sábado, 8 de agosto de 2015

Esposas Perfectas S.L. (II) - Aprendiendo el arte de la doma

De culo. Así empezaba el día. De culo. Al final de la jornada iba a tener serios problemas para poder sentarse, pero al menos eso lo tenía claro desde el principio: el modo en que acababa su labor de enseñanza había sido una constante en su vida los últimos cuarenta años. Tan fiable como el mecanismo de un Rolex. Pero con lo que no contaba era con empezar con tantos tropiezos.

    Sonya era la mejor montura de la comunidad. La mayoría de los socios compartían esa opinión y sus esposas, por supuesto, opinaban lo mismo. La noruega era una yegua excelente, una hembra alta, guapa y bien formada, adecuadamente neumática, que desfilaba por la vida con el paso insinuante de una gata en celo. Ninguna modelo, ninguna de esas criaturas esqueléticas y poco femeninas, se le podía comparar en elegancia.

    Sin embargo, en aquel momento, esa elegancia que había sido su compañera permanente parecía haberse tomado vacaciones. El altísimo tacón de aguja de sus Manolo Blahnik -regalo de Dimitri por su aniversario- había vuelto a clavarse, otra vez, en la hierba húmeda por la llovizna nocturna. En medio del pequeño bosquecillo de la urbanización, la primera dama, rodillas juntas, pies separados, inclinada hacia adelante, con los brazos agitándose en el aire y el culo en pompa, intentaba mantener el equilibrio. La elegancia tendría que esperar. Lo principal era no besar el húmedo suelo: podría estropearle el maquillaje.

    Había salido de casa temprano, con el atuendo adecuado para su misión. Pasó un buen rato ante el espejo retocando una vestimenta impecablemente atractiva. Color negro, por supuesto, porque Dimitri no le había levantado el luto por el esposo de Lisbeth. Pero no importaba: el negro le sentaba bien, era elegante. Eligió una minifalda ceñida, sólo un poco por debajo del medio muslo; adecuada para lucir sus larguísimas piernas sin ser demasiado evidente. La blusa era de tela fina, sin mangas. Estuvo un buen rato ante el espejo calculando la cantidad adecuada de escote: un botón suelto aquí, la tela sujeta con el cinturón para que quede tirante, muestra generosa de carne de primera y listo; un profundo surco para que la mirada masculina practique barranquismo. Por último, los zapatos. Una buena ocasión para lucir sus Manolo’s.

    En la tranquilidad de su casa, en el espejo del tocador, su imagen reflejada la había mirado satisfecha. Ahora, en medio del bosque, maldecía entre dientes mientras desclavaba por enésima vez sus tacones del suelo. El considerable volumen de sus pechos, la ausencia de sujetador y andar dando tumbos habían desecho su estupendamente ajustado escote. La brisa fresca de la mañana suiza se le metía por la blusa abierta erizándole la piel tersa de las tetas, aunque en compensación le ponía duros los pezones.

    Y así, con las tetas dando tumbos y los pezones arañándole la blusa, llegó ante su pequeñín.

    El avellano se erguía majestuoso en el pequeño claro junto a sus compañeros, una variada colección árboles extranjeros en medio de un bosque de robles suizo. Los había plantado ella misma, junto con las otras cuatro esposas más veteranas de la Sociedad, cuando todas ellas eran unas jovencitas recién llegadas a su nueva vida. La idea, como no, había sido de su esposo. Dimitri estudió las culturas de todo el mundo e hizo importar para la naciente comunidad las variantes más adecuadas de las plantas tradicionalmente empleadas en la disciplina doméstica. Ahora, cualquier socio tenía a mano desde la flexible vara de abedul hasta el temible bambú chino. Todo natural y casero.

    Sonya tenía un cariño especial al gran avellano. Era el primer árbol que plantó y, con diferencia, el que más había visitado. Casi cuatro décadas después, aquel esqueje era un robusto coloso. La mano experta de la noruega recorría con la yema de los dedos las ramas buscando una del grosor adecuado. Una tarea difícil en la que era mejor pasarse que quedar corta. Lo sabía por experiencia: elegir una demasiado fina solía implicar que, después de usarla, su esposo volviese al claro para seleccionar otra él mismo y repetir el castigo.

    Encontró lo que buscaba cerca de la base del ramal principal. La forma era perfecta, larga y arrogantemente recta. Quizá algo más gruesa de lo que tenía en mente, pero la niña traviesa que aún llevaba dentro la cortó con una sonrisa en los labios. La corteza roja y brillante indicaba una rama joven, flexible, relativamente soportable mientras mantuviese su frescura. Y ella sólo tendría que soportarla una vez. Para cuando estuviera seca y rígida serían las nalgas de otra las que recibieran sus caricias.
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Para Lisa aquella húmeda mañana primaveral era la primera mañana del resto de su vida.

    Su nuevo dueño, el doctor Sebastian Sanz, estaba sentado en su nuevo comedor apurando los últimos sorbos humeantes del primer café de la mañana. Sobre la mesa se encontraban los restos de un típico desayuno polaco preparado por su nueva ayudante. Bajo la mesa, su nueva ayudante usaba su talento y sus labios, afanándose en obtener el primer alimento del día.

    Lisa engullía la gruesa carne endurecida con una seguridad renovada. Era como una virgen con experiencia, mezcla de miedo a lo desconocido y práctica. Acababa de pasar la primera noche con su macho y él estaba satisfecho; su instinto femenino se lo decía. Desde que perdió a su esposo había vivido al borde del precipicio. El futuro, su futuro en la Sociedad, no estaba claro. El marido de Sonya había gozado de su cuerpo y le había mantenido el trasero caliente de manera regular, tal como recomendaban las normas. Pero Lisa sabía que esa situación era temporal.

    Ahora todo parecía volver a la normalidad. Arrodillada bajo la mesa, con el pene de otro hombre genial alojado en su garganta, volvía a tener su lugar en el mundo.

    ¿Qué le gustaba? ¿Sería cariñoso? ¿Severo? ¿La mantendría en casa o la dejaría salir sola? La noche anterior, mientras las fuertes manos masculinas le agarraban los tobillos y separaban sus piernas, había obtenido algunas respuestas. Era más informal que Hermann, más moderno; podía llamarlo Sebastian o Seb, y doctor únicamente cuando estuviera ejerciendo. Había disfrutado de ella de un modo más bien tradicional, pero no estaba segura de si lo era por gusto o porque no había probado nuevas experiencias.

