domingo, 4 de septiembre de 2016

Perdida (II) - El salvaje arte de la supervivencia


Bueno, viejo. Ya terminé de archivar los registros de la segunda semana de nuestro pequeño experimento. Te los adjunto con el resto de datos de seguimiento.

    Sé que vas a prestarle una especial atención a los archivos de video, así que he marcado los momentos de más interés, tú ya me entiendes. Espero que te diviertas tanto viéndolos como yo cuando los hacía. Puedes aprovechar para que alguna de tus putitas te haga una mamada mientras los disfrutas. Recuerda: el trabajo no está reñido con el placer.

    Y paciencia, viejo. Seguro que a estas alturas estás deseando probar el primer fruto jugoso de nuestro dinero y nuestros esfuerzos. Lo entiendo: una hembra como ésta hay que catarla en persona. Y lo harás, amigo mío. Serás el primero cuando acabe el proceso. Para entonces la habré dejado suavecita para ti y te aseguro que no quedarás decepcionado. Mientras tanto no te faltan coños con los que entretenerte.

    Respecto a nuestra planificación, el proceso avanza a buen ritmo. Esta semana ha sido de lo más interesante con vistas al objetivo final. No me malinterpretes: la primera fue especial para mí, muy excitante a nivel físico, en especial con respecto al siempre prioritario objetivo de la satisfacción de mi verga. Gocé de verdad partiéndole el culo, ese culito apretado de niña buena que ha estado reservando para mí todos estos años sin ni siquiera saberlo. Fue la primera de las muchas veces que pienso rellenarle la retaguardia. La hembra resistiéndose todo lo que pudo, el hecho de que luchara hasta la extenuación, resultó lo mejor de la experiencia, pero no debemos perder de vista que el objetivo final es no tener que forzarla. Y por lo que he visto esta semana, dentro de poco lograré que se ponga en pompa ella solita.


DIA 8

La hembra ha tenido durante todo el día un comportamiento anómalo.

    El encuentro de ayer terminó con la promesa de proporcionarle alimento a la mañana siguiente, por lo que era previsible que se presentase atraída por la esperanza de una comida gratis. Pero no ha sido así.

    No apareció por el campamento. Después de esperarla el tiempo fijado comencé la búsqueda explorando sus hábitats naturales. No se encontraba en la grieta de la montaña donde se refugia por las noches ni en su abrevadero habitual.

    El sistema la localizó en una playa de la zona occidental, de pie sobre la arena, con los brazos cruzados sobre los pechos, como si tuviera frío. Su único movimiento era un leve balanceo, adelante y atrás, repetido de modo mecánico y regular durante todo el tiempo que permaneció en la playa. Aparte de eso no se movió en el rato que estuve observándola.

    Procediendo al encuentro físico me acerqué a la playa a saludarla, pero la hembra parecía no oír. Al aproximarme más me pude percatar de que murmuraba. Era una letanía baja, al ritmo de su balanceo.

    —... tengo que despertarme —decía—... tengo que despertarme... tengo que despertarme...

    Bla, bla, bla. Bla, bla, bla. Siempre la misma cantinela, sin responder a mi presencia ni a ninguna de mis palabras que, dicho sea con modestia, eran mucho más interesantes que las suyas. Las mujeres, viejo, ya sabes: cuando se largan a hablar ya no te hacen ni caso.

    Supongo que, en parte, es culpa mía: anoche acabó tragando más de lo que esperaba. Tener que arrodillarse así ante el altar del macho puede ser demasiada humillación para una señorita con clase acostumbrada a obtener todo lo que quiere. Sospecho que ya tenía los nervios al límite y la última lechada fue la gota que colmó el vaso. La pobre, probablemente, se fue a dormir con cierto regusto amargo y empezó a comerse la cabeza, lo que en sí mismo no deja de tener cierta ironía.

    Los expertos ya nos advirtieron de que algo así podría pasar con los especímenes. Un paraíso natural, con el sonido de las olas y los pájaros y el calor del sol en la cara se presta mucho a la ensoñación. Estado disociado, creo que lo llamaban. Según parece, es una etapa natural por la que la hembra tiene que pasar antes de abrirse de piernas a la realidad. Nada grave, viejo. No estropeará la experiencia. Incluso es recomendable siempre que no dure demasiado. Espero que lo asimile pronto, para poder empezar a domarla.

    Hoy tenía ganas de volver a empalarla, pero violarla así no tiene sentido. Sería agradable, no me malinterpretes, probar de nuevo esos agujeritos calientes. Pero debe estar lúcida para asimilarlo. Recuerda que nuestro objetivo no es follárnoslas, sino poseerlas. Sería muy fácil molerla a palos, dejarle el culo en carne viva y atarla abierta de piernas para darle verga hasta que le sangre el coño, pero eso no es ningún reto. Lo hemos hecho cientos de veces. Aquí de lo que se trata es de que la hembra pida más cuando le des flojito.

    Recuerdo a una chica... Una delicia de canela, pequeñita y gritona, sobre todo gritona, salvo cuando se la encasquetabas en la garganta a través de esa boquita de piñón que se abría mucho más de lo que puedas llegar a imaginarte. Era la hija pequeña de uno de tus amigos árabes. Un príncipe, creo. O emir, o visir, o como se diga en el puto desierto. La cuestión es que tu colega la había prometido en matrimonio en uno de esos compromisos políticos de la realeza, pero la chica había dejado que un plebeyo la desvirgara. Así que su padre decidió que ya no le servía y quiso intercambiarla por una de nuestras potrillas nórdicas. Quizá lo recuerdes: tu amiguito te pidió el favor y tú me lo encasquetaste por falta de tiempo. Mal hecho. La muchacha me dio algunos ratos memorables antes de que la revendiera. A buen precio, por cierto: aun usadas, las hembras de la realeza siempre tienen demanda.

    Y lo curioso es que, pese a la rebeldía que mostró ante su padre, conmigo fue de lo más dócil: ni siquiera tuve que zurrarla. ¿Por qué? Creo que porque comprendió que había perdido todo su mundo, un mundo en el que un hombre guiaba su vida pese a rebelarse contra él. Y en cuanto apareció otro hombre con otro mundo para ocupar su lugar, lo aceptó con naturalidad.

    Esa es la cuestión, ¿comprendes? La clave para trabajar con las futuras hembras. No podemos dejarlas vacías. Hay que examinar a cada una y volver a llenarlas con nuestra versión mejorada de lo que han perdido. Cuando se lo quitemos todo tenemos que darles algo con lo que rellenar el hueco, algo que encaje bien en su interior. Y te aseguro que a la princesita la rellené a conciencia, hasta rebosar, por todos los huecos que tenía.

    El caso es que nuestra hembra estaba empezando a vaciarse, allí mismo, en esa playa. La dejé murmurándole a las olas y volví al campamento a por un par de cosas. Le llevé una ostra, crudita y con su chorrito de vinagre. Se la metí directamente entre los labios, en plan "aquí viene el avión". Tragó con una facilidad admirable, viejo, interrumpiendo su letanía el tiempo justo para engullir ese carne resbaladiza. Creo que hasta me chupó un poco los dedos antes de que se los sacara de la boca. Al fin y al cabo el hambre es hambre y, cuando las luces de la civilización se apagan, el instinto tiene la manía de acabar imponiéndose.

    Me quedé a su lado a ver si se le pasaba la tontería y me pedía más, pero ella seguía respondiéndole a las olas con su cuchicheo de maruja. Te lo juro, viejo: aquel era  el diálogo más aburrido de la historia, si exceptuamos la segunda trilogía de la Guerra de las Galaxias. Así que se me ocurrió intentar lo mismo que cuando los aparatos electrónicos se quedan colgados: buscar en la parte de atrás el agujerito del reset.

    ¿Adivinas qué? ¡Tenía uno! Bien escondido entre esas nalgas macizas, para evitar reinicios accidentales. Porque cuando un diseño está bien hecho, está bien hecho; y hay que admitir que la hembra está bien diseñada. Así que le metí mano bajo el bikini, colé mi corazón en su hucha y tanteé hasta encontrar el botón.

    Apreté. Un poquito nada más, sin meterme demasiado. La hembra pegó un respingo. Incluso creo que llegó a dar un pequeño salto. La cara se le puso rígida. Tensa. No creo que el reseteo funcionara del todo bien: el murmullo se cortó, sí, pero sólo un instante y enseguida volvió a reanudarse más rápido que al principio. Quizá sea de esos que hay que mantener apretados a fondo durante cinco segundos antes de volver a funcionar. Tendré que probarlo en la próxima ocasión.

    El caso es que ya iba preparado. Como te decía, cogí un par de cosas en el campamento. Una era la ostra. La otra una pomada, de esas antiinflamatorias. Y tranquilo: cogí una que podía pasar por un ungüento natural, como papilla de coco o algo así; que creyera que la había hecho yo mismo, que si se entera de que me la traen en submarino el cuento del náufrago habría perdido credibilidad.

    —Parece que aún tienes el culo un poco lastimado —le dije— Esto te aliviará —y le bajé el bikini hasta las rodillas.

    Estuve un rato untándole bien el agujero, metiendo dedo de vez en cuando, sólo un poquito, para rellenarla de crema. Ha cicatrizado bien desde que se lo partí, pero aún lo tiene algo magullado y la hembra temblaba cada vez que me sentía apretándole la puerta de servicio. Para cuando se me acabó la pomada su culo estaba lustroso, chorreando los jugos derretidos por su calor y brillante como un pavo de navidad. Te adjunto una imagen. Las mini-cámaras camufladas en insectos se están amortizando solas.

