viernes, 12 de agosto de 2016

Anal Professions - Gordita

–La paciente de las ocho espera para la "inyección" semanal, doctor.

    Asiento con un leve gesto y mi enfermera sonríe, traviesa: a ella también le pongo inyecciones de vez en cuando.  Desaparece tras la puerta. Enseguida me llega el rítmico golpeteo de los tacones de Marga. La muchacha ha perdido peso, pero sus pisadas suenan más fuertes que nunca.

    Entra con alegría, con la falda suelta volando al compás de sus caderas y un "buenas tardes, doctor" pintado en esos labios rojo intenso. Dos besos en la mejilla, apenas rozando, pero antes los daba de lejos, cual francotiradora del contacto humano, y ahora se acerca hasta el punto de sentir el calor de sus enormes tetas sobre mi camisa de Armani. 

    No tengo que decir nada. Ella misma se coloca junto a la camilla de exploraciones y se inclina. Con las piernas rectas y la espalda arqueada su grupa sobresale, poderosa. Siempre lo fue, claro, pero no empezó a destacar hasta que moldee su talle a las proporciones adecuadas. Cuando Dios se equivoca alguien tiene que corregirlo.

    Me coloco a su retaguardia, agarro con las manos esa cintura ahora estrecha y aprieto con satisfacción.

    –Excelente. Eres uno de mis mejores trabajos, jovencita.

    Marga sonríe con timidez; aún no está acostumbrada a los cumplidos. Sus muslos macizos temblequean cuando levanto la falda. Noto la vibración de su piel cuando mis dedos se cuelan en el encaje de la lencería. Bajo las braguitas, despacio. Las nalgas están a mi merced y las abro. Soplo entre ellas. Me divierten esas pequeñas maldades, ver sus orificios contraerse por la anticipación de mi aliento calentorro.

    Voy hasta la nevera y saco la caja de muestras donde guardo las inyecciones de Marga. Ya he gastado la mitad, y ahora queda una menos. Se agotan demasiado rápido. A veces me arrepiento de no haber insistido un poco más, de no negociar un tamaño más pequeño. Marga quería las grandes, esas que tienen tanta capacidad como un botellín de cerveza. Yo las normales: con el grosor y el largo de un dedo, me parecían de lo más adecuado. Al final cedí con demasiada facilidad a un tamaño de compromiso y ahora la jeringa que sostengo es el doble de lo que me hubiera gustado.

    Froto el tubo entre mis manos hasta que su contenido recupera la fluidez que le otorga el calor corporal. Marga agarra sus glúteos y los separa ofreciéndome su orificio. La punta sin aguja se inserta en su entrada trasera y el émbolo hace su trabajo, rellenándola.


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Recuerdo a Margarita cuando llegó. Una muchacha guapa, rubita, de ojos brillantes y mejillas sonrosadas por el candor de la inocencia. Hablaba con las palabras vacilantes de aquellos en los que la humildad es un defecto en lugar de una virtud. Se mostraba tímida, miedosa, pero en diez minutos la tenía desnuda girando ante mí mientras yo la evaluaba con ojo –a falta de una expresión mejor– clínico.

    El pudor hacía que a cada instante intentara cubrirse con las manos el pecho desnudo que se bamboleaba bajo la atenta inspección de mi mirada. Tenía unas tetas enormes, apetitosamente llenas, capaces de saciar la glotonería de un hombre adulto. Las sopesé con las manos valorando su firmeza percatándome al hacerlo de que el rubor de Margarita se acentuaba.

    Su culo era robusto, quizá generoso en exceso, pero macizo y de buena forma. Cuando lo palpé intenté hundir los dedos en esos globos de carne. Se resistieron con una maravillosa elasticidad. Al separarlos y dejar al descubierto su orificio, el anito sonrosado se retrajo con la misma timidez que había visto en su dueña.

    Comprendí que tenía que hacerlo mío.

