martes, 18 de octubre de 2016

Anal Professions - Monja

Fuera había oscurecido. Sor Ana estaba barriendo la pequeña capilla del convento antes de cerrar las puertas cuando sintió la presencia a su espalda. Al volverse descubrió a aquel hombre, mirándola.

    Era un caballero maduro, alto y fornido, vestido con traje impecable y cartera de cuero negro en la misma mano del rolex de platino. Entre susurros, las monjas le llamaban don Diablo.

    Pese a verse sorprendido, siguió observándola. Sus ojos traviesos recorrían con parsimonia el cuerpo de la muchacha recreándose en aquellos lugares donde el volumen de su anatomía ponía a prueba las holguras del hábito. Una lengua rojiza asomó entre los labios, relamiéndolos.

    El hombre empezó a andar, pero no hacia la salida. Se metió en el pequeño habitáculo del confesionario. La monja dudó: ¿debía ir a llamar a la madre superiora? Estuvo parada unos instantes antes de decidirse a avanzar por sí misma hacia la pequeña cabina con la firme intención de expulsar al intruso del retículo sagrado. La voz poderosa que salió del interior la detuvo.

    –Siéntese –le dijo.

    Ana dudaba. El escaso ímpetu que la impulsó a enfrentarse al hombre se había evaporado ante la firmeza de sus palabras. Miró el exterior de la pequeña cabina.

    –No hay asiento –dijo–: es un reclinatorio.

    –Entonces de rodillas.

    Sin saber qué hacer, Ana se arrodilló sobre el pequeño escalón. No fue fácil: era alta y delgada, pero sólo de cintura. "Una chica imponente", la habían llamado en su antigua vida. La tela del hábito empezó a crujir a medida que se iba doblegando, tensándose sobre las caderas, constriñendo su carne. Quedó demasiado arriba pese a todo y tuvo que inclinarse para llegar a la altura de la ventanilla.

    –¡Uhm! –protestó.

    –¿Qué sucede?

    –Es el hábito –explicó Ana–. Estropeé el mío al lavarlo y han tenido que prestarme otro, pero ninguna de las hermanas tiene mi talla. Me queda pequeño.

    –Me he fijado...

    La cara de Ana quedaba a escasos centímetros de la reja. A través de los agujeros pudo distinguir la sonrisa del hombre brillando en la oscuridad. Sentía el cuerpo masculino al otro lado del delgado tabique, vibrando en una risa contenida.

    –Hábito de novicia, por lo que veo.

    –Empiezo mi tercer año –respondió Ana a la defensiva–. En unos meses me integraré definitivamente al convento.

    –Quizás.

    –¿Cómo que quizás?

    –Quizás se integre, querida. Quizás... o quizás para entonces no haya convento en el que integrarse.

    Ana quedó sin palabras ante la nada velada amenaza. ¿Qué querría decir aquel hombre? La superiora les advertía con frecuencia de los radicales que en el pasado se dedicaban a quemar conventos y violar monjas. O a veces al revés. Si era un peligro para el convento tal vez debería ir a pedir ayuda a las otras hermanas, pero no quería dejarle a solas en la capilla.

    –No me llame "querida" –respondió, intentando aparentar una firmeza que no tenía–, y salga del confesionario. No tiene permiso para estar ahí.

    Esta vez, don Diablo ni siquiera intentó disimular la carcajada.

    –Ni falta que me hace, querida. Soy el dueño.


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–Volveré en un par de días, querida –había gritado el hombre mientras Ana se marchaba a grandes zancadas–. A esta misma hora y en este mismo lugar en el que, con permiso o sin él, tan cómodo estoy sentado. Y recuerde que espero una respuesta.

    Había escapado, indignada ante el nivel de obscenidad de las palabras del llamado don Diablo. Sus pasos inconscientemente rápidos la llevaron ante el despacho de la madre superiora. Con las prisas entró sin acordarse siquiera de llamar.