    Mientras mamaba la verga, los recuerdos del día anterior venían a ella como en una nube. Estaba allí mismo, de pie, en medio del gran salón que olía a nuevo, con el doctor Sanz, Sebastian, mirándola desde una cómoda butaca.

    -Desnúdate.

    Lo dijo con suavidad pero con firmeza, un tono que había oído en su propio esposo, y en muchos otros miembros recién llegados a la Sociedad con sus esposas recién estrenadas. Hablaban como creían que se esperaba de ellos. A fuerza de voluntad intentaban borrar las absurdas consideraciones morales en las que se habían educado. Eran corderos jugando a ser lobos. La ironía de aquellos hombres geniales era que debajo del cordero se escondía un tigre. Cuando al fin se relajaban y dejaban de aparentar su dominio era cuando en realidad empezaban a someter.

    Lisa empezó a desnudarse lentamente. No bailaba: ni se lo había ordenado ni había música. Al fin y al cabo, aquello era una inspección y no un striptease; su hombre quería valorar la mercancía: tendría suerte si no le separaba los labios para comprobar la calidad de sus dientes.

    Empezó a quitarse la falda empujando hacia abajo con las manos. Superada la amplia zona de las caderas la tela cayó por su propio peso arremolinándose alrededor de sus tobillos. Las braguitas negras de encaje parecían minúsculas tapadas por la blusa suelta y escondida entre los muslos apretados. La propia blusa cedió botón a botón, liberando en primer lugar la visión de su pubis ante los ojos de su nuevo amo.

    Para Lisa no era ningún secreto que sus tetas estaban lejos de ser espectaculares, y su cara no era especialmente morbosa. Tanto por delante como por detrás, su mejor carne se concentraba entre la cintura y rodillas: culo firme y bien formado, buenos muslos y apetecible coño rosado coronado por un monte de Venus pulcro y liso. Cuando la blusa abandonó sus hombros dejando al descubierto el sujetador, la mirada del médico seguía clavada entre sus piernas, intentando distinguir los jugosos labios rosados entre el encaje negro de la lencería.

    Lisa tanteaba el cierre del sujetador cuando la voz firme del hombre le ordenó detenerse. El médico abrió los brazos e indicó que se acercara. Las manos masculinas se posaron sobre las caderas de Lisa sujetándola antes de empezar a acariciarla, arriba y abajo, recorriendo con suavidad las marcadas curvas simétricas que llevaban placenteramente desde su cintura a sus muslos. Las grandes manos se detenían en el talle, con los pulgares sobre su ombligo y el resto de dedos perdidos en la espalda de Lisa, y descendían despacio, recreándose, hasta detenerse en la parte más ancha de su cuerpo. Subía de nuevo a la cintura y volvía a bajar, mirando con ojo clínico, queriendo medir las proporciones de su nueva hembra. El médico asentía satisfecho.

    Cuando acabó de medirla, su nuevo dueño agarró la tela de sus braguitas y tiró con fuerza. El encaje se rasgó y la dejó al descubierto, calentando con el roce de su huida la parte más íntima de su cuerpo. Las manos del médico se aferraron con firmeza a la parte más carnosa de sus glúteos desnudos y marcados por la correa. Los hábiles dedos se clavaban sin misericordia en la carne firme de su retaguardia empujándola hacia adelante. Mientras ella intentaba mantener el equilibrio sobre sus zapatos de tacón, él  aplicaba la cara contra su pubis e inspiraba la fragancia de su hembra. Lisa se mantenía de pie, firme, mirando hacia abajo, donde su nuevo dueño, con la nariz entre los muslos femeninos, comprobaba la calidad de su aroma íntimo mientras las manos se divertían amasando el elástico trasero, abriendo y cerrando la profunda brecha entre sus glúteos con los dedos clavados marcando en rojo las mejores piezas de carne de su anatomía.

    Satisfecho con la inspección olfativa, su hombre la volteó hasta dejarla de espaldas. Por fin, pensó Lisa, podría mostrarle su mejor arma: incluso enrojecido por el castigo reciente, su culo era un monumento a la hembra. La mano del médico agarró su nalga desde abajo, empujando hacia arriba, midiendo su peso, su densidad. La apretó como un comprador aprieta una almohada mullida antes de decidir si comprarla, como un chofer victoriano haría sonar una bocina de principios de siglo. Después, dejó caer la masa de carne, observando la elasticidad con la que volvía a su posición original.

    Los dedos masculinos separaron sus glúteos. Lisa sintió una yema solitaria recorriendo la carne expuesta, bajando tranquilamente desde su cintura. Se detuvo sobre su apretada puerta trasera, trazando lentos círculos rodeando la entrada. El dedo se apoyó sobre los bordes arrugados de la gruta y apretó con ligereza, comprobando la resistencia que ofrecían, antes de seguir su camino descendente hacia la entrada principal.

    El dedo experto del ginecólogo se introdujo en su vagina con decisión profesional, palpando la humedad de la entrada, retando a una demostración de fuerza a sus bien entrenadas paredes. La recorrió por dentro minuciosamente mientras Lisa sentía como acariciaba, como apretaba, como arañaba y como forzaba su zona íntima. Aguantó la intrusión sin rechistar, mientras un escalofrío recorría su espalda.

    El dedo intruso abandonó su interior para reunirse con sus cuatro hermanos, y todos juntos se cerraron sobre sus labios, apretando y estirando, mientras la mano libre se posaba sobre la parte baja de su espalda, incitándola a inclinarse. Lisa echó el cuerpo hacia adelante, con las manos sobre las rodillas y la espalda recta, exponiendo su trasero en todo su esplendor. Entonces sintió la boca de su dueño besando los labios que su mano acababa de maltratar, y la lengua perdiéndose en el interior recién explorado. No pudo evitar volverse y mirar a su hombre mientras sentía la lengua recorrer su carne rosada recogiendo su jugo de hembra. El médico salió de ella dejando un vacío en su interior, mientras se relamía mirándola a los ojos con una sonrisa.

    -Sabrosa. Muy sabrosa.


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Sabrosa. Así la había encontrado su nuevo hombre. Sabrosa.

