martes, 18 de octubre de 2016

Perdida (III) - Una hembra bien domada

Un lío, viejo. Esto es un auténtico lío. Y todo por tu culpa. Cuando me convenciste para participar en este proyecto sonaba muy bien. ¿Domar a una pija veinteañera en una isla tropical? ¡Claro! ¿Quién podría resistirse? Pero olvidaste mencionar que la parte más difícil iba a ser la administrativa; todo este papeleo; la maldita burocracia.

    Tus socios árabes no dejan de fastidiar con los derechos televisivos. Y el político me ha avisado de que una periodista está husmeando en la compra-venta de la isla. Te paso los datos. Está buena.

    Además está el desbarajuste en los registros semanales. Todo funciona muy bien, claro, mientras estás aquí y puedes venir cada día a actualizar el seguimiento. Pero en cuanto te marcas una escapadita de la isla o no puedes acercarte una noche a las oficinas, empiezan los problemas. Follarte a la cría cada noche no siempre deja tiempo para venir a tomar notas, ya sabes.

    El caso es que te envío los registros de estos seis últimos días que, si no me equivoco, entran ya en la cuarta semana. El primero me pilló de viaje y no hay datos. Lo siento. La mayoría de los de la semana anterior iban incluidos en la documentación que te llevé. El resto los grabé monitorizando a la hembra a distancia. Están en el ordenador de mi despacho. Cuando tengas un rato, acércate a casa y se los pides a Ivanna. Me olvidé de descargar el resumen de la tercera semana del portátil. Te lo mando con los nuevos.

    Y una pregunta: ¿por qué ordenamos los registros por semanas? Quizá para ti, en tu cómoda mansión, tenga sentido, pero aquí me enfrento a un trabajo a tiempo completo. No puedo ir y decirle a la hembra "hoy no te abras de piernas, que es domingo". En fin... Supongo que ya es tarde para cambiar, pero para la próxima tenemos que buscar un sistema mejor. No sé: decimal, fases lunares, ciclos femeninos... lo que sea.

    Ya sé que el seguimiento se ha desordenado un poco, pero tú eres el genio: si no te gusta puedes inventar una forma más eficiente de organizarlo.

    En cualquier caso, vamos a lo que importa: la hembra.

    Esta semana ha sido interesante. Casi definitiva. Los objetivos principales están logrados y sólo resta consolidarlos. He conseguido que se preocupe por mí. Mi ausencia y la posibilidad de no volver a verme la tenían desquiciada. Creo que fue la primera vez que me chupó la polla con ganas. Además, ha sido la primera semana en la que se ha mostrado verdaderamente impulsiva. Casi apasionada. Ha tomado iniciativas y he tenido que darle unos azotes. Me los ha agradecido. Y lo que he hecho con su culo... en fin, ya lo verás en el registro diario.

    Por cierto, la hembra solía tomar la píldora de forma habitual como método anticonceptivo. El efecto se mantendrá algún tiempo aunque haya interrumpido el tratamiento, pero pronto desaparecerá debido al ciclo natural de ovulación femenino. Sugiero estudiar fórmulas alternativas. Introducírselo en la comida sería la opción más simple, aunque requiere hacerlo con frecuencia. Quizá sería mejor darle un somnífero y, una vez dormida, inyectarle algún anticonceptivo más potente. Es más complicado pero más duradero, y podemos aprovechar su inconsciencia para realizar otras intervenciones. Lo dejo a tu elección.

    A partir de ahora sólo queda seguir por el camino abierto, darle más y más duro hasta que para ella recibir de su macho sea tan natural como respirar. Calculo que en un mes o dos estará lista. Después comenzaremos la última fase, pero de ese tema ya nos ocuparemos, cuando llegue.


RESUMEN SEMANAL. SEMANA 3. DIAS 15-21

En fin, viejo. Este va a ser un resumen raro, raro. Lo hago bien sentadito en el despacho de mi casa, narrándote en diferido mientras por la ventana, en riguroso directo, veo cómo te follas a mi querida suegra en el porche de tu jardín. No hacía falta que encendieras los focos.

    Pero no te disculpes. No necesitas fingir una vergüenza que perdiste antes de que se inventara la imprenta. Al fin y al cabo, a mí me está haciendo una mamada tu hija, así que no puedo ofenderme. Te manda saludos.

    Y volviendo a la hembra que nos interesa en este momento, ha sido una semana bastante tranquila. Se va asentando en el campamento y empieza a aceptar sin demasiadas dificultades el rol que hemos perfilado para ella.

    La he ido introduciendo poco a poco en las tareas domésticas, ordenándole unos días que me ayudara a preparar la comida, otros que viniera conmigo a lavar la ropa y alguna que otra cosilla según se me iba ocurriendo. Poca cosa, en realidad, pero tampoco hay mucho más que hacer en la isla. Supongo que esa misma falta de distracciones ayuda a que la hembra no ponga demasiados reparos en realizar sus tareas.

    En cuanto al sexo, la estuve usando de un modo bastante rutinario. Apenas unos apuntes en los registros diarios; nada digno de mención. Dediqué esos días a resaltar la disponibilidad sexual de la hembra: dejarle claro que estaba allí para mi uso y disfrute era más importante que darle duro o humillarla. Me he centrado en su coño, con un par de sesiones diarias de sexo vaginal, sin una dureza excesiva: lo suficiente para hacerme notar.

    Me la suelo tirar a media tarde, en esas horas calurosas y aburridas: un mete-saca a conciencia contra el tronco de una palmera, para que nos pille a la sombra. Siempre guardo otro polvo para la noche, con ella debajo, sobre la arena, porque es bien sabido que lo que se aprende justo antes de dormir se fija mejor en la memoria.