    La superiora era pequeña y delgada, y en sus ojos vio enseguida que había estado llorando. El motivo de su llanto era el mismo que poco antes Ana había oído de los labios del hombre. Al parecer, el arzobispo, guiado por la mano del Espíritu Santo, había considerado necesario acometer las obras de reforma y redecoración de su palacio de verano. Pero como el costo era ostensiblemente superior a los ingresos de la diócesis, el santo hombre rezó pidiendo ayuda y Dios le respondió prestándole asesoría financiera. Quizá no fuera Dios, sino su hijo Jesucristo, que al fin y al cabo nació y murió siendo judío, pero dada la unidad fiscal y trinitaria de la pareja, el origen del consejo no resultaba relevante, aunque sí lo era el contenido del mismo, a saber: pedir prestado poniendo como aval el convento de las descalzas, la única propiedad directamente a su cargo que era lo bastante grande como para avalar la deuda y lo bastante nueva como para que los de Patrimonio Cultural no metieran las narices. Acometió la operación confiando en un previsible incremento de la religiosidad católica en la población que trajera aparejados más ingresos, pero se ve que fallaron los cálculos.

    – ¿Así que don Diablo va a echarnos del convento? –preguntó Ana.

    – ¿Don Diablo?

    –El hombre del confesionario.

    –Ah, sí. Luciano Malasombra. Sí, supongo que el apodo le pega.

    Ana dudaba. La superiora, intrigada, la veía debatirse: la mueca de disgusto pintada en el rostro de la muchacha mientras en su interior rememoraba la obscena proposición proferida por el lujurioso prestamista. Su voz era un susurro cuando volvió a dirigirse a la reverenda madre.

    –Él... se ofreció a retrasar el pago... y a congelar los intereses, si yo... si yo...

    –Entiendo –la cortó la superiora.

    La vieja mujer se sentó en su vieja silla. Inconscientemente empezó a pasar cuentas con la mano del rosario. Pensativa.

    – ¿Y qué piensas hacer? –dijo finalmente.

    Ana quedó estupefacta ante la pregunta.

    – ¡Reverenda Madre! No puedo entregarme a ese hombre. He guardado mi virginidad para Dios.

    –Sí, sí, ya. Pero siendo prácticas, a Dios no le hace falta. No ha venido ningún ángel a verte, ¿verdad?

    – ¡Reverenda Madre!

    –Vamos, vamos, hija: no te alteres. No es cuestión de escandalizarse por nimiedades. A las que ingresáis tan jóvenes os falta un poco de mundo. ¿Por qué crees que en el huerto cultivamos tanto calabacín y berenjena? ¿Para hacer pasteles? Por no hablar del enorme gasto en cirios.

    Ana estaba escandalizada ante la ligereza con la que hablaba la monja.

    – ¡Pare!, Reverenda Madre. Por favor. No puede pensar algo así de las hermanas en serio.

    –Jovencita –las palabras de la superiora fluían despacio, cargadas de ironía–, no me vengas con moralinas. Yo ya era una veterana antes de que tu madre entregara “eso” que tanto te avergüenza para acabar trayéndote a este mundo. Recuerdo cuando llegaste, lo unida que estabas con sor Ester. Todo el día juntas. ¿Crees que no sé que por las noches estabais aún más juntas? ¿Nunca te tocó ahí? ¿Acaso no metió la lengua dentro? Y, ¿por qué? ¡Lujuria!. Esto sería por bondad. Y si resulta doloroso, considéralo una penitencia por tus faltas anteriores.

    –Pero madre... ¡No es lo mismo! Puede que siendo inexperta cometiera algún desliz. Incluso besé a un chico poco antes de entrar en el convento. Y dejé que me tocará los pechos, ¡por debajo de la blusa! Pero preservé mi virginidad como un sacrificio ante nuestro Señor.

    –Sacrificio, sacrificio, sacrificio... ¿Qué sabrás tú de sacrificios, jovencita? Nuestro Señor sí se sacrificó por nosotras. Clavos de hierro atravesaron su carne. El miembro de don Luciano estará duro, pero no tanto. Y ya tienes el agujero hecho, hermana.

