martes, 11 de agosto de 2015

Esposas Perfectas S.L. (III) - Propiedad a estrenar

El pajarillo temblaba, asustando. Los grandes ojos recorrían nerviosos el gran espejo que ocupaba por completo una de las paredes de su nueva jaula. El resto de la estancia era completamente blanco: un blanco puro, liso y brillante, desde el suelo hasta el techo. En el centro de la habitación, un camastro blanco, un simple jergón sin mantas ni almohadas, se erguía como único mobiliario. La luz difusa, de origen incierto, lo impregnaba todo, sin dar lugar a sombras inoportunas que estropeasen la evaluación de la mercancía.

    Desde el otro lado del espejo, el doctor Sebastian Sanz, ginecólogo, premio Nobel de medicina, mayor experto en la intimidad femenina, inspeccionaba su futura adquisición como quien contempla la teletienda en una pantalla gigante. En su lado, la estancia era amplía y un buen sistema de calefacción volvía agradable el frescor típico de las montañas suizas. En su lado, la habitación permanecía en una tranquila penumbra, los muebles eran de caoba y los butacones estaban forrados en piel. Al fondo, el círculo anaranjado y brillante de la punta de un Cohiba Behike bailaba al compás de las caladas de Dimitri Vodosliv. Cómodamente sentado en la oscuridad, el ruso era apenas una silueta que llenaba la estancia con un humo tan exclusivo que el común de los mortales tendría que pagar por ser fumador pasivo.

    Una mujer se encontraba entre ambos, atenta para el caso de ser requerida, callada, en posición de firmes en el centro de la estancia sin iluminar. Era alta, robusta, quizás demasiado para el gusto de Sebastian. Pero tenía un culo firme, y bajo el uniforme militar se adivinaba un pecho de tamaño generoso. El viejo daba muestras de su gusto particular incluso a la hora de elegir a sus suministradores. Los galones indicaban rango de teniente, pero Sebastian no llegaba a determinar a qué ejército pertenecía, si es que pertenecía a alguno. Quince minutos antes la mujer había entrado en la iluminada sala contigua, arrastrando consigo a la hermosa y joven criatura que ahora se miraba a si misma con ojos asustados, sobresaltándose cada vez que un murmullo amortiguado e ininteligible llegaba desde el otro lado del espejo.

    -Tengo que admitirlo, Dimitri. Me sorprende encontrar una sala de interrogatorios en el club social.

    Desde la oscuridad llegó una risa baja, apagada. Sebastian comenzaba a conocerlo lo suficiente como para saber que al ruso le encantaba despertar el asombro de sus colegas.

    -Veras, camarada, prefiero considerarlo un cine en vivo. Para las noches de estreno o para cuando deseamos ver una escena protagonizada por nuestras queridas mujercitas.

    -Buena forma de aficionarse al cine, supongo.

    -El séptimo arte, el mejor. Tengo una sala igual en mi sótano -dijo el ruso-. La usábamos al principio, cuando éramos pocos. Nuestra pequeña comunidad creció y nos planteamos una un poco más grande aquí, en el club.

    -¿Cómo se te ocurrió construir una sala de interrogatorios... perdón, de cine... en tu casa?

    -Ahh…Ya sabes: los buenos tiempos, la madre Rusia y todo eso. Un viejo amigo del Komitet era un auténtico experto. Solía decir que la clave estaba en los sentidos: iluminación, sin muebles, paredes lisas, ni sonidos, ni colores, ni olores. Nada a lo que la mente pueda agarrarse... y tiempo. Tiempo para pensar. Se miran en el espejo y se dan cuenta de lo solas que están. La mujer es un animal gregario. Déjalas consigo mismas el tiempo suficiente y acaban aceptando cualquier compañía.

    En la habitación contigua, donde el cristal se convertía en espejo, la última demostración de la teoría del ruso seguía mirando su propia imagen con ojos muy abiertos y oídos atentos a cualquier murmullo que llegara desde el otro lado. La teniente había entrado llevando a la muchacha agarrada por el brazo y la había dejado allí, sola. La chica había necesitado poco tiempo para examinar la habitación antes de volcar toda su atención en el espejo y en los sonidos tras él. Ahora, Sebastian contemplaba aquel espacio vacío, la cara asustada y esa camiseta blanca demasiado grande como única vestimenta que la muchacha estiraba intentando cubrir los muslos desnudos. Sebastian contemplaba esa imagen, y sabía que ella estaba viendo lo mismo.

    Era preciosa, desde luego; morena azabache y piel ligeramente oscura y suave. No lograba adivinar la raza; hindú, quizás, o puede que de algún país árabe. Las piernas estaban bien torneadas y la tela holgada de la camiseta se tensaba al ritmo agitado de la respiración, insinuando unas ubres simétricas, excelentemente llenas y duras.  

    Le calculó dieciocho, puede que diecisiete, aunque en aquel momento aparentaba menos. Estaba demasiado delgada y eso la hacía parecer más frágil. Tendría que ocuparse de arreglarlo: una alimentación saludable y en un mes estaría realmente apetitosa. Por otro lado, conservar unas buenas tetas en su delgadez actual indicaba una carne de excelente calidad, que aun no había revelado todo su potencial.

    -¿Qué edad tiene?

    -Según el examen médico, está a punto de cumplir dieciocho años -dijo la teniente, con el tono marcial apropiado para presentar un informe de misión a sus oficiales superiores.

    -¿Tiene nombre?

    -Se presentó al proceso de selección como Candy, con i griega. Puede ser diminutivo de Candelaria o Candida, aunque a veces las candidatas se inventan el nombre.

    -Eso no es problema -dijo Dimitri desde el fondo de la sala-. Es tuya. Elige uno que te guste y mañana mismo tendrás su nueva documentación sobre la mesa de tu despacho.

    Sebastian seguía mirando a su futura esposa, volviendo a evaluar su piel suave y ligeramente acaramelada. No era propenso a cometer errores, pero desde luego Cándida no sonaba a hindú; ni a árabe.

    -Cándida es un nombre español...

    -Antillana -aclaró la teniente-. Del Caribe venezolano. Habla español caribeño y algo de inglés. ADN europeo y criollo, y un porcentaje menor de sangre africana.

    -Un cocktail estupendo, camarada. Esa preciosa piel tostada. Y que tetas tiene la niña. El mestizaje bien hecho suele dar buenos resultados. Que te lo digan los árabes: hicieron montar a sus pequeñas yeguas del desierto con los percherones del hielo del norte y ¿qué obtuvieron? Pura-sangre. Variedad y gusto, ya se sabe.

    Caribeña y venezolana. Dos tierras mestizas con la mala costumbre de acaparar los primeros lugares en los certámenes de belleza femenina, cuna de hembras de cintura estrecha y caderas anchas pintadas en toda la gama de colores, del blanco lechoso al negro más oscuro. Además, el idioma no sería problema. Estaba satisfecho. El ejemplar seleccionado por La Sociedad era perfectamente adecuado. Los pechos eran lo mejor, por supuesto; grandes y redondeados, destacaban más de frente que de perfil y parecían aun más espléndidos en comparación con la estrechez de los hombros. La cara también era bonita: un óvalo enmarcado en bucles negrísimo, nariz refinada y ojos grandes y blancos que resaltaban sobre la piel caramelo. El camino estrecho de la cintura se ensanchaba con generosidad en las caderas y se dividía en unos muslos largos y bien torneados.