    Arrodillada bajo la mesa, con la polla de Sebastian como desayuno, esta palabra le martilleaba la mente. Era una de las pocas que su dueño le había dirigido desde que el esposo de Sonya la dejara de rodillas sobre su tumbona con el culo recién marcado. Volvería a oírla esa primera noche, de pie junto a la mesa del comedor, desnuda salvo por el delantal de cocina, mientras el hombre al que servía terminaba una cena de alta cocina francesa. Desde la inspección, él había ordenado que permaneciera desnuda, aunque le había permitido el delantal para cocinar, que la ocultaba de frente pero dejaba al descubierto su fenomenal parte trasera. Ella había elegido la cena.

    Permaneció junto a la mesa, con el aire fresco de la noche suiza acariciándole las nalgas desnudas, mientras el hombre del que dependía su futuro degustaba un jugoso solomillo. Era buena cocinera: su madre le había enseñado algunos platos polacos siendo niña; cuando fue adquirida por la Sociedad su educación culinaria fue notablemente ampliada. Mientras esperaba el veredicto lucía un leve gesto de seguridad, pero sus manos ociosas retorcían el delantal y él había sonreído al fijarse.

    Después de acabar el último bocado su dueño había alargado la mano hasta agarrarle con fuerza un glúteo en el que aún se notaban las marcas de la correa.

    -Sabrosa. Una comida excelente. Carne de calidad bien macerada.

    La mandó a la cama, a esperarle. Tumbada desnuda sobre sabanas de algodón aguardó quieta en la oscuridad. Se tumbó boca abajo, para recibirle con su mejor cara. El tiempo pasaba despacio y ella seguía allí, con la cara ladeada sobre la almohada y el frescor de la noche colándose con descaro entre sus piernas abiertas. Los minutos se convertían en horas mientras ella permanecía quieta. Él había ordenado que le esperase en la cama, y no iba a desobedecerle la primera noche. El recuerdo de los correazos de la tarde era demasiado reciente como para planteárselo siquiera.

    Había perdido la noción del tiempo cuando sintió las manos aferrando sus tobillos y separándole las piernas descaradamente. Los dedos hábiles del médico exploraron su vulva y la encontraron húmeda y fresca. Sintió el peso del macho en su espalda mientras este se dejaba caer sobre ella ensartándola. Su coño, adiestrado durante años por su difunto esposo, entró en funcionamiento de forma automática en cuanto notó que una verga se introducía por él. Las paredes de la gruta, tonificadas por el ejercicio constante, se aferraban con fuerza al miembro de su dueño. Sebastian disfrutaba de la habilidad de su hembra mientras entraba y salía en un largo recorrido. Sin prisa, sin suavidad, salía hasta dejar únicamente la cabeza dentro y de inmediato volvía a cargar con fuerza, hasta el fondo, mientras su pelvis rebotaba contra el firme trasero de su ayudante, que aguantaba las acometidas entre jadeos ahogados por la almohada.

    Cuando sintió acercarse el final la desclavó. Su hombre era grande y fuerte, y aun joven; ella, pequeña y delgada, era un juguete en sus manos. La volteó con facilidad, prácticamente levantándola en el aire y dejándola caer de nuevo sobre el mullido colchón, con los ojos claros abiertos y sorprendidos ante el cambio de perspectiva. El hombre agarró de nuevo sus tobillos y la forzó a abrirse con brusquedad, separando sus piernas hasta dejar la entrada completamente expuesta. La penetró hasta el fondo, clavando su verga con brusquedad mientras la miraba fijamente a los ojos. La boca entreabierta de Lisa dejó escapar un jadeo ahogado mientras sentía la simiente de su macho inundando sus entrañas.

    -Oh, doctor.

    Con la respiración entrecortada le miraba buscando su aprobación; mientras, el médico seguía bombeándola, a un ritmo más pausado, apurando los restos de su dureza.

    -Puedes llamarme Sebastian.

    Y lo había hecho. Vaya si lo había hecho. Había gritado el nombre de su nuevo amo entre jadeos animales mientras el miembro grueso y largo entraba y salía de su coño apretado cincelando la forma de su nueva vaina. Lo había gritado a cuatro patas, mientras él agarraba su melena con una mano y la incitaba a cabalgar más rápido azotando sus nalgas con la otra. Lo había gritado cuando la hizo ponerse encima, mientras las manos grandes y fuertes sobaban -o intentaban sobar- sus pequeñas tetas. Su difunto marido nunca la puso arriba: su mentalidad anticuada no pensaba que tal postura fuese correcta. Esa perspectiva era nueva para ella y su falta de experiencia la hacía sentirse abrumada, con demasiado aire alrededor, sin el peso y la carne de un hombre que guiara sus movimientos.

    La última vez que gritó su nombre esa primera noche se encontraba abierta de piernas con su macho encima, ensartándola mientras descargaba sobre ella todo su peso: una posición más familiar, en la que se sentía segura. Lo gritó bajito, apenas un susurro al oído de su hombre. El médico había llenado su interior por cuarta vez aquella noche y ahora permanecía inmóvil, con la respiración pausada, mientras la estaca que la ensartaba iba perdiendo dureza.

    Ya no habría más gritos, no más gemidos, al menos aquella noche. Con su macho encima de ella, sin poder moverlo y sin querer despertarlo, se dispuso a pasar como mejor pudiera la primera noche del resto de su vida.


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Eso había sido anoche. Ahora, un Sebastian Sanz con las fuerzas recuperadas le ofrecía un desayuno de huevos con leche y carne en barra que ella devoraba con un ansia mayor de lo habitual.

    Tenía hambre. Mucha hambre. Llevaba sin comer prácticamente un día entero. Los nervios, la incertidumbre sobre su futuro, su nuevo hombre, le habían cerrado el estómago. Ahora, succionando una verga bajo la mesa, volvía a tener su lugar en el mundo y volvía a tener hambre. Sebastian lo notaba. Su miembro capoteaba en un abundante mar de saliva, entrando y saliendo con facilidad de una boca deseosa de tragar. La mujer se lo introducía entero, sin necesidad de forzarla. Se lo clavaba en la garganta hasta que su barbilla le hacía cosquillas en las pelotas, apretaba los labios sobre la base de su tronco y retrocedía lentamente, succionando, siempre succionando. Cuando llegaba al glande la saliva le desbordaba por la comisura de los labios mojando el suelo y el vestido. Entonces volvía otra vez a introducírsela en la garganta y repetía.

