito rápido del pezón sensible mientras la reproductora la miraba con una sonrisa cómplice y le acariciaba el pelo.

—Chupa, niña. Los hombres devoran la vida a mordiscos. Nosotras mamamos.

Las preñadas seguían a disposición de los hombres, por supuesto. Con sus tetas hinchadas más dispuestas que nunca a acoger a los machos entre ellas. Ellos las usaban por cualquier orificio cuando esperaban una niña. Por boca o ano cuando era un niño, o cuando querían mantener la sorpresa. Sofía las aliviaba después, lamiendo la leche de allí de donde brotara.

Había vacas lecheras aparte de las preñadas, claro. La leche materna, con numerosas propiedades, era un alimento esencial para ellos. Sofía las había atendido como parte de su educación. Mujeres capturadas, en su mayoría, alguna nativa, dedicadas a la producción. Entre las locales, alimentar a los hombres con sus pechos se consideraba un honor; lactaban sentadas sobre el regazo del macho, o inclinadas sobre su hombro con las ubres colgando rebosantes a la altura de su boca cuando él estaba sentado a la mesa. Para las capturadas la vida era más dura: vivían a cuatro patas, ordeñadas hasta la extenuación por manos femeninas que no tenían delicadeza con las hembras de fuera, o por máquinas cuando no había manos suficientes. Por supuesto, seguía ofreciendo sus orificios a cualquiera que quisiera usarlos.

En su antigua vida, en alguna ocasión Sofía logró conseguir bombas de succión para aumentar el tamaño de sus pechos. Sin éxito, claro. La libertad la frenaba. Cautiva y domada, cuando su dolor ya no importaba ni podía elegir, un tratamiento más estricto empezó a dar resultado. La estimulación implacable de sus areolas logró convertirla en ama de cría sin estar siquiera embarazada. Fue lactante y virgen.

Cuando llegó aquí, era una experta masajeando vergas entre sus nalgas robustas. Algunos hombres lo intentaron con sus pechitos, forzándolos, pellizcando sus pezones, estirándolos para intentar envolverse entre su escaso volumen mamario. Su nuevo volumen, aunque todavía escaso, por fin consiguió satisfacerlos. Y acabó añadiendo a sus talentos el ser una apreciada bañadora y masajista. Su cuerpo menudo y esbelto, sus muslos firmes, sus nalgas llenas y su nueva delantera resultaron ideales para deslizarse sobre los duros cuerpos masculinos enjabonándolos, aceitándolos y relajándolos.

 

 

EN EL PRINCIPIO

 

Ya os comenté que esto no es sino un cuento, un relato, la esencia de una historia que debe contarse al menos una vez. Y como toda historia, esconde algo circular, una “o” como la que envuelven los nombres de toda mujer de este Nuevo Mundo. Como toda historia, comienza con nuestra heroína en su hogar, un lugar en apariencia seguro para una criatura inocente, pero incompleta. Como en toda historia, lo abandona en busca de, o quizás arrastrada por, su Destino. Y como en toda historia, ha de volver, más fuerte y madura, para poder apreciar el camino recorrido.

Cierto es que no era necesario. Que, llegada a cierto punto en su domesticación, tal experiencia —ya resultara iluminadora, catártica o irrelevante— no influía en el uso futuro que se quisiera dar a la muchacha. Los dados estaban lanzados. Pero a veces, sólo a veces, la vida imita al arte y, más allá de su utilidad, el episodio queda resultón a efectos narrativos.

Los días de Sofía se habían convertido en semanas, y las semanas en meses. Se cumplió su primer año en la Ciudad sin ninguna celebración especial, ni celebraciones en absoluto. Y los meses siguieron pasando mientras Sofía aprendía el arte de la sumisión y la entrega a la satisfacción de otros, mientras era compartida y conocía la ciudad, sirviendo aquí y allá en todos los cometidos destinados a las hembras de placer y alguno de las que ni siquiera llegan a dicho nivel.

Un día, una mujer de confianza fue a buscarla y la llevó fuera de la Ciudad, por pasillos como los que había recorrido la primera vez, bajando una escalera parecida a la que subiera y que también la devolvió a las entrañas de la montaña.