    Pronto desenvolvería su regalo y podría comprobar de primera mano si la imagen era tan satisfactoria como prometía. Sin embargo, un detalle le preocupaba. No había tenido ocasión de recrearse, pero la retaguardia de la muchacha no parecía a la altura del resto. El culo, aunque se mostraba duro y firme, era demasiado plano; y la anchura de caderas no disimulaba precisamente la carencia de carne de calidad en los cuartos traseros.

    Dimitri le sobresaltó. El viejo se había colocado a su lado frente al cristal, moviéndose en la oscuridad sin hacer ruido.

    -Sé qué estás pensando, camarada –los ojos expertos del ruso habían seguido la mirada de su vecino y ahora se posaban en la suave curva de las caderas de la muchacha-. Quizá no rellene mucho unos vaqueros, pero mejora sin ropa. Créeme. Tiene una bonita forma de corazón y los glúteos son de excelente calidad. ¿No es cierto?

    -Así es, señor -dijo la teniente-. El nivel de grasa de la zona es muy bajo y la elasticidad está un noventa por ciento por encima de la media para su edad.

    -Ya ves, camarada. Carne de primera. Además, lo bueno de las nalgas femeninas es que pueden mejorarse de manera natural. La alimentación y el entrenamiento adecuado y en poco tiempo tendrás mucho más que agarrar. Sólo tienes que ponerle el culo en forma.

    Sebastian asentía mientras su atención seguía clavada al otro lado del cristal. Eso era todo: su futura esposa tenía un pequeño defecto y él tenía los conocimientos y la voluntad para corregirlo. Una hembra potencialmente perfecta adecuada a sus gustos particulares. 

    -¿Es completamente virgen?

    -La duda ofende -respondió Dimitri, con una sonrisa.

    -El himen está intacto -aclaró la teniente-. Además, siguiendo las especificaciones, ha sido sometida al tratamiento de refuerzo.

    -¿Tratamiento de refuerzo?

    -Una gran idea de nuestro hermano Takasuke -dijo Dimitri-. La Sociedad invirtió en ella y ahora da un buen beneficio, especialmente en los países árabes. Es básicamente un compuesto líquido que nutre y refuerza la membrana del himen para asegurar que sólo se rompa cuando tiene que romperse. Te pasaré los detalles técnicos. Seguro que te interesan.

    -Suena prometedor pero, ¿y el resto de orificios?

    -Teniente...

    -Afirma no haber mantenido relaciones sexuales por vía oral o anal. Nuestro detector indica que dice la verdad. El examen anal indica que no ha sufrido desgarros ni introducciones forzadas. La hipnosis no ha revelado ningún tipo de recuerdo reprimido de carácter sexual. Es todo lo virgen que puede comprobarse desde un punto de vista físico o psicológico.

    -Todo lo virgen que puede comprobarse... Bien... Y ese detector, ¿indicó si había mentido en algo?

    -Si, señor. Todas lo hacen. Por vergüenza, o para parecer más mayores, más desinhibidas, más experimentadas. Dicen lo que creen que se espera de ellas. En este caso, la candidata dijo tener veintiún años; afirmó conocer el significado de varias técnicas sexuales que en realidad ignora; también afirmó no haberse masturbado nunca, no haber estado nunca enamorada y estar completamente segura de querer superar el proceso de selección. Todo ello fue considerado falso.

    No necesitaba preguntarlo para saber que también era sana y fértil: estaba seguro de que La Sociedad se había ocupado de ello. Los estándares de calidad exigidos a las hembras que entraban a formar parte de la pequeña comunidad eran excepcionalmente altos. Eran las cuestiones subjetivas las que se discutían, aquellas que dependían del gusto particular de cada socio. En su caso, todo lo que había visto y oído le agradaba. Y lo que no le agradaba tenía fácil arreglo. La chica era preciosa, inexperta y virgen. Aunque no era un requisito necesario, el idioma común era un añadido agradable que facilitaría su educación, y un poco de inglés la ayudaría a integrarse. A la hora de tomar su decisión, Sebastian Sanz no tuvo dudas.

    -Me la quedo.

    -Excelente elección, señor. Estoy segura de que le resultará una adquisición totalmente satisfactoria.

    -Yo también. Sí, yo también lo estoy.

    La luz anaranjada del habano iluminaba la sonrisa del gigante ruso mientras la zarpa del oso hacía tambalear la robusta espalda de Sebastian con una palmada amistosa.

    -Buena elección, camarada. Buena elección. Teniente, puede retirarse. Espéreme en mi despacho para cerrar lo últimos flecos.

    La mujer se cuadró chocando los talones de sus zapatos de aguja antes de abandonar la estancia en penumbra. Dimitri la veía marcharse con los ojos clavados en la silueta del rotundo trasero, mientras la atención de Sebastian seguía centrada en el hermoso pajarillo que temblaba asustado al otro lado del espejo. La mente siempre despierta del médico analizaba las múltiples posibilidades, buscando la mejor manera de convertir aquel joven diamante en bruto en una joya tallada a su gusto.

    -Ah, las mujeres, camarada -la atención del ruso había vuelto a su joven vecino en cuanto las sólidas nalgas militares abandonaron la habitación-, las mujeres. El motor de la vida de todo hombre que se precie. Ya tienes una sólo para ti. ¿Qué? ¿Vas a probarla ahora?

    -¿Aquí?

    -Puedes llevártela a casa, claro. O al bosque, si prefieres un ambiente más natural. Pero déjame decirte algo: la habitación blanca es especialmente adecuada para convertir a una niña en mujer. Yo me voy ahora a mi despacho y la tendrás toda para ti. Además, si quieres un recuerdo, junto al cuadro de luces están los controles del sistema de grabación oculto. Múltiples ángulos y sonido envolvente. Calidad blue-ray, por supuesto.

    -Por supuesto.

    -¿Me aceptas un par de consejos, muchacho?

    -Como no.

    -El primero es que nunca olvides que ella ha elegido. Puede que ahora esté asustada y nerviosa. Llorará y gritará cuando la montes. Da igual. Ella ha decidido libremente estar aquí, entregarse a ti si la aceptas; sin conocerte, sin haberte visto ni oído tu voz. El porqué no debe importarte. Lo ha hecho y ha renunciado a la posibilidad de decir que no. Ahora es tuya para hacer con ella lo que quieras. No lo olvides.

    El viejo se apartó de su lado y comenzó a caminar hacia la puerta. El asunto quedaba en manos de su joven amigo y a él le espera en su despacho una hembra de anatomía generosa excelentemente disciplinada. La voz de Sebastian le interrumpió cuando estaba a punto de cruzar la salida.

    -¿Y el segundo consejo?

    -¿El segundo? Ah, sí... Viólala.


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Como de costumbre, Dimitri evaluaba la situación. Con los codos apoyados sobre la mesa de caoba y los dedos unidos bajo el mentón, el ingeniero ruso recordaba a un viejo profesor de matemáticas absorto en el apasionante enigma de un problema trigonométrico. La mente ordenada del ingeniero analizaba variables y calculaba porcentajes al tiempo que escuchaba las cifras que la teniente, de pie delante de él, le iba facilitando.

    -Esta vez han pasado el segundo corte veintitrés. Veinticuatro, contado a la futura señora Sanz.

    -¿Edades?