    Como ya no tenía nada más que hacer allí, volví a colocarle el bikini y le solté un buen azote. Ya sabes que me gusta firmar un trabajo bien hecho. Me despedí con un beso; un morreo casto, no pienses mal. Intenté magrearle un poco las tetas, pero se abrazaba a sí misma con tanta fuerza que no hubo manera de meterle las manos.

    Me despedí, prometiendo darle de comer si venía al refugio, pero siguió ignorándome, o fingiendo ignorarme, con ese blablabla bajito que empezaba a ponerme de los nervios. Aunque ya daba las primeras señales de reacción, como una preciosa lagrimita que le iba cayendo por la mejilla. Brillante y salada, como a mí me gustan.

    No he vuelto a contactar en todo el día. Me he quedado en la oficina, vigilándola a través de los monitores. Bien fresquito. Por cierto, viejo: he pensado que si implantamos algún software militar de selección de objetivos guiado por calor, con un par de drones y algunos sensores más podremos automatizar el seguimiento de la hembra y reducir drásticamente el número de cámaras necesario para controlar toda la isla. Lo dejo en tus manos. Tú eres el genio de la electrónica.

    En cuanto a la hembra, siguió inmóvil un rato más, hasta que la marea subió y empezó a lamerle los pies. Entonces empezó a moverse. Al principio se limitaba a pasear un poco para desentumecer las piernas y a echarse agua en la cara para refrescarse. Pero se pasó las últimas horas de la tarde chapoteando entre las olas y tumbada sobre la arena a la sombra de las palmeras, como si estuviera en una maldita playa de Cancún. Incluso se puso a extenderse barro a falta de crema solar.

    Conste que no es una queja. Esas ubres perfectas, brillando húmedas y lustrosas bajo el sol de la tarde mientras su portadora se bambolea al ritmo de las olas son siempre una delicia. Pero hasta que la chica no aprenda a ganarse el sustento con regularidad no debería gastar tantas energías. No quiero que pase demasiada hambre y se le marquen las costillas.


DIA 9


Esta mañana la hembra se ha mostrado más activa, aunque parecía acusar el derroche de la tarde anterior.

    Los continuos movimientos de sus manos sobre el estómago indicaban una necesidad imperiosa de alimento. No obstante, parece reacia a acudir a mi campamento en busca de la comida prometida. Ha optado por volver a intentar conseguirla por sí misma.

    Sus intentos pesqueros resultaron infructuosos. Encontró una rama de palmera seca y, después de desbrozarla, logró sacarle filo raspándola contra las rocas.

    Es posible que un instrumento tan tosco no sea completamente inútil en manos expertas, pero la destreza de la hembra en el difícil arte del arponeo es cuanto menos cuestionable. Tiene más de presa que de cazadora. Carece de la fuerza y precisión necesarias, lo que unido a la robustez de su grupa y abundancia mamaria convierte su empeño en un fracaso anticipado.

    Probó también la pesca a mano. Las aguas en estas latitudes son lo bastante cristalinas como para facilitar la visión sin gafas. Si bien este intento no fue en la práctica tan desastroso, el resultado final fue el mismo. Su forma física es buena, pero las marcadas curvaturas de su anatomía le restan agilidad bajo el agua. Aun así da muestras de una notable capacidad pectoral que le permite inmersiones prolongadas, lo que presagia un gran desempeño en aquellas de sus futuras obligaciones en las que su respiración se vea obstaculizada.

    Finalmente pareció rendirse y, poco después, la sentí rondando mi refugio; espiándome. Dejé algunos peces a la vista y me marche. Me interné en la vegetación buscando un sitio desde el que observarla. Ella permaneció atenta a los ruidos para ver si me escuchaba en la cercanía. Cuando decidió que me había ido se aventuró a salir en busca del pescado.

    La pillé con las manos en la masa. Justo, justo estaba agarrando el pez cuando se dio cuenta de que yo había vuelto al campamento. Se quedó mirándome con los ojos muy abiertos, conteniendo la respiración, con esos muslos duritos en tensión: la gacela a punto de saltar para la huida. Y yo tranquilo, moviéndome con lentitud. No quería asustarla.

    —Tranquila, preciosa —le dije—. Puedes llevártelo si quieres.

    Me quede quieto, manteniendo la distancia mientras ella seguía preparada para echar a correr. Se le había cortado la respiración cuando me vio aparecer y ahora le volvía de golpe con un resoplido entrecortado que hacía bailar sus tetas.

    —No... ¡No! —jadeaba— ¡Me violarás!

    No quería que escapara, así que levante las manos en plan conciliador y puse una de mis sonrisas de negocios. Ya sabes, esa que dice: "venga, hombre, pero ¿qué me estás contando?". Había que establecer una comunicación primaria, instintiva. Era un momento de lenguaje corporal, viejo. De esos que un gigantón como tú domina tan bien, como cuando te veo encogerte de hombros y sonreír dando a entender a quien tienes delante que aunque podrías partirlo en dos con el meñique, no hay razón para no ser amigos. Pues igual. La hembra estaba nerviosa, así que yo tenía que trasmitirle tranquilidad.

    —Me violarás —repetía entre susurros. Y yo negaba con la cabeza, tranquilo.

    —No, no, preciosa. Es un regalo. Si la otra vez tuve que follarte fue por tu culpa. Fuiste tú quien me robó. Pero ahora te lo estoy dando, ¿entiendes?

    Eso pareció tranquilizarla. Agarró el pescado y empezó a retroceder, pero ya no parecía a punto de echar a correr. Se alejaba poco a poco, sin quitarme la vista de encima. Yo seguía allí sin moverme. Decidí tirar un poco más del sedal.

    —Sabes, preciosa. Creo que sé por qué naufragaste. ¿No te lo has preguntado?

    Se paró. Había captado su atención.

    —Apuesto a que ibas en el barco de algún ricachón, ¿verdad? Algún viejo solitario al que embobaste meneando el culo. El pobre tipo debía saber que no era buena idea hacerse a la mar en plena temporada de tormentas, pero tú querías navegar en un bonito yate privado. Y sabes obtener de los hombres lo que quieres. ¿No es cierto, preciosa? Ahora ese pobre diablo está muerto, y todo por tu capricho.

    Se estaba enfadando, viejo. Fue un efecto de lo más extraño, ver como esos ojos asustados, tan abiertos que parecían salirse de las órbitas, se achicaban de pronto hasta quedar reducidos a una fina línea blanca. Y esa boca jadeante cerrándose de pronto, apretada.

    —¡Cállate! —me gritó.

    Y yo la llamé embaucadora, seductora, y todo lo que se me iba ocurriendo. La acusé de jugar con los sentimientos de los hombres para su propio beneficio. Y le dije que por eso estaba allí, que aquel era su castigo. Puro karma y esas tonterías orientales, ya sabes. Ella me dijo que yo también estaba allí, pero le respondí que yo no había pasado hambre ni frío, que vivía mejor que pagando una hipoteca. Y que cuando empezaba a aburrirme de estar solo, había sido premiado con una agradable compañía. Y ella me respondió:

    —¡Vete a la mierda!

    Y se fue llorando hasta su agujero.

    La dejé tranquila el resto del día, limitándome a observarla por los monitores. Seguía llorando. Intentaba comerse el pescado. Mordía sin ganas, masticaba un poco pero no lograba tragarlo. Al final acabó arrojándolo lejos antes de taparse la cara con las manos y empezar a gimotear. Por la tarde volvió con su balanceo, pero al final el hambre pudo más y recuperó lo que quedaba del pez. Tragaba con rabia, a bocados, sin ni siquiera limpiarle los restos de arena. Para ser una chica de manicura de Park Avenue empieza a volverse un poco salvaje.

    Fue a beber a su abrevadero habitual y empezó a recorrer el camino en el que —hace ¿cuánto? ¿Cinco? ¿Seis días?— la perseguí para encularla. Acabó en la playa, mirando el mismo sitio donde la convertí en mujer; ya sabes, por retaguardia. Siempre se vuelve, viejo. En la realidad o en la memoria, siempre se vuelve a los lugares importantes de la vida. La hembra volvió y entonces vio la escena, el decorado perfecto, allí, al borde del agua: el trozo del casco con el nombre del barco y la gorra marinera de nuestro amigo César, hecha jirones sobre una roca. Acuérdate de regalarle una nueva. Y mira a ver si puedes comprarle el barco. A la larga será más barato reutilizar el mismo decorado que ir a un astillero de desguace si pedimos prestado un yate distinto.


DIA 10

La hembra ha mostrado su lado más salvaje.

    Su estado actual de agresividad sin duda se debe a una mezcla acumulada de ira y hambre, un efecto rebote predecible tras el bajón anímico de los últimos días.

    Entró en mi campamento a primera hora, con paso decidido, dispuesta a coger una de las capturas que tenía preparadas. La corté en seco y discutimos. Cabe destacar que no mostró reparos a la hora de acercarse físicamente, hasta el punto de tenerla que empujar para separarla de los peces.

    —Llevo días sin comer —dijo.

    A lo que respondí, obviamente, que ayer le di pescado. Y ella:

    —Lo tiré. No podía comérmelo.

    La regañé. Un discurso en plan bronca paternalista, ya sabes: que si la comida no se tira, bla bla bla, que si es una mantenida que desprecia el trabajo de los demás, bla bla bla, que se merece pasar hambre, etcétera, etcétera y todos esos rollos. Y que conste que no me atribuyo ningún mérito: cuando hablo del trabajo de los demás me refiero a los pescadores, aunque supongo que olvidé mencionar ese detalle. Y la llamé pija. Así, con acento en la jota. Eso la cabreó, viejo. ¡No veas cómo! A las pijas de verdad siempre les cabrea que las llamen pijas. A las pijas de tribu, a las que se esfuerzan por serlo, no les pasa. Pero a las naturales les jode muchísimo, más que una buena verga en sus culitos vírgenes.