Escarbadas en aquel corazón de piedra había celdas. Celdas antiguas, en las que el brillo del blanco hacía mucho que se había apagado y el acolchado que tapizaba paredes, suelo y techo había perdido la elasticidad de antaño. Pero seguían cumpliendo su función, bien conservadas, con las argollas y cadenas sin óxido y las luces brillando con firmeza. Nunca dejaron de usarse. Algunas estaban cerradas. De algunas llegaban gruñidos, jadeos, gritos y el chasquido del látigo.

—Recuerda que ellos siempre cuidan de nosotras —le susurró la mujer antes de empujarla a una celda vacía y echar la llave —. Siempre vigilan.

Sofía quedó sola, aislada en el albor que la rodeaba. ¿Cuánto tiempo estuvo allí? Nunca lo supo. El tiempo en aquel lugar significaba todo y nada. Entendió pronto (o tarde) que la sucesión de día y noche que marcaban las luces no era natural, que en algunas ocasiones la mantenían a oscuras un par de horas o un par de días, y en otras las luces no llegaban a apagarse o brillaban con una fuerza enloquecedora. La comida, escasa o generosa, aparecía por una trampilla bajo la puerta, igual de irregular que la luz. A veces aparecían artículos de aseo y, en cuanto los cogía, caía agua del techo: templada, fría, caliente o helada. A veces el agua caía sin más, siempre helada, sorprendiéndola en cualquier momento. No le empapaba la ropa, porque estaba desnuda. A veces, también aparecían un par de bombas de succión, para ordeñarse.

A veces, cuando se abría la trampilla, también llegaban palabras. Voces distintas, siempre de mujer, pero el mismo susurro. “Recuerda que los hombres siempre cuidan de nosotras”.

Y entonces llovía agua helada.

“Siempre vigilan”, comprendió Sofía. Y ella debía mostrarse siempre agradable, seductora, entregada. Incluso en la soledad de su encierro, debía ser un deleite para quien la estuviese observando, si es que había alguien. Un bello pajarillo encerrado en su jaula. Empezó a cantar y a contonearse, a moverse por el suelo de su celda como una gata en celo, dibujando curvas en cada gesto, con la espalda siempre arqueada. Y la lluvia heladora no volvió a morder su piel.

¿Cuánto estuvo así? Nunca lo supo. Un día entró un hombre. Puede que fuera un desconocido o que hubiese estado dentro de ella varias veces. Llevaba un látigo en la mano, la ató a la pared y la azotó.

Más horas. La luz se apagó y volvió a encenderse. Otro hombre volvió para azotarla. Y otro, hasta que los días recuperaron su regularidad marcados por el látigo.

La disciplina, tan habitual durante sus primeros tiempos en la Ciudad, se había ido diluyendo a medida que pasaba de un dueño a otro, más aún cuando empezó a pertenecer a todos. Ahora volvía con renovado rigor hasta convertirse en lo único que llenaba su aislamiento. Lo único que daba sentido a su encierro.

Y un día, entró él. El primero. Su dueño. Sofía se ofreció para el castigo.

El látigo bailó sobre su cuerpo, lamiendo su piel, abrazando su cintura, perfilando sus caderas, arqueando su espalda, besando sus nalgas. Cuando él terminó y se marchaba, Sofía se volvió para mirarlo.

— No te vayas. Continúa… por favor.

Y giró sobre sus ataduras, ofreciéndole su parte frontal, un lienzo en blanco esperando que lo pintaran, los muslos apretados sobre el coñito cerrado, el vientre firme, los pechitos pequeños pero llenos, con pezones sonrosados apuntando hacia él, el rostro suplicante, la mirada ansiosa. Él sonrió y volvió a desenrollar el látigo.

Más tarde, cuando él se marchó, dejó la puerta abierta. Ella se levantó entre las protestas de su cuerpo dolorido y le siguió, desnuda salvo las marcas y los zapatos de tacón que resonaban por los pasillos tras los pasos silenciosos de su hombre.