    -Una de catorce, dos de quince, cinco de dieciséis, diez de diecisiete, tres de dieciocho, una de diecinueve y una de veintiuno.

    -¿En qué estado se encuentran?

    -Cinco han mantenido contactos orales y tres anales. Dos requirieron de reconstrucción quirúrgica del himen.

    Dimitri calculaba. Era una simple cuestión de movimiento de activos. Algunos negocios de La Sociedad se movían en un mercado de lujo y exclusividad en el que la demanda siempre superaba a la oferta. Tenía poco producto que ofrecer y era importante seleccionar a los clientes correctos para mantener la imagen de marca.

    -Manda esas dos a los japoneses. La de catorce, resérvala para el príncipe saudí. ¿Hay alguna hindú?

    -Dos. Una de quince, sodomizada, y una de diecisiete intacta.

    -La intacta para nuestro contacto en Paquistán. Fue una petición personal. Las tres que han recibido por detrás y la de veintiuno a nuestro centro de adiestramiento en Europa. Y dos de dieciséis, las que tengan la piel más oscura. Que entren todas en producción de inmediato. ¿Cuantas quedan de las que saben mamarla?

    -Cuatro.

    -A China. A esos comunistas de salón les gustan con experiencia. El resto distribúyelas en el África subsahariana, según lista de espera. Hay que abrir mercado.

    -Así se hará, señor.

    Dimitri estaba contento. Otro negocio satisfactorio, y ya eran más de los que podía recordar. El reciclaje era una moda reciente en los países desarrollados, pero la pequeña comunidad llevaba practicándolo mucho tiempo. El proceso de selección de la nueva esposa de Sebastian, al igual que el de todas sus predecesoras, había sido costoso. Pero tenían mecanismos para sacar provecho del material descartado y nutrir con ello las arcas de La Sociedad y sus contactos internacionales. El material de calidad se aprovechaba al máximo.

    -Buen trabajo, teniente. Hora de celebrarlo.

    Dimitri pulsó uno de los botones ocultos bajo su mesa. Una de las valiosas obras de arte que adornaban la pared se separó dejando al descubierto una botella de champagne y copas heladas. La mujer llenó dos con el espumoso líquido y rodeó la mesa mientras el anciano se bajaba sonoramente la bragueta y sacaba su gruesa y vieja verga rusa. La mujer tendió una copa a Dimitri y dio un largo trago de la otra mientras se iba arrodillando entre las piernas del anciano. Dimitri echó la cabeza hacia atrás y se relajó, dispuesto a disfrutar de un trabajo bien hecho. El grosor del ruso se perdió en el contraste de los labios cálidos y el frío néctar francés. Su verga iba endureciéndose entre las cosquillas de las burbujas y la lengua disciplinada, que se recreaba obediente en el robusto sabor del éxito.


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Un leve movimiento de mano, con la fuerza justa para resultar efectivo; la piel joven y acaramelada de una mejilla; ojos grandes que se agrandan aun más por la sorpresa; lágrimas sin llanto bañando el rostro recién castigado de una muchacha que sabe que debe obedecer, pero necesita aprender cómo hacerlo. Negarse no es una opción aceptable.

    Sebastian sentía en la palma el suave y reconfortante calor de la disciplina bien aplicada.

    -Quieta -había dicho mientras su futura esposa se cubría con la mano la mejilla dolorida; el brazo libre de la muchacha tapando su busto en un movimiento instintivo.

    La bofetada no había sido violenta: se trataba de dar un toque de atención, no de un castigo. En La Sociedad, golpear a tu esposa en la cara no está bien considerado. Hay excepciones, por supuesto. Por ejemplo, durante la felación es aceptable corregir la mala técnica con un cachete oportuno, una forma de indicar a la hembra que debe prestar más atención a su tarea. Es frecuente ver a las esposas más jóvenes con las mejillas sonrosadas durante su periodo de adiestramiento en las técnicas orales. También es aceptable un guantazo a tiempo para corregir los arrebatos puntuales de rebeldía, por lo que de nuevo son las carnes más tiernas las que acostumbraban a recibir estos correctivos instantáneos. En general, en La Sociedad, la bofetada está ligada al adiestramiento y a la disciplina preventiva, en lugar de ser un castigo habitual para faltas consumadas. Un toque de atención que llega con facilidad a la mente y saca a las muchachas de su mundo de hadas, directamente de vuelta a la realidad.

    Sebastian había entrado en la sala blanca con aire tranquilo, controlando la situación. Lo que iba a suceder quedaría grabado en video y en la mente de su esposa durante el resto de su vida y debía marcar los límites desde el principio. La muchacha se volvió como un resorte al escuchar el sonido de la puerta. Parecía poco más que una chiquilla, frágil y semidesnuda en medio de aquella habitación vacía. Los ojos estaban clavados en el suelo, sin atreverse a mirarlo. Era un animalillo asustado, una presa que esperaba a que el depredador saciara el apetito en su carne tierna. Estiraba la camiseta con las manos intentando cubrirse los muslos, pero permanecía inmóvil. No tenía a donde huir. A medida que se acercaba, los enormes pechos subían y bajaban cada vez más rápido, siguiendo el compás de la respiración agitada. Colocó una mano bajo el suave mentón y la chica alzó la mirada. Los ojos brillantes buscaron el rostro de su nuevo dueño mientras el aliento dulce y cálido de la joven envolvía el cuello de Sebastian.

    Los segundos iban pasando mientras recorría lentamente con el pulgar los labios carnosos. Los ojos del hombre se posaron en los de su esposa, valorando con agrado lo que veía.

    -Preciosa. Una criatura realmente bella.

    Un amago de sonrisa apareció en la muchacha. Ella no sabía nada de su futuro esposo. Estaba en un lugar extraño, medio desnuda ante un hombre desconocido, sin experiencia suficiente para comprender lo que iba a pasarle pero con instinto para intuirlo. Unas pocas palabras que podía reconocer, un halago dicho en su idioma, algo familia. Sebastian lo entendía. Había dudado: tomarla en silencio o hacerle ver que conocía su lengua. Y había optado por dejar las cosas claras desde el principio. Ahora ella sabría que, cuando sus lamentos fuesen ignorados, no sería porque no la comprendiese.

    La mano abandonó el rostro de la muchacha. Las yemas recorrieron el delicado cuello con dulzura antes de adentrarse en las colinas nevadas de la camiseta. La chica temblaba mientras los dedos de su futuro esposo iban descendiendo, hundiendo la tela en el profundo espacio entre sus senos. Sebastian intentó aferrar la gran ubre, pero cuando iba a cerrarse sobre su presa la muchacha retrocedió, cubriéndose con el brazo. Entonces llegó la bofetada. No hubo dudas. Fue un movimiento instintivo, mecánico, tan natural que no necesitaba pensarlo. Para ella era la primera bofetada de su nueva vida, pero no sería la última de aquella noche.