    Reconozco que, en general, me pasé un poco. Sobre todo con el tono: no se puede tratar como una niña a una hembra con semejante delantera. Está claro que ya ha llegado a la edad de procreación y las hormonas, o lo que sea, le hacen sacar las garras cuando les tocas el lado infantil.

    Así que, hecha una furia, se lanzó de nuevo a por el pescado y tuve que cruzarle la cara con la palma cerrada. PLAS, PLAS, del derecho y del revés, palma y nudillos; el mejor remedio para la histeria femenina. Tiene buenas carrilleras, por cierto. Mejillas suaves y redondeadas que da gusto darle un repaso. Se le puede atizar con contundencia sin que se estropee demasiado. Yo le di sin cebarme, pero con firmeza, y cogió un tono estupendo. Colorete instantáneo, au naturel, por si echa de menos el maquillaje. Ahora mismo, si quiere leerme el futuro, sólo necesitaría un espejo.

    Ya sabes que un par de guantazos suele ser suficiente para dejarlas suaves, pero el caso es que hoy estaba peleona y, en vez de calmarse, se cabreó más. Tras un instante de confusión sacó las uñas y se lanzó. Directa al cuello. Y es fuerte, viejo. Alta para ser mujer, buenas ancas, buenos pectorales. Delgada de cintura, pero pesa lo suyo. Las dos veces que ha intentado huir me costó cogerla, pero cuando ataca hay que tener cuidado. No es cuestión de dañar la mercancía.

    Logré agarrarle los brazos y la muy zorra se puso a darme con las rodillas. Cuando me acerqué lo bastante para trabárselas, intentó morderme. Dentelladas ansiosas, viejo. Si llega a alcanzarme no dudo que habría acabado tragando carne de macho, pero no de la forma correcta.

    Como pude, le aprisioné los brazos por detrás y tiré con fuerza hasta obligarla a arquear la espalda. Entonces se la devolví. Con lo forzado de la postura sus glándulas mamarias quedaban bien expuestas, tensas y turgentes. Frutitas maduras que hacen la boca agua. Lo eché a pares y nones y le di el tiento a una de las gemelas que estaba diciendo "cómeme". Se puso a gritar como una loca y a revolverse mientras yo saboreaba carne de primera hasta dejarle los dientes marcados. Cuando de niños nos dicen que demos bocaditos pequeños no tienen en cuenta el ansia por saborear esta golosina.

    La eché al suelo y yo detrás, sobre ella, tirando de sus caderas hasta lograr que quedara bocabajo sobre la arena antes de dejarme caer en su espalda. Y tranquilo, viejo, que no me la he follado; hoy no tocaba. Sólo quería tenerla controlada hasta que se tranquilizase. No digo que un día de estos no acabe ensartándola por diversión, pero hoy me he controlado y he seguido la agenda.

    Eso sí, mientras la tenía debajo la he sobado un poquito. Sólo un poquito, por pasar el rato. He echado mano a las nalgas, que aunque no tienen unos bonitos pezones, también están llenas y duritas y merecen el homenaje. Las magreé a conciencia, amasando hasta hundir los dedos en esa piel tersa como un tambor con la que algún día tengo que hacer una buena percusión. Preferentemente en un estudio de grabación, a ver si acabo ganando un Grammy. ¿Tú tenías amigos que podrían apañarme uno, verdad viejo? ¿O eran los Oscar? Globos de oro no, que esos ya los tengo a mano.

    En fin, que allí estaba, haciendo el rodeo a mi potrilla salvaje hasta rendirla por agotamiento, midiéndole la grupa por palmos, cuando se me ocurrió susurrarle al oído:

    —¿Te acuerdas de cuando te hice el amor por el culo?

    Y ¿sabes qué? Creo que se acordaba, porque se puso frenética y empezó a revolverse debajo de mí como una hormiga bajo la lupa de un niño travieso. Yo me afiancé bien sobre su lomo, agarré su melena a dos manos y disfrute de la galopada mientras el roce calentito y suave del contoneo de su grupa me iba poniendo a tono. Mi verga crecía dentro del pantalón y ella notaba la dureza apretando contra su piel y seguía revolviéndose, poniéndomela más dura y clavándosela más y más mientras cabalgábamos sobre la arena sin movernos del sitio, el jinete sobre su montura bajo el sol de un paraíso tropical. ¡Qué bonito, joder!

    Y aguantó, viejo. Aguantó lo suyo. Tiene fondo. Es resistente con un macho encima. Pero al final acabó rendida, jadeando, y yo metí la mano bajo un bikini que ya estaba fuera de su sitio y volví a tocarle el agujero. Sólo acariciarlo, dibujarle el cerito, repasar el contorno sin llegar a metérselo... esta vez.

    Fue automático. Volvieron las lágrimas y los gimoteos. Parece que siempre se echa a llorar cuando le meto algo por el culo. Supongo que ya se acostumbrará, aunque a mí no me molesta: me gustan las lágrimas. Son pequeños diamantes que las hermosas hembras regalan al mundo durante un breve instante, hasta que se evaporan por el propio calor de sus cuerpos ardientes. Y en el fondo tiene su lógica que lloren cuando te las follas. Piénsalo. Les metes un fluido en el cuerpo y otro tiene que salir. Creo que es una de las leyes de la termodinámica o algo así. Pura física.

    Al final la solté. Recolocarle el bikini, un cachete en las nalgas y a casita, de vuelta a su agujero. Se marchó amenazándome, tan enfadada como llegó, aunque no le hice mucho caso.

    Debo decir, en su honor, que ha intentado cumplir su amenaza. Hoy estaba guerrera, una auténtica valkiria dispuesta a vengar su honra y la de su culo. Ha vuelto al campamento por la noche, hace un rato, ante de que me viniera para aquí. Sigilosa y decidida, con un buen pedrusco en la mano. Un guijarro del arroyo, redondeado y del tamaño de un puño; buena elección.

    Se acercó en la oscuridad, creyendo que estaba dormido. Esperé hasta el mismo momento que levantó la piedra.

    —¿En serio? —le dije—. ¿De verdad quieres morirte de hambre, y sola?

    Se quedó petrificada, con la mano en alto, dispuesta para dar el golpe pero sin atreverse a completarlo. Tampoco huyó. Seguí picándola.

    —¡Vamos, inténtalo! Vienes a mi isla, intentas embaucarme, me espías, me robas y ahora quieres matarme. ¿Cuántos hombres tienen que morir por tu culpa, niñita?

    Se puso a gritarme otra vez, viejo. Que si cállate, que si te odio, que si no quiero volver a verte... Me gustaba más cuando no hablaba tanto, pero en fin, ya lo dice el refrán: perra ladradora, buena chupadora. ¿Era así? No sé, quizás esté pensando en otra cosa.

    El caso es que se pone a gritar que me odia y no quiere volver a verme, y yo le digo:

    —No debes odiarme tanto, preciosa. Pese a las frases hechas, esta isla sí es lo suficientemente grande para los dos, pero sigues y sigues viniendo a buscarme.

    —Si vengo es por necesidad —me dice.

    Y yo le digo que es estúpida, que si me necesita por qué quiere matarme. Y ella me promete que me matará.

    —Pues yo te prometo que volveré a encularte, preciosa —le digo—. Hasta el fondo, ¿me oyes bien? Te daré por el culo hasta que se te salgan los ojos de las órbitas, hasta que te entre un autobús londinense. Te dejaré la retaguardia tan abierta que cuando grite dentro tendrá eco. Uno de los dos va a cumplir su promesa, niñita. Y ambos sabemos quién va a ser.

    La vi dudando, con el brazo en alto, preparada para atacar. Pero sabía que no iba a atreverse. En realidad nunca tuvo opciones. Cuando la Biblia dice "quien esté libre de pecado que lance la primera piedra", son los hombres los que perdonan la vida de la ramera, y no al revés. Aunque yo siempre me he identificado más con el papel del mesías, el Elegido con mayúsculas, pese a que en este caso la única elección posible quedara entre tú y yo. Soy el pastor y ella es el ganado. En el fondo lo sabe, así que bajó los brazos y la piedra cayó a sus pies, sin fuerza.

    —Vete a la mierda —me dijo como despedida.

    Creo que ya es la segunda vez que lo hace. Empieza a cogerme confianza.


DIA 11

Ah, viejo: el pecho femenino; el seno de la felicidad; la tetas, los melones, las peritas dulces, las lolas, las ubres, las glándulas mamarias... La almohada cervical de los hombres afortunados. La fruta madura que nos ofrecen las hembras para estimular nuestro apetito, siempre dispuesta para hincarle el diente. Esas aureolas redondas como pupilas... un segundo par de ojos con el que las hembras nos miran siempre con deseo. Esos pezones endurecidos que nos apuntan, acusadores, incitándonos a liberarlas de su celo. El dedito de un bebe pidiendo una mano adulta que lo agarre, una boca que lo mordisquee.

    Por si no lo adivinas, hoy le he estado trabajando las tetas. A conciencia. Un día agradable, sin tanto conflicto ni agresividad. Es curioso lo bien que se lo ha tomado. Supongo que es el reflejo de amamantar. Siempre las vuelve más dóciles, más complacientes.

    Quiero ordeñarla, viejo; lo tengo decidido. Voy a alimentarme con la leche de esas ubres maravillosas. En unos días, cuando esté un poco más dispuesta, empezaré la estimulación regular para inducir la lactancia. Los informes médicos indican un gran potencial como ama de cría, así que habrá que aprovecharlo, ¿no crees? Para cuando te la lleve podremos brindar a su salud directamente de su cuerpo.