    Un día me la tiré tres veces. Pero no por vicio, no te creas, que soy un profesional comprometido con el proyecto. Después de un par de jornadas bastante colaborativas, ese día se mostró algo reacia a abrir las piernas. Así que tuve que emplearme a fondo: mañana, tarde y noche, en sesión continua y largometraje, para que se quedara bien con la película. Y complementando el cine, cena. Con postre cremoso, que desde la semana pasada no me hacía una mamada en condiciones.

    El día antes de partir de viaje también me hizo una mamada mañanera, pero ese día parecía más dispuesta, así que le di descanso. Jugamos un poco en la playa, al pilla-pilla y a salpicarle la cara, pero con agua. Al final, algún besito sobre la arena y poco más, en plan romance vacacional en el Caribe. Estamos en el Pacífico, pero ya me entiendes.

    Me fui la noche del día... 19, creo. Esa noche, después de acostarnos, le comenté que a la mañana siguiente saldría de expedición a la zona de acantilados para buscar marisco y algún resto caído de los pesqueros y mercantes. Hasta le pregunté si quería algo, viejo. Me hizo una lista en plan Santa Claus y creo que le llevaré algo de vuelta. Sobre todo ropa, para darle variedad a su vestuario. Me largué en cuanto se durmió.

    Comprobé de nuevo su estado ayer, ya desde casa. Aunque tiene comida de sobra, empezaba a estar algo inquieta por mi ausencia. Buena señal.

    Hoy se ha mostrado más activa. Parece que tiene miedo de que me haya pasado algo. Apuesto a que la próxima vez que nos veamos no le costará abrirse de piernas.


DIA 23

El ejecutor de campo del experimento ha regresado al entorno de pruebas a media tarde, según horario local (ves, viejo, ya hablo de mí mismo en tercera persona, como algún dios unitrino o cierto romano calvo y putero con talento para el melodrama, en fin). La hembra se encontraba fuera del que ahora es su hábitat natural en mi campamento. El sistema la tenía localizada adentrándose en la vegetación en dirección a las zonas elevadas del centro-este de la isla.

    Ya la última vez que la monitoricé estaba muy inquieta; incluso llegó a internarse un par de veces en la espesura después de oír ruidos en esa dirección, probablemente animales. Se ve que durante el tiempo que la tuve sin vigilar, por el viaje, su espíritu aventurero se ha disparado y hoy ya ha llegado a la ladera de las montañas. No es un paseo muy largo —al fin y al cabo la isla es más bien pequeña—, pero no deja de ser meritorio, teniendo en cuenta lo reacia que se ha mostrado la hembra a abandonar sus refugios salvo causa de fuerza mayor.

    Estuve contemplando en los monitores cómo exploraba la ladera. Supongo que buscaba algún rastro mío, o quizás intentaba adivinar por donde podía subir. Decidí quedarme el resto del día en las instalaciones para descansar del viaje. Me espera una cama mullidita.


DIA 24

Me he reencontrado con la hembra. La pillé por sorpresa en la ladera, preparándose para subir a lo alto de la montaña. Se asustó al oír mi voz. Se quedó plantada, como si viera un fantasma, la boca y los ojos abiertos en un instante y, al siguiente, cerrándose hasta que sólo quedó una rendija de puro cabreo femenino.

    Estaba enfadada, viejo. Pero de verdad. Se vino hacia mí hecha una furia y empezó a golpearme en el pecho.

    — ¿Dónde has estado? —me gritaba—. ¿Eh? ¿Dónde has estado, hijo de puta?

    La dejé desahogarse un poco antes de cruzarle la cara de un guantazo. De nuevo volvieron los ojos enormes y esa boca abierta que me estaba aguardando. Fui directo a meterle la lengua, hasta el fondo: un apasionado beso de reencuentro, puro Hollywood, viejo, apretándola contra mí hasta poner a prueba la elasticidad de sus melones contra mi pecho. Le di un repaso a su boca y estuvo la mar de colaborativa. Cuando nos separamos tuvo que recuperar el aliento.

    —Yo también te he echado de menos, preciosa... —le dije. Ella respondió con jadeos ahogados.

    Y es verdad, viejo. La había echado de menos. No tanto a ella, que sigue mostrándose un poco arisca, como a ese estupendo par de ubres que subían y bajaban y subían y bajaban, rebotando atrapadas bajo la tela del bikini mientras su portadora recuperaba el aire que le había sacado con el morreo.

    —... a ti y a las gemelas.

    Y como las pobrecitas intentaban escapar de su prisión de tela y no podían, tuve que echarles una mano. O las dos, una a cada y con ganas, que no me sobra mano para tanta carne de hembra.

    Así que allí estamos, en el feliz reencuentro, ella buscando resuello y yo ayudándola en la labor, sosteniendo el notable peso de sus glándulas mamarias. Su respiración se va calmando y de pronto se da cuenta de que las tiras del bikini ya no están tensas porque no tienen peso que sostener, y se mira las tetas preguntándose desde cuando sus areolas tienen cinco dedos. Levanta la vista, me mira, y yo estoy sonriente y ella con cara de ¿en serio? Tiro hacia abajo de sus pezones hasta que se tensan y ella capta el mensaje: se arrodilla sin dejar de mirarme y lanza un suspiro de resignación cuando saco mi verga morcillona y la dejo caer a peso entre el melonar.

    —Escupe —le digo. Y suelta un hilito de saliva continuo que va cayendo sobre su cuello y resbala por el gran cañón y por el trabuco dejando surcos brillantes. Sigue soltando y soltando mientras le queda saliva, porque ya le he mostrado la importancia de una buena lubricación.

    Hacemos fuego a la vieja usanza, viejo, frotando el palo a conciencia en la canaladura. Dentro y fuera, dentro y fuera, apretándole las tetas con ganas hasta que sus melones forman una rajita tersa por la que mi verga tiene que abrirse paso con esfuerzo. Le doy lento pero a fondo, hasta encajársela en el cuello, y sigo apretando: ya se sabe que el roce aumenta el calor y el cariño.