    La muchacha empezó a llorar, pero se mantuvo en silencio: sin llantos ni gimoteos, sólo lágrimas de cristal recorriendo sus mejillas. Buena señal. Volvió a acercarse a ella y la pequeña se retrajo aun más. Permanecía encogida, con la cabeza agachada y el brazo cubriendo los pechos. Empequeñecía conforme el médico se pegaba a ella. Estaba a punto de hacerse un ovillo cuando la agarró por los hombros y la hizo erguirse. La forzó de nuevo a alzar la vista. La reprimenda no había estropeado su rostro, sino todo lo contrario. Las lágrimas la volvían más bella, más vulnerable. Los labios entreabiertos por el llanto silencioso prometían un futuro lleno de placeres. Los ojos brillaban, resaltado aun más sobre la suave piel canela clara; volvían a mirarle llenos de temor y sorpresa, mientras la mano de Sebastian abandonaba el mentón y repetía su viaje descendente, apartando el brazo de la muchacha y volviendo a hundirse en el profundo camino entre sus pechos. La mano libre acariciaba el pelo de la muchacha.

    -Tranquila, pequeña. Tranquila -dijo con voz suave.

    La chica apartó la mirada, pero no retrocedió. Los dedos del médico se aferraron al contorno redondeado y apretaron. La ubre colmaba su manaza y era pesada, sólida. Notó el tacto firme, asombrosamente lleno, mientras sus dedos se hundían con dificultad en la carne de la muchacha. Continuó apretando, poco a poco, hasta que la pequeña emitió un leve quejido. Sólo entonces empezó a aflojar su presa, despacio, recreándose en la elasticidad con la que recuperaba la redondez, mientras una sonrisa satisfecha afloraba en sus labios.

    -Eso es. Buena chica.

    Ella seguía mirando la pared mientras una lágrima solitaria recorría de nuevo el surco brillante ya marcado en su mejilla. Los dedos abandonaron el pecho y siguieron descendiendo sobre la tela blanca, explorando un territorio que ahora les pertenecía. La carne era firme y se estrechaba en la cintura; casi podría abarcarla con ambas manos. Las caderas eran anchas y generosas en comparación con el talle. Los dedos llegaron hasta el dobladillo de la camiseta, se internaron bajo la tela y palparon la piel suave antes de continuar en una nueva dirección. La mano experta se dejó llevar por la calidez de la cara interna del muslo y se introdujo entre las piernas de la chica. Quería evaluar, con su agudeza profesional, la calidad de la entrada de su nueva hembra; pero la muchacha apretó por instinto cuando sintió la proximidad de su dueño.

    Sebastian actuó con rapidez. Su mano libre corrigió la conducta contra la mejilla aun intacta de la niña. El golpe retumbó en la habitación mientras ella, sorprendida y con las piernas trabadas, perdía el equilibrio cayendo de rodillas ante su dueño. Lloriqueaba mientras Sebastian la obligaba a levantarse y alzar el rostro antes de volver a abofetearla en la misma mejilla. Las lágrimas aumentaron cuando el hombre volvió a elevar la mano. La palma quedó suspendida en el aire unos instantes, amenazadora, con los ojos húmedos clavados en ella, antes de descender lentamente y volver a acariciarle el pelo. Sebastian la abrazó contra él y la besó en la frente mientras la muchacha temblaba entre sus brazos.

    -Vamos, pequeña. Deja las piernas abiertas, o habrá más escarmiento –dijo con voz suave.

    El lloriqueo se convirtió en un sollozo continuo mientras volvía a introducirse entre sus muslos y palpaban los labios jugosos. La entrada era tierna, cálida. La mano resbalaba con suavidad aunque la superficie no estaba mojada. Los dedos subieron buscando el clítoris y se encontraron el frondoso vello púbico. El médico agarró los rizos y tiró. La muchacha dio un saltito al tiempo que lanzaba un lamento agarrotado, pero se mantuvo razonablemente quieta, con las piernas entreabiertas a las caricias de su nuevo dueño.

    La mata de la chica no era demasiado extensa, pero si tupida. Nada que un poco de cera caliente entre las piernas no pudiera arreglar. La Sociedad entregaba a las nuevas esposas con su frondosidad intacta, para aquellos miembros que por gusto o cultura prefiriesen entradas lozanas y exuberantes. Sebastian era partidario de los coños lisos y limpios, sólo piel acogedora para recibirle. En cuanto volviese a casa haría que Lisa la preparase mientras él supervisaba personalmente la operación.

    El ginecólogo soltó el pelo y continuó explorando los genitales de su hembra. Se concentró en buscar el botón de la chica, pero pese a su experiencia tardó unos segundos en encontrarlo. El clítoris era pequeño, escurridizo, se escondía de sus caricias entre pliegues de carne y vello púbico. Comenzó a mover el dedo en círculos, intentando medir la sensibilidad. La muchacha contenía la respiración y cerraba los ojos bañados en lágrimas mientras su carne aprisionada por los dedos de su dueño se iba hinchando lentamente.

    Sebastian estaba satisfecho con el resultado. Incluso hinchado, el clítoris de su esposa era de los más pequeños y suaves que había palpado. Tenía cierta sensibilidad, no mucha pero la suficiente como para lubricarse de un modo adecuado. La raja, que instantes antes se encontraba suave pero seca, estaba húmeda y caliente, lo bastante para facilitarle la entrada sin llegar a incómodos encharcamientos. Se internó con facilidad entre los estrechos labios y comprobó el estado del himen.

    La muchacha se tensó al sentir el dedo de su futuro esposo entrando en ella. Con el cuerpo rígido, sin respirar siquiera, no se atrevía a moverse: el calor en su mejilla la incitaba a permanecer quieta. Los ojos muy abiertos abandonaron la pared y buscaron el rostro sonriente de su dueño. Sebastian no llegó a percibir la mirada suplicante; su atención estaba entre las piernas de la chica, en el dedo que en aquellos momentos forzaba la estrecha entrada y ponía a prueba la elasticidad del sello que revelaba que aquella era mercancía a estrenar.

    Como el muñeco de un ventrílocuo, el joven cuerpo se relajó de inmediato en cuanto la mano abandonó su interior. El dedo de Sebastian estaba húmedo de esencia femenina; deslizándolo bajo la nariz el médico inspiró profundamente, antes de mojar los labios en el jugo de su hembra.

    -No está mal, pequeña -dijo mientras repasaba con la punta de la lengua y volvía a paladear-. Suave. Quizás demasiado ácido. Le vendría bien un toque de dulzor para equilibrarlo. Nada que no se pueda conseguir con una dieta adecuada. Excelente, en cualquier caso.

    La chica sonrió levemente ante las palabras de su dueño, tal como Sebastian supo que haría. Formaba parte de la esencia femenina. Incluso en lo referido al sabor de su coño, una mujer era una mujer y un cumplido era un cumplido. Estaba asustada, pero no tanto como para no comprender que era mejor que a su futuro esposo le gustase cómo sabía.

    Era hora de desenvolver su nuevo juguete. Había palpado y catado; llegaba el momento de una exploración directa antes de probar su nueva montura. Agarrando el dobladillo de la camiseta levantó el telón dejando al descubierto la carne firme del vientre, pero la muchacha retrocedió arrancándole la tela de los dedos y cubriéndose con los brazos. Sebastian levantó la mano despacio, amenazador, dispuesto a descargar una nueva dosis de disciplina sobre su joven esposa. No fue necesario ir más allá: la chica dejó de cubrirse y volvió a acercarse dando a su hombre acceso a su anatomía.