    –Pero es obsceno acceder a sus pretensiones, alimentar su lujuria...

    –Sólo digo que el buen Dios escribe derecho con renglones torcidos, hermana. Cuando lavaste mal tu hábito y encogió, pensamos que era una pérdida y algunas te tacharon de patosa que no sirve para nada. Pero la ropa estrecha que te apretaba las carnes, y ese pecho rebosante y esas caderas robustas hicieron que el señor Malasombra se fijara en ti y brindara esta oportunidad de salvar el convento.

    –Pero no salvaría el convento, madre. Sólo conseguiría atrasar el pago.

    –Dame tiempo, hija mía. Dios nos brinda esta oportunidad, y sin duda nos brindará el modo de hacer frente a las deudas. Sólo necesitamos un poco de tiempo.

    La muchacha dudaba. La reverenda madre respetó su silencio, pensativa. Las pequeñas cuentas del rosario se deslizaban entre sus dedos con mecánica precisión. Tenía otro, más grande y más gastado, guardado en su celda, escondido debajo de la almohada.

    –Hija mía –dijo–. Si no quieres entregar tu virtud, lo respeto. Pero quizá puedas ayudar al convento sin perder tu preciada flor.

    Un rayo de esperanza iluminó el rostro de la muchacha.

    – ¿Cómo, Reverenda Madre?

    –Muchos son los caminos que llevan a la Gloria, hija. El señor Malasombra sin duda se dejará conmover por la serena compañía de una joven tan piadosa. Incluso el más mundano de los hombres puede gozar del placer divino sin necesidad de visitar la (Dios me perdone) vulva de la hembra. Sólo tienes que convencerlo.

    –No sabría cómo, Reverenda Madre. No sé nada sobre convencer a los hombres.

    –Lee la Biblia, hija. La palabra de Dios tiene todas las respuestas.

    – ¿Leo Los Salmos, Los Cánticos, las cartas de San Pablo...?

    –Empieza por el Evangelio de San Mateo. Capítulo 7, versículos 13 y 14.

    Esa noche, a solas en su habitación, Ana cogió la biblia que conformaba una gran parte de sus pertenencias y leyó:


    Mateo (7, 13) "Entrad por la puerta estrecha, porque la puerta ancha y el camino amplio conducen a la perdición, y muchos entran por ellos." (14) "El camino y la puerta que conducen a la salvación son estrechos, y son pocos los que dan con ellos."


    –Sutil, Reverenda Madre. Muy Sutil.


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–Abre María Purísima, querida –susurra la voz masculina cuando Ana se arrodilla junto al confesionario–. ¿Vienes a confesar un pecado o a cometerlo?

       –No me llame querida.

    –Como quieras, querida. ¿Y bien?

    –He estado pensando en su propuesta...

    –Por supuesto.

    –... y no puedo aceptarla...

    –Qué triste desperdicio.

    –... pero me gustaría proponerle una alternativa.

    Silencio. En el confesionario, el hombre medita. Fuera, Ana se retuerce las manos con nerviosismo, deseando y temiendo al mismo tiempo que don Diablo se marche sin siquiera esperar a oír la proposición con la que quiere tentarle. La voz vuelve, clara y decidida, instantes después.

    –Te escucho.

    –Yo... soy... soy... virgen, y he ofrecido mi virtud a Dios, pero si usted quisiera, podría ofrecerle mi otro... mi otro... ehmm.

    –Orificio. ¿Era esa la palabra que buscabas?

    –Ssí.

    La sonrisa del diablo reluce en la oscuridad a través del tabique agujereado. Saborea la palabra despacio, recreándose en cada sílaba.

    –SO-DO-MÍ-A. Una oferta interesante, querida. Pero dime: ¿alguna vez has recibido por el culo?