    Cuando ya escuchaba la llamada del lechero acerqué la punta a sus labios y dejé la cabeza roja y palpitante de mi verga hinchándose ante su cara, con su pequeña boquita diciendo "bésame, bésame" mientras una gota pre-seminal empezaba a asomar por la comisura. La hembra, terca, siguió con los labios cerrados. No insistí. No la forcé. Me fui acercando a sus morritos de fresa despacio, tan firme en mi determinación como lo estaba mi estaca. Ella chasqueó la lengua y suspiró con resignación antes de empezar a engullir.

    Me vacié enseguida, sin clavársela a fondo para poder descargarme en su lengua en lugar de en su garganta. Que pudiera paladear mi esencia, viejo; así se va acostumbrando. Tragó, porque la tengo enseñada a no escupir la comida.

    Como se había comportado bien —a rasgos generales— le di su regalo allí mismo.

    —Tengo algo para ti, preciosa.

    Me puse a rebuscar en la bolsa de los tesoros, haciendo entrechocar los objetos durante un rato. Ya sabes: para darle suspense. Saqué un collarcito de oro con un pequeño brillante en forma de corazón. A la hembra se le humedecieron los ojos al verlo. Cuando me acerqué a colocárselo me dio la espalda y se apartó la melena con suavidad. Se ve que tiene experiencia en que un hombre le ponga una cadena al cuello.

    Le quedaba bien, viejo. Una bella estampa, con la cadenita colgando entre sus tetas y el colgante descansando sobre la piel brillante por la saliva y pulida por mi verga.

    —Realmente hermosa —le dije.

    Contestó con un “gracias” bajito, con las lágrimas cayendo por sus mejillas mientras empezaba a jugar con el pequeño corazón. Por cierto, dale tú también las gracias de mi parte a Cesar. Ha tenido la gentileza de mandarnos el equipaje que llevaba la hembra en el yate antes de que la lanzaran por la borda. Me dijo que ese colgante era su preferido. Por lo visto, tenía razón.

    —Ya jugarás luego, pequeña. Ahora volvamos a casa —le dije.

    Estaba ensimismada con la dichosa piedra, pero un azotito en las nalgas bastó para sacarla del trance. Echó a andar detrás de mí en silencio, sin dejar de mirarme ni de acariciar la cadena.

    Por la noche no puso reparos en abrirse de piernas.


DIA 25

La hembra seguía durmiendo a mi lado cuando desperté. Se ve que tenía sueño acumulado de los últimos días.

    Me eché sobre ella para espabilarla con una buena perforación a fondo. Se comportó bien, un poco sorprendida al principio, pero lo bastante húmeda al natural como para que la inserción no me resultara molesta. Después de tres o cuatro buenas incursiones ya se le había quitado el susto y comenzó a colaborar abrazándome con los muslos. Sigue callada mientras la monto. Se deja hacer intentando no disfrutar o, al menos, disimularlo, pero se le escapó un gemidito al comienzo, cuando aún estaba algo dormida. Espero que no acabe volviéndose demasiado ruidosa.

    He dejado la bolsa de los tesoros en medio del campamento, bien cerrada. Ayer, entre el reencuentro y el collar, no le prestó demasiada atención, pero hoy la sorprendí mirándola a escondidas. Aun no se ha atrevido a acercarse, ni siquiera cuando me veía salir del campamento. A lo largo del día fui sacando algunas cosas, unas chucherías para ella, como artículos de higiene, bikinis y algo de lencería que me llamó la atención mientras rebuscaba en su equipaje. Así tiene con qué cambiarse.

    Al final acabó preguntándome de dónde sacaba los tesoros. Le solté la excusa que acordamos: corrientes oceánicas, rutas comerciales, blablablá, la isla actuando como un embudo para los restos de naufragios y las mercancías que se caen de los cargueros... todo adornado con algunas palabras técnicas y ninguna objeción por su parte. Así que ahora cree que hay un acantilado inaccesible desde el que se llega a un cementerio submarino en el que puede aparecer cualquier cosa. Y se me ha ocurrido que cualquier cosa puede ser un colchón de látex. El maldito camastro me está destrozando la espalda.

    Al caer la tarde fue a darse un baño bajo la cascada con su recién recuperado bote de champú. Es una delicia verla restregarse el cuerpo bajo una cortina de agua, en plan anuncio, con los ojitos cerrados mientras se enjabona la cabeza. Ni que decir tiene que decidí unirme a ella. No me oyó llegar. Lancé la mano directa a agarrarle el culo y ella se volvió, sorprendida.

    —Jennifer, Jennifer... eres una verdadera delicia.

    Mi otra zarpa también hizo presa en sus nalgas hasta tenerla bien atrapada. La atraje hacia mí. Olía a lavanda.

    Me acerqué a sus labios y ella respondió. Su lengua entró tímida. Mis uñas se clavaron en sus glúteos y los separaron dejando al descubierto ese anito estrecho que tiempo atrás tuve el placer de estrenar. Perfilé su contorno con el dedo, despacito, y ella se estremeció entre mis brazos. Se pegó a mi cuerpo intentando huir de esa caricia que le traía tan malos recuerdos y yo entrelacé mi lengua con la suya mientras disfrutaba del húmedo contacto de su piel bajo el torrente de agua.

    —Algún día volverás a entregármelo preciosa —la avisé—, pero hoy lo dejaremos tranquilo.


DIA 26

La hembra ha hecho más preguntas sobre el lugar donde consigo los tesoros y cómo llego hasta allí. Ha empezado a ausentarse. Tres veces a lo largo del día, cada una más prolongada que la anterior. Dice que sólo quiere pasear por la playa y mirar al mar, por si apareciese algún barco, pero sé que se ha acercado a las montañas.