    Con un leve gesto, Sebastian le indicó que se levantara ella misma la camiseta. Un ligero temblor recorría la carne firme mientras agarraba la tela y tiraba, dejando su cuerpo completamente expuesto a la mirada del hombre. La única prenda que protegía su desnudez acababa de abandonar su piel. Era todo lo que había vestido desde que veintiséis horas antes abandonara para siempre la ciudad que la vio nacer; todo lo que tenía caía al suelo a sus pies mientras su nuevo dueño contemplaba con satisfacción los globos gemelos de densa carne femenina que, para deleite de todos los hombres con los que se había cruzado, adornaban su cuerpo desde que era poco más que una niña. Sebastian percibió el cambio en la muchacha. Expuesta, sin ninguna barrera física que impidiera acceder a su cuerpo adolescente, parecía resignada a una suerte que ella misma había elegido pero que aún así le daba miedo. Tomó nota: la mente de su joven esposa asociaba la ropa con la seguridad, así que tendría que acostumbrarla a ir desnuda por la casa y fuera de ella, ante él y ante las visitas.

    Agarró con sendas manos los pechos expuestos que la hembra le presentaba. En esta ocasión no encontró resistencia. La muchacha aprendía rápido cuál era su lugar. Las manos de Sebastian eran grandes, pero aún así las dos pesadas ubres parecían bocados sustanciosos, más melones que peras, dos abundantes dulces capaces de saciar el hambre del más goloso de los hombres. La piel en el pecho era suave, y tensa, al tener que recubrir una carne tan generosa. Las aureolas eran grandes, difusas, apenas un poco más oscuras que el resto de la piel. Le gustaron los pezones: mientras su mano izquierda amasaba sin demasiada delicadeza el pecho que tenía aprisionado, los dedos de la derecha se entretenían acariciando un pezón corto y grueso, digno reflejo del pecho que coronaba: amplio, redondeado y voluminoso, pero sin sobresalir demasiado hacia el frente.

    Tirando de la teta aprisionada, hizo que la chica se girase. La retaguardia quedó por primera vez expuesta. La estrechez de los hombros daba a la espalda un encanto peculiar, rematado por la elegante curvatura de gata en celo que continuaba con suavidad en un trasero que, efectivamente, mejoraba desnudo. La grupa de su nueva yegua era firme; las líneas delicadas; las nalgas se separaban graciosamente conforme la mirada descendía por ellas, dejando el coño tan visible desde atrás como lo era desde delante. La forma era correcta pero, por desgracia, escaseaba en volumen; especialmente para una hembra latina. Ese trasero necesitaba mucho trabajo para estar a la altura de otras hembras de la comunidad: estaba lejos de la exuberante y dura rotundidad de las veteranas nalgas de Sonya, y más aun del terso equilibrio perfecto de forma y volumen que exhibía con orgullo Lisa. Dimitri tenía razón: no estaba mal, pero ese culo necesitaba que le dieran forma.

    Terminada la inspección, volvió a girar a su futura esposa y la obligó a mirarlo. Pegó el cuerpo joven y desnudo contra el suyo. Los duros senos se aplastaban contra él mientras agarrando la delicada cabeza besaba sin miramientos los labios jugosos de la muchacha. Irrumpió en la boca inexperta enzarzando su lengua con la de ella mientras sus manos descendían por la joven espalda y agarraban los glúteos con fuerza, separándolos. Atrapada entre sus brazos, la niña se sobresaltó un instante; se puso de puntillas y sus ojos se abrieron como platos en cuanto la pequeña sintió el dedo del médico internándose de golpe en su ano virgen. Sebastian notó como el escalofrío partía del esfínter de la chica recorriendo todo su cuerpo; notó las tetas aplastándose más contra él; notó el cuerpo juvenil que se pegaba al suyo, en un intento instintivo de huir del dedo que la profanaba. En sus labios enlazados la respiración de la muchacha se cortó un instante mientras su nuevo dueño exploraba la última entrada intacta de su anatomía.

    Permaneció rígida unos segundos, con Sebastian saboreando su boca y hurgando entre sus nalgas. De pronto, se relajó. Volvió a respirar mientras su lengua seguía obediente el compás marcado y sus pies volvían a posarse sobre el suelo haciendo que el dedo del médico se clavaba más profundamente en su interior.

    Sin soltar su presa, Sebastian la levantó en vilo y la llevó hacia el sencillo camastro que se erguía como único mobiliario. Lanzó a la chica sobre las sábanas blancas y empezó a desabrocharse con tranquilidad su camisa de Armani. Ella no perdía de vista a su hombre; mientras sus ojos se clavaban sobre el torso desnudo del médico, los muslos temblequeantes se cerraban. Sebastian se percató del movimiento y, aferrándola de los tobillos, los apartó con fuerza.

    -Piernas separadas -la voz era tranquila pero autoritaria-. Si tengo que volverlas a abrir no vas a poder sentarte en un mes.

    El sonido de una cremallera descendiendo llenó la habitación cuando el médico comenzó a quitarse los pantalones. La muchacha oiría ese sonido con frecuencia en el futuro. Ahora estaba a punto de saber lo que significaba, aunque ya empezaba a intuirlo.

    Conscientemente o de un modo involuntario, los muslos volvieron a apretarse en cuanto la gruesa verga apareció ante ella. La chica permanecía con la mirada fija en el miembro que pronto iba a hacerla sangrar mientras su hombre observaba enfadado los muslos nuevamente cerrados que bloqueaban la entrada. La mano de Sebastian volvió a descargarse con fuerza sobre la mejilla sonrosada antes de agarrar el delicado cuello y apretar. Los ojos húmedos que instantes antes contemplaban la verga que iba a rellenarla se cruzaron con la mirada enfadada de su dueño. Poco a poco, a medida que apretaba el cuello de la muchacha, los muslos virginales se iban abriendo como una flor en primavera.

    Sebastian palpó entre las piernas, comprobando la humedad, y lo que encontró no le dejó satisfecho. La chica estaba tensa, asustada; y se notaba. El coño era suave y cálido, pero aun no parecía lo suficientemente lubricado como para que él pudiera penetrarlo con comodidad. Acumulando saliva se escupió en la mano antes de llevarla junto al rostro de la joven incitándola a hacer lo mismo. La chica depositó sobre la palma de su dueño una leve gota blanquecina. Sebastian no se disgustó por la escasa de la cantidad y procedió a untar la entrada con el jugo de ambas bocas. La muchacha tardaría poco en comprender la importancia de esforzarse en su propia lubricación.

    Colocándose entre las piernas de la chica empezó a restregar la verga sobre los labios entreabiertos. Mientras se acomodaba sobre ella, la muchacha apartaba la cara mirando la vacía pared blanca de la celda en la que iba a convertirse en mujer. Sebastian dejó caer su peso sobre la carne juvenil mientras dirigía su verga entre los labios mojados.

    Las lágrimas sin llanto bañaban la mirada perdida mientras la estaca presionaba con firmeza la tersa entrada y la carne sonrosada se abría ante el empuje del hombre. Continuó entrando lentamente en su hembra hasta encontrar la resistencia que esperaba. Una leve queja salió de la boca de la muchacha cuando comenzó a poner a prueba la elasticidad del último precinto de su inocencia.

    Tumbado sobre su montura y dentro de ella, se detuvo a saborear el momento de convertir a una niña en mujer mientras su verga tensaba las estrechas paredes de la entrada y ponía a prueba el himen reforzado. La obligó a mirarle y posó sus labios en los de la muchacha. Su lengua se coló en la boca inexperta mientras cogía impulso y descargaba su peso de golpe entre las piernas de la muchacha.