    Mi ojo de escultor renacentista decidió enseguida que su único problema estaba en la cintura. Era excesiva, una maldición que la acomplejaba desde la adolescencia y deformaba una figura que con un talle más estrecho sería la de una hembra pura.

    Con esta idea en mente mi rotulador se desplazaba sobre su piel, un lienzo (dicho sea de paso) bastante más terso de lo que suele ser habitual en mi consulta. Trazos negros bien definidos acotaron las tres o cuatro zonas que era necesario retocar para esculpir una auténtica diosa. Le fui explicando la operación mientras la tenía de espaldas y dibujaba circunferencias concéntricas sobre su trasero más por diversión que por motivos profesionales.

    –¿Cree que quedará bien, doctor?

    –Claro –le dije, y seguí escribiendo cifras (5, 10, 20, 50, 100) en los círculos cada vez más pequeños que se iban acercando hasta el centro de su culo–. Tiene usted un cuerpo firme y una piel estupenda. Le prometo que quedará tan satisfecha como yo.

    Al final me quedó una diana perfecta.

    El primer dardo llegó más tarde, cuando le mostré el presupuesto de la operación.

    –Es... un poco más de lo que había pensado –dijo.

    Parecía a punto de echarse a llorar. No podía pagarlo. Pobrecita. Yo le hablé de la calidad, de la importancia de ponerse en manos de un buen profesional, de los riesgos de un trabajo barato, de cómo quedaría su cuerpo cuando lo hubiese esculpido. Después lancé el segundo dardo al proponerle un método de pago alternativo. Se marchó, indignada. Casi me estropea la puerta.

    La llamada llegó al día siguiente.

    –Verá doctor... no quiero que piense que soy una prostituta o algo así.

    –Todo lo contrario, señorita –la tranquilicé–. Una prostituta cobra por el sexo mientras que usted pagaría con él. Sería yo quien cambiaría sexo por dinero, así que en cierto modo yo sería el prostituto.

    –Bueno... visto así.

    Dudaba, pero podía notar que sus anhelos eran más fuertes que el pudor. Seguí insistiendo, con delicadeza.

    –No lo considere como un pago, sino como un mero agradecimiento. Es usted una chica hermosa. Yo puedo convertirla en una mujer irresistible. ¿Cómo puede entonces exigir que me resista? ¿Acaso no tengo derecho a disfrutar de su belleza, si he ayudado a crearla?

    Al final resulto que sí lo tenía.

    Establecimos los plazos del pago y tallé su cintura con mi habitual habilidad, esmerándome en extraer la mayor cantidad de grasa posible.

    El primer plazo llegó semanas después, cuando le retiré definitivamente las vendas para dejar al descubierto una cintura estrecha de piel tersa. Se sentía estupenda mientras la agarraba con las manos invitándola a inclinarse. Ella temblaba por los nervios. Yo me esmeraba en colocar su culo bien en pompa y preparar la jeringuilla.

    –¿Me va a doler, doctor?

    Lo preguntó en voz baja, como temiendo que alguien la oyera. Pero lanzó un gritito nervioso cuando la punta de plástico se internó en su retaguardia.

    –Tranquila, jovencita... tranquila. Relájese. Lo hará bien.

    –Pero, ¿me va a doler?

    –Un poco, al principio, las primeras veces. Pronto se acostumbrará.

    Apreté la jeringuilla y el émbolo empezó a avanzar despacio, rellenando su esfínter de grasa licuada.

    El cilindro vacío dejó su lugar a mi verga. Apuntalé su entrada. Las nalgas rollizas se abrazaban a mi carne, envolviéndola. Apreté.

    Se resistía a entrar: los nervios de la muchacha me cerraban la puerta. Notaba la grasa caliente, derritiéndose en su interior, resbalando por la punta de mi estoque mientras empujaba. Mis manos se deslizaron por sus costados y encontraros los pechos. Grandes y duros, los agarré con ansia para afianzarme sobre su cuerpo. Note como los pezones se endurecían clavándose en las palmas de mis manos. Seguí apretando.