Los caballos de hierro esperaban alineados en su frío y metálico silencio. Su hombre montó uno y la bestia empezó a gruñir. Sofía dudó, no tanto de si acompañarlo como de si debía estirarse como un fardo sobre la grupa de la bestia. Con timidez, se sentó a horcajadas tras él y se aferró asustada al torso másculino. El frío pelaje de la montura aliviaba sus nalgas castigadas, pero se fue calentando en cuanto empezó a cabalgar con un ronco relincho que resonó por el túnel y los llevó en un instante de nuevo bajo el cielo abierto, levantando una nube de polvo a su paso y devorando con ferocidad la distancia que los separaba de la ciudad de las mujeres, que ya se recortaba en el horizonte.

Volvieron a entrar en un túnel. Un túnel del Antiguo Mundo, donde se apreciaban las marcas de raíles ya desaparecidos. Discurría bajo la ciudad de las mujeres, aunque la mayoría de ellas lo ignoraba. Así, siguieron acercándose al corazón de la ciudad.

Madura y despierta, cabalgando veloz sobre la bestia de metal y agarrada al cuerpo poderoso de un hombre, Sofía volvía a casa.

 

 

LA CASA DE INSEMINACION

 

El lugar donde surgía la vida. El lugar donde se atesoraba la escasa y mítica semilla y donde se introducía en vientres dispuestos con la esperanza de que la Naturaleza fuera benevolente y permitiera que arraigase.

Las pupilas del Templo hablaban de aquel lugar entre susurros, leyendas transmitidas a la luz vacilante de una vela por niñas que las habían oído a escondidas a otras que sabían aún menos. De adulta, algunas amigas de Sofía que ya habían recibido la llamada se lo contaron con la voz humilde de las que se saben privilegiadas. Sofía tenía asumido que una chica con sus atributos sólo llegaría a visitar aquel lugar una vez, dos con suerte. Ni en sus noches de sueño esquivo soñó que entraría por un acceso que ninguna de sus amigas sabía que existía, acompañando a un ser que para ellas era sólo esperanza: un hombre.

En las Casas, las muchachas que habían sido llamadas eran desnudadas y examinadas para verificar que estaban sanas y limpias. Después, esperaban. Todas juntas, sentadas de espalda a la pared en un pasillo alargado en el que la pared opuesta estaba cubierta por un gran espejo. Un espejo en el que se miraban preguntándose si estaban preparadas, si ese día su cuerpo era tierra fértil para la siembra. Se veían nerviosas, algunas más, otras menos. Las que llevaban la marca roja, mucho.

Las novatas, aquellas que visitaban las Casas por primera vez, lucían una marca roja sobre el pecho. Las doctoras habían comprobado sus vaginas para verificar que aquellos vientres nunca habían sido arados, y marcado una rápida V con sangre sobre el pecho izquierdo.

El origen de la sangre usada para la marca era una leyenda en sí mismo. Algunas decían que era sangre de sacrificio: de paloma, rememorando un mito del Antiguo Mundo; o de oveja joven que nunca había sido esquilada. Otras, que era sangre de mujer: una muestra de la sangre de su madre desconocida, conservada durante años hasta el momento de aquella primera oportunidad; o sangre reciente, de los últimos partos, para atraer sobre la muchacha la fuerza de la Nueva Vida. En cualquier caso, los pechos sobre los que se dibujaban aquellas marcas subían y bajaban con más nerviosismo que el resto, y las muchachas rara vez podían apartar la mirada del trazo rojizo reflejado en el espejo, temerosas de que se desdibujase, de que se emborronase, aunque la doctora que la había marcado tampoco hubiese puesto demasiado cuidado en la caligrafía.

Al otro lado del espejo, Sofía contemplaba a las muchachas inquietas con una pizca de envidia; los hombres, en cambio, paseaban ante la superficie transparente, examinando la mercancía expuesta con mirada valorativa. Algunos estaban solos. Otros, asistidos por mujeres sutiles y silenciosas que, pegados a ellos, miraban, señalaban detalles y susurraban apreciaciones a los oídos de sus dueños.

— ¿Te gusta alguna? —preguntó su hombre.