    El precinto que bloqueaba su paso se rasgó en un líquido espeso mientras el miembro endurecido se adentraba en el acogedor e inexplorado interior de la mujer. La pelvis masculina se acopló entre los muslos abiertos que le aguardaban, mientras un grito desgarrado se ahogaba entre las bocas unidas y las lenguas entrelazadas.

    Mientras la muchacha intentaba recuperar el aliento, sus labios eran horadados por la carne de su dueño. El cuerpo juvenil se removía por primera vez bajo el peso del macho, buscando sin éxito escapar de la estaca que la mantenía clavada al colchón.

    Sebastian, paciente, esperó a que se calmara, deleitándose en las contracciones involuntarias con las que el coño recién estrenado masajeaba su verga. Separó su boca de la de ella mientras largos hilos de saliva iban cayendo sobre el pecho jadeante de una niña convertida en mujer que le miraba a través de la humedad de las lágrimas. Había temor en aquella mirada, dolor por la intimidad recién rasgada, pero también alivio. Alivio por la consumación de lo inevitable.

    La verga teñida de rojo abandonó lentamente su nuevo hogar hasta volver a quedarse a las puertas, rozándolas levemente. Los labios sonrosados se cerraron a su paso mientras los ojos, ya de por sí grandes, de la muchacha se abrían un poco a medida que su interior iba quedando vacío. Con la entrada súbitamente humedecida, ya sin barreras que la estorbaran, la segunda estocada entró con más facilidad, y llegó más hondo. Atrapada debajo de Sebastian, sin posibilidad de escapar, la mujer recibió toda la fuerza del envite con un quejido ronco, mientras arqueaba la espalda por el impulso, aplastando las grandes tetas contra el cuerpo de su hombre que notaba los duros pezones clavados en su piel.

    Empezó despacio. Entraba y salía en un recorrido largo, apurando cada rincón de su nueva vaina, llenándola y vaciándola completamente antes de volver a llenarla. Pronto fue ganando velocidad, con el sonido chapoteante del pistón acompasado con los leves lamentos de la muchacha que, con la mirada clavada en su hombre, intentaba amoldar su respiración al ritmo de las embestidas.

    Sin dejar de penetrarla, Sebastian se levantó del camastro alzando a pulso el cuerpo esbelto de su futura esposa, y la llevó contra la pared. La muchacha intentaba no caer, con los brazos y muslos agarrados en torno al cuerpo de su hombre mientras este  continuaba bombeándola, haciendo que su joven espalda se deslizara arriba y abajo contra el blanco muro de la celda en la que había abandonado la niñez. Sebastian la ayudaba a mantener el equilibrio: una de sus manazas agarraba con firmeza una gran ubre; la otra se perdía bajo las nalgas de la chica, con un dedo firmemente introducido en el estrecho ano para ayudarla a afianzarse.

    La muchacha había apartado la mirada en cuanto sintió el dedo. No tenía importancia. Era un acto casi involuntario; el último reducto de la vergüenza por la pérdida de una intimidad que ya no le pertenecía. La bofetada fue suave, casi una caricia, y ella volvió a centrarse en su dueño mientras Sebastian volvía a besarla, ocupando todos los orificios de su hembra al mismo tiempo.

    Con su macho saboreando la calidez de su lengua, la atención de la mujer se pierde en el otro extremo de la habitación. Allí, desde el gran espejo, un pajarillo asustado la contempla, aprisionado contra otra pared blanca por un hombre igual que el suyo. Nunca se había considerado pequeña, pero el cuerpo flexible y delgado del pajarillo queda completamente oculto por la poderosa espalda del macho que la clava a la pared por la que en aquel momento desciende con lentitud un fino hilo de sangre fresca rompiendo el blanco puro de la pintura. 

    Un fuerte azote en el trasero la devolvió a su lado del espejo. Sebastian había notado a su hembra distraída y decidió comprobar la calidad de las nalgas. La piel firme de los glúteos recibió con elasticidad el aplauso mientras la mente indisciplinada volvía a su sitio justo a tiempo, antes de que su hombre la soltara.

    Sintiendo el final cerca, Sebastian se liberó del abrazo haciendo que el cuerpo femenino se deslizara sobre el suyo hasta que la mujer acabó de rodillas a sus pies. La delicada cabeza quedó atrapada entre la pared ensangrentada y la pelvis de su hombre que, pegándose a ella, le ofrecía su masculinidad palpitante.

    -Abre la boca, pequeña -le dijo, mientras acercaba la verga tintada de rojo a los labios de la chica.

    Pero ella apartó el rostro, asqueada.

    Esta vez el correctivo no fue suave. La mano se estampó con fuerza contra la mejilla. Y luego otra vez. Y otra. Cada nuevo impacto reverberaba en la habitación vacía con más fuerza mientras la verga endurecida de Sebastian latía con pulso propio indicando un final inminente. Cuando la muchacha finalmente abrió la boca, el hombre la penetró sin contemplaciones, justo a tiempo para descargar su semilla en la garganta de la chica. Mientras los disparos blanquecinos se le enroscaban en la campanilla provocándole arcadas, la muchacha pudo saborear por primera vez la dureza de la carne masculina regada por su propia sangre, su flujo y los restos gelatinosos de su virginidad recién desgarrada. Allí, de rodillas ante su nuevo dueño, en aquella habitación blanca salpicada de rojo, Candy se acordó de su madre. Desde que tenía memoria, la vida de la mujer había sido una sucesión de hombres distintos, cada uno tan miserable o más que el anterior, y muchos repetidos. No pocas veces la niña había espiado a hurtadillas a s    u madre arrodillada ante el novio de turno. Invariablemente, los hombres se marchaban en cuanto conseguía el alivio buscado, dejando a la pobre señora con mal sabor de boca.

    Ahora, con la mezcla de fluidos inundando su paladar, Candy comprende que tiene mucho que aprender, pero al menos sólo tendrá que hacerlo con un hombre. Se obliga a sí misma a tragar. Siente como se le desliza por la garganta el cocktail pegajoso de la verga de su hombre y de su propio coño. Intenta retirarse, pero Sebastian la agarra por la nuca y ella comprende. Su lengua obediente empieza a limpiar la carne del macho que ha manchado con sus propios flujos.



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La mandíbula empieza a dolerle; la nota rígida, tensa, y la lengua, uno de sus músculos mejor entrenados, se le empieza a cansar. Lleva ya un buen rato y cada minuto se le hace más largo que el anterior. El tamaño no ayuda. Semejante calibre sería difícil de manejar incluso aunque sólo durase quince minutos. Pero encima el viejo tiene un aguante inhumano.

    -¿Más champagne, teniente?

    Era una pregunta retórica, por supuesto. El viejo ya estaba llenando la copa sin esperar respuesta y ella no podía hablar con el glande del anciano incrustado en la laringe. Además, el ofrecimiento sólo era cortés en apariencia: al ruso le gustaba sentir el cosquilleo de las burbujas de un gran reserva sobre el prepucio mientras una lengua experta le bañaba la polla en néctar francés. En cualquier caso, a ella no le venía mal: una oportunidad para aflojar las mejillas, tomar aire y humedecerse la boca antes de seguir tragando. Así que se inclinó hacia atrás un buen trecho mientras la verga iba reapareciendo poco a poco por entre sus labios hasta quedar finalmente libre, colgando larga y dura, chorreante de saliva.