    –Relájese, Margarita. Deje que entre, que la grasa haga su trabajo.

    La besaba en la espalda, en la nuca. Seguía apretando. Mordisqueaba su oreja. Le susurraba.

    –Concédame el placer de su culo. Quise hacerlo mío desde la primera vez que lo vi.

    Empezó a ceder. La punta aplastada de mi verga encontró espacio para proseguir su avance a medida que la muchacha se relajaba. Su entrada reblandecida se abría poco a poco para mí y yo me agarré bien de sus pechos, afiancé los pies sobre el suelo y empujé mi émbolo en el cálido interior de su cuerpo.

    –AY, AY, AY... quema, doctor. ¡Quema!

    Margarita se quejaba. Yo seguía apretando, despacio. Milímetro a milímetro, mi verga iba siendo engullida por su ano palpitante.

    –Ya casi, casi... Sólo un poco más.

    De un último empellón la empalé por completo. Suspiró. La dejé en su interior recreándome en las sensaciones, dándole tiempo a acostumbrarse a la primera de las muchas invasiones que le esperaban a su retaguardia. Su ano estrujaba, caliente y apretado como las mismas puertas del infierno. Tenso, recién estrenado, lubricado por su propia esencia, vibraba sobre mi carne a medida que sus paredes recién ocupadas se estiraban para adaptarse a mi presencia.

    Me recosté sobre su espalda, piel contra piel, mi pelvis apretada contra su culo, mis manos amasando esas ubres enormes. Mordisqueé su hombro y su cuello. Volví a susurrar en su oído.

    –¿Lista?

    Asintió. Inicié la retirada despacio, dejando en mi huida un vacío grasiento que sus paredes poco acostumbradas intentaron volver a ocupar de inmediato. Me detuve en su puerta entreabierta, en esa entrada antes cerrada a cal y canto que ahora mostraba una pupila oscura y profunda que miraba mi verga desde el interior de su cuerpo.

    Ella respiró, hondo, y su culo boqueó al compás de sus labios. Me lancé de lleno, dispuesto a sumergirme de nuevo en el placer.


###


Mi verga entra y sale, entra y sale como un pistón bien lubricado. Dentro y fuera, una y otra vez, hasta el fondo, con mi pelvis martilleando sus nalgas al ritmo de los jadeos ahogados de Margarita.

    –¡Así, así, así! –gime–. No pare, doctor. No pare.

    La huella de mi mano, los cinco dedos bien perfilados, se graba sobre sus nalgas a base de fustigarla para acelerar la cabalgada. Le doy con fuerza y ella pide más. Arquea la espalda ofreciéndome su trasero en todo su esplendor. Sus nalgas se bambolean, se contonea como una serpiente, las restriega sobre mi piel buscando aumentar el contacto. Una gota de grasa, licuada por el roce constante, baja perezosa por sus muslos.

    El final llega sin avisar, con su palpitación típica perdida en medio de la vibración salvaje de su cuerpo. Los disparos se pierden regando su interior con mi esencia. Ella aprieta, exprime mi tronco intentando extraer las últimas gotas que van a mezclarse con los lúbricos fluidos extraídos de su propio cuerpo.

    La descorcho con un último azote en sus nalgas macizas. Margarita se incorpora, desnuda y rebosante sobre sus tacones de aguja. Sonríe.

    –¿He pasado la revisión semanal, doctor?

    Asiento, agotado.

    Ya queda poco de la muchacha que llegó resignada a recibir su primera inyección. Todavía menos de aquella gordita tímida que entró por primera vez a mi consulta. La escultura femenina que se yergue ante mí es una hembra poderosa. Intento recuperar el aliento mientras ella recompone su vestido y se marcha con un guiño pícaro.

    –Hasta la semana que viene, doctor.