    – ¡Nunca! –protesta la monja, indignada, aunque enseguida recupera la compostura. Necesita que el hombre acepte–. Pero Lot acogió a los ángeles en su casa y ofreció sus hijas a los sodomitas para salvarlos.

    – ¡Ah! El santo Lot, tan digno de imitar como todos los santos varones, que con su ejemplo nos enseña que ofrecer culos de jovencitas por motivos piadosos es grato a los ojos del señor. ¿No acabó tirándose él mismo a sus hijas en una cueva? Debe ser el primer trío incestuoso en espacio público del que quedan registros escritos.

    Ríe el hombre y Ana puede ver su dentadura impecable bailando en la oscuridad. Sigue riendo cuando su espigada figura abandona el confesionario y se planta delante de la novicia arrodillada. Fuera de la oscuridad, bajo la luz de los fluorescentes y las velas de la capilla, su sonrisa continúa brillando.

    –Debes entender una cosa, querida. Algo que el santo Lot seguro que entendía: es más fácil ofrecer el culo de otras que el propio. Mira.

    Don Diablo se baja lentamente la cremallera. De la profundidad de sus pantalones hechos a medida surge un miembro grueso y largo como el proverbial rabo con el que el demonio, aburrido, se dedica a matar moscas. Con una punta rojiza y descarada que desprende calor con sólo mirarla.

    –Será doloroso, querida. Al menos al principio. Soy lo que se dice un hombre apasionado.

    Ana queda muda, hipnotizada por el bamboleo cadencioso y sin campanas que la mano distraída del diablo imprime al impresionante badajo. Como sigue ensimismada, el hombre, con un golpe de cadera, cambia la trayectoria del citado bamboleo, dirigiéndolo hacia la arrodillada monja que, al ver la punta rojiza abalanzarse contra su cara, da un respingo volviendo a la realidad.

    –Decía, querida, que será doloroso.

La monja suspira.

    –En tal caso, aguantaré como aquellas antiguas mártires que morían ensartadas en las espadas de los infieles. O como San Sebastián, al que clavaron numerosas saetas sin que se quejara, y continuaron disparándole hasta darlo por muerto, pero sobrevivió para seguir defendiendo el nombre de Dios ante el emperador Diocleciano.

    –Otra buena analogía, y nunca mejor dicho.

    El hombre tiende una mano para ayudarla a levantarse y, sin soltarla, la hace girar despacio, cual bailarina atrapada en una caja de música, mientras los ojos lascivos se recrean en cada una de las redondeces de su anatomía. Cuando la tiene de espaldas, le indica que pare. Puede sentir la mirada clavada en su robusto trasero, que se ensanchaba con generosidad desde la cintura estrecha hasta el punto de poner a prueba la resistente tela del hábito. La inspección visual da paso al tacto y la mano masculina empieza a medir por palmos el grosor y volumen de las nalgas de la monja. Los dedos se clavan en la carne y saborearon la dureza de los glúteos juveniles mientras el hombre chasquea la lengua con aprobación y una Ana poco acostumbrada a los impúdicos manoseos contiene el aliento sin atreverse a girar la cabeza.

    –Acepto la oferta –dice el diablo sin soltarla–. Y acepto porque ahora mismo no creo que pueda dejarte salir de aquí con el culo intacto, así que no me queda más remedio. ¿Necesitas prepararte, querida?

    Ana niega con la cabeza. Hace un esfuerzo para articular las palabras. Suspira con resignación.

    –Estoy dispuesta –dice al fin–. Hice ayuno ayer y hoy, bebiendo sólo agua clara para purificar mi cuerpo y prepararlo para la prueba que el señor me tiene reservada. Vayamos a la sacristía y terminemos cuanto antes, por favor.

    El hombre ríe de nuevo. Parecen hacerle gracia todas las ocurrencias de la monja.

    – ¿A la sacristía para qué? ¡Aquí mismo! Entra al confesionario y saca el culo para fuera. Yo me ocupo del resto. Ese cojín tan cómodo que tiene el cura para sentarse te ayudará a estar de rodillas y el espacio cerrado ahogará los gritos. Al fin y al cabo, la dichosa cabina está hecha para que no se escuche lo que ocurre en su interior.