Sofía paseó la mirada por las mujeres del otro lado. Había buen género aquel día, sin duda. Como cualquiera. La Naturaleza en el Nuevo Mundo jugaba con cartas marcadas. Una morena de piel tostada que ya entraba en la madurez, de caderas poderosas y tranquilas; no era su primera inseminación, ni la segunda. Una rubia con unos preciosos ojos verdes en los que apenas se reparaba porque sus pezones eran aún más espectaculares. Otra morena, de pelo largo y azabache y piel pálida que se tensaba en unas ubres generosas incluso para el Nuevo Mundo; era aún más veterana que la primera y tampoco era su primer rodeo, pero parecía nerviosa: puede que fuera el último. Después venían tres muchachas, jóvenes y tiernas, con pechos temblorosos que lucían la marca roja; las corderitas lechales eran criaturas gregarias. La segunda captó su atención. El pelo rojizo le caía en bucles suaves sobre los hombros, confundiéndose con la marca del pecho. El rostro era dulce, inocente, con una lengua tierna que salía cada poco para humedecer los labios jugosos y unos ojos grandes y curiosos que, pese a lo nerviosos, se alzaban más que los de sus compañeras, escudriñando el espejo, el pasillo y al resto de las mujeres. Le costaba estarse quieta en su asiento sobre unas nalgas elásticas y bien formadas que Sofía conocía muy bien.

—Dulce Lo… —susurró. ¿Cuándo había crecido tanto?

Su hombre siguió su mirada. Repasó la tableta de datos que llevaba en la mano. 

—Lola… Mmm… bastante joven. Recién graduada. ¿Es de las tuyas?

Sofía asintió.

— ¡Bien! Aún no he agotado mi último cupo de vírgenes. La probaremos.

— ¿Qué? —preguntó Sofía, volviéndose a mirarlo sorprendida mientras él seleccionaba la entrada de la pequeña en el dispositivo.

—Salgamos, pequeña. Tomaremos algo mientras nos la preparan.

 

 

DESVIRGANDO (1ª PARTE)

 

Sofía había oído hablar de aquellas salas. Historias fantasiosas cuando era alumna del Templo. Ya adulta, relatos más veraces narrados por las amigas que ya habían vivido la experiencia.

Las fantasías hablaban de salas hechas de luz de estrella donde flores frescas flotaban en el aire impregnándolo todo con el aroma del jazmín recién abierto. Salas de luz donde, en la pared frente a la puerta, esperaba a las niñas un agujero de oscuridad, un agujero que no era un simple círculo, un mero boquete en la pared, sino que de ella sobresalía, rodeándolo y protegiéndolo, una protuberancia carnosa que se abría y cerraba como los labios de una vagina: las historias infantiles afirmaban que era la entrada al útero de la diosa de la fertilidad, y que las muchachas debían introducir su propia entrada en ella para compartir el don de la vida.

Sus amigas ya adultas hablaban de salas blancas y limpias donde enfermeras de batas blancas y limpias las ayudaban a tumbarse sobre camillas lo bastante pequeñas para que sus piernas quedaran al aire. Les ponían, eso es cierto, flores frescas al lado de sus cabezas, a modo de almohada, para ayudarlas a relajarse. El agujero existía, sí. Rodeado —tapado, más bien— por una membrana gruesa y elástica con una abertura en el centro. Sus amigas habían pasado los pies, las piernas, las nalgas y el vientre por la oquedad, que después se había apretado bajo sus axilas, sellando la estancia. Las enfermeras explicaban que era para mantener la estancia contigua libre de contaminación. Alguna de sus amigas incluso se había atrevido a atisbar la oscuridad a través de los breves huecos y la escasa luz que se filtraba mientras introducía las piernas en ella. Y sólo había visto otra sala, no muy distinta de aquella en la que se encontraba. Como una imagen reflejada en un espejo de obsidiana.

Sofía había crecido con aquellas historias, deseando estar algún día en una de aquellas salas de luz. Pero ahora estaba al otro lado, en esa parte de la ciudad de las mujeres que casi ninguna sabía que existía, en ese más allá por el que los hombres se paseaban entre ellas. Ese espacio que siempre habían estado allí, más allá del espejo.

La dulce Lo ya estaba preparada cuando entraron, por supuesto. Los brazos, los hombros, la cabecita pelirroja al otro lado de la pared. De esta surgían los pechos juveniles, el vientre tembloroso, las piernas en alto, bien abiertas y afianzadas con correas en los tobillos. En la pared sobre su cuerpo, una pantalla mostraba el rostro asustado. 