    El sonido de sus tacones resuena mientras se aleja. La jeringa reposa sobre el suelo, vacía, caída y olvidada en medio del ajetreo. La recojo y hago amago de tirarla a la basura, pero me detengo en el último momento. Ya quedan pocas en la reserva. Quizá pueda colarle una o dos; la grasa nunca falta en mi consulta. Puede que no lleve la cuenta. O puede que la lleve y no diga nada. Nada se pierde por probar.

    Y después, ¿quién sabe? La naturaleza la ha dotado de buenas ubres, pero siempre pueden ser un poco más grandes. No me vendría mal una buena temporada de cubanas. O unos labios bien carnosos. O una buena vaginoplastia. Al fin y al cabo, lo mejor de crear la perfección es la placentera posibilidad de disfrutarla.

Anal Professions - Platera

Platera es pequeña, de culo suave, tan caliente que parece llena de carbón, que nació para el sexo, para ser un infierno de entrada deliciosamente angosta entrenada para mantener en su interior la mercancía durante horas. La llamamos Platera porque es burrita y argentina. García dice que es mejicana, pero le mandamos a la mierda para que no nos joda las referencias literarias.

    Está esperando en la fila del mostrador de aduanas. Lleva viniendo más de un año, puntual cada semana. Desde que empezó, los seis funcionarios para los vuelos transatlánticos hemos acomodado horarios para que cada vez le toque atenderla a uno distinto. Este es mi turno, y espero impaciente mientras los viajeros van pasando y muestran el pasaporte de manera rutinaria.

    Platera me entrega el suyo y sonríe. Su cara es alargada, indiana, y la foto tan horrible que la hace parecer realmente caballuna. Lo cierto es que vista de frente la chica no es gran cosa, pero guarda lo mejor en la retaguardia: poniéndose en pompa no tiene rival. El perro lo sabe y se mueve a su alrededor más por la costumbre que por instinto. Olisquea sus pantalones con insistencia. Las primeras veces la chica se ponía nerviosa con las atenciones del animal, pero hace mucho que dejó de hacerlo.

    –¿Algo que declarar? –le pregunto.

    –No, señor agente –contesta con una sonrisa. Es la inocencia personificada.

    El perro sigue a su alrededor, olisqueando su trasero como el de una perra en celo a la que quiere montar. Lo siento, chico: esta semana es mi turno.

    Señalo la puerta del cuarto de inspecciones.

    –Pase por aquí, por favor.

    Pasa delante de mí, meneando las caderas. Yo detrás, empujando al perro que intenta colarse porque el inútil de García no sabe atarlo en corto. Para cuando cojo el guante de látex Platera ya se ha desabrochado los pantalones. Le cuesta bajárselos de tan ceñidos que los lleva. Las costuras sufren y ese culo pide dos tallas más, pero supongo que así es más fácil mantener la mercancía en su sitio.

    –Inclínese sobre la mesa.

    Ella lo hace y se separa las nalgas sin necesidad de que se lo diga. El cordelito asoma por su ano cerrado. Tiro.

    Usa un cilindro flexible, plástico rosa y brillante, estrecho y alargado como un salchichón casero. O un fuet, que diría Rosell. Al principio traía un envase distinto, más corto y grueso. La primera vez, entre el miedo y la inexperiencia, apenas podía andar. Ni siquiera necesitamos al perro para pillarla. Incluso en las siguientes visitas se le notaba demasiado. Al final tuvimos que echarle la bronca. "Tienes que empezar a traer envíos más pequeños", le dijimos. "Con tanta mercancía se te da de sí el asunto".

    El nuevo me gusta. Tiras del cordel y el plástico pulido y estrecho se escurre de su interior en una salida larguísima, pero que no causa destrozos. En cuanto ha emergido del todo, el anito sonrosado vuelve a cerrarse con pereza dejando un pequeño punto ciego, una profundidad insondable que apenas permite entrever que momentos antes han pasado entre sus elásticas paredes seis años y un día en un hotel sin estrellas.

    Agito el cilindro ante su cara. Ella lo mira, con ojos enormes de niña buena.