    Pero me estoy adelantando. El registro diario, seriedad y todo eso. Espécimen cero cero uno, día once. Procedamos.

    La hembra parece haber cambiado radicalmente de táctica, suavizando su postura agresiva en favor de una más cariñosa.

    Cabe destacar su forma de moverse al llegar al campamento, un andar notablemente tranquilo en relación al mostrado la tarde anterior. Acentuaba con descaro el bamboleo  de las caderas y llevaba los brazos cruzados bajo el pecho. No soy Freud, pero creo que quería realzar las glándulas mamarias, aunque también es una postura instintiva de defensa.

    Intentaba un acercamiento pacífico, buscando apaciguar las presumibles disputas anteriores. Respondió al mi reproche de que pocas horas antes quisiera apedrearme como una salvaje con un coqueteo estándar, según los cánones occidentales. Cito textualmente: "Es que estaba nerviosa. No estoy acostumbrada a tratar con hombres de verdad". Un intento de embaucación obvio ya que su actitud parece confirmar que sigue sin amoldarse a las obligaciones para las que fue traída. En cambio, sí ofreció ayudar en las llamadas tareas domésticas como pago por su sustento. Supongo que se refería a barrer el suelo de la maldita playa. O quizás a regar la plantas, porque una palmera que ha crecido sola desde cincuenta años antes de que ella naciera necesita que llegue ahora para regarla. También intentó sobornarme:

    —Tengo amigos —me dijo—. Amigos influyentes. Cuando volvamos podrían recompensarte. Ayudarte a empezar de nuevo.

    Creo que se me escapó una sonrisa. De pura ironía, ya sabes. Mi pobre hembrita ingenua e ignorante... Para cuando volvamos a la civilización, tú y yo, viejo, ya tenemos más que decidido lo que hacer con ella.

    —No hay un "cuando volvamos", preciosa —le dije—. Y no necesito tu ayuda. Soy rico. Un maldito genio que se ha ganado por sí mismo todo lo que tiene. Con muchos más amigos de los que te puedas imaginar. El mejor de los tíos que te han follado no serviría ni para mayordomo de mi gente.

    Que conste que dije eso sólo para que la hembra se hiciese a la idea de que me había juzgado mal, que comprendiese que socialmente estaba por encima de ella. No quería insultar a tu amigo César.

    La cosa no paró ahí. Sabe ser persistente cuando quiere. Intentó seguir negociando: que si la caballerosidad, blablabla; que si tener a alguien que me ayudara en caso de emergencia, blablabla; que si la caridad cristiana, Dios y la virgen (la virgen, que cachonda); que si contar con alguien con quien hablar... como si no estuviera ya harto de oírla. En resumen, propuso todo lo que se le ocurrió para no tener que abrirse de piernas. Yo la dejaba hablar, y hablar y hablar... Está todo grabado, viejo. Si tienes problemas para dormir puedes echarle un vistazo. Supongo que podríamos aprovecharlo como relleno: para tomas falsas o una sección cómica. Me la imagino con la imagen acelerada, como esas comedias inglesas de Benny Hill, cuando lo persigue un policía a cámara rápida mientras suena esa musiquita tan cómica. Piénsalo.

    En fin, que la dejé explayarse durante un laaaargo rato y cuando se le acabaron las ideas se quedó allí callada, mirándome. Y yo con los dedos entrelazados, como si meditara. Estuve así algunos minutos de delicioso silencio, mientras ella seguía delante, sin atreverse a interrumpir mis meditaciones, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra y sin saber dónde mirar. Creo que Hitler hacía algo parecido con sus oficiales: dejaba a todo un general esperando un cuarto de hora antes de recibirlo en su despacho y, cuando lo recibía, aún estaba callado durante un par de minutos para ver si el tipo perdía el temple allí de pie, ante la mirada penetrante de un Fuhrer silencioso. Tú luchaste contra los nazis, ¿verdad, viejo? Debías ser sólo un crío, aunque supongo que en el ejército rojo no estaban para esas distinciones.

    Pues bien, parece que la hembra tiene menos temple que un general nazi. O puede que yo imponga más que Hitler, no sé. Prácticamente temblaba de los nervios cuando me decidí a hablar. Fui directo al grano, cortando ya las tonterías.

    —¿Lo que quieres es comer sin abrirte de piernas? —le solté.

    Empezó a balbucear, pero no la deje.

    —Estuve dispuesto a darte comida, preciosa. Por pura compasión. Y tú me rechazaste. La tiraste al suelo, y ahora me vienes con tonterías. ¿No quieres que te folle? De acuerdo: no te follaré. Hoy no. Dejaré la raja entre tus piernas cerradita.

    Me acerqué a ella. Empecé a sobarle las tetas. Intentó retirarse, pero las agarré con fuerza y volví a acercarla de un tirón.

    —Eres más que un coño, Jennifer —dije. Mira tu cuerpo. Has nacido para dar placer a los hombres. Tu cara, tu boca, tus muslos, estas tetas grandes y acogedoras, ese culito sabroso que se menea pidiendo un macho. Si no quieres abrirte de piernas hoy, por mí perfecto. Puedo entenderlo. Pero no menosprecies los dones que la Naturaleza te ha dado. Estamos solos. Tú y yo. Y yo quiero disfrutar de ti, de estas tetas que me vuelven loco.

    Le besé las tetas, viejo. Arranqué el sujetador con los dientes y empecé a chupar esos pezones gruesos como tacos de billar, con su aureola sonrosada de fruta que empieza a madurar pero aún está lejos de llegar a su cenit. Chupé como un niño hambriento, como una maldita garrapata, succionando carne de primera con el ímpetu de la glotonería hasta que la enorme aureola desapareció entre mis dientes. Yo quería más, y continué amamantándome a boca abierta, embadurnándola con mi propia saliva para que pasara bien. Engullía y aquello no se acababa, viejo. Esas ubres perfectas están hechas para alimentar camadas. Unas cuantas como ella acabarían con el hambre en el mundo.

    Así que empecé a besarlas, a lamerlas, a estrujarlas, mientras ella se debatía entre mis brazos sin saber si debía echar a correr o quedarse. Porque venía con la idea de que no la follara, y no la estaba follando. ¿Entiendes, viejo? La pobre no sabía si el que le chupara las tetas era una victoria o una derrota. Es el arte de la negociación. No se trata de ganar, sino de hacer que el contrario crea que ha ganado. Así que seguí divirtiéndome con las gemelas mientras dejaba en paz la inmaculada virtud de su coño y ella siguió revolviéndose, inquieta pero dejándome hacer, mientras pasaba de las lamidas a los mordiscos y clavaba los dientes aquí y allá, con cariño, desde los sabrosos pezones a la piel tersa y calentita del borde. Encontré el bocado del día anterior y volví a hincarle el diente. Sólo un poquito, sin saña, para que le dure más la huella y se acuerde de mí cuando la vea.

    Creo que gritó. O quizá sólo fue una simple protesta, no sé. No le hice mucho caso, porque estaba ocupado empujándola hacia abajo hasta dejarla de rodillas al tiempo que me bajaba los pantalones.

    Mi verga salió disparada, un Airbus de gran tonelaje volando en el ángulo perfecto para aterrizar en la inmensa pista internacional entre las montañas rocosas. Hasta el sonido fue perfecto, viejo: entre el chapoteo y el timbal de cuero, con mi badajo cayendo a plomo sobre la piel suave y ensalivada de su canalillo, un ¡plaf! exquisito que siguió resonando sobre el rumor de las olas mientras tiraba de sus tetas hacia mí y empezaba a restregarme sobre su pecho.

    Agarré bien sus ubres y las apreté. Estrujaba y estrujaba, con los dedos clavados en las carnes densas, aplastándolas entre sí hasta que el espacio entre ellas se convirtió en un tajo recto y profundo, más tenso que el coño virgen de una colegiala mojigata. Y mi verga iba y venía, abriéndose paso a través de esa senda angosta pero suave, deliciosamente cálida, que lo acogía con la ajustada delicadeza de una vaina a su espada, de un guante a su mano, de una hembra a su macho.

    Si el infierno existe no puede ser ardiente, viejo. Debe ser un témpano de hielo, porque el calor entre sus pechos es una gozada y aquello era el paraíso, un paraíso de dulzura que se iba calentando más y más al ritmo de mis idas y venidas. La cabeza colorada de mi mejor amigo se hundía desapareciendo entre su carne y volvía a salir con brío renovado, deslizándose, encajando con naturalidad en la curva de su cuello, con su pequeña boquita intentando besar la garganta de mi hembra en agradecimiento por el placer que le estaba brindando.

    Ella se resistía, claro. Se revolvía con desgana arrodillada ante mí. Sus manos sobre mis muslos empujaban, intentando separarse, pero había hecho buena presa en sus ubres y no pensaba dejarlas escapar. Si quería irse, que se fuera, que tirara hasta arrancárselas; porque sus tetas se quedarían conmigo.

    El final llegó de pronto, con su vibración característica ahogada en la firme amortiguación de sus parachoques frontales. El primer disparo fue perfecto, viejo; un lechazo abundante, denso y bien definido, que voló directo a su boca. La pilló por sorpresa y acabó tragando más de lo que le hubiera gustado. Estuvo preciosa por un instante, bellísima, con su carita de asco y mi jugo chorreándole por la barbilla. No volví a atinarle entre los morros. Se movía entre espasmos esquivando mis disparos pero no podía huir y al final su pelo y su cara goteaban dibujando un cuadro impresionista que firmé, orgulloso, con mi propia brocha.