    El timbre sonó cuando Lisa estaba a punto de obtener su ración de leche. Siguió succionando sin inmutarse y sólo interrumpió –frustrada- su tarea, cuando su hombre la mando a abrir la puerta.

    Su intuición femenina le avisaba de que la visita no iba a ser de su agrado y sus sospechas se confirmaron cuando vio quién aguardaba al otro lado de la entrada abierta. Sonya, la primera dama -o la gran zorra, como la llamaban algunas de las esposas menos jóvenes-, estaba plantada allí, con su odiosa sonrisa en los labios y sus odiosas y enormes tetas a punto de reventarle una blusa demasiado abierta. Las manos de la noruega estaban cruzadas sobre sus nalgas, haciendo que sus hombros se echaran hacia atrás y poniendo aún más en evidencia sus ubres. Sostenía algo en esas manos ocultas a la vista de Lisa, un objeto largo y rojizo que sus anchas caderas no podían ocultar. Era un dejavú, una escena que Lisa ya había vivido cuando era poco más que una niña. Entonces, una Sonya más joven había visitado a Hermann en su nueva casa y, poco después de que la primera dama se hubiese ido, la pequeña Lisa había recibido por primera vez el beso de fuego de la vara. La diferencia, una diferencia enorme, era que en esta ocasión la gran zorra había buscado una mucho más gruesa.

    -Hola, Sonya -dijo Lisa, el tono jovial, la sonrisa amplia, los ojos de hielo-. Me alegra verte.

    La veterana hembra tardó un momento en contestar, mirando con descaro las manchas de saliva húmedas en la blusa de Lisa.

    -Buenos días, cielo. ¿Interrumpo tu desayuno?

    Sin esperar invitación Sonya se acercó a su vecina e inclinándose sobre ella la besó en la boca. Le agarró una nalga con fuerza mientras su lengua experimentada forzaba a los labios obedientes de Lisa a abrirse. Las lenguas forcejearon en el interior de la boca empapada de Lisa mientras la veterana imponía su dominio y la más joven y pequeña acababa cediendo y dejándose llevar por una situación a la que no podía oponerse.

    Al fin y al cabo, era este un tipo de contacto habitual en la comunidad. Los miembros masculinos permitía, fomentaban y en ocasiones exigían un alto grado de intimidad entre sus esposas. En general se consideraba que una mujer debía conocer su propio cuerpo y el de otras mujeres para saber complacer a un hombre. Había algunas a las que esta costumbre les gustaba, y buscaban el contacto. Otras lo toleraban o lo practicaban un poco para no hacerse las estrechas. Las que se negaban, las estrechas, lo eran durante poco tiempo: se volvían más abiertas rápidamente, después de algunas semanas sin poder sentarse.

    Acercándose a los cuerpos entrelazados de las dos mujeres, Sebastian contemplaba con agrado como su pequeña ayudante era devorada por aquella imponente hembra.

    -Hola, Sonya. Hoy estás estupenda.

    Sonya abandonó la cálida boca de Lisa en cuanto oyó la voz masculina. Se separó de su presa con los labios aun entreabiertos y largos hilillos de saliva uniendo sus lenguas como puentes de cristal. Pasándose el dorso de la mano por los labios limpió los restos de su incursión antes de dirigir su andar felino hacia el hombre y plantarle un ligero beso en los labios.

    -Gracias, querido, tú también. ¿Has pasado buena noche?

    -No puedo quejarme -respondió Sebastian mientras dirigía una sonrisa a su ayudante-. ¿Qué te trae por aquí?

    Sonya levantó la vara ante la vista del médico, la mano derecha agarrándola firmemente mientras la izquierda se deslizaba con suavidad acariciando la fina y dura corteza rojiza.

    -Veras... mi esposo pensó que podrías necesitar algunos consejos, digamos, prácticos. Al fin y al cabo las mujeres no somos fáciles de entender y los comienzos, bueno -la noruega volvió su cara sonriente hacia Lisa-, siempre son duros.


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Desde que el ser humano tiene memoria los hombres vienen deseando que las mujeres lleguen al mundo acompañadas de un manual de instrucciones. En su pequeño mundo perfecto de la Sociedad, Dimitri había decidido satisfacer ese viejo anhelo. Incluso se había atrevido a mejorarlo, a hacerlo interactivo. Un manual que en la comunidad conocían como Sonya. El propio genio ruso lo había escrito con mano firme y enérgica y durante décadas lo había ofrecido con generosidad a todos sus nuevos hermanos.

    Era una ayuda bien recibida y en general necesaria. El siempre susceptible ego masculino se mostraba más abierto a la entrega de una hembra nórdica imponente y experimentada que a los consejos bienintencionados de un viejo gigantón de la ribera del Volga.

    Cuando llegaban, los nuevos socios traían consigo la inútil carga de la política, la moral y la religión que hubiese sabido imponerse en sus lugares de origen. Una moralidad arbitraria coartaba sus deseos y sus instintos y les impedía usar a sus hembras para satisfacerse totalmente. El absurdo concepto de la caballerosidad instalado en sus mentes desde niños les obstaculizaba a la hora de mantener a sus esposas debidamente disciplinadas. Al principio, no llegaban a entender en toda su plenitud el concepto de poseer a una mujer; no entendían que su esposa era suya para moldearla a su antojo.

    Ahí era donde entraba Sonya. Sonya les soltaba la mano; Sonya les enseñaba todo lo que se podía hacer con el cuerpo de una hembra; Sonya usaba y abusaba de sus nuevas esposas delante de ellos descubriéndoles los secretos de sus orificios; Sonya les enseñaba que las mujeres no son frágiles figuras de porcelana que se rompen al primer golpe, que son fuertes y pueden aguantar mucho, y mucho más cuando se las acostumbra.

    Sonya llevaba cuarenta años pidiéndoles a sus nuevos vecinos que la azotaran más fuerte. Hombres que nunca antes habían disciplinado a una mujer se encontraban con el trasero lleno y duro de la noruega expuesto desnudo para ellos, y casi siempre se mostraban demasiado suaves. Al menos al principio. El instinto dominador emergía rápido en aquellos hombres geniales que, ideológicamente, estaban ya de por sí en contra de las restricciones impuestas por las sociedades moralistas de las que venía. Al final de la sesión la vara volaba ya con libertad. Desde ese momento y en el futuro, la severidad de los correctivos recibidos por las jóvenes esposas vendría determinada por el más simple y sabio de los instintos masculinos: la mano pide. Al fin y al cabo, como decía Dimitri, si un hombre se pregunta si ha castigado lo suficiente a su mujer es que no lo ha hecho. La disciplina, mejor que sobre.