    –¿Puede explicarme qué es esto? –mi voz es fuerte, firme. Profesional.

    Responde bajito, apenas murmurando:

    –Verá, señor agente: son polvos de talco, para el culito. El doctorcito me los recetó porque lo tenía muy sensible.

    Muy sensible, doy fe. Mi dedo se hunde entre sus nalgas y acaricia el borde irregular de su ano a medio abrir. Como si tuviera vida propia, su pozo de carne caliente vibra y se contrae ante el contacto. Se encoge sobre sí mismo. ¿Quién lo diría? Ese culito nos ha salido tímido.

    –Dígame, señorita… ese doctor… ¿hizo una exploración en profundidad?

    –Sí, señor agente. Todo lo profundo que pudo llegar.

    Cabrón afortunado. Apuntalo mi dedo sobre la entrada trasera de la burrita y aprieto. La carne cede con facilidad, se contrae y dilata como la boquita de una cría hambrienta que chilla por su alimento, bien protegida por el cálido nido de nalgas macizas. Parece un hogar pequeño, pero en su interior caben las ansias de placer de todos los hombres.

    –¿Esconde algo más?

    –No, señor agente. Se lo juro.

    –Tendré que asegurarme –le digo, y mi dedo se hunde en su interior con tranquilidad. Poco a poco, falange a falange, compruebo la suavidad de su cuerpo hasta que el resto de mi mano hace tope contra sus nalgas.

    –Es profundo.

    –Gracias, señor agente.

    Empujo. Quiero hundirme más dentro de ella, ganar algún centímetro en la exploración de su gruta. Sé que no es necesario. Sé que no oculta nada. Es sólo la excusa de un poeta, de un romántico empedernido que no quiere ser superficial, que quiere conocer el interior de una muchacha antes de follarle el culo.

    Giro mi dedo en su interior acariciando las paredes bien tonificadas que pronto han de acogerme; su textura palpita a través del guante de látex. Si supiera braille podría leer el manual de instrucciones que todas las mujeres esconden allí dentro.

    Me asombra, como siempre, el calor de la burrita. Su culo arde. Me imagino el guante deslizándose en su interior, su superficie satinada burbujeando y derritiéndose un poco más en cada pasada, hasta que mi dedo sale desnudo entre volutas de humo, dejando tras de sí grumos de plástico blancuzco que gotean derretidos de su agujero abierto. Me pregunto si la mercancía no se deteriora en un envase tan caliente. Quien sabe, quizá la mejore. Todo parece mejor cuando estás en el culo de la burrita.

    Escupo entre sus nalgas. Mi saliva va resbalando con pereza por el profundo sendero que separa sus glúteos, directa al pozo de los deseos. Un pozo distinto a todos, porque en todos los pozos taladrados en la humedad de la tierra los hombre quieren sacar, pero el culo de esta hembra nació para ser rellenado.

    Y lo relleno. Mi dedo empuja la saliva a su interior y ella aprieta, con fuerza, como no queriendo dejarme salir. Arquea la espalda y ronronea a medida que me voy liberando del abrazo del más angosto de sus senderos.

    –Bien, señorita. Veo que no lleva nada más –le digo mientras descargo un azote cariñoso en una nalga que salta con alegría al recibirlo.

    –No, señor agente. Me siento muy vacía por dentro.

    Luego viene la bronca. Reglamentaria: llevar esto es ilegal; blablablá; vamos a tener que encarcelarla; blablablá; tiene derecho a un abogado, pero yo voy primero... Etcétera, etcétera y el rollo de siempre. Con el tiempo lo hemos ido homogeneizando entre todos los compañeros para cumplir con el trámite y darle a la Platera la oportunidad de poner su carita de pobre niña apenada suplicando una segunda oportunidad.

    –Unas malas personas me engañaron. Me lo metieron sin que me diera cuenta. ¡Tiene que creerme, señor agente!