—Prepárala —le ordenó él, y ella se arrodilló entre las piernas de la muchacha y empezó a lamer. Su lengua dio una húmeda y profunda pasada saboreando los recovecos de la joven, que temblaron ante la caricia de sus papilas gustativas. Era un sabor más untoso, más consistente, pero en el fondo el mismo que Sofía recordaba.

Su hombre se desnudó y se acercó a ellas. Acercó la verga a sus labios y Sofía lo acogió, ese sabor aún más conocido mezclándose con el de la dulce Lo en su lengua mientras la virilidad se endurecía deslizándose sobre ella. Él se dejaba hacer y amasaba los pechos de la muchacha, dibujaba el contorno de sus pezones, acariciaba con mano experta la entrada que iba a abrir, con el pulgar recorriendo con tranquilidad la brecha, internándose en ella, chapoteando en su humedad. Los ojos de Sofía se deslizaban con disimulo hacia la pantalla, al rostro de la muchacha en el que se dibujaban gemidos, sollozos y una respiración entrecortada que resonaba en las cuatro esquinas de la estancia amplificada por altavoces.

Pronto el ariete estuvo listo. Firme, duro, chorreante de saliva, sustituyó al dedo sobre la entrada de la muchacha, internándose apenas entre los pliegues, separando la carne tibia lo justo para afianzarse mientras él buscaba la postura, el ángulo adecuado para penetrar lo más hondo posible en aquel cuerpo tierno y cálido.

No hubo más esperas, ni palabras, ni ceremonias. Él empujó, y durante un instante la estaca pareció vacilar, encontrar resistencia. Pero enseguida se internó en la carne de la muchacha y un grito procedente de todas partes resonó en la habitación.

Una gota de sangre resbaló hacia el suelo.

Él salió.

Y volvió a entrar.

 

 

LA DECISION DE SOFIA

 

La pequeña Lo se había comportado bien. Valiente. Aguantó las internadas intentando no gritar demasiado. Cuando las enfermeras sacaron su cuerpecito tembloroso de la pared, mantuvo las piernas en alto por sí misma para evitar que se derramara la semilla que habían depositado dentro de ella. Sofía esperaba que tuviera suerte.

Las enfermeras acariciaron su pelo y masajearon su cuerpo para relajarla, pero Lo apenas les hizo caso. No pudo evitar un último vistazo furtivo hacia la membrana que ya casi se había cerrado del todo, con esa curiosidad que tantos azotes le habían valido en el pasado impulsando a sus ojos a escudriñar, a entrever los secretos del proceso que introducía en sus cuerpos la tan preciada semilla. Pero la entrada se había reducido a una pequeña rendija y seguía menguando, y los ojos de la muchacha, abrumados por la luz de la otra sala, no podían atravesar la fresca penumbra del otro lado.

En el otro lado, su hombre mordisqueaba una fruta. Siempre había bandejas de comida en aquellas salas, pues desvirgar muchachas jóvenes y nerviosas era un trabajo agotador. Había que reponer fuerzas. 

Sofía también comía, lamía más bien, limpiando la verga de su hombre de la mezcla roja y blanca que la cubría. A lo largo de la jornada también lamió a otros hombres en otras salas, preparándolos para penetrar a otras muchachas que iban a ser inseminadas, pero el de Lo fue el único estreno en el que ayudó ese día.

Empezaba a anochecer cuando volvió a la montaña agarrada a la espalda de su hombre. Al salir al otro lado, a ese mundo que se extendía más allá del valle habitado por las mujeres, una calesa les esperaba para llevarlos. Él la invitó a subir y se sentó a su lado, pero no salieron. Se limitaron a esperar, mientras las luces de la Ciudad de los hombres empezaban a encenderse ante ellos. La hembra de tiro permanecía quieta, firme sobre la poderosa grupa, con las amplias anteojeras cubriendo los ojos para que no se distrajera del camino y el bocado bien fijado sobre la lengua. Sofía leyó el 231868 sobre el nacimiento de las nalgas: una mujer capturada en el valle, destinada al trabajo. La mayoría de mujeres de la Ciudad, reproductoras o de placer, sirven de vez en cuando como hembras de tiro, llevando a los ciudadanos; una actividad saludable que ayuda a tornear los muslos, las nalgas y el carácter. Pero este servicio parcial no es suficiente, pues aparte de personas también hay mercancías que transportar, y además de las elegantes calesas de paseo también hay carros menos sofisticados, veloces para los hombres que tienen prisa o robustos para las cargas pesadas. Y entre las mujeres destinadas a mano de obra, son especialmente apreciadas aquellas que trabajan como hembras de tiro a tiempo completo.