    En el aspecto físico ha estado muy colaborativa. Bastó pasarle un dedo por los labios para que tomara la iniciativa y empezara a chuparlo. Primero un dedo y luego dos, con los que exploré su cavidad bucal a conciencia. Alabé su profundidad, separé sus labios e hice un elegante comentario sobre lo blancos y parejos que eran sus dientes. Sonrió.

    Fue una buena mamada, profesional, con iniciativa, moviéndose casi siempre ella, con su cabecita adelante y atrás fluyendo sobre mi verga como un pistón bien lubricado. Cada vez lo hace mejor, más a fondo. Ya apenas tiene arcadas, aunque me emocioné un par de veces, solté la pelvis y no pudo evitar un ataque de tos. No la saqué, por supuesto: no hay nada mejor que una buena mamadora tosiendo mientras tienes la verga insertada en su garganta. La campanilla haciéndote cosquillas en la punta y los espasmos de la lengua masajeando la base te llevan al cielo, viejo. No tardé en llenarle el estómago con el cálido y espeso néctar de mis cocos peludos. Ella apuró los restos.

    También hoy he amenazado un par de veces con volver a partirle el culo. Basta colar una mano bajo la tela del bikini y meter un dedo entre esas nalgas macizas para que se ponga tensa.

    —Algún día, preciosa... Algún día —le susurro al oído, y pega un respingo con los ojos como platos. Incluso hoy, tan colaborativa como estaba, no ha podido evitar un escalofrío cada vez que acariciaba su retaguardia.

    La segunda vez le metí el dedo. Sólo una falange (bueno, puede que más). No es que le ofreciera mi corazón, pero sí dos terceras partes. Se quedó inmóvil, sin respirar... hasta que la descorché. Creo que a la larga tendré que enseñarle a controlar la respiración mientras la enculo. O quizás te deje la tarea a ti, si tienes ánimo.

    Por cierto, esta noche, antes de venir a las oficinas, se me ha ocurrido algo. En plan filosófico, ya sabes. La hembra dormía junto a la hoguera, desnuda porque acababa de darle, tumbada de costado con las piernas encogidas y sus agujeros bien expuestos a la contemplación apuntando hacia mí. Parecía que me miraban, viejo. Su coño entreabierto como un ojo lloroso de lágrimas blancas enfocado en mi dirección, con sus pliegues cual párpados y la superficie brillante por la humedad rodeando una pupila negra tan profunda que al contemplarla te lleva directo al interior del alma femenina.

    Me acerqué a jugar con él. Lo sobaba, lo estiraba, y la hembra ronroneaba sin despertarse. Apreté los labios en un pellizco y su mirada secreta me respondió con un guiño de aprobación: las hembras saben seducirnos con un guiño, sin importar el ojo. Me puse a abrirlo y cerrarlo, a estirarlo y contraerlo buscando distintas expresiones, desde la mirada cerrada y apretada típica del enfado hasta el ojo abierto y dilatado de la que ha sido pillada por sorpresa.

    Al lado de su hermano mayor, el ojito más pequeño me observaba a su manera. Menos expresivo, más tímido, pero también más intenso en su mirada, más profundo cuando mira de verdad. Coño y culo, viejo. La auténtica y más seductora mirada femenina, el yin y el yang, la pareja perfecta en un mundo dual. Dos formas de ver la vida, dos caminos distintos que llevan al mismo sitio: el cálido interior del cuerpo de la hembra.

    Piénsalo.


DIA 27

La hembra estuvo desaparecida la mayor parte del día. Aunque desaparecida es un término inexacto. Los mini-drones de seguimiento nunca la perdieron de vista.

    Al final lo ha hecho. Le costó decidirse, pero se ha lanzado a la búsqueda del tesoro. Es posible que eche de menos alguna de las posesiones que perdió en el "naufragio", o que simplemente tenga la esperanza de encontrar algún capricho de su gusto. No sé. El caso es que empieza a soltarse, a tomar la iniciativa. Ya parecía extraño que ayer estuviese tan colaboradora. La idea debe haber estado dando vueltas por su cabecita mientras me comía la polla.

    Le dejé margen, viejo. Tal como estaba planeado. Que se magulle un poco arrastrándose entre los matorrales y resbalando por las rocas: así aprenderá a no moverse de su sitio. Y lo ha aprendido bien, vaya que sí. Pudo llegar hasta el punto justo en el que hasta la mente más simple se da cuenta de que el acantilado que lleva a los supuestos tesoros es inaccesible: total, absoluta y completamente inaccesible. Yo, desde luego, no me atrevería a descender sin equipo. Incluso con equipo prefiero no intentarlo. Pero ella lo intentó y acabó colgando en medio de la roca. Si llega a ser un poco más osada habríamos tenido que reiniciar el experimento.

    El caso es que acabó en mitad del acantilado, colgada de un saliente camino a ninguna parte. Se dio cuenta de que no había manera de seguir bajando y no tenía ni la fuerza ni la técnica necesaria para volver hacia arriba. Y es que suele ser más fácil bajar que subir, y las burras andan más ligeras cuando no cargan semejante par de alforjas. Y la grupa, no digamos.

    La dejé un rato tostándose al sol mientras yo terminaba de comer en las instalaciones. Solomillo de Kobe, te lo recomiendo. Cogí un trozo de cuerda, pura artesanía de los pescadores del Índico, y me fui a dar un paseo para hacer la digestión. Ya salía por la puerta cuando me di cuenta del olvido y volví a entrar para buscar en el botiquín un frasco de crema hidratante. Iba a necesitarlo.

    Fui mentalizándome para el nuevo reencuentro. La actitud era la clave: tenía que parecer cabreado cuando rescatase a la hembra, porque si empezaba a partirme de risa en su cara no iba a conseguir el mismo efecto pedagógico. Así que me puse a pensar en aquella vez que madame Xiu nos tenía reservadas un par de putitas a estrenar, dos capullitos en flor recién arrancados del campo. Y tú vas y te me adelantas y para cuando llego estaban tan abiertas que podías gritarles entre las piernas y quedarte a escuchar el eco. Al menos podías haberme dejado una, cabronazo. Menos mal que me follo a tu hija.