    –Siempre lo hago, señorita. Siempre lo hago... –murmullo, pensativo–. Podría dejarlo pasar, pero aun así debe pagar las tasas de importación.

    Platera solloza y me mira.

    –Por favor, señor agente. No tengo dinero. Lo único que tengo es esto –dice separándose las nalgas mientras arquea la espalda. Su anito boqueante se expone como ofrenda.

    Lo miro con gesto cansado y suspiro con resignación mientras me bajo la bragueta.

    –En fin... Tendrá que valer.

    Mi verga salta, teledirigida, directa a la diana. Se aprieta contra la entrada. El anillo insolente palpita en torno a mi carne, se contrae y se dilata en un oleaje continuo que arrastra milímetro a milímetro mi dureza hacia la suavidad de su interior. Empujo.

    Veo mi extensión desapareciendo con lentitud entre sus nalgas. El camino es angosto, se resiste a la invasión. Exige ganar cada avance con esfuerzo. Sigue apretada pese a las horas de viaje, apretada pese a las múltiples experiencias. La vigorosa musculatura de la grupa de Platera se contrae a mi paso, me succiona, me obliga a ir más a fondo, porque ese culo está entrenado, está hecho para mantener la mercancía en su interior durante horas, para resistir la gravedad. No es un mero recipiente pasivo, sino que invita a follarlo a fondo, a presionar, a cargar tu peso sobre la burrita hasta lograr vencer la resistencia de esas paredes bien tonificadas.

    Mis manos se deslizan sobre los costados de Platera y agarran su cintura. Afianzándome tras ella me estampo contra sus nalgas. El último envite termina de clavarla y dejo el arma enfundada mientras disfruto del calor de su cuerpo.

    Platera tiene los ojos cerrados en una mueca de tensión. Aprieta los puños con fuerza y jadea. Su cuerpo menudo intenta adaptarse a la invasión. Suplica.

    –¡Ay! Déjala... Déjala ahí... No la saques todavía.

    Y yo se lo concedo. Permanezco incrustado en su interior. Le doy unos segundos para acostumbrarse antes de empezar la retirada.

    La descorcho despacio, con su gruta resistiéndose a ser abandonada más por la costumbre que por gusto. Ella gime al sentirse vacía. Ahora su ano es apenas un boquetito irregular, pero cuando acabe será un bonito y bien definido círculo negro, una cueva oscura, caliente, perdida entre montañas de carne, en la que el viajero cansado encuentra un refugio acogedor. Me observa desde la profundidad de su alma con una mirada vacía que vuelvo a llenar de inmediato.

    Entro con firmeza, porque la Platera es dama que no precisa de muchas delicadezas después de estar unas cuantas horas con el culo ensartado. Lanza un quejido de dolor y de gozo.

    –Cuidado. Cuidado –suplica.

    No paro. Sigo dándole con ganas. Mis embestidas se amortiguan sobre sus nalgas macizas. El sonido de la percusión acelerándose llena la sala. El émbolo entra y sale en profundidad al ritmo de los quejidos constantes de la burrita. Platera protesta, pero ambos sabemos que en el fondo, muy en el fondo, le gusta.

    Para ella es trabajo, claro. Es una mula, una mula profesional: que la monten forma parte del trato. Mejor que le partan el culo aquí que en la cárcel. Otros ven salir el sol entre el humo de los tubos de escape y ella tiene que ver la pared lisa de la aduana mientras expone la retaguardia.

    Aun así, todos sabemos que tiene sus preferidos entre los agentes. Y no necesariamente los peor dotados. Creo que a mí me tiene bien considerado y es un hecho conocido que odia a Hernández. Algo irónico, por cierto, dado que ella es una burrita y a Hernández lo llaman el Mulo. Podría pensarse que se llevarían bien, pero la realidad es que el apodo le viene por lo bestia que es y porque todos preferimos evitar las comparaciones en el vestuario.