Su hombre la miró, sonriendo, y ofreció a Sofía las riendas y el látigo largo con el que azuzaban a la caballería.

— ¿A dónde vamos? —preguntó ella.

Él se reclinó sobre el asiento.

—No lo sé —suspiró—. Ha sido un día largo, pero siempre queda trabajo, ¿verdad?

>> Tenía pensado aplicar el hierro a un par de mujeres, pero me parece que, a estas horas, sólo tendré tiempo para una. Hay una joven a la que quizá le ha llegado el momento de marcar como reproductora… Pero también está esta yegua. Me estaba planteando destinarla al placer. Tengo el sello en casa. ¿Tú qué opinas? ¿Cuál elegirías? 

¿Opinar? Nunca le había pedido su opinión. Sofía volvió a mirar a la otra mujer con renovado interés. Una yegua imponente. Los muslos poderosos estaban en tensión, dispuestos a salir a la menor caricia del látigo. Las bridas se tensaban sobre los generosos pechos desnudos y los envolvían intentando, sin conseguirlo del todo, contener su bamboleo a pleno galope. Recorrió la piel sudorosa. Empezó a reconocer los lunares, los hoyuelos de los glúteos, ahora más firmes, recortándose sobre las caderas, la curvatura de la pantorrilla. Un cuerpo más maduro, tan firme como si estuviera tallado en mármol, pero un cuerpo que conocía. La capucha que solían llevar las hembras de tiro no le permitió apreciar el color del pelo, aunque las yeguas solían estar rapadas. Pero reconocía esa nuca: la había mordisqueado, la había acariciado con la nariz tras muchas noches de pasión.

Su voz surgió en un susurro:

—¿Lorna?

Él envolvió con su mano la de Sofía, aquella con la que aún sostenía el látigo. Con suavidad. Sin empujarla.

—Elige…

Y ella descargó el látigo sobre la espalda de su amiga, de su amante. La yegua arrancó con un gruñido, y empezó a ganar brío con un nuevo azote en las nalgas. Esa noche, una muchacha podría abandonar un destino terrible como bestia de carga, u otra abrirse al suyo, abrazando la esperanza de crear vida. Sofía temía decidir, pero volvió a soltar el látigo sobre las nalgas sudorosas. Fuese cual fuese el destino, que llegara rápido.

Se acercaban al cruce. A la izquierda, la Ciudad, el hogar, a compartir con su amiga una vida entregada a dar placer. A la derecha, el corazón de la montaña, a la grieta, abierta por los eones en la piedra viva, que llevaba a la Cueva del Sacrificio.

Sofía tiró de las riendas. A la derecha. La yegua se resistía, pero ella siguió tirando y descargando el látigo hasta que giró. Y siguió arreándola, en una carrera veloz hacia su destino.

 

 

DESVIRGANDO (2ª PARTE)

 

La Sofía que abandonó la Cueva era distinta. Parte de su mente y su carne quedaron en el interior. Una parte nueva de su carne y su mente salieron con ella. Exhausta, dolorida, ni siquiera reparó en la yegua que seguía esperando mientras su hombre la volvía a colocar sobre la calesa y tomaba las riendas para llevarla a casa. No sentía nada más allá de las huellas que él había dejado en cuerpo.

Cuando había entrado en la Cueva, sin embargo, sus sentidos excitados la conectaban al mundo, al aire fresco y la penumbra, al baile incierto de unas pocas llamas dibujando pinceladas naranja sobre las paredes, al murmullo del agua goteando y el aroma de las bandejas de fruta ofrecidas sobre el altar.