    En fin, que logré llegar cabreado hasta el acantilado. La hembra estaba afónica de tanto gritar pidiendo ayuda. Se echó a llorar de alivio cuando oyó mi voz, así que le tiré la cuerda y la subí hasta arriba. En cuanto volvió a poner los pies en firme cayó de rodillas de puro agotamiento. Le di unos segundos para recuperar el aliento, pero cuando intentó soltar un "gracias" ahogado la paré en seco cruzándole la cara. Le di con ganas, una bofetada al viejo estilo, en plan Hollywood de los cincuenta, que la puso mirando a sotavento. Después hasta me dolía la mano; supongo que iba demasiado mentalizado. Culpa tuya, viejo. Por cabrón.

    —Volvamos —le dije. Seco, duro, contundente. A veces ni yo mismo me creo lo bueno que soy.

    En el campamento la examiné a fondo, muy serio, negando con la cabeza con gesto decepcionado cada vez que localizaba alguna pequeña magulladura. Ella intentaba excusarse: "Lo siento", "No quería hacerlo", "Cometí un error" y un montón de tonterías más que cortaba con un seco "Cállate" mientras seguía examinándola. Le di un repaso a conciencia, incluyendo sus rincones secretos, antes de mandarla a la cascada a lavarse.

    —Cuando vuelvas —le dije— recibirás el castigo que mereces.

    Ella protestó:

    —No, por favor. Perdóname. No volveré hacerlo.

    Y yo:

    —Lo sé.

    Volvió del baño limpita y asustada. Yo la esperaba sentado y me di una palmada en el muslo.

    —Túmbate sobre mis rodillas, Jennifer.

    Ella negaba con la cabeza.

    —No, por favor, no puedes hacerme esto.

    Y yo:

    —Puedo y lo haré. Vete si quieres y mátate tú sola por ahí, pero mientras vivas conmigo no permitiré que te pongas en peligro. ¡Vamos!

    Ella seguía sin decidirse y volví a palmearme el muslo. Se tumbó sobre mis rodillas despacio, aun negando con la cabeza, como si no quisiera creerse lo que estaba pasando.

    Le bajé el bikini. Esas nalgas sólidas quedaron a mi entera disposición. Seguí regañándole mientras las masajeaba.

    —Esto es por tu bien, Jennifer. Espero que nunca vuelvas a hacer algo así.

    Me esforcé desde el principio. El primer azoté impactó en el centro de su trasero y la vibración resonó sobre el rumor del océano formando una marejadilla sobre la piel tersa. Ella dejó escapar un quejido ahogado. Se agarró a mi tobillo, con fuerza. Yo mantuve la mano apretada contra su culo durante un instante para sentir como se iba calentando. No tenía prisa.

    El segundo cayó de lleno en su nalga derecha, que empezó a bambolearse, entrechocando contra su gemela. Lo tengo grabado con una de las cámaras de alta velocidad, para poder pasarlo a cámara lenta. Es una delicia ver ese glúteo bailando como un flan. Échale un vistazo cuando te apetezca.

    Fue un buen rato, viejo. Mi mano subía y bajaba siguiendo el ritmo constante de las olas en la playa. El campamento se llenó del firme sonido de la percusión sobre la carne elástica a medida que mis dedos se iban pintando al rojo vivo sobre el generoso lienzo que les ofrecía. Ahora una nalga, ahora la otra, bailando entre sí en un contoneo constante. De vez en cuando, por cuestiones musicales, el sonido profundo de un buen azote sobre ese punto maravilloso en que se encuentran ambas nalgas y ambos muslos y que lleva directo a la caja de resonancia del cálido hueco de su coño. Así podemos probar el refuerzo de graves cuando editemos el video en Dolby Surround.

    La hembra no se quejaba, viejo. Algún chillido corto cuando la sorprendía con un golpe de ritmo, pero permanecía firme mientras le iba coloreando la retaguardia, con ojos húmedos pero sin llanto y mordiéndose el labio para no gritar. Me ha dejado la uñas clavadas en los tobillos. Te envío una foto.

    La hice levantar y creyó que habíamos terminado. Pobrecita. Sólo era el intermedio, unos segundos para descansar y que se sobase el culete un poco. Enseguida la agarré por la cintura y volví a tumbarla sobre mis rodillas mirando en la otra dirección.

    —Es que empezaba a dolerme la mano, preciosa —le dije, y reanudé la marcha con fuerzas renovadas.

    La segunda tanda fue más breve, pero intensa como el carmesí brillante de sus glúteos macerados. Ya no pudo contener el llanto y sus protestas competían en volumen con los restallidos sobre sus nalgas. Pataleaba y me golpeaba en las piernas, se retorcía sobre mi regazo mientras yo intentaba mantenerla aprisionada con una mano y seguir zurrándola sin descanso con la otra. Su culo bailaba arriba y abajo, a izquierda y derecha, y yo ponía mi granito de arena en su bamboleo imprimiéndole a intervalos regulares una firme dosis de vibración interna.

    Poco a poco fue calmándose, sometiéndose a la disciplina. El llanto y los gritos se convirtieron en un gimoteo ahogado, y su baile diabólico de gata salvaje intentando escapar dio paso a una tranquilidad resignada rota sólo por el leve temblor que acompañaba a sus sollozos.

    El último azote cayó con fuerza entre ambas nalgas y mi mano se quedó allí, disfrutando la textura de su piel.

    Los minutos fueron pasando mientras la hembra recuperaba la serenidad sobre mis rodillas. La dejé levantarse y la senté sobre el mismo regazo en el que acababa de estar tumbada. Se apoyó despacio, colocando las manos para liberar a sus pobres nalgas de parte del peso de su cuerpo. Las lágrimas arreciaron. La consolé, acogiéndola entre mis brazos.