    Recuerdo la primera vez que vi el culo de la burrita después de que el Mulo se lo partiese. La muchacha había dejado escapar un grito y los pasajeros en los mostradores disimulaban mirando hacia otro lado, sin querer saber nada de lo que pasara tras la puerta cerrada de la habitación de registros, salvo alguna de las mujeres que se mordía el labio sin poder evitarlo. Creí necesario dar una explicación a la gente que esperaba.

    –Mi compañero está realizando un registro de cavidades a una pasajera sospechosa –les dije–. Algunas personas no lo llevan bien...

    –Otras sí –susurro la chica a la que estaba atendiendo.

    Creo que lo que más me molesta es que Platera odia al Mulo por la forma en que la jode con su gran estaca, pero cada vez que le toca el turno a ese bestiajo afortunado, la burrita se la chupa con ganas para que no esté demasiado tiempo perforándole la retaguardia. Es el único al que se ofrece a hacerle una mamada antes de que se la meta por detrás. Una ironía típica de algunas mujeres que, queriendo o sin querer, tratan mejor a los cabrones que peor las tratan.

    Supongo que es el recuerdo lo que me espolea, esa imagen de Platera hincada de rodillas mientras Hernández la agarra del pelo obligándola a tragar, con las huellas de la mano gigantesca bien marcadas sobre sus nalgas morenas y ese culo abierto, muy abierto, aun chorreando de la descarga reciente. Esa imagen se me clava en la mente y empiezo un galope desbocado a lomos de mi burrita. Le doy fuerte, duro, seco... Llevo una mano a su boca para ahogar los gritos de protesta que surgen de su garganta y sigo empalándola sin piedad.

    La mesa repiquetea al compás de las embestidas. Platera se agarra al borde como si le fuera la vida en ello, con los nudillos blancos por el esfuerzo de mantener el equilibrio sobre unos pies que por momentos no tocan el suelo, sostenida en el aire por la estaca que la atraviesa. Ha dejado de quejarse. Respira. Respira hondo. Intenta mantener el ritmo. Libero su boca y mi mano vuela directa a estamparse contra su nalga.

    –¡Ay, papi! –responde. ¿Es queja o invitación? No alcanzo a distinguir si hay una hache intercalada.

    Me abalanzo sobre ella. Siento su espalda estrecha bajo mi cuerpo, su figura menuda atrapada contra la mesa. Me hundo entre sus nalgas. Hasta el fondo. Una sacudida eléctrica agarrota mis miembros mientras la abundante descarga vibra en su interior rellenándola con mi cremosa esencia.

    Desmonto relajado. Satisfecho. El culo de Platera retiene mi verga, aprieta sin dejarme salir, pero sus paredes dilatadas acaban por liberar mi dureza menguante. Separo sus nalgas y contemplo mi obra: un círculo perfecto de profunda calidez, la perfección hecha hoyo; un buen trabajo de perforación, sí señor. Puede que no tenga el taladro del Mulo, pero le pongo entusiasmo.

    Agarro a Platera por el pelo y la atraigo hacia mí. La beso. Su lengua me corresponde y nos enzarzamos en un baile de saliva.

    La miro intentando parecer serio. Profesional.

    –Me ha manchado, señorita.

    Ella entiende. Se arrodilla despacio entre mis piernas sin dejar de mirarme. La lengua asoma, juguetona, humedeciendo los labios. Abre la boca y envuelve mi punta de lanza sorbiendo los últimos restos goteantes de mi semilla.

    Va entrando poco a poco, trago a trago, a medida que su garganta empieza a engullir la carne que la atraviesa. Pega su cabecita a mi vientre y permanece allí mientras, en el interior de su boca, su lengua recorre mi extensión afanándose por dejarla bien lustrosa.

    La deja impoluta con sus labios apretados que se deslizan sobre mi piel. Observa el resultado y sonríe, satisfecha, antes de guardarla ella misma en mis pantalones y alzar la mirada hacia mí.

    –¿Lo he hecho bien, señor agente?