    – ¿Y si viene alguien? –protesta Ana.

    –Es tarde, querida. Las cuatro viejas beatas que pisen esta capilla ya están durmiendo. Y tus hermanas metiditas en sus celdas, solas o en compañía, a gusto de cada cual. Estamos tú y yo solos, y éste es el lugar en el que voy a desvirgarte el culo. Así que adentro.

    El hombre señala el oscuro interior del confesionario. Ana duda. Sus piernas están rígidas, se niegan a moverse. La mano masculina se apoya en su espalda, más abajo de lo socialmente aceptable, y la empuja sin dureza pero con convicción hacia el asiento tapizado en terciopelo rojo donde habitualmente un sacerdote somnoliento finge escuchar el pecadeo cotidiano de un puñado de ancianas.

    Apoya una rodilla. Luego otra. Ambas tiemblan. Las manos se aferran al respaldo de madera. Se inclina echando el trasero hacia atrás hasta que sus nalgas sobresalen entre las pesadas cortinillas que ocultan el interior del confesionario.

    Siente el dedo del hombre sobre su columna, aumentando la presión hasta que resulta molesto. Ana entiende. Arquea la espalda y su culo sube, quedando en pompa y dispuesto para el disfrute de su comprador.

    El hábito se levanta impulsado por dos manos ansiosas. Le siguen las bragas, desgarradas, arrancadas del lugar que le corresponden para acabar hechas girones junto a los mocasines impecables del macho que va a perforarla. Su retaguardia expuesta prueba el aire de la noche colándose entre sus recovecos y el calor de las velas iluminando la piel tersa de sus nalgas. Las zarpas del diablo se clavan en sus ancas y las separan, permitiéndole examinar el virginal tesoro que ocultan.

    –Adorable –dice el hombre–. Tan pequeñito y arrugado... casi me da pena lo que voy a hacerle.

    Ana tiembla sin contestar. Llegado este punto no tiene nada que decir. Es un juguete nuevo en manos de un niño travieso, cumpliendo su cometido hasta que se canse de él. Las manos obscenas liberan sus posaderas y deja de sentir la presencia del hombre tras ella. No se atreve a apartar la mirada de la oscura pared del confesionario. Escucha el ruido del metal contra el mármol, los cajones que se abren y cierran en el altar, los pasos que vuelven y la mano firme que separa de nuevo sus nalgas.

    –He encontrado algo de aceite, querida. De oliva, si no me equivoco. Todo entra mejor con aceite de oliva.

    –Son los óleos sagrados...

    –Pues dale las gracias a Dios de que no tenga que hacerte un estropicio.

    El hombre derrama aceite sobre el nacimiento de sus nalgas. El profundo tajo que las separa se convierte en un riachuelo dorado que avanza en su tranquila caída directo al pozo de la lujuria. El dedo oleoso del Diablo la apuntala. Su orificio cerrado siente la presión y la humedad mientras las gotas viscosas resbalan desde la yema colándose entre los pliegues de su entrada de servicio. Aumenta la presión.

    –Ábrete, sésamo –bromea el diablo mientras empuja.

    Su esfínter cede poco a poco y el intruso entra sin ser invitado. Falange a falange se va colando en su interior, despacio, con esfuerzo, pues pese a haber penetrado en el sendero, sus paredes profanadas se resisten a la invasión apretándole en su camino. Llega hasta el fondo y se queda allí, girando sobre sí mismo antes de retirarse con la misma dificultad con las que conquistó la entrada.

    –Me gustan los retos –sentencia el diablo–. Un culo, como un cinturón, debe sentirse bien apretado.

    Un nuevo río de oleo sagrado cae sobre su grupa, resbalando hasta la perdición. La mano del hombre se pierde en la entrada, masajeándola, una zarpa masculina bien lubricada que sube y baja por entre sus glúteos calentando con el roce el apretado aro que intenta resistirse. Los dedos lo rozan, dibujan su contorno, chapotean bañando en aceite la cálida región que rodea el portal del infierno.