    —Espero que hayas aprendido a no ponerte en peligro —le dije besándola en la frente.

    Su culo ardía, viejo. Notaba el calor sobre mi pierna irradiándose en oleadas, con pulso propio. Buena manera de caldear el ambiente cuando refresca por la noche; creo que lo usaré de almohada tal y como está: tenso, calentito y algo hinchado.

    Le di una palmadita sobre el trasero y le ordené que volviera a echarse sobre mis rodillas. Se quejó, protestó y volvió a gimotear, pero acabó ocupando de nuevo esa posición que muy pronto le será tan familiar. Saqué el tarro de crema que, casualmente, llevaba en el bolsillo y empecé a untarla. Apliqué el producto con generosidad, en círculos lentos y profundos de un blanco brillante que se derretía enseguida por el calor, dejando en su camino un par de nalgas aterciopeladas, dos globos gemelos de un rosa intenso que brillaba jugosos bajo los destellos de un sol que se calentaba al contemplarlos.

    Me gustan esos momentos, viejo, esos instantes de paz con una hembra sometida y tranquila que acepta sin rechistar las atenciones de su macho. La mía se relajaba sobre mis rodillas. Sus llantos y gimoteos, sus protestas anteriores, habían dado paso a una respiración pausada, a una expresión de paz mientras, con los ojos cerrados, alzaba levemente el trasero en una ofrenda instintiva para que siguiera amasándolo.

    Pese a las quejas, las protestas y todo el pataleo se ha comportado bastante bien. En el fondo es una chica dura y por eso he tenido que ser un poco duro con ella. Pero un poco de dureza está bien para la primera vez; así no lo olvidará. Los próximos días, cuando tenga que zurrarla, que tendré, seré más blando, casi cariñoso, ya sabes. Ya iré aumentando la intensidad poco a poco.

    El caso es que entre la aventura pseudo-mortal del acantilado y la zurra, a la pobre le costará olvidar este día, sobre todo porque aún estaba lejos de acabar.

    Ya me conoces, viejo. Sabes lo práctico que soy: siempre me gusta aprovechar un culo caliente. Así que teniéndola allí, con la retaguardia embadurnada en crema, me digo: "Que diablos, ésta es una ocasión tan buena como cualquiera" y mi dedo se cuela entre sus nalgas, encuentra su entrada de servicio y entra sin avisar. Ella despierta de golpe, con los ojos como platos, pero no dice nada. Se lo he hecho varias veces y empieza a estar acostumbrada.

    Yo me pongo a girar y girar mi dedo en el interior de su cuerpo. Profundo.

    —Hoy es el día que vuelves a entregármelo, preciosa.

    Ella se vuelve y me mira. Me mira como sólo saben mirar las hembras puras cuando las tienes echadas sobre tu regazo. Retadora y suplicante; una presa sentenciada jugando su última carta antes de la ejecución.

    —No —me dice negando con la cabeza.

    Y yo:

    —Sí.

    —No... Por favor.

    —Sí. Por supuesto.

    —Por favor —suplica. Me encanta oírlas suplicar cuando estás a punto de abrirles la retaguardia—... Por cualquier otro sitio... Por favor...

    Hago como que me lo pienso. Un instante, dos, tres. Le propongo un trato.

    —Ahora voy a darte por el culo, Jennifer. Pero si me lo pides como es debido estoy dispuesto a lubricarte antes con un poco de crema. Así no te dolerá tanto.

    Niega con la cabeza, desesperada. Las grandes decisiones de la vida de la hembra: renunciar al orgullo o al lubricante.

    — ¿Y bien?

    — ¿Puedes ponerme un poco de crema?

    — ¿Donde?

    —En el culo.

    — ¿Por?

    —Porque me va a doler.

    — ¿Por?

    —Por favor...

    La puse a gatas sobre la arena, clavando codos, rodillas separadas, espalda arqueada y el culo en alto, bien abierto. Ella echaba el coño hacia atrás, exponiendo su vulva, intentando a la desesperada que la jugosidad de su raja me hiciese cambiar de idea, pero separé sus nalgas y empecé a introducir, dedal a dedal, porciones de crema en su agujerito cerrado.

    Se revolvía, nerviosa, con cada sensación intrusa que se colaba entre sus glúteos enrojecidos. No me lo puso fácil, viejo. ¡Y eso que sólo quería ayudarla! Pero con una diana minúscula y en movimiento, incluso apuntando de cerca a veces se comenten fallos. Tuve que soltarle un par de azotes para que se estuviera quieta mientras acababa mi labor de relleno.

    Ocupé el lugar que me correspondía en su retaguardia para iniciar la cabalgada. Estaba listo, duro como una piedra, y ella en posición. Le restregué la verga entre las nalgas para que sintiera el grosor que muy pronto iba a empalarla. Intentó separarse. Una huida sin sentido hacia adelante que aborté agarrándola con firmeza de la cintura. La atraje hacia mí, clavé las garras en sus nalgas maceradas y las abrí sin delicadeza. Su anito temblaba, minúsculo y cerrado como a mí me gustan, rezumando la crema derretida por el calor que encerraba entre sus paredes. Cuando apoyé la punta sobre la entrada el temblor se extendió por todo su cuerpo. Apreté.

    No le entraba, viejo. Seguía resistiendo como una campeona. Aumenté la presión. La punta de mi lanza se aplastaba contra los arrugados pliegues sin lograr separarlos. Seguí apretando.

    Se abrió un poco. Sólo un poquito. Una carta que resbala es todo lo que hace falta para que el castillo de naipes se derrumbe. Si logras abrirlas un instante todas sus defensas caen en cascada, así que en cuanto sentí el hueco apreté con fuerza contra su culo y clavé la punta de un puyazo. El grito de la hembra resonó como el cuerno de la victoria.