    Una vez cumplido su papel como piedra de toque, Sonya dejaba a sus nuevas vecinas en manos de un hombre liberado, que sabría tenerlas en su sitio, mientras ella volvía con su esposo, con su trasero marcado como aviso de recibo indicando que había cumplido bien su misión. Hacía tiempo que había aprendido por las malas que si la firma de su vecino era demasiado difusa, el propio Dimitri se encargaba de remarcar las líneas antes de mandarla repetir la visita a casa del nuevo socio.

    En eso estaba Sonya, cuando un relámpago de fuego cruzó sus nalgas y su mente mientras sus dedos se aferraban a la madera del escritorio en un esfuerzo de puro orgullo por no gritar. Su querido avellano, tan pequeño y quebradizo cuando lo plantó, se había convertido con el tiempo en un árbol fuerte. La maldita vara escocía como un hierro candente sobre la piel tersa de sus nalgas. Su altísimo cuerpo estaba inclinado sobre el escritorio de roble que olía a barniz nuevo, con la falda recogida y las bragas por los tobillos. Su robusta grupa de yegua nórdica se ofrecía como diana a un doctor Sanz que no había necesitado indicación alguna para aumentar el rigor de los azotes. Sonya había conocido algunos pocos hombres así, como Sebastian o como su esposo: machos de mano firme que no necesitaban que les recordasen que lo eran. En ellos, la caballerosidad y la moralidad era una imposición consciente, de la que se libraban con gusto en cuanto dejaba de serles necesaria.

    La actitud de Sebastian la había engañado al principio. El médico había escuchado con atención académica la parte teórica, en la que Sonya describía los distintos tipos de golpes y el efecto que producían sobre las diferentes regiones del trasero femenino: la diferencia entre castigar una nalga o cruzar las dos a la vez; los efectos sobre la zona cercana a la espalda, la carnosa zona central o el delicado pliegue que une glúteos y muslos; las ventajas e inconvenientes de castigar los propios muslos y los distintos efectos cuando se usa la punta de la vara o la zona más gruesa.

    Sebastian parecía dócil y atento, como un erudito al que se le muestran nuevos conocimientos sobre el tema en el que es experto. Pero la mansedad del muchacho acabó cuando acabó la teoría. Con la vara en la mano y un blanco de jugosa carne como objetivo el médico se mostró como un tirador experto empleándose a fondo desde el principio. El primer azote cruzó el centro de ambas nalgas clavándose en la sólida carne noruega mientras un destello blanco de dolor cruzaba su espalda y la hacía entender que no sería necesario animarlo y que Dimitri iba a quedar más que satisfecho con la firma de su joven camarada.

    Lento y metódico, fue ensayando uno a uno todos los golpes de los que ella había hablado. Cuando ya había recorrido ambas nalgas de arriba a abajo la noruega hizo ademán de levantarse mientras se volvía hacia su vecino intentando recuperar la sonrisa.

    -Un excelente trabajo, querido. Seguro que sabrás mantener un hogar disciplinado. Tiene una mano muy fir...

    No llegó a completar la frase. Sebastian le apoyó una mano sobre la espalda y empujándola hacia abajo volvió a tumbarla sobre la madera del escritorio.

    -Si no te importa, Sonya, seguiremos un poco más. Me gustaría comprobar el efecto que tiene repetir sobre cada zona.

    Y así había seguido el castigo, con el médico descargando con energía la vara sobre sus nalgas expuestas mientras ella intentaba mantener la posición a fuerza de costumbre. A cada azote su trasero palpitante la hacía lamentar un poco más el no haberse arriesgado con una vara algo más liviana. Sus ojos se volvían más brillantes por momentos mientras apretaba los labios y tensaba la mandíbula en un esfuerzo por no dejar escapar los gritos que tenía agarrotados en la garganta.

    Había decidido no darle la satisfacción de oírla quejarse. Estuvo tentada de hacerlo, de dar rienda suelta a los alaridos e incluso exagerarlos. Intuía la presencia de Lisbeth aguardando en el salón, tan pequeña y delgada, tan seria y formal, esperando de pie sobre sus tacones de aguja con la vista clavada en la puerta cerrada del despacho. Tras su cara seria la putita estaría escuchando cada sonido, y a Sonya no le importaría acompañar la sinfonía de la vara con algún que otro aullido de dolor. Así la polaquita tendría más en que pensar. Después de todo, la pequeña ya había pasado por todo esto y sabía que la segunda parte de la exposición de Sonya la tendría como protagonista principal.

    Pero Sonya prefirió su orgullo a la satisfacción de asustar un poco más a esa triste y plana criatura, así que aguantó. Aguantó con la fuerza dada por cuarenta años de experiencia mientras la vara fresca y flexible daba besos de fuego a unas nalgas acostumbradas a recibirlos.


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Los silbidos habían parado. Incluso amortiguados por la puerta cerrada, el sonido de la madera cortando el aire y marcando la carne eran inconfundibles para Lisa. Su difunto esposo era un auténtico melómano que opinaba que el trasero femenino era el mejor instrumento de percusión. Durante veinticinco años le había puesto el culo en forma con melodías diarias, aunque por suerte para Lisa, Hermann era partidario de tocar a mano. Pese a todo, la vara y el látigo no le eran desconocidos, como a ninguna de las mujeres de la Sociedad.

    Sebastian era más joven que Hermann, más alto, más robusto. Además, la gran zorra no se había cortado a la hora de elegir la vara. El sonido que llegaba desde el otro lado de la puerta era terrible. Al final, poco antes de que los silbidos enmudecieran, incluso había llegado a escuchar un par de gritos ahogados de la noruega, lo que, conociéndola, no hacía más que aumentar sus preocupaciones.

    La puerta se abrió lentamente mientras una Sonya con los ojos demasiados brillantes emergía intentando esbozar una sonrisa. Su paso era menos seguro que de costumbre mientras se recolocaba la falda deslizándola sobre los muslos con cuidado. Detrás salió Sebastian, observado con ojo clínico la vara mientras pasaba los dedos sobre su corteza comprobando el calor recién adquirido.