    El primer sorbo lo tragó directamente, mientras su garganta irritada agradecía el calmante frescor. Tras una bocanada de aire, apuró el resto de la copa y lo mantuvo en la boca mientras se agachaba entre las piernas del viejo buscando de nuevo la cabeza de la serpiente.

    Tragaba despacio, con calma, intentando mantener el líquido en su cavidad bucal al tiempo que el grueso caño se deslizaba sobre su lengua tomando el camino acostumbrado a su garganta. Cuando estaba a punto de llegar a la campanilla, el viejo, por sorpresa, dio un golpe de cadera introduciéndose de improviso. Perdió la concentración un instante, sólo un instante, suficiente para que se le escapara una arcada y el líquido dorado se colara donde no debía. El ritmo entrenado de la respiración se descompensó y su nariz dejó escapar como un sifón buena parte de la carísima bebida, pero supo aguantar el tipo y mantener en su boca la carne de su jefe y el resto del néctar.

    Mientras intentaba que el aire volviera a sus pulmones a través de su nariz goteante y una garganta ocupada, la teniente alzó los ojos hacia el hombre entre cuyas piernas se encontraba. Recostado para ofrecerle mejor su herramienta, el ruso la miraba sonriente desde lo alto de su enorme sillón.

    -No está de todo mal, teniente. Un pequeño fallo del que ha sabido rehacerse –dijo con tono condescendiente, al tiempo que palmeaba amistosamente la cabeza de la mujer-. Pero hace unos años no la había pillado con tanta facilidad. Está perdiendo facultades, jovencita.

    No era la primera vez que el ruso la ponía a prueba, por supuesto. Y más le valdría que no fuera la última. Una mujer en su posición tenía que parecer fuerte, aunque le costase. Dejarse pillar tan fácilmente había sido poco profesional. Que un pene como el del ruso ya no le inspirase cierto temor no era bueno; es ese exceso de confianza el que lleva a los errores.

    Aun recuerda la primera vez que el ruso la había probado. Su mentora se retiraba; dejaba su puesto como agente internacional de La Sociedad para dedicarse a tareas más  acordes a su edad. Había dedicado los años anteriores a adiestrar a la, por entonces, sargento, para sustituirla. Recordaba bien la primera vez en aquel despacho de lujo. Allí, de pie en posición de firmes, estuvo aguardando mientras la atractiva cincuentona que tanto admiraba succionaba con ansia el enorme miembro del ya anciano ruso.

    Recordaba como su mentora la había invitado a arrodillarse a su lado y le había pasado el testigo. La primera vez que aquel tronco duro de carne palpitante estuvo ante su cara había sentido un temor reverencial. El gran jefe no se cortó a la hora de ponerla a prueba y, pese a su entrenamiento, las arcadas y el vómito hicieron su aparición antes de terminar el trabajo. Recordaba las lágrimas negras de rimel, el sabor de bilis y saliva goteando por la comisura de sus labios y la vergüenza mientras su mentora volvía a introducirse en la boca el miembro regurgitado para acabar el trabajo que debería haber hecho ella.

    Dimitri la había castigado por su falta de profesionalidad antes de sodomizarla por primera vez; un recuerdo doloroso, sin duda, aunque por suerte tenía experiencia previa y pudo soportarlo con relativa dignidad.

    Lo peor llegó después.

    Sonya, la esposa del jefe y su secretaria en funciones, la había invitado a salir del despacho para darle instrucciones acerca de su nuevo destino. La gruesa puerta se cerró detrás de ellas. Fue la última vez que vio a su mentora. Mientras recibía sus primeras órdenes, desde el despacho le llegó el sonido del látigo. Sonya, que había seguido la mirada preocupada de la nueva teniente, interrumpió sus explicaciones. Con la mano en jarra sobre la cadera y el aire de superioridad de una mujer alta y que se sabe atractiva, la noruega parecía encantada en poner de relieve lo evidente.

    -Parece que a mi esposo no le ha convencido tu actuación, cielo.

    -¿La castiga por mi culpa?

    -Claro... Ella te ha elegido -dijo Sonya-. Si eligió mal o ha sido demasiado blanda al adiestrarte, es su responsabilidad.

    El chasquido de cuero contra piel veterana atravesaba con facilidad la gruesa madera, pero no oía quejarse a su mentora. El látigo, en cambio, sonaba nítido, pesado, a arreo de carruaje de mango largo y hoja rugosa; una herramienta pensada para corregir bestias ya domadas que nunca deberían desobedecer. Alguno azotes se oían especialmente bien, silbidos rápidos de final abrupto que hacían estremecer el cuerpo de la joven. Sonya, en cambio, asentía levemente al compás marcado mientras una sonrisa enigmática se dejaba entrever en sus labios obedientes.

    -Parece que la vieja va a empezar su jubilación bien trabajada.

    Lo dijo en voz baja, como un pensamiento que se escapaba por la boca antes de que pudiera detenerlo. Sus ojos se apartaron un momento de la puerta para descubrir a la joven teniente mirándola.

    -¿No puedes hacer que pare?

    La noruega posó las manos con suavidad sobre la cara de la teniente y la miró fijamente a los ojos. El rostro satisfecho de la mujer era la viva imagen de la condescendencia, como una maestra de escuela rebelando una verdad obvia a una niña demasiado torpe como para aprenderla por sí misma.

    -Olvida lo que está pasando ahí dentro, cielo. Concéntrate en hacer bien tu trabajo. De lo contrario, será tanto responsabilidad tuya como de ella.

    Nunca volvería a pedir ayuda a Sonya, aunque con los años llegó a entender el porqué de su sonrisa. Una mujer sólo puede ser un cervatillo o una leona; y una leona siempre está dispuesta a despedazar a cualquier hembra rival que entre en su territorio. Dos depredadoras, con sus garras siempre afiladas, sólo pueden convivir en una tensa armonía bajo la sombra de un macho dominante.

    Había abandonado a su mentora hacía más de quince años. Tras aquella primera lección, se había empeñado en mejorar, tanto en las cuestiones mercantiles como en su relación con los miembros de La Sociedad. Ningún pene la había vuelto a hacer vomitar. El jefe había sido el segundo y último. El primero fue en su juventud, cuando descubrió el sabor del semen con un guarda de la prisión que decidió que unos labios carnosos como los suyos estaban desaprovechados. Había mejorado desde entonces, desde aquella verga sucia y maloliente, y aquella corrida escasa mezclada con sus propias lagrimas. Ahora tragaba fluidos de genio multimillonario mezclados con gran reserva. En estos años, las descargas del viejo habían disminuido en cantidad, se habían vuelto más agrias, más viscosas y se quedaban pegadas al paladar, pero la bebida era cada vez mejor. Y decididamente, la corrida siempre es más agradable con un néctar caro para ayudarla a pasar.

    Ahora, el exceso de confianza la había llevado a cometer un fallo, pero por suerte había sabido rehacerse sin perder la dignidad. El viejo había empezado a marcarle el ritmo mientras se acercaba al final, entrando y saliendo de su boca inundada cada vez más deprisa mientras un reguero de champagne se escurría por la comisura de los labios sellados alrededor de la carne masculina.