    –Relájate –dice el hombre–. Deja que ocurra.

    El masaje y las caricias, el aceite resbalando por su piel y las palabras del diablo hacen que Ana se afloje. Y de pronto, dos de los dedos que agasajan su retaguardia cogen impulso y van a colarse en el lugar que antes había visitado uno solo. Su carne desprevenida no opone resistencia y para cuando el instinto quiere reaccionar la invasión ya ha alcanzado el fondo mismo de su ser. Deja escapar un grito.

    –Tranquila, querida. Ya pasó. Ya pasó.

    Don Diablo la consuela mientras los dedos profanadores giraban y se abren en su interior, ensanchando unas virginales paredes que, ya horadadas, han perdido la fuerza para resistir cual sansón al caer preso de la lujuria.

    Un chispazo azul eléctrico sube por su espalda, directo a su mente, llevando oleadas de tirantez y alivio conforme los dedos, en un vaivén constante, entran y salen de su gruta, que sigue resistiendo por el instinto inexperto, aunque cada vez opone menos resistencia.

    Ana mira la pared de madera del confesionario y agarra con fuerza la silla del sacerdote. Intenta relajarse, evadirse de la invasión dactilar que profana su trasero. Se concentra en la respiración, pausada, constante; inhalar en profundidad y exhalar con pausa. No se da cuenta de que los dedos han dejado de visitarla hasta que la mano firme del hombre descarga un azote sobre sus glúteos. Entonces vuelve a la realidad y siente el peso excepcional de la carne masculina sobre su baja espalda, la extensión que se endurece frotándose entre sus nalgas, la firmeza que las separa internándose entre ellas y la punta caliente apoyándose en la entrada. No puede evitar volver la cabeza: tiene que mirar la escena.

    Y ve su espalda, estrecha, arqueada, elegante. Y sus nalgas gruesas, bien abiertas, con su tajo apuntalado. Y la pelvis del diablo, musculosa y ruda. Y el calor y la luz de las velas que iluminan el altar sobre una nalga. Y la brisa oscura de la noche sobre la otra. Todo parece fluir con naturalidad hacia la sima de las profundidades, hacia el oculto portal de los placeres sodomíticos. Ana contempla la estampa durante un instante, antes de volverse hacia la lisa pared del confesionario e inhalar de nuevo en profundidad. 

    El diablo entra con confianza. Sin compasión, pero sin maldad. Ana aguanta la pulsante protesta de su trasero con la indudable certeza de que podría haber sido peor. Podría haberla penetrado sin miramientos, empalándola de golpe hasta arrancar de su pecho un alarido de auténtico dolor. Sin embargo, el apuesto caballero abre su carne en un avance lento, continuo, una penetración interminable que fuerza poco a poco a su gruta inexperta a abrirse más allá de lo que creía posible para poder acoger a su nuevo inquilino. El sagrado óleo hace su trabajo y el miembro se desliza con suavidad, pero el grosor es mucho, las paredes estiradas arden y Ana aprieta los dientes aguantando, por sus hermanas, el dolor soportable de la primera penetración de su vida.

    Tarda en llegar, en recorrer el camino angosto, pero al final queda encajada, firmemente embutida en el interior de su cuerpo. Ana vuelve a respirar, expulsando el aire mantenido durante todo el recorrido interminable. Se siente llena de macho, ensartada en el hombre que la ha hecho pagar con su virtud el precio de la salvación, el hombre que estampa la pelvis contra sus nalgas buscando afianzar su conquista y sonríe satisfecho ante la consumación del primer asalto.

    – ¡Qué culo tienes, criatura! La verdad es que me lo has puesto difícil.

    –Duele –protesta Ana. Su voz es un murmullo apenas audible.

    –Sólo las quince o veinte primeras veces, querida. Luego va gustando.