    -Bueno, cielo -dijo Sonya-. Lamento haberte hecho esperar, pero tranquila: ya estamos contigo. Sabes cómo va esto, ¿verdad?

    Lisa lo sabía, y empezó a desabrocharse la blusa mientras su nuevo dueño y la gran zorra se plantaban delante contemplándola. Siguiendo instintivamente su adiestramiento hecho los hombros hacia atrás y dejó los brazos lánguidos mientras la blusa desabrochada caía al suelo con suavidad junto a sus talones. La noruega la miraba divertida y seguía haciendo comentarios a su hombre.

    -Verás, querido, esta pequeña dama no hará un striptease si no se lo ordenas, pero se espera de ella que se desnude con elegancia. Si alguna vez no lo hace no dudes en corregirla.

    Lisa le lanzó una mirada de odio mientras dejaba caer el sujetador.

    -Una pena. De cintura para arriba no hay nada aprovechable. De haber tenido hijos los pobres habrían pasado mucha hambre.

    Lo dijo con una pequeña carcajada, con el tono del sarcasmo oportuno y cursi de una dama de la alta sociedad inglesa. Después clavó sus ojos claros en Lisa e inspiró con profundidad. Un gesto informal, una pausa incitándola a seguir desnudándose, que casualmente hizo que las grandes ubres de la noruega se alzaran en su máximo esplendor.

    Lisa se dio la vuelta mientras se desabrochaba la falda. Ella también sabía jugar a ese juego. La falda cayó enredada alrededor de sus tobillos mientras sus dedos se metían bajo el elástico de las bragas y ella se inclinaba haciéndolas descender lentamente por sus muslos.

    Sebastian asistía divertido a la pelea de gatas y se dispuso a echar más leña al fuego.

    -Debes admitir que su culo es perfecto.

    -Sí, bueno -concedió Sonya- quizás un poco delgaducho.

    -Se buena. Es magnífico.

    -Me alegro de que te guste, querido. Dentro de poco lo conocerás mucho mejor.

    Lisa volvió a alzarse despacio, la espalda arqueada, las nalgas hacia afuera, las manos acariciando la piel de los muslos es su camino ascendente. Se giraba hacia sus espectadores al tiempo que se iba alzando, con una mirada de agradecimiento hacia su hombre por el cumplido y un desafío en sus ojos claros que clavó en la zorra tetona.

    -Bueno, cielo, túmbate sobre la mesa. Ya sabes lo que tienes que hacer.

    Se sentó en el borde de la enorme mesa del comedor y se echó hacia atrás. Levantó las rodillas y las separó dejando accesible su vulva mientras su culo quedaba suspendido en el aire dispuesto al sobeteo áspero de las manos de la zorra. Sentía el frescor de la madera pegándose a su espalda menuda y el olor de las tostadas frías y los restos del café del desayuno interrumpido que no hacía tanto estaba disfrutando su hombre.

    Sonya le separó las nalgas. Sintió la lengua grande y húmeda de la noruega recorriendo la carne expuesta entre sus glúteos en una larga lamida perruna desde el inicio de la espalda hasta justo antes de llegar al coño. La piel quedó húmeda y brillante allí por donde había pasado la lengua experta. Empezó entonces un vaivén con la punta de la lengua, arriba y abajo en movimientos cortos, centrándose en la estrecha zona que separaba sus dos orificios de entrada.

    Lisa intentaba mostrarse impasible mientras la lengua de Sonya, como una punta de lanza, intentaba horadar su estrecha abertura trasera. La resistencia fue pronto vencida por las caricias persistentes de las papilas masajeando los pliegues que custodiaban la entrada. La zorra se internó, sin ser invitada, en su estrecho reducto saboreándola, llevando con ella su humedad y calor.

    Las uñas clavadas en la carne de Lisa liberaron su presa y sus nalgas, llenas y duras, volvieron elásticamente a su posición aprisionando entre ellas la cara de Sonya. El rostro sonriente de la noruega desaparecía de la vista enterrado entre la carne de su vecina, con la lengua juguetona bailando en su culo y su nariz de aristócrata incrustada en el olor meloso del coño mojado. Las manos pellizcaban dolorosamente el clítoris de Lisa mientras, al mismo tiempo, hacían aumentar su humedad.

    -Hoy sabes especialmente bien, cielo.

    Lo dijo sonriendo, cruzando la mirada con Lisa entre sus piernas abiertas. Era una sonrisa de triunfo, de superioridad al haber logrado que su rival se mojara. La nariz de la noruega estaba brillante y en el labio superior se habían acumulado grandes gotas de néctar. Se lo limpió relamiéndose con un gesto sensual antes de volverse hacia Sebastian.

    -Tu hembra tiene buen sabor.

    Los dedos del médico se internaron como ganchos en el coño de Lisa y los recorrieron empapándose con sus fluidos. El hombre los pasó junto a la nariz oliéndolos antes de paladearlos como un experto sumilliere. Asentía mientras removía en el interior de su boca el sabor de su nueva hembra.

    -Completamente de acuerdo. Una buena cosecha.

    -Degustar un coño no es algo que suela hacerse por aquí con demasiada frecuencia -dijo Sonya-. Al menos los hombres. De hecho, algunos piensan que no es adecuado. Pero debes exigir a tus mujeres que estén siempre limpias y apetecibles. Si la penetras y no está limpia, o si la pruebas y sabe mal, corrígela. Es lo que se espera de los socios.

    -Así que si te probara, ¿tú también estarías deliciosa?

    Sonya se acercó a Sebastian hasta que quedaron cara a cara. Con los tacones era incluso más alta que él.  La noruega desabrochó otro botón de su blusa dejando aún más al descubierto el profundo canal entre sus grandes ubres. Echó mano a la cremallera del pantalón del hombre y la abrió mientras se arrodillaba.

    -Estoy segura de que acabarás probándome si quieres, querido. Pero ahora es necesario que sea mi boca la que trabaje. ¿Me das permiso?

    -Adelante.

    La mano de la mujer se internó en los pantalones forcejeando con el elástico de los Calvin Klein hasta que el grueso aparato del médico salió a la luz. Aun no estaba duro, pero el manoseo de Sonya, y ver a su ayudante desnuda, chorreante y abierta de piernas le habían permitido conservar un tamaño nada despreciable. Sonya alzó el miembro con la palma de la mano, sopesándolo.

    -Lisbeth, cielo, eres una mujer afortunada. Es casi tan larga como la de tu marido, y mucho más gruesa.