    Dimitri descargó introduciéndose completamente en la boca de su empleada. La verga empujó la mezcla de champagne y saliva como el émbolo de una aguja, haciendo pasar el líquido por la garganta abierta mientras la nariz de la teniente quedaba aplastada contra el vientre del anciano. Permanecía tensa, con la cara enrojecida, intentando no ahogarse, con el miembro palpitante escupiendo a chorros su premio directamente en el esófago.

    El viejo se mantuvo en su interior mientras las últimas gotas terminaban de caer. Entonces empezó a retirarse despacio. El largo tronco iba saliendo lentamente mientras los labios sellados en torno a él retiraban cualquier resto de saliva, champagne o semen que hubiera quedado en la piel. La verga del anciano quedó colgando limpia, blanda y enorme.

    -No está mal, teniente. Ha mejorado mucho -el viejo se levantó y, acariciando el mentón de la mujer, la invitó a hacer lo mismo-. Hay que pulir algunos detalles. No se concentra lo suficiente en su tarea.

    -Sí, señor.

    El gigante se humedeció el pulgar con la lengua y lo restregó en la mejilla de la mujer, donde el pintalabios se había corrido.

    -También debe cuidar estos detalles, jovencita. La presentación siempre es importante.

    Pasó el dedo con energía hasta que la mancha rojiza hubo desaparecido. Cuando terminó, se paró a contemplar el rostro sofocado de la teniente y depositó un beso paternal sobre su frente.

    -Siempre es un placer verla, teniente.

    Apoyando una mano sobre el hombro uniformado, la invitó a salir del despacho acompañándola a la puerta. Mientras andaban, iba alisándose la falda militar al tiempo que la mano del hombre descendía descuidadamente por su espalda.

    -Tómese unos días libres y después vaya al centro peruano. Quiero que se concentre en especimenes de carácter racial... Mestizas indígenas, no mulatas. Están de moda.

    La zarpa había descendido hasta el trasero de la mujer y le agarraba con fuerza una nalga mientras habría la puerta.

    -La veré de nuevo en la evaluación del sector sudamericano. Tenga los informes preparados para entonces... Continuaremos con esta reunión.

    -Así se hará, señor.

    Un sonoro azote en los gruesos glúteos fue la invitación para marcharse. Sentía la mirada del ruso clavada en su culo bamboleante mientras recorría con paso firme el largo recibidor que conducía a la salida. El esfínter le dolía sólo de pensar como iba a ser la próxima reunión.


###


Ahora que todo había pasado, Candy empezaba a sentir dolor en las rodillas entumecidas mientras permanecía sentada sobre sus propios talones en el duro suelo de la habitación blanca. Notaba una lágrima resbalando por su mejilla caliente, aunque no pensaba que estuviera llorando. Libre de la tensión de las últimas horas, se sentía cansada, como si sus propias extremidades no quisieran obedecerla.

    A su lado, el hombre al que ahora pertenecía terminaba de vestirse. Sus miradas se cruzaron. Su dueño se acarició el mentón durante unos instantes, en actitud pensativa. Entonces empezó a rebuscar por la habitación y recogió un objeto tirado en el suelo.

    -Sabes, pequeña. Hace semanas que Dimitri me pidió prestada esta camiseta. Ya ni siquiera me acordaba.

    Candy miró la prenda, toda la ropa que había llevado desde que abandonara su hogar rumbo a un futuro incierto. Había cruzado literalmente medio mundo envuelta en el aroma de su macho sin saberlo. Aquel trozo de tela blanca y arrugada era todo lo que poseía; y resultó que también le pertenecía a él.

    Sebastian la ayudo a ponerse en pie y comenzó a vestirla con ternura. Fue fácil: los brazos le pesaban como el plomo, pero una sola prenda no plantea demasiadas dificultades. Él le sonreía mientras la ayudaba a pasar las manos a través de las anchas mangas. No pudo evitar devolverle la sonrisa.

    Rodeándola por la cintura la guió hasta la puerta que no mucho tiempo antes atravesó arrastrada por aquella mujer vestida de militar. Atrás quedaba la habitación blanca y roja, y el camastro en el que, entre gritos y bofetadas, se había convertido en mujer.

    La brisa de la montaña la saludó colándose entre sus muslos húmedos de sangre todavía fresca. El club social se iba alejando mientras su andar inseguro de mujer recién estrenada la conducía a su nuevo hogar. Desde los grandes jardines, sus nuevos vecinos y vecinas se volvían para examinarla, al tiempo que saludaban a Sebastian.

    En algún momento sintió el dolor punzante de una ramita clavada sobre su pie descalzo y trastabilló. Sebastian la sostuvo y, alzándola, continuó con ella en brazos. Apoyando la cabeza sobre el musculoso pecho de su hombre se dejó llevar. En esta postura, su coño ensangrentado quedaba completamente expuesto a los vecinos curiosos, pero no le importaba.

    Desde el ventanal abierto de una de las grandes mansiones llegó a sus oídos la melodía de la disciplina bien aplicada. Se cruzaron con una hermosa africana de andares inseguros que saludó a Sebastian agachando la cabeza. Apenas reparó en el extraño bosquecillo de especies desiguales que se alzaba semioculto entre los robles autóctonos. Flotando sobre el camino en brazos de su hombre, estos detalles parecían lejanos, aunque no estaba lejos el día en que sería plenamente consciente de su significado.

    Su hogar relucía con las paredes nuevas y la juventud del jardín recién plantado. La casa era enorme, más que las mansiones de los ricos políticos corruptos que había visto de lejos en su ciudad natal. La gran puerta se abrió para ellos antes incluso de que se hubiesen acercado.

    El interior era agradable, luminoso. Al dejarla su hombre sobre el suelo sus pies sintieron el agradable tacto de un parquet que no estaba frío. Tras ellos, la mujer cerró la puerta y se colocó al lado de Sebastian. Un poco más baja que Candy y un poco más delgada, su piel tan clara la hacía parecer frágil. Los labios de la mujer sonreían, pero sonreían demasiado y Candy sentía los ojos claros y fríos clavándose en sus tetas.  

    -Candy, esta es Lisbeth. Te ayudará a instalarte. Lisbeth, prepara un baño para la señora. La quiero limpia para la cena.

    La mujer hizo un gesto a la joven para que la siguiera. Subieron juntas al piso superior: la veterana delante, la mano lánguida deslizándose sobre el pasamano, la espalda recta, subiendo con seguridad sobre los altos tacones de aguja; Candy avanzaba con pasos doloridos detrás de su madura anfitriona, que en cada escalón meneaba el trasero ante su cara de un modo descaradamente obvio.

    Arriba aguardaba un baño de agua quizá demasiado caliente. Por segunda vez aquel día, Candy acabó desnuda ante una persona desconocida. Mientras la mujer la frotaba con loción perfumada, los dedos secos y delgados se sumergieron entre las piernas de la muchacha y empezaron a hurgar. Continuó limpiando su interior mientras los restos de sangre seca formaban volutas de humo rojizo que ascendían con tranquilidad en el agua clara.

    Los dedos entraban y salían sin delicadeza, restregando las paredes recién estrenadas de su coño. La mujer le mostraba sus dientes perfectos con esa sonrisa demasiado amplia y le decía una palabra al oído con voz suave. No era español ni inglés. Estaba hablando en su lengua materna; alemán quizás, o alguna lengua eslava. Candy no lo entendía. Tampoco hacía falta. Ninguna mujer necesita traducción para saber cuando otra la está llamando zorra.

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