    Pero la batalla no estaba ganada, viejo. Había abierto la brecha; ahora tenía que atravesarla. Le di un instante de respiro, con la pica dentro, para que se fuera acostumbrando al tamaño. Ella resoplaba arrancando nubes de arena del suelo caliente.

    —Relájate —le dije—. Ya casi está.

    No sé si llegó a oírme. No podía verle la cara. Para mí, ella era sólo un par de nalgas coloradas que me daban calor, una cintura a la que agarrarme, una espalda arqueada que se contoneaba buscando sin esperanza el ángulo que hiciera la penetración más soportable, dos ubres esquivas asomándose por los costados al ritmo del bamboleo de los hombros que las soportaban, una melena castaña que se perdía entre ellos y dos puños apretados en un rictus de dolor.

    —Puedes hacerlo, Jenni. Relájate.

    Apreté con fuerza la nalga castigada y volví a empujar. Poco a poco, milímetro a milímetro, mi extensión se fue abriendo paso a través de su cuerpo, forzando al camino a ensancharse en su lenta pero constante arremetida.

    Ella respiraba entre jadeos ahogados mientras la iba llenando. Yo gruñía de satisfacción. El mar nos ponía el fondo musical con el sonido del agua rompiendo contra las rocas. Aquello parecía un parto, viejo. Un parto al viejo estilo, con la hembra a cuatro patas sudando y marcando las venas en el cuello mientras se esforzaba por mantener el orificio abierto más allá de lo que estaba acostumbrada. Sólo que este era un parto de regreso, de vuelta al interior del cuerpo femenino, ese lugar de tranquilidad y disfrute primario al que todos los hombres queremos retornar. Hacer el viaje por la senda estrecha es sólo por diversión.

    Yo, desde luego, me lo he pasado bien, sin prisa pero sin pausa, tomándome el tiempo necesario para disfrutar de las estrechuras del sendero, de cada recodo del camino que desaparecía estirándose a mi paso. Cuando llegó al final del recorrido encajó como una espada en su vaina, como un anillo de diamantes en el dedo de una buscona, como la punta reforzada de un cohete ruso en la maldita estación espacial internacional: setecientos kilómetros de vuelo libre para acabar clavándose, prácticamente inmóvil, sobre un palmo de metal esmaltado. Porque cuando las cosas tienen que encajar, encajan.

    La saqué tan despacio como había entrado. Ella quedó vacía. Su anito, antes apretado y arrogante, me lanzaba ahora una mirada profunda. Latía entre espasmos irregulares intentando volver a su posición anterior. Quería cerrarse sobre sí mismo, pero no dejé que lo venciera la timidez y volví a apuntalar su apertura al mundo.

    La clavé de golpe. Una vez. Otra. A cada envite la hembra lanzaba un gritito seco, cortante, así que inicié un suave trote acompasado por el relinchar de mi montura.

    Sus nalgas ardían bajo la percusión de mi pelvis y, entre ellas, dentro y fuera, dentro y fuera, su pozo sin fondo tragaba verga y se iba calentando al ritmo de la fricción del viaje de ida y vuelta. Siempre hasta el fondo, siempre sacándola hasta casi descorcharla, iba puliendo su ruta de servicio en un martilleo constante que se aceleraba y se aceleraba hasta que tuve que agarrarla del pelo, asiendo a dos manos su melena salvaje, para iniciar el galope que habría de llevarnos hasta el dilatado punto y final de la cabalgada.

    Llegó de golpe, en oleadas que se confundían con el ir y venir de la marea, descargando su espuma blanca sobre la cálida arena virgen del paraíso tropical. Me estampé contra sus nalgas, pegándolas con fuerza a mi pelvis mientras me vaciaba en la profundidad insondable de su intimidad dos veces conquistada.

    Permanecí dentro de ella mientras perdía mi dureza y los restos de mi esencia goteaban para ocupar el lugar que les correspondía en sus entrañas. Cuando descabalgué, mi verga reblandecida salió con facilidad por el amplio sendero que con tanta profusión había ollado. Le di un par de azotes y no se quejó.

    Está domada.


DIA 28

Hoy la hembra ha descubierto el significado literal de ser mujer florero.

    Le costaba sentarse. Andaba renqueando porque después del repaso de ayer el culo le escocía por dentro y por fuera. En un noble gesto de caballerosidad me ofrecí a prepararle un remedio natural que la aliviaría, y la mandé a buscar algunas flores de las que crecen en la isla.

    —El jugo que desprende el tallo de esas flores alivia el ardor y ayuda al organismo a recuperarse —le dije—. Lo he usado con frecuencia, cada vez que me arañaba o me daba un golpe pescando entre las rocas.

    Quién sabe. A lo mejor hasta es verdad.

    El caso es que trajo un buen ramillete. Machaqué los tallos hasta que estuvieron jugosos y la hice tumbarse sobre mis rodillas. No protestó al principio, pero creo que fue sólo porque no esperaba que intentara ensartarle el ramo en el orificio. Fui delicado, viejo. Para que le entrara con facilidad incluso le unté un poco de crema antiinflamatoria que casualmente llevaba en el bolsillo. La muchacha se ha pasado media mañana tumbada bocabajo con un manojo de flores tropicales asomándole entre las nalgas. Al final tuvo que admitir que sintió el alivio.

    Comió sentada sobre su cojín de flores, sin parar de moverse a cada rato, quejándose porque se le clavaban. De postre me hizo una mamada. De rodillas. Bella estampa la que ofrecía, con su cabecita amorrada a mi polla y la espalda cayendo en una curva suave hasta dos nalgas generosas separadas por un ramillete. Tengo que comprobar si alguno de los minidrones la grabó desde el ángulo adecuado. Podemos usarlo en los folletos promocionales.

    La dejé con el ramo incrustado casi todo el día. Ya sabes: así hace más efecto. Se lo saqué a la hora de la cena para que pudiera comer tranquila. Cocinó ella y cenamos bien. Mi dulce mujercita está aprendiendo a preparar el pescado.