    El resoplido de satisfacción me salió del alma, viejo. La solté. Siguió de rodillas ante mí, con mi manguera goteando frente su cara. En el futuro aprenderá a apurar los restos, pero entonces estaba agotada y se quedó quieta, recuperando el aliento, metiendo aire a grandes bocanadas en un pecho que de nuevo bailaba libre al ritmo de su respiración.

    Le tendí la mano con una sonrisa que ella devolvió inconscientemente, como un espejo triste embadurnado en leche. Fue sólo un instante: volvió a ponerse seria en cuanto se dio cuenta, pero aceptó mi ayuda para levantarse.

    —Ve a lavarte —le dije. Y le solté un azote en el trasero para dirigirla hacia el mar. Así se va acostumbrando.

    Cuando volvió ya tenía dos pescados ensartados dorándose al fuego. Se sentó donde le indiqué y esperamos en silencio a que se asaran. Había seleccionado las mejores piezas de nuestra cámara frigorífica. Mi fierecilla salvaje empezó a devorar el suyo con el ansia de la desesperación.

    —Tranquila, preciosa —le dije—. Saboréalo. Después, si quieres, te preparo otro.

    Le di leche de coco, para ayudarle a pasar el pescado y ese trago improvisado de jugo de macho. No es tan nutritiva como la de mi propia cosecha, pero se ve que la asimila mejor. Al menos por ahora, porque te aseguro que llegará el día en que ella misma me pida su ración diaria. Curioso, ¿verdad, viejo? La leche de coco, la sopa de almejas, mi esencia condensada... Parece que, mientras esté en la isla, toda la bebida que va a tomarse salvo el agua es blancuzca y rica en hidratos.

    Lo tragó todo y pidió más. Al acabar hizo amago de irse, pero la retuve por la muñeca, con suavidad pero con firmeza. Le ofrecí fruta y siguió comiendo, sentada junto a la hoguera. Yo me senté a su lado, bien cerca, mirando el mar en el horizonte en plan filósofo.

    —¿Sabes, Jennifer? Estamos solos, tú y yo. Un hombre y una mujer en este paraíso alejado de la civilización —le puse la mano sobre el muslo y empecé a frotarlo con suavidad—. Macho y hembra. Es lo que somos, lo que nos queda. Acabarás quedándote conmigo para calentarte por las noches. Ambos lo sabemos. Vete ahora si quieres; mañana volverás.

    Al final se fue, viejo. Sin prisa, mirando atrás llena de dudas, se marchó a la pequeña madriguera del conejo. La saludé con la mano cuando se alejaba y ella devolvió el saludo. No tengo ninguna duda de que mañana dormiremos juntos en el campamento. Así que me tocará joderme en el maldito camastro de hojas de la playa en lugar de mi estupendo colchón visco-elástico.

    Lo que tiene que hacer un hombre para follar.


DIA 12

Bueno. Vamos allá.

    Intentaré ser breve. Es tarde y estoy cansado; mi yegüita salvaje me ha tenido ocupado hasta la madrugada pero aquí estoy, dispuesto para completar el registro diario. Después no vayas diciendo que los jóvenes no tenemos disciplina de trabajo.

    En fin. Una de las etapas del proceso, tal y como ha sido concebido, está orientada a lograr que la hembra se sienta sola y vulnerable. La idea fundamental es que vuelva a un estado más salvaje de hembra pura y busque instintivamente la protección masculina.

    Por ello, para esta primera implementación se ha seleccionado un espécimen cuyas características mentales se adecuan perfectamente a esta etapa. En su vida anterior, la hembra cero cero uno destacaba por una flexibilidad moral que le facilitaba el entregarse a hombres ricos y poderosos que le aseguraran la subsistencia. La idea es debilitar, o romper, esos resquicios morales y desplazar el foco de interés de la hembra, del dinero al propio concepto del macho protector. A partir de los resultados obtenidos se planea repetir el proceso seleccionando especímenes con sistemas morales más restringidos en las futuras implementaciones.

    Tras unos días de vaivén anímico, la cero cero uno parece haber entrado en una etapa de decaimiento combinado con una excesiva sensibilidad con respecto al entorno que la rodea. Se asusta o se pone alerta ante ruidos inesperados, movimientos de la vegetación o contactos no previstos, pero más allá del propio sobresalto no hay ningún tipo de reacción de huida. Este estado sugiere la aceptación instintiva de sus propias limitaciones y su predisposición para aceptar la figura de un protector externo.

    Los síntomas empezaron nada más despertar. El video muestra que ha tenido un sueño inquieto que finalizó bruscamente debido al graznido de un pájaro. Tras despertar permaneció inmóvil durante un periodo mayor del habitual. Cronometré veinte minutos, en los que la hembra siguió acuclillada en su agujero, en postura tensa, atenta a todo lo que la rodeaba como si lo viera por primera vez.

    Finalmente pareció percatarse de su propio apetito y emprendió su cada vez más habitual paseo en mi busca. El caso es que yo estaba aún aquí. Los sistemas me habían despertado en cuanto empezó a moverse. Me estaba preparando un expreso y vigilándola por los monitores cuando la vi llegar al campamento. Se puso a buscarme, mirando alrededor con ciertas ansias, no sé si con la esperanza de encontrarme o debido simplemente a su nuevo estado; aunque las dos opciones son prometedoras.

    Al final se limitó a sentarse junto al fuego y esperar. Es una buena señal, viejo. Muy buena. Había algunos pescados crudos colgando del árbol y cocos abiertos listos para tomar, pero la hembra esperó a que yo llegara para que le diera de comer. Así que decidí acortar el desayuno y pasé de los croassanes: no iba a llenarme de mantequilla si tenía que volver a desayunar junto a ella. Cuando llegué seguía sentada en el mismo sitio. Volvió la cabeza con una rapidez nerviosa al notar mi presencia. La saludé con una sonrisa:

    —Hola, Jennifer.

    —Hola... —contestó. Balbuceaba queriendo añadir algo más. Me decidí a ayudarla.

    —Fran. Llámame Fran.

    —Fran —repitió. Lo dijo con cierta satisfacción, con una voz agradable.

    —¿Quieres desayunar?

    Preparé erizos de mar y leche de coco y unas bayas parecidas a dátiles que crecen en los arbustos entre las rocas. Lo comió todo con tranquilidad, casi resignada a tener que alimentarse. Sus labios se cerraban sobre la comida con una lentitud deliciosa y cuando por fin terminó coloqué mis manos sobre sus hombros.

    —Ahora toca el postre, preciosa —le dije, y presioné para tumbarla sobre la arena.

    Parecía cansada. Oponía resistencia con desgana, pero no intentaba huir. Negaba con la cabeza con un "No, no, no" de plañidera mientras iba bajando poco a poco. Suspiró con resignación cuando alcanzó esa horizontalidad que habrá de serle tan natural dentro de poco. Sus ojos fijos en un cielo azul sin nubes se humedecían mientras mis manos bajaban hasta sus caderas buscando las tensas tirar que mantenían el bikini tapando sus deliciosos orificios de entrada.

    Costó que saliera. Siempre cuesta más bajarles las bragas cuando tienen un buen culo, ¿verdad, viejo? Cintura estrecha y grupa robusta, una combinación deliciosa a la que la tela se ajusta como el molde a un pastel caliente. Tuve que sacárselo a tirones. La propia hembra alzó la pelvis para facilitarme el trabajo. Lo fui pasando con lentitud por sus muslos, por sus pantorrillas... El estorbo al fin salió y pude abrirle las piernas a dos manos.

    Todo entre sus muslos tiene la consistencia suave y acogedora de una virgen preadolescente. Lo lleva depiladito, viejo. Como a mí me gusta; como debe ser: que todo deslice sin estorbos. Sé que más pronto que tarde voy a tener que buscar una excusa para proporcionarle algún medio de depilación, pero por ahora me vale. Nos consta que se hizo el láser, pero por alguna razón prefirió no quitarse para siempre el felpudo.

    Allí estaba, viejo. Expuesto desnudo en su apretada y elástica belleza. Salvo en las fotos que nos pasó su ginecólogo, nunca había tenido la oportunidad de contemplarlo con tanta tranquilidad. Allí estaba el pozo de los deseos, la entrada al jardín de las delicias, la sonrisa cachonda de las hembras en celo... el sacro y santísimo coño, con sus labios húmedos y brillantes, fruncidos pidiendo un beso.

    Y se lo di, viejo. Me colé entre sus piernas y le di un buen bocado metiendo la lengua. Estaba caliente y firme; carne jugosa en su punto.

    Noté como se tensaba con el contacto: su raja contrayéndose sobre sí misma, sus muslos  rígidos bajo mis manos. Los agarré con fuerza para que no intentara cerrarlos. De hecho, tiré para abrírselos un poco más, aunque tenía claro que no iba a seguir dándole motivos para quejarse.

    Su coño es agradable al paladar, un plato jugoso de dulce textura, pero tú y yo sabemos que no hay que malacostumbrarlas, especialmente antes de tenerlas bien domadas. Así que apenas segundos después de empezar la comida me separé de su raja simulando una más que convincente cara de asco.

    —Joder, zorra —le dije fingiendo enfado—. ¿Cuánto hace que no te lavas?

    No contestó. Seguía tumbada mirando al cielo. Cerró las piernas despacio, apática, pero al final apretaba los muslos y pareció recordar que tenía manos, porque usó una para cubrir su entrepierna en una extraña demostración de pudor.

    Yo me puse a rebuscar entre mis cosas y saque una pastilla de jabón. Era una de esas con la superficie irregular y grumosa, hechas de sebo y sosa caustica y algún perfume floral o lo que sea. Quedan la mar de artesanales, pero la fábrica está a las afueras de París y cada pastilla cuesta un buen pico. La tiré a su lado.

    —Toma. A ver si te acuerdas de cómo se usa.