El suelo era de roca pura. Roca fría. Rugosa. Arrodillada sobre él, Sofía chupaba. Chupaba con las mismas ansias con hace ya tanto tiempo, tras subir las escaleras, la primera vez que conoció un hombre, la primera vez que lo acogió dentro de ella, entre sus labios, con el mismo apetito que llenó su garganta de saliva caliente e hizo bailar su lengua ante la esperanza de sentir crecer la masculinidad en su boca. Chupaba mientras él le acariciaba el pelo y la miraba desde arriba. Y él veía en los ojos ansiosos de Sofía la comprensión, la aceptación, la docilidad: la mirada sincera de una hembra domada, de una perrita dócil, de una yegua que no se encabrita, de una vaca lechera.

Cuando estuvo listo, la subió sobre la losa del altar, donde tantas niñas se han convertido en mujeres. Un altar enrojecido por la sangre, pero no manchado por la muerte. La Flor del Sacrificio, lo llamaban sus hermanas: al norte, el frío cristalino, dispuesto para disipar las dudas de las que se venían abajo; al sur, la senda de barro, orientada hacia la estrecha entrada de la gruta; al oeste, la fragancia del atardecer, una almohada de jazmín, que se abre al ocaso y libera su aroma para envolver a la joven que se entrega por primera vez; y al este, la sangre del alba, marcando el comienzo de un nuevo día. Sofía ya estuvo a cuatro patas, de sur a norte. Ahora completaba la cruz. Ahora él la colocaba boca arriba, con su cabeza descansando sobre la almohada de flores.

Sus piernas se abrieron por instinto al sentir la losa bajo la espalda. Y mientras se abría, las costuras, el hilo encerado que sellaba su coño desde hace tanto, se notaban más apretadas de lo que nunca las había sentido.

Una nueva frialdad la invadió. Un cuchillo tallado en piedra, que ya era antiguo antes del Antiguo Mundo. Su filo colándose en su interior, entre los pliegues de su raja, apretando contra las lazadas del hilo hasta cortarlas, una a una, escalón a escalón, hasta acariciar con la punta su clítoris tembloroso antes de abandonarla.

Abierta como estaba, Sofía volvió a abrirse. Esta vez, por completo. Libres de ataduras, los pétalos de su flor se separaron con pereza, dejando entrever la entrada principal a su cuerpo, el brillante camino a su interior, que ya se humedecía a la espera del macho.

Él la montó, cayendo sobre ella, cubriéndola. Sin esperas ni rituales, afianzó su dureza en la entrada y avanzó sin detenerse hasta el interior, allanando el camino a su paso. La barrera se rompió ante su empuje y Sofía gritó y se estremeció y se aferró al cuerpo de su hombre, rodeándolo con sus brazos y con sus muslos. Se acopló a él, yendo y viniendo, deslizándose sobre la losa que habían pulido tantas muchachas antes que ella, y tantas después, y la sangre fluyó de su interior y goteó sobre el altar, ofrecida a un dios que aceptaba con agrado su sacrificio. 

 

 

MADRE

 

Había gritado, claro. Todas lo hacen.

Cuando su hombre se descargó en su interior y se levantó, ella permaneció inmóvil. Mantuvo las piernas en alto, cerrándolas poco a poco, pero siempre arriba, como si temiera que al relajarse derramara la preciosa carga que habían depositado entre ellas.

Siguió así mientras él paseaba por la Cueva picoteando de entre las cestas de fruta colocadas junto al altar, pues desvirgar muchachas jóvenes y nerviosas era un trabajo agotador. Y había que reponer fuerzas. La noche aún no había terminado.

Cogió una fresa, y la llevó a los labios de Sofía. Ella la mordisqueo con bocados pequeños, abriendo apenas los labios, con temor a moverse más de la cuenta. Y cuando se hubo acabado la fruta, él la sustituyó por su verga y entró en la boca de Sofía, que se contorsionaba intentando mantener la posición mientras lo acogía boca arriba con su dulce cabecita atrapada entre el empuje del macho y la piedra.

Un esfuerzo triste, inútil, pues incluso entonces ella aún no había asimilado del todo que hasta sus más profundos anhelos estaban supeditados a la voluntad de los hombres. Debió entender, en cuanto él se apoyó sobre sus labios, que su deber aún no había terminado.