    La noche era clara y había estrellas. La brisa del mar olía a salitre y a frío, pero tumbado junto a la hoguera se estaba bien. Pronto tuve el mástil en alto. Miré a la hembra al otro lado de la fogata. Ella me miraba, miraba el bulto en mis pantalones sabiendo bien lo que significaba. ¿Y yo qué hice? Liberar al kraken.

    —Móntate, preciosa —le dije, la mano en el pilón, apuntando al cielo, esperando para recibirla.

    Ella se sentó a horcajadas sobre mí, bajando despacio. Sus otros labios besaron mi verga y empezaron a abrirse ante su grosor. Estaban húmedos y me habría tentado seguir ese camino, pero no la dejé continuar.

    —Por el culo.

    Se quedó de piedra. Tragó saliva. No debió hacerlo, viejo: la iba a necesitar. Le agarré una nalga y apreté.

    —O te empalas tú solita y a tu ritmo o te pongo a cuatro patas y te reviento.

    No hizo falta nada más.

    Ella misma lubricó mi verga y su propia entrada. Empezó a bajar con cuidado, respirando hondo, con los ojos cerrados, buscando la concentración que le diera el ímpetu que le faltaba.

    Se sentó sobre la punta, el taburete más pequeño en el que jamás se había sentado, y aun así de notables proporciones. Todo el peso de ese cuerpo alto y macizo apoyado sobre un pequeño punto que ya había demostrado que sabía ceder a la presión. Pero a la hembra le costaba dejarse ir, dejar que la gravedad fuera esa amiga voluntariosa que la ayudara a empalarse.

    Ya estaba entreabierta después de horas con el culo relleno de jugo y flores. Intuía la suavidad de su interior, el tacto aterciopelado de ese estrecho jarrón de carne en que había convertido su retaguardia. Pero la maldita no se decidía. Bajaba un poco, me dejaba entrar por el sendero entreabierto y al instante subía en cuanto notaba como se separaban los pliegues que daban acceso a su cuerpo.

    Bajaba y subía, bajaba y subía, rebotando sobre la entrada sin atreverse apenas a traspasarla. Jadeaba a cada intento, a cada ir y venir. Sus tetas me ofrecían un baile hipnótico al ritmo de la respiración acelerada; una de la ventajas de follarlas de cara. Respiraba, rebotaba y rebotaban. Así una y otra vez. Un resoplido corto para mentalizarse, dos, tres... y uno más largo mientras descendía sobre mi verga. Pero nunca era lo suficientemente largo.

    Me cansé de esperar. Mis manos apresaron su cintura y tiraron hacia abajo. La punta entró de golpe. La hembra aulló a la luna.

    —No volveré a ayudarte —amenacé.

    Su cuerpo se adaptaba a marchas forzadas al nuevo huésped que acogía, pero aún le quedaba un largo camino hasta empalarse. Resoplaba y resoplaba, chu, chu, como un tren en marcha. Tengo guardada una correa estranguladora en las instalaciones. Creo que la próxima vez la usaré como bocina.

    Intentaba bajar. Lo intentaba de veras, viejo, pero el instinto se lo impedía. Las gotas de sudor brillaban en su frente bajo la llama vacilante de la hoguera y ella seguía esforzándose por descender ese puñado de centímetros que la separaban de su destino, pero tenía miedo de logarlo. Era el miedo a caer, el que sienten los niños en el borde del trampolín con el agua debajo. Sólo tenía que dar un paso y dejarse ir, pero no se atrevía. El miedo cerraba su culo con más fuerza de la que su mente asustada podía ejercer para empujarla hacia abajo. El miedo apretaba la punta de mi verga en su interior con la deliciosa presión de su angustia, pero yo lo quería todo, así que estirando la mano hacia la hoguera saqué una ramita que aún no había ardido. La llevé a su boca.

    —Muérdela —dije.

    Y ella mordió.

    La atraje hacia mí. Giramos sobre la arena, abrazados, mis brazos rodeando su cuerpo, sus manos en mi pecho, mi verga encajada en su culo como arnés de seguridad. Quedó debajo, con los ojos grandes, asustados por el cambio de perspectiva, y la boca muda mordiendo el palo. Me levanté sobre su cuerpo y, agarrando sus muslos entreabiertos, llevé sus rodillas contra su pecho y la hice girar sobre sí misma usando mi verga como eje. ¿Has visto cómo asan los pollos, viejo? Sólo me faltó echarle aceite por encima, aunque creo que en esas circunstancias lo hubiese agradecido.

    Quedó bocabajo, de rodillas, replegada sobre sí misma pero con el culo en alto. Yo detrás de ella me afiancé sobre la arena y empujé con fuerza, con mucha fuerza. Llegué hasta el fondo de un sólo golpe. El palo hizo bien su trabajo.

    ¿Recuerdas que hace unos días te comenté que coño y culo me parecía un par de ojos? Pues olvida esa tontería. He cambiado de idea. Al acabar, mientras recuperaba el aliento, la vi allí gimoteando, aun en pompa, con su culito abierto encima de ese coño tan jugoso y bien definido. Me ha recordado una i con un punto enorme y he pensado "¡Qué diablos! Podríamos hacer una aplicación para el iPhone", ya sabes, iCoño o similar. A Steve le habría gustado. Tenemos que diversificar mercado. Seguro que en Japón tendría éxito.

    En fin, viejo. Voy acabando, que se hace tarde y quiero tomar una copa antes de empezar con el resumen semanal y mandarte los datos de seguimiento. Un pequeño brindis por un trabajo bien hecho. Después vuelvo al campamento, donde me espera una hembra que está durmiendo bocabajo por segunda noche seguida. A falta de colchón visco-elástico creo que usaré su culo como almohada. Estará un poco incómoda al principio, pero acabará acostumbrándose.

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