    Me largué. Volví a las oficinas y me puse a ver una película mientras ella seguía allí tumbada. Al final se fue. Se llevó la pastilla de jabón.

    Pasó la mañana y buena parte de la tarde deambulando sin rumbo por la selva. Se sentaba mucho, viejo. A cada rato. Cada vez que llegaba a una playa se sentaba en la arena y se quedaba mirando el mar. Así, en plan supercontemplativo. Podríamos usar alguno de los fotogramas como publicidad. Ya sabes: playa tropical paradisíaca, agua cristalina, arena blanca y una maciza en bikini mirando las olas. También podríamos poner la huella de su culo sobre la arena. Como prefieras.

    Al caer la tarde llegó a la cascada. Me pareció que llegaba sin proponérselo, sorprendida de que su paseo la hubiese llevado hasta allí. Se bañó en el riachuelo enjabonándose con suavidad, superlento, frotando en círculos sobre cada centímetro de piel. Un día de estos voy a ducharme con ella, viejo. La embadurnaré bien de jabón y luego me limitaré a tumbarme. Que se frote contra mí hasta dejarme lustroso. Quiero comprobar de primera mano si esas tetas tersas y enjabonadas son tan resbaladizas como me parecieron. Está decidido. A partir de ahora sus tetas y su coño serán mi esponja.

    Y hablando de coños, al principio no se lo lavaba. Se restregaba todo el cuerpo pero parecía que no quería acercarse a los temas importantes. Para cuando acabó de enjabonarse y se metió bajo la cascada para el aclarado, el avión ni siquiera se había acercado al triángulo de las Bermudas. Ya estaba limpita y reluciente cuando se quedó parada bajo el torrente de agua. Quieta, con las manos alisándose el pelo, se quedó inmóvil mirando hacia abajo contemplando como el agua se rompía bajo el chorro de la catarata. Entonces empezó a llorar. Me di cuenta enseguida, porque mi hembrita es de esas cuyas lágrimas se notan aunque estén bajo la lluvia.

    Echó mano al jabón y empezó a restregarse con fuerza entre las piernas. Frotaba tanto que temí que se le desgastara. Después de un día de apatía, recuperaba su energía salvaje dirigiendo su furia a la raja entre sus muslos. Y yo la miraba y sólo se me ocurría pensar que con tanto roce ese coño iba a acabar la mar de calentito.

    Preparé ostras para la cena, con su chorreoncito de limón y vinagre. Ya sabes que dicen que son afrodisíacas. Un engaño de los productores, por supuesto, pero da igual. Lo que importa es la excusa, que ella se pueda engañar a sí misma diciendo que fueron las ostras. Ya está preparada para pertenecerme. Quiere acostarse conmigo, lo sé. Su instinto la empuja a unirse a mí, a apresarme. Es ley de vida.

    Llegó al caer la noche. Limpia y perfumada, meneando las caderas. Se sentó de rodillas a mi lado y yo cogí una ostra y la arranqué de su concha.

    La puse ante ella, la carne jugosa resbalando entre mis dedos a sólo unos centímetros de su boca. La dejé allí, invitándola, y ella abrió los labios para que yo penetrara entre ellos proporcionándole su alimento. Pero no lo hice. No, señor. Seguí inmóvil hasta que ella misma se inclinó y empezó a comer de mi mano. Se metía mis dedos en la boca y succionaba y lamía mientras yo iba cogiendo una ostra tras otra y dándoselas a comer. Comía con ganas pero lloraba en silencio, porque se ve que todavía no le gusta comer de mi mano.

    Llora mucho, viejo. Quizá demasiado, según como le venga el día. Pero no importa: así se desahoga. Lo bueno es que no es un llanto estridente y no estropea su belleza, sino todo lo contrario; los ojos le brillan y unas lágrimas gruesas, cristalinas, le dejan un rastro en las mejillas que le da un irónico aspecto de virgen renacentista bien desarrollada.

    Le lamí la cara para probar sus lágrimas. Sabían bien y así se lo dije. Incluso recogí una y se la llevé a los labios para que ella misma se catara. La tenía allí, inclinada sobre mi mano, con sus labios fruncidos posándose sobre mis dedos, saboreando su propia humedad, cuando decidí que quería conocer su boca.

    La besé. Así, sin más. La agarré por la barbilla para que no apartara la cara y me lancé a por sus labios. La pilló un poco por sorpresa, pero no podía apartarse y, cuando fui a meterle la lengua no encontré resistencia. Ganó confianza rápido, acoplando sus labios a los míos. Su lengua perdió pronto la timidez y empezamos a juguetear en un baile húmedo mientras cerraba los ojos y me dejaba explorar la profundidad de su boca.

    Fue un beso natural, viejo. Algo inevitable. Cierto que ya la había besado antes: algún piquito casto y rápido, de despedida, después de haberme recreado en otras partes de su cuerpo. Pero nunca un morreo largo y correspondido. Hasta a mí me sorprendió lo fácil que lo aceptaba. Aunque es verdad que ya le había metido la verga hasta la garganta y eso siempre ayuda a que haya más confianza.

    Cuando me separé se quedó unos instantes con la cabeza ladeada y los ojos cerrados, con los labios fruncidos pidiéndome que siguiera. Para cuando volvió a abrir los ojos yo ya estaba atravesando la vegetación camino a la playa más cercana. Ella me siguió, por supuesto. Empecé a quitarme la ropa, sin detenerme. El agua no estaba fría, que para eso nos hemos comprado una isla en el trópico, para que nuestras ilustres pelotas no protesten si nos da por bañarnos a las tantas y en bolas. Ella contemplaba plantada sobre la arena como yo chapoteaba metido hasta los hombros en el mar oscuro de la noche paradisíaca. Le hice un gesto invitándola a unirse.

    —¡Vamos! —le grité.

    Dudó un instante antes de quitarse el pareo y el biquini y empezar a caminar hacia el agua, con sus hermosas tetas botando al ritmo bamboleante de sus caderas.

    Se acercó con timidez. Le tiré un poco de agua a la cara y sonrió antes de devolvérmela. Coqueteaba, viejo. Se pasaba la mano alisándose el pelo recién mojado y miraba invitándome a actuar. Cuando la atraje hacia mí no tuve que ordenarle que abriera las piernas.

    Agarré bien sus nalgas y se colgó de mi cuello. Aplastó los pezones contra mi pecho y envolvió mi cintura con sus muslos. Le entró con facilidad, empalada por su propio peso, por el vaivén de las olas que la mecían arriba y abajo sin descanso. Su raja estaba apretada, húmeda incluso bajo el agua, porque era la humedad caliente de una hembra que había aceptado que lo era.

    Yo la alzaba a pulso y volvía a clavarla, dentro y fuera, una y otra vez. Ella cooperaba, con sus brazos enlazados a mi cuello y la fuerza de su poderosa grupa ayudándome a elevarla antes de dejarla caer de nuevo sobre mi carne endurecida.

    Estaba entregada, viejo. Su boca buscaba la mía y a veces le dejaba encontrarla. Sus pechos se apretaban, suaves y pesados, con los pezones duros grabando sobre mi piel el mapa de los vaivenes de su portadora. Todo un océano nos rodeaba, pero ni una gota de agua podía colarse entre nuestros cuerpos pegados. Entre sus piernas, su raja sonrosada recibía mi pistola como una funda nueva, de cuero fresco y flexible, destinada a ajustarse con el uso, con el continuo enfundar y desenfundar, a la forma del cañón para el que fue diseñada.

    Sabe usar el coño, viejo. Usarlo de verdad. Es fácil distinguir a las que son meros agujeros de las que saben mover cada húmedo músculo de su interior al son caprichoso de su voluntad. Cuando quiere, mi nueva yegua es una maravilla, que se abre para dejarte entrar y se cierra contigo dentro, impidiéndote salir, apretando sobre tu carne con una mente propia y primitiva que te atrapa y te arrastra más y más a su interior: las arenas movedizas del placer encerradas entre los muslos macizos de una hembra entregada.

    Ella notó mi final antes incluso que yo. Empezó a moverse en círculos, siempre clavada, siempre hasta el fondo, mientras su útero ardiente vibraba al compás de mi verga. Me descargué en su interior, con sus paredes entrenadas masajeándome, extrayendo mi esencia, sin dejarme salir de ella hasta haber obtenido la última gota.

    Volvimos a hacerlo más tarde, en el campamento, junto al fuego. La monté hasta hartarme, con ella debajo, como debe ser, aunque la dejé abrirse de piernas a su manera. Algunas las separan mucho y otras poco; algunas las mantienen rectas y otras doblan las rodillas; algunas apoyan los pies en el suelo, otras en el aire y otras los entrelazan abrazándote con sus muslos. Cada mujer es un mundo y es bueno descubrir sus preferencias antes de hacer que se adapten a las tuyas.

    Mi hembrita es de las que se abren con generosidad, exponiendo su coño como la entrada ineludible de la firme pared de sus muslos llenos. Una vez te acoplas y la tienes bien clavada, se cierra sobre ti, con sus caderas macizas apretando tus costados y las piernas al aire, apuntado al mismo cielo al que está dispuesta a llevarte.

    Cubrirla es algo natural. Una vez sobre ella el cuerpo va solo. No hay que apuntar, no hay que pensarlo; empujas y todo tu impulso se dirige automáticamente a su interior. Puedes relajarte y descansar sobre sus formas firmes y redondeadas mientras el instinto va haciendo su trabajo.

    Acabé sudando, intentando recuperar el aliento con la cabeza recostada entre sus tetas enormes. Nos quedamos dormidos junto al fuego, separados, pero el jergón es ancho y cómodo y me fui acercando en sueños hasta acabar echándole el brazo por encima. Ella se sintió algo incómoda con la cercanía, pero al final se quedó dormida conmigo pegado a su espalda y mi mano agarrándole una teta.