    Se lo introdujo en la boca. La amplia cavidad lo acogió sin dificultad mientras Sebastian veía su verga desaparecer entre esos labios carnosos. Sonya estampó la cara en la entrepierna masculina mientras en el interior de la boca la lengua juguetona correteaba a lo largo del tronco y su badajo hacía sonar la campanilla. Se retiró despacio, succionando como una aspiradora industrial. Cuando sólo la punta permanecía atrapada entre sus labios, se dedicó a lamerla como un helado antes de volver a estampar con violencia la cara contra el vientre del hombre.

    Minutos después una Sonya complacida contemplaba en primer plano su obra. El pene de Sebastian, grande y duro como nunca, se alzaba lustroso de saliva ante ella.

    -Ya estás listo para el siguiente capítulo del manual querido.


###


Lisa se mordía los labios intentando no gritar mientras el grueso pene de Sebastian se introducía centímetro a centímetro en su trasero. Ya la avergonzaban bastante las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas como para encima quejarse. Debería estar acostumbrada. La propia Sonya acababa de explicárselo a Sebastian: todas las mujeres de la Sociedad recibían por el culo. Todas. Algunas con frecuencia, otras de modo más ocasional, según el gusto de sus hombres. Incluso los socios a los que no les gustaba esta práctica ofrecían sus esposas a sus vecinos para mantenerlas bien entrenadas. En veinticinco años la propia Lisa había sido sodomizada más veces de las que podía o quería recordar. Casi siempre por su marido, que aunque no la tenía entre sus prácticas favoritas tampoco se cortaba a la hora de homenajear su espléndido trasero.

    La primera vez había gritado y había llorado, claro. Una muchacha recién desvirgada, poco más que una niña, sintiendo como la polla de un marido que apenas conocía amenazaba con partirla en dos. Una Sonya más joven y menos engreída asistió entonces, como ahora, al suplicio de esa niña, mirando con indulgencia y cierta ternura aquellos ojos grandes y abiertos empapados en lágrimas.

    Pero aquella niña hacía tiempo que había dado paso a una mujer madura y orgullosa con un trasero bien entrenado. Ahora se avergonzaba de su debilidad, y de que la zorra estuviera allí para verla. Cierto que el pene de su nuevo hombre era más grueso que el de su marido. Sebastian poseía, además, el ímpetu y el empuje de una juventud que Hermann ya había dejado atrás cuando le conoció. Asimismo, desde que la enfermedad lo debilitó, su difunto marido había dejado de penetrarla y se contentaba con derramarse en su boca. Llevaba bastante tiempo sin recibir por el culo como Dios manda y la falta de práctica se hacía notar. Pero tendría que soportarlo: en la Sociedad, las excusas de una mujer no valían nada.
   
    La zorra no se había esforzado demasiado a la hora de lubricarla. En la propia mesa del comedor, apenas a un metro de la cabeza de Lisa, estaban las tostadas inacabadas del desayuno que no mucho tiempo antes había preparado para su hombre. La mantequilla fría y llena de migas de pan que Sonya había conseguido rascar con el cuchillo había sido untada sobre su agujero con ese mismo cuchillo y enterrada sin demasiada delicadeza y sin molestarse en extenderla. La noruega había introducido un dedo por su agujero y lo había movido con desgana mientras le explicaba a Sebastian la importancia de no ensancharla demasiado.

    -Aquí tienes un culito caliente y apretado. Dimitri suele decir que molestarse en ensanchar un camino cuyo principal atractivo es la estrechez es una pérdida de tiempo. Ábrela lo justo para meterla.

    Y propinando un azote sobre la nalga añadió:

    -Esta pequeña puede aguantarse aunque le duela un poquito.

    El poquito le abrasaba las entrañas mientras la pelvis de Sebastian rebotaba contra sus nalgas cuando su hombre la penetraba hasta el fondo. Su ano se estiraba al máximo, palpitando alrededor de la carne masculina mientras entraba y salía de su cuerpo.

    Las estocadas habían sido lentas al principio, cuando su orificio se resistía instintivamente a ser perforado. Pausada y dolorosamente su interior había ido cediendo terreno ante el avance de su macho. Las paredes de su cueva, agotadas, habían dejado tramo a tramo de resistir y habían acabado abriéndose para dejar pasar a su dueño. Sebastian entraba y salía en un vaivén largo y profundo, ensartándola completamente. La carne dura la llenaba y enseguida retrocedía, dejando en su retirada un vacío tan doloroso como la plenitud anterior. La metía hasta el fondo y la sacaba, permitiendo que la entrada hiciera ademán de cerrarse antes de volver a forzarla.

    Sebastian parecía disfrutar con este placer recién descubierto en el cuerpo femenino. Experto en el salón principal, la pequeña sala anexa le era desconocida, y parecía agradarle la visita. Incluso en medio del ardor y de las lágrimas, Lisa sabía perfectamente lo que eso significaba para su futuro.

    Sonya estaba a su lado, cotorreando. La gran zorra no paraba de hablar, preguntándole con sarcasmo si le entraba bien, indicándole a su hombre el ritmo, animándole a buscar nuevas cotas de profundidad. Lisa ya había dejado de prestar atención a su estúpido parloteo. No la oía, tan sólo veía como movía los labios a través de la humedad que empañaba sus ojos. Estaba en otro mundo, un mundo de hembra sumisa concentrada en el ardor en su recto y en no gritar, un mundo sin sonidos que latía al compás marcado por las penetraciones de su macho.

    Tardó unos instantes en darse cuenta de que el latido había parado. Sus entrañas súbitamente vacías protestaban con espasmos eléctricos ante el cambio de situación. La cabeza de Sonya estaba a su lado, ladeada sobre la mesa; la mejilla de la noruega estampada contra la madera. Sus labios naturalmente carnosos se apretaban en una línea recta y fina. Los ojos estaban cerrados con fuerza, anticipando un momento de dolor. La boca se abrió en un grito animal que trajo los sentidos de Lisa de vuelta al mundo real.

    La mano fuerte de Sebastian aferraba el cuello de la esposa de Dimitri, obligándola a permanecer inclinada. La falda levantada sin ningún cuidado y las bragas por las rodillas dejaban accesible la grupa de la mejor montura de la Sociedad, que Sebastián penetraba con rudeza mientras su mano libre azotaba las nalgas recién marcadas de Sonya.