Su hombre lo dejó claro poco después: cuando estuvo listo, abandonó la dulzura de su boca, la volteó y la giró sobre el altar, como ya había estado hacía tanto, y Sofía volvió a ver su rostro reflejado sobre el cuenco de agua helada. Sólo entonces reparó en el brasero, en el hierro que se calentaba sobre las ascuas. Había estado ahí desde el principio, una luz brillante en la penumbra de la Cueva en la que no había reparado cuando entró flotando en los brazos de su hombre. Pero ahora no podía apartar los ojos de su fulgor, y el calor que despedía la hacía tiritar de frío.

Cuando él invadió su retaguardia, Sofía empezó a temblar ante lo inevitable.

Cuando sintió el aire caliente bailando sobre su espalda, sus dedos se crisparon sobre el altar, como hacía antes, aquellas primeras veces, cuando se aferraba con fuerza a las sábanas porque aún no estaba acostumbrada a recibirle. Pero aquello no eran sábanas. Sólo encontró la piedra.

Gritó, claro. Todas lo hacen.

Y volvió a quedar inmóvil, sobre el altar, con el olor de la semilla escurriéndose de sus orificios abiertos, el de la piedra, el de la sangre y el de la carne quemada, como incienso. Inmóvil y en silencio, respirando con tranquilidad, sollozando y aceptando su papel de reproductora en el eterno ciclo de la vida.

Pero esto es una historia, y eso ocurrió hace tiempo.

Ahora, apenas un instante después, una sencilla línea que puedo convertir en meses o años, 211969 vuelve a gritar, sigue gritando, preñada y recibiendo por el culo, por esa notable retaguardia sin la que nunca habría ascendido hasta donde está, y sin la que no estaría a punto de parir mientras la ensarto.

Me recuesto sobre ella, mi pecho contra su espalda, su espalda estrecha y cimbreante que se arquea afianzando mi dureza en su interior en cuanto mis dientes mordisquean su cuello. Sofía gime, solloza. Protesta cuando mis manos apresan sus pechos hinchados y sensibles. Pero pese a la protesta, se arquea aún más para exponerlos, para llenar mis zarpas con su orgullo. Siento la humedad fluyendo de ellos, manando entre mis dedos. Ese doble flujo lácteo chorrea entre mis manos mientras otro empieza a derramarse de su coño abierto. Ha roto aguas. Esta historia, que la ha traído hasta este momento, está a punto de terminar.

Pero antes debo hacerlo yo. Sofía lo sabe: la hemos educado bien. Grita, protesta, pero no se mueve y aguanta las embestidas que se funden con las contracciones de su coño en espasmos que hacen vibrar su pequeño cuerpo y me dan placer. Mis manos abandonan sus ubres, suben por sus costados y descienden por su espalda, mojándola con su propia leche, acariciando las marcas que se apilan sobre el nacimiento de las nalgas, con el hueco ya reservado para el caso de parir un varón. Me afianzo en sus caderas ensanchadas y empiezo a darle con fuerza, dentro y fuera, dentro y fuera, con su anito abierto tragando carne masculina mientras sus gritos se funden entre el dolor de las arremetidas y el parto y mi propio jadeo exultante cuando por fin me derramo en sus entrañas uniendo los espasmos de mi placer a los suyos.

La descorcho. Me gusta recrearme en su interior unos minutos, en la calidez de la gruta recién humedecida, pero el parto está a punto y no quiero pringarme demasiado. Mi semilla rebosa su ano abierto y se mezcla con los flujos de su coño. Hubo una época en la que la muchacha aprovechaba cada gota, en la que ese desperdicio seminal le era impensable. Pero esa época pasó.

Me despido con un azote cariñoso en sus nalgas temblorosas y salgo de la sala de partos, permitiendo que las mujeres entren para ayudarla. 211969 sigue de rodillas, arqueando la espalda: una forma natural de parir; además, existe la creencia, extendida entre las mujeres, de que esa postura favorece alumbrar un varón.

Le deseo suerte y me marcho a preparar el sello para el caso de que así sea mientras, a mi espalda, continúa el ciclo de la vida.

 

FIN