    Así que aquí estoy, en plena madrugada. Supongo que acabaré construyendo una cabaña en condiciones o algo así, pero lo que queda de noche me toca dormir a la intemperie, aunque al menos tendré un bonito juguete para calentarme.

    Creo que voy a llevarle un regalo: un collar con una perla. Que pueda pensar que es salvaje, de las ostras de la isla. Se lo colgaré del cuello antes de que despierte. No hay que olvidar el refuerzo positivo. Además, servirá de excusa si se ha despertado mientras no estaba. Si va a quedarse conmigo debo enseñarle a no sentir curiosidad por mis excursiones nocturnas.

    Es irónico, ¿verdad? Una perla blanca y pura para una hembra que está acostumbrada a recibirlas precisamente por no serlo. Seguro que la habilidad de su coño le ha valido más de un regalo de parte de sus amantes.

    Esa fue una de las grandes dudas que tuvimos a la hora de escogerla, ¿recuerdas? Elegir una niña a estrenar o una mujer ya usada. Su experiencia es algo bueno y malo a la vez: el virtuosismo técnico frente a la emoción de la novedad. No puedo evitar pensar que me hubiese gustado desflorar a esta muchacha. En fin.

    Cuando volvamos a la civilización voy a hacer que le reconstruyan el himen sólo para poder rompérselo de nuevo.


DIA 13
La hembra despertó primero y tuvo que aceptar que había dormido a mi lado y lo había hecho mejor que ninguna otra noche desde que llegó a la isla.

    Yo me levanté con un "Buenos días, preciosa" y le pregunté si quería desayunar. Asintió. Quise animarla un poco y le lancé un piropo mañanero sobre lo guapa que estaba con el pelo revuelto. Sonreí. Me devolvió la sonrisa.

    Empecé a preparar el desayuno y la invité a ayudar. Quiero convertirla en ama de casa, viejo. Que se sienta útil. No la haré barrer el suelo, pero puede ocuparse de todo lo demás.

    Comimos sentados sobre la arena y, al terminar, me levanté, saqué la verga y la planté delante de su cara.

    Dudó. Duda mucho, pero poco tiempo. No quería forzarla, pero debía dejarle claro que no iba a levantarse de la mesa hasta haberse tomado su ración diaria de leche condensada. Al fin y al cabo, el desayuno es la comida más importante del día, así que insistí en que se alimentara correctamente. Permanecí plantado, balanceando el badajo delante de su cara mientras ella lo seguía con los ojos, hipnotizada. Lo acerqué a sus labios hasta casi rozarlos, sacudiéndolo, invitándola en plan "aquí lo tienes, preciosa, todo para ti".

    Suspiró, abrió la boca y empezó a lamer la punta. Usaba la lengua y los labios, recreándose en su textura como un caramelo goloso. Entonces empujé un poco, para ayudarla a que tragara más. Se ve que a estas niñas bien de restaurante de comida fusión les cuesta meterse un buen pedazo de carne en la boca.

    —Vamos, preciosa. Un poco más —le decía—. ¡Toda! ¡Toda!

    Pero no podía con toda. Aún no. Una vez le abres la mandíbula ya empieza a chupar con más ganas, a comer de verdad. Pero le falta profundidad. Le falta experiencia para poder alojar un buen rabo hasta los mismísimos cojones. Tengo que empezar a entrenar su garganta, follarle la boca un poquito más a fondo cada día. Para cuando acabe con ella tendré una calva con la forma de su nariz grabada en mi vello púbico. Eso te lo prometo.

    A mitad de la mamada le agarré la cabeza a dos manos y empecé a darle a mi ritmo, con suavidad pero con insistencia, buscando ahondar un poco, que se acostumbrara a tener la boca llena. Entraba y salía sin detenerme, con mi verga patinando sobre su lengua húmeda, dentro y fuera, dentro y fuera, grabando mi sabor en sus papilas gustativas. Yo la animaba, viejo. Le decía que lo estaba haciendo bien, que podía conseguirlo. Ella no contestaba: se ve que no podía articular palabra de la emoción.

    Creo que en un momento dado yo mismo me emocioné demasiado. Empecé a taladrarla como una maldita máquina de coser, bum bum bum,  chapoteando saliva caliente desde su boca abierta. En una de las idas y venidas me adentré demasiado y el badajo hizo sonar la campanilla.

    Sentí la maravillosa sensación, esa que tanto nos gusta, de tener los cojones bañados por el vómito caliente de una garganta sin adiestrar. No me detuve, por supuesto. Bajé un poco el ritmo, pero la agarré con firmeza y continué dándole caña mientras el líquido seguía fluyendo en oleadas alrededor de mi verga.

    Que conste que no la culpo. Ninguna hembra nace sabiendo y ésta, pese a su potencial, tiene mucho que aprender. Es una simple cuestión de etiqueta: una señorita bien educada no se levanta de la mesa antes de terminar de comer ni deja una verga a medio mamar. Hay que hacer las cosas bien. Así que seguimos un buen rato, con ella tragando mi miembro regurgitado hasta que me corrí entre espasmos en su boca.

    Cuando salí de ella hizo ademán de escupirlo, pero estuve rápido. La agarré por la mandíbula y la obligué a mirarme.

    —Si escupes lo recogerás de la arena con la lengua —amenacé.

    Tragó con cara de asco, aunque creo que se molestó más por los restos de vómito que por mi semilla. La dejé ir a lavarse mientras me tumbaba al sol disfrutando de la relajación que sigue a la descarga de una buena mamada. Yo creo, viejo, que esa tranquilidad, esa paz, es la forma que tiene el Universo de decirnos que librarnos de nuestra carga en la boca de nuestras mujeres es el orden natural de las cosas. Ni la más refinada técnica de meditación puede igualar ese momento. No es por la descarga, sino por la mamada en sí. Dejarse ir en la boca de una hembra es mucho más dulce que en cualquier otro agujero, no sólo por la falta de quejas y el relajante silencio de una boca ocupada, sino por la cooperación mutua. Porque con la mamada la hembra pone la intención: tiene que ayudar, ya sea de forma pasiva o haciendo uso de sus artes. Por eso la felación es la marca que distingue a las aficionadas de las auténticas expertas en el placer masculino.

    La mía es aún novata. Empezó chupando la punta, y no lo hacía mal: jugueteaba con la lengua y masajeaba con los labios, atacando desde varios ángulos. Pero en cuanto empecé a profundizar marcando el ritmo se volvió completamente pasiva, un agujero abierto aguantando mis idas y venidas durante la follada bucal, con la lengua inmóvil aplastada bajo mi polla.

    Tiene mucho que aprender y por eso hoy he tenido que sacrificarme. Ya sabes que me gusta lento y profundo, pero a las neófitas hay que darles a buen ritmo e ir ganando profundidad poco a poco, día a día. Hay que entrenar sus lenguas y enseñarles que sus labios deben, siempre, apretar con dulzura la carne de su macho.

    Como premio a su dedicación he prometido ir a buscar para ella una fruta muy sabrosa que crece en lo alto de la montaña. Una excusa, claro, porque hoy hay partido y con el desfase horario lo retrasmiten a media mañana. Me despedí con un "estás en tu casa" y he pasado las últimas horas de genuino relax, copa y puro, viendo al Olimpique contra el Inter en la tele de plasma mientras en una esquina de la pantalla monitorizaba a mi hembrita descubriendo su nuevo hogar y ordenando las cosas como una buena ama de casa.

    Ganó el Inter, por cierto. Y el realizador tuvo la gentileza de ofrecer algunos planos de aficionadas bastante apetecibles. Eso me ha hecho pensar que deberíamos buscar una hembra mediterránea como siguiente espécimen. Italiana o francesa. O española. O griega, si lo prefieres. Mi sabio y difunto abuelo solía decir que lo único que echó en falta cuando tuvo que huir del viejo continente fueron las mujeres. Cató más italianas de las que pudo contar y un buen puñado de francesas... y alguna fanática de las SS a la que mamporreó a conciencia por meterse con el tipo equivocado. Dejó a mi padre la sagrada tarea de conquistar las américas, empezando por las argentinas y terminando por las canadienses. Y yo he seguido la tradición familiar derramando mi semilla por los seis continentes. (Te saco uno, viejo. Debiste apuntarte a aquella expedición a la Antártida.)

    Una italiana. ¿Qué te parece? Del sur. Una italiana pura, de pelo negro y ojazos y buenas caderas. Con pecho mediano pero bien definido: dos peritas firmes bailando al son que les marques, clavándose duras en tus pectorales cuando la aprietes contra ti. Sería preferible una universitaria, pero de pueblo, una chica sencilla. Podría ganar algún concurso, algún crucero o algo así, cualquier excusa tonta para traerla. Pero que no venga acompañada por ningún hombre, como ésta. De menos de veinticinco. Y soborna a su ginecólogo para comprobar si es virgen. Quiero desvirgar una sobre la arena ardiente de la isla: nuestras instalaciones merecen ser bautizadas oficialmente con la sangre de una doncella igual que un buen barco merece que se rompa contra su casco una botella de vino. O quizá podría usar la botella para desvirgarla y después bautizar con ella la isla, no sé.

    Pensándolo bien, si es virgen casi es preferible olvidarnos de las más jóvenes, de las de dieciocho, diecinueve o veinte. Cuanto mayores son menos probable es que se hayan mantenido vírgenes por falta de oportunidades. Prefiero una beata maciza que haya reservado su virtud, o una romántica que se reserve para el chico perfecto. Es más divertido quitarles la virginidad sabiendo que la valoran.