    Asiento. Platera se levanta y una gota blancuzca resbala por el interior de sus muslos. Le ofrezco una toallita húmeda para limpiarse. Hay cantidad de toallitas guardadas en la sala de registros.

    Su culo rezuma y Platera intenta parar el goteo metiéndose otra vez la mercancía, pero no agarra en su ano abierto. Al final sale de nuevo por la puerta con su pasaporte bien sellado. La observo marcharse. El resto de pasajeros también vuelve la mirada hacia esa muchacha que entra en el país meneando las caderas con la punta de un cilindro huidizo marcándose en la retaguardia de sus pantalones ceñidos.

Un Culo

Una vez vi un culo. Culo de hembra, de femme-fatale, robusto y redondo, enmarcado por una cintura estrecha y unas piernas torneadas. Uno de esos culos con una curva suave pero pronunciada, que se aprecia desde atrás y de perfil y en todos los ángulos intermedios.

    Hay chicas que se cruzan y hacen volver la cabeza, para ver si cumplen por la espalda la promesa que te hacen de cara. Hay chicas, quizá las mismas, que encuentras de pronto delante de ti y te hacen acompasar el paso para disfrutar un poco más del espectáculo. Son globos hermosos como copos de nieves, nalgas gemelas que van y que vienen, sensaciones que quedan mientras las formas curvadas se diluyen en el agradable bamboleo de la memoria, reemplazadas por nuevas diosas cuyas caras se olvidarán si es que alguna vez llegan a conocerse. A veces hay culos que te encuentras y no se van, sino que te siguen, o los sigues, o las dos cosas, que en este caso el orden de los factores si altera el producto.

    El culo que vi era un culo de estos, una compañera de facultad, campo de caza de piezas soberbias. Un culo anónimo contemplado durante años de cruces por los pasillos e instantes fugaces perdidos entre el mar de visiones de otras compañeras notables. Un seminario, un curso extra poco concurrido, me permitió poner nombre a sus curvas y deleitarme en los detalles cada vez que salía a la pizarra a resolver un ejercicio.

    Después coincidimos en el trabajo, entrando juntos, el mismo día, con la camaradería típica de los viejos compañeros. Diría que entramos a la par por las puertas de la empresa, pero lo cierto es que la dejé pasar primero.

    Iba en bici al trabajo. Yo andando, porque vivía más cerca. Me saludaba con el timbre y yo la veía alejarse admirando la perfección de su técnica.

    El jefe, gran tipo, la sentó lejos de la fuente. Buena elección. Un pequeño paseo de ida y vuelta en medio de la oficina cada vez que quería beber un poco. Ella salía siempre un instante antes que los demás. Después iba Manolo, compañero veterano que ya peinaba sólo canas y al que respetábamos lo bastante como para no estropearle la vista.

    Ella sabía lo que formaba. "Es normal que los tíos miren", me dijo una vez. "Total, las tías también lo hacen".

    Vestía vaqueros, de calidad, con costuras fuertes: bien apretados. Carne mechada, se llamaba a sí misma. Doy fe que estaba para hincarle el diente. Y botas altas, que por alguna razón, a esos culos con esos vaqueros les gustan mucho las botas altas.

    Se sentaba con arte, bien atrás sobre la silla, descansando nalga y muslo. Se inclinaba sobre la mesa para escribir y la espalda se arqueaba bajando como un tobogán sobre el que resbalaban los vaqueros para a veces, sólo a veces, dejar entrever la tira del tanga o el nacimiento del gran cañón. Fue en estas circunstancias que, en una ocasión, de pie a su lado comentando alguna tontería del trabajo, se me resbaló de entre los dedos el bolígrafo con el que jugaba. Accidente involuntario, o voluntario del subconsciente, fui a acertar en la ranura, yendo a caer por la punta. Ella se lo sacó para devolvérmelo, con menos prisa de la esperada.

    -Qué malo eres -me dijo.

    Y sonrió.