    "Demasiado engreída", pensó Lisa, "has pretendido darle más lecciones de la cuenta a un macho que no necesita consejos".

    Lisa asistía ahora como espectadora de primerísima fila a un espectáculo del que ya no era protagonista. Veía la cara de Sonya aplastada sobre la mesa, deslizándose adelante y atrás sobre la madera pulida al ritmo que le marcaban las estocadas en retaguardia. Veía el bombeo fuerte de Sebastian ganando velocidad a medida que el ano bien entrenado de la noruega iba ensanchándose a marchas forzadas. La pelvis de su hombre martilleaba con violencia la poderosa grupa con las marcas de la vara rojas y frescas sobre la piel tersa. Las manos de Sonya se aferraban con fuerza al borde de la mesa mientras ahora era la noruega la que se esforzaba por no gritar. El cuello de la mujer estaba rígido, tenso bajo la garra de Sebastian; la boca y los ojos cerrados con fuerza, en una muestra más que evidente de la dificultad de la empresa.

    Lisa lo comprendía perfectamente. Por muy experimentada que sea una hembra, una incursión anal por sorpresa es un trago difícil. No mejora si además tiene las nalgas en carne viva y el único lubricante es la mantequilla usada proveniente de un culo ajeno. Dadas las circunstancias, la zorra estaba aguantando bastante bien.

    La cara de Sonya se iba relajando minuto a minuto, conforme su trasero se adaptaba al bombeo. Cuando volvió a abrir los ojos y su mirada se cruzó con la de Lisa la zorra sonreía. Su engreimiento le había constado que Sebastian le abriera el culo para ponerla en su sitio, pero Lisa sabía que era demasiado presuntuosa como para rendirse. Ahora, recuperado el control de su cuerpo, las paredes bien adiestradas del culo de la noruega apretaban y masajeaban la verga de Sebastina buscando su climax. Las incursiones se iban acelerando y el rostro del hombre indicaba a Lisa que su rival estaba a punto de humillarla. Los ojos claros de la pequeña buscaron la mirada de su dueño y la encontraron. Sebastian sonrió a su ayudante mientras esta separaba las piernas y se abría las nalgas con las manos.

    La polla saltó con facilidad de un agujero al otro mientras Sonya suspiraba con resignación y alivio, y Lisa dejaba escapar un gruñido al ser nuevamente empalada. Sus firmes piernas se enrollaron en torno al cuerpo de su hombre y lo atraparon contra el suyo forzándolo a clavarse hasta el fondo en ella. Lisa le miraba a los ojos mientras la semilla de su dueño empapaba su ano castigado. Él seguía sobre ella, y las piernas de ella seguían abrazándolo a él mientras la carne iba perdiendo la dureza atrapada en el interior de su culo. Al lado, una Sonya exhausta y con problemas para mantener el equilibrio intentaba entre gestos de escozor subirse las bragas y volver a acomodar la falda sobre unas nalgas doblemente castigadas.

    -Bueno, querido -dijo la noruega-, creo que ha sido suficiente aprendizaje por hoy. Mi pobre trasero no aguanta más.

    -Sí. Ha sido un día muy instructivo. Eres una gran maestra, Sonya. Felicita de mi parte a Dimitri.

    -Gracias, querido. Así lo haré.

    -En cuanto le vea se lo agradeceré yo mismo -dijo Sebastian lentamente, sonriendo-. Debería darte un premio por lo bien que enseñas y las muchas, MUCHAS, buenas indicaciones das a los hombres.

    Lisa asistía a la conversación con cara seria mientras en su interior se reía a carcajadas. La gran zorra era demasiado presuntuosa y eso a veces le jugaba malas pasadas. Se había pasado de la raya y lo sabía. Estaba ahí, de pie, con el andar seguro de sus largas piernas perdido en algún punto entre los azotes y la sodomía y la sonrisa resignada en la boca. Los ojos brillantes miraban a Sebastian como un cervatillo mira los faros del coche que se acerca. Esa imagen casi hacía a Lisa olvidarse del escozor que le provocaba el aire fresco al colarse por su ano abierto y empapado en semen. Casi.

    -En serio... No es necesario que te molestes, querido. Ha sido todo un placer.

    -Yo creo que sí es necesario -dijo Sebastian cortante-. Estoy seguro de que a tu esposo le gustará saberlo. No seas modesta. Díselo tú misma, de mi parte.

    -Claro... Como desees. En fin. Que paseís un buen día.

    Sebastian la despidió con un leve asentimiento. La mejor montura de la comunidad dudó en añadir algo más, pero al final empezó a caminar dignamente hacia la salida con el paso tambaleante de un culo recién violado, mientras una Lisa desnuda y de andares igual de dudosos la acompañaba y le abría la puerta, invitándola a salir. Mirando el exterior, Sonya sonrió y se volvió una última vez hacia el hombre de la casa.

    -Por cierto, querido. Nuestra pequeña Lisbeth está un poco desentrenada. Hace tiempo que no prueba una vara en condiciones. Quizás deberías ponerla al día.

    Y dando un beso a Lisa en los labios añadió:

    -Así podrás practicar un poco antes de que llegue tu esposa.

    La gran zorra se marchó. Lisa contemplaba su enorme trasero atravesar el jardín, bamboleándose sobre sus carísimos zapatos de tacón de aguja. El viejo Dimitri era generoso con los arreos de su yegua, más de lo que su querido Hermann había sido con la propia Lisa. Puede que su nuevo dueño fuese generoso o puede que no, pero su esposa no sería ella. Pronto esta casa tendría una nueva señora y cada hembra debería ocupar su lugar.

    Lisa cerró la puerta y se olvidó de lo que había afuera. La mujer que debía preocuparle no era ya la gran zorra y lo sabía. Mientras volvía al lado de Sebastian recogió la gruesa vara de avellano y la puso en la mano de su hombre mientras este le acariciaba la mejilla. Su rival llegaría pronto, y con ella traería una piel adolescente, un coño sellado, un culo por estrenar y un par de tetas firmes, con toda probabilidad más grandes que las suyas. Pero Lisa tenía experiencia y voluntad, y no tenía que esperar a "la otra" para empezar la competición. La lucha por ser la señora de la casa podía empezar en ese mismo instante. Al fin y al cabo, ella tenía un buen trasero y su hombre una buena vara de avellano.

    Estaban hechos para entenderse.

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