    Pero italiana, ¿de acuerdo? Las italianas son más duras, menos lloronas. Ésta ya me tiene harto con tanta lágrima.


DIA 14

Ayer me quedé dormido en las instalaciones y, para cuando volví al campamento, la hembra parecía sumamente preocupada por mi ausencia.

    Me disculpé por dejarla sola y le entregué la fruta prometida además de alguna otra chuchería que cogí de la despensa, pero no le di más explicaciones. En lugar de eso me senté y la llamé a mi lado.

    —Siéntate aquí, preciosa —le dije mientras me palmeaba el muslo.

    Pasé un buen rato sobándola mientras nos besábamos. Disfrutaba su cuerpo, con una mano amasando una ubre generosa y la otra clavada con firmeza en la elástica solidez de su culo. Palmeaba sus nalgas, las masajeaba y arañaba mientras el caliente coñito atrapado entre ellas iba humedeciendo mi regazo a través de la tela del bikini.

    Le solté un azote. Cariñoso. Se quejó un poquito y le di una bofetada suave en la mejilla antes de volver a besarla. Quería ver en qué caso responde mejor. Tengo que empezar a zurrarla, a calentarle el culo para que se vaya acostumbrando. Uno de estos días le soltaré una azotaina rápida por cualquier falta menor, para ver cómo reacciona. Hoy me he limitado a tenderla sobre mis rodillas y bajarle el bikini para que se fuera adaptando a la postura.

    Allí estaba la grupa de mi yegua en todo su esplendor, a mi alcance. Agarré las nalgas y las abrí. Su agujerito se mostraba tímido ante mi presencia, contrayéndose sobre sí mismo, expuesto a la brisa marina y a la luz del sol. Se ha recuperado bien pese a su brusco debut, lo que resulta de lo más prometedor, viejo. Lo masajeé. Repasé su contorno con el dedo para asegurarme de que todas las fisuras se habían cerrado. El pequeñín intentaba huir, encogerse hasta desaparecer en el interior de su propio y cálido vacío. Lo apuntalé para evitar que escapara y quedó atrapado en su propia carne, su anillo de compromiso contrayéndose y dilatándose, temblando en espasmos alrededor de mi dedo.

    Mi hembrita se quejó de la invasión. Me había olvidado de ensalivarlo.

    —Tranquila, preciosa —le dije—. Sólo quiero comprobar si ha curado bien. Si te sigue molestando, más tarde te pondré un poco de aquella pomada. Pero no parece que haga falta. Este anito está perfecto. Listo para volver a la acción. Un día de estos tengo que volver a hacerte el amor por el culo.

    Adivinas qué, viejo. Se echó a llorar. ¡Otra vez! Que hembra más sensible. Y eso que ya tiene experiencia. Supongo que la primera enculada la dejó un pelín traumatizada, pero qué se le va a hacer. Ese tipo de traumas sólo se curan de una manera: rompiéndole el culo de nuevo, las veces que sea necesario.

    Además, es mejor que no les guste, que si no luego no hacen más que ponerse en pompa para que les ensartes el ojal. Y no es que esté mal, pero acabas con la polla hecha unos zorros por culpa de las muy zorras. No. Lo mejor es que les duela un poco, que tengan un poquito de miedo aunque en el fondo todas estén deseando sentirse llenas de macho. Para eso tienen los agujeros: para tapárselos. Nunca se hizo un recipiente para estar vacío.

    A medio día comimos y ella volvió a probar su postre cremoso. Esta vez no vomitó.

    Por la tarde la coloqué a cuatro patas. Busqué el clítoris y puse a prueba su sensibilidad. Pasó la prueba con creces, porque no puede evitar ponerse cachonda por mucho que se resista. Muy pronto mi mano empezó a deslizarse sobre una raja resbaladiza que chapoteaba con el contacto. Metí los dedos y palpé por dentro esos músculos vaginales nacidos para masajear vergas.

    Reemplacé los dedos por mi coleguita de cabeza sonrosada. Le entró con facilidad, con un gemido apagado, ensartándose hasta el fondo mientras sus nalgas macizas se aplastaban contra mi pelvis.

    Le va esa postura: su melena castaña deslizándose sobre la espalda, la grupa en alto planteando la difícil decisión de escoger entre sus orificios, las tetas aplastadas contra el suelo desbordando sus costados. Queda bien en ella, natural. La monta es como la respuesta obvia a la pregunta muda de su cuerpo ofreciéndose. Puedes recargarte sobre su espalda y dejarte ir en su interior mientras su carne se acomoda a las embestidas.  

    Decidido: va a pasar mucho tiempo a cuatro patas. Me gusta como luce. Aunque atacarlas desde retaguardia también tiene sus inconvenientes, especialmente en hembras como ésta, en las que cogerlas por detrás te priva del espectáculo de dos grandes tetas botando sobre un hermoso rostro gimoteante.

    A veces reflexiono, viejo. Me pongo filosófico y me pregunto por qué las chicas no serán como las muñequitas barbis. No de plástico, que algunas ya lo son, sino con la cintura articulada. Así la podrías girar y ponerle el culo en pompa al mismo tiempo que le ves las tetas y la cara de zorrona con esa agradable mueca de disgusto mientras las sodomizas. Ya sabes: todo en uno.

    Pero a la vista de esas imposibilidades fisiológicas que algún día debemos ver solucionadas, habrá que conformarse con la clásica postura de la perrita, que pese a no ser perfecta es probablemente la mejor. Además, esa postura le recuerda a la hembra su papel de hembra. Es más salvaje, menos civilizada. Hay más contacto genital, más profundidad. Te deja embestir con fuerza, agarrándote de su cintura y cargándote sobre su espalda para que la sienta como las montas. O cogerla del pelo para iniciar la cabalgada. A cuatro patas debe subir la pelvis para facilitar la penetración; salvo que prefiera que se la metas por el culo, claro. Debe sacar el coño para fuera, que sobresalta entre sus nalgas gruesas, como una mona ante el macho alfa.

    Otro buen motivo de reflexión, ¿verdad, viejo? A las monas se les hincha el culo cuando están en celo. Nuestras hembras lo tienen siempre hinchado. La conclusión es obvia. Y si el macho alfa monta a las monas sin preguntar, guiándose sólo por esta señal trasera, las hembras humanas no deberían quejarse de lo mismo. Sus bocas pueden negarlo, pero sus culos rollizos están pidiendo a gritos que te las folles. Cuando huyen de la violación en realidad no están huyendo: se dan la vuelta y te ofrecen la retaguardia para que quede claro el mensaje.

    El mensaje de mi hembrita estaba claro, viejo. Tienes que verla, allí, bien entregada, la frente sobre la arena y el culo en alto, con su rajita vertical a la altura perfecta para recibirme. Y yo: pim pam pum, marcando la percusión sobre su culo mientras ella apretaba bien el coño cada vez que me sentía dentro, como diciendo: "No, por favor. No te vayas. Este es tu sitio". Así, con esa voz suave y aguda que sale de los labios húmedos de un coño entregado.

    Seguro que se engaña a sí misma, viejo. En su cabecita de hembra disfrazada de pija reconvertida en putón isleño se dirá que aprieta el coño para hacerme acabar antes. Se dirá que sólo quiere que sus obligaciones de hembra duren lo menos posible. Pero en el fondo sabe que lo hace por complacerme. Quiere agradar al macho al que pertenece; esa es la verdad. Quiere darme placer. Y punto.

    Le metí un dedo, ¿sabes? En el culo, mientras la follaba a cuatro patas. Y le susurré en el oído:

    —Pronto, preciosa, pronto...

    Apretó aún más el coño ante esta amenaza. Y también el culo, con fuerza. Un delicioso adelanto del placer que sentirá mi verga en esa fundita tan caliente y estrecha cuando ocupe de nuevo su lugar.

    Me corrí dentro. No importa: los sistemas de seguimiento aseguran que, al menos de momento, no se quedará preñada. Otro día nos ocuparemos de ese tema. Hoy no. Hoy simplemente la dejé ensartada y me puse a besar su nuca mientras mi semilla iba inundándola.

    Las descorché y bajé de su lomo. La felicité por la galopada y cada uno siguió con sus asuntos el resto de la tarde. Todo natural, sin dramatismos.

    En un momento dado se dio cuenta de que la corrida le goteaba por los muslos. Fue a lavarse sin decir nada y sin decir nada volvió. Y las cosas del día a día siguieron su curso. Entonces me di cuenta de que nuestra prueba está saliendo realmente bien.

    Creo que voy a tomarme unas pequeñas vacaciones. Ya sabes: una escapadita corta, para ver a la parienta y que puedas visitarnos en casa. Nos tomaremos un vodka en el mismo corazón de Europa, a la salud de nuestro experimento tropical. Tú invitas. Por la hembra no te preocupes: en este momento ya está lo bastante domada como para dejarla sola. Dejaré comida y me iré con cualquier excusa, como buscar provisiones en algún lugar inaccesible o entre los restos de algún naufragio. No sé, algo que suene peligroso. A ver si cuando pasen los días sin que vuelva me echa de menos.

    La controlaremos por satélite para comprobar cómo se gestiona el sistema a distancia. Ese aspecto siempre me ha generado dudas. Tú eres el experto en tecnología, pero sigo pensando que con tantos sensores e imágenes en alta definición necesitábamos más ancho de banda.

    En fin, viejo. Mañana te mando los registros de la semana y a ti te veo en unos días. Y no te preocupes: lo tengo todo planeado para cuando vuelva. En la próxima etapa he decidido centrarme en su culo. Tiene que ir acostumbrándose a tenerlo caliente. Y lo que es más importante: tengo que volvérselo a partir. Con frecuencia.

-continuará-

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