    Empieza a retirarse, despacio, dejando en su interior un vacío que se resiste al desalojo intentando succionar la verga para devolverla al lugar que la alojaba. La saca entera, en todo su recorrido, dejando sólo la punta caliente que mantiene abierto su esfínter. El diablo resopla por el esfuerzo. Sus manos se afianzan en torno a las caderas de la muchacha. Los dedos se clavan en su cintura. Empuja.

    – ¡Allá vamos! –grita entusiasmado.

    El puyazo entra con decisión, deslizándose sobre el óleo sagrado por el camino entreabierto. La pelvis impacta contra sus caderas llenando la capilla con la sorda percusión de la carne contra la carne. Ana deja escapar un quejido.

    – ¡Ay! Despacio... por favor... despacio.

    El hombre no cede. Vuelve a vaciarla y a llenarla, a estamparse contra sus nalgas. La clava hasta el fondo, sin compasión, más rápido en cada viaje. Ana intenta frenarle, apaciguar la cada vez más frenética cabalgada. Libera una mano de nudillos blancos de la silla a la que se aferraba con firmeza. Intenta girarse en medio de las sacudidas constantes, buscar el pecho del hombre y empujarlo hacia atrás para amortiguar su ímpetu, pero es inútil. Lo mira suplicante y el diablo sonríe en su ir y venir contra su retaguardia expuesta.

    Sometida a la lujuria masculina, vuelve a su sitio: las manos firmes sobre el respaldo de la silla, la mirada perdida en la pared de madera que se acerca y aleja al ritmo de las embestidas que la sacuden. Se rinden a la fuerza que la penetra, se deja llevar por el fragor del macho y respira. Respira al compás de las acometidas, inhalando cuando la vacía y exhalando cuando la llena. El calor lacerante que abrasa su recto se va disipando por todo su cuerpo a medida que su ano se dilata adaptándose al grosor del miembro que lo ocupa. Empiezan a pasar los minutos, uno tras otro, mientras el diablo, incansable, perfora el orificio del pecado en el mismo lugar que la santa madre iglesia ha destinado para confesarlo.

    Su cuerpo joven se adapta pronto a la sodomía. El dolor se vuelve soportable primero y agradable después, en cuanto el miembro del diablo empieza a entrar en su cuerpo con la naturalidad de lo que es como debe ser. Sor Ana busca el rosario que se bambolea entre las sacudidas incesantes colgado de su hábito revuelto. Se lo lleva a la boca y aprieta con fuerza los labios en torno a él para no dejar escapar los gemidos que incitarían a su verdugo a creer que gozaba de la obscena analogía.

    El miembro del diablo empieza a vibrar; Ana puede sentirlo con su culo: un pulso propio, una nota antigua como la humanidad, un temblor leve que crece rápido entre una penetración y la siguiente, hasta convertirse en un latido al ritmo de la lujuria del macho que la empala.

    Don Diablo se clava hasta el fondo, aplasta su pelvis contra las gruesas nalgas, deja caer su enorme cuerpo sobre la espalda arqueada de la muchacha y la abraza buscando la redondez de sus pechos. Ana nota la serpiente en su interior, escupiendo su veneno en gruesos disparos que la rellenan por primera vez con la cálida y viscosa esencia de los hombres.

    Don Diablo sigue en su interior. Sale y entra una vez más. Dos veces. Tres. Despacio, sin el ímpetu de las embestidas anteriores, busca prolongar el contacto, recrearse en los últimos posos de la lujuria. Ana siente cómo se contrae la dureza que la ha dilatado, como sale finalmente de su interior dejando en su retira una humedad que la inunda, espesándose al contacto del aire frío de la noche que se cuela por su orifico abierto. Un azote firme sobre su nalga marca el final del aberrante acto.

    –Oh, querida, ha sido maravilloso. Un culo digno del precio que he pagado por él.

    Ana se vuelve para mirarle. Intenta aparentar firmeza, pero hay rubor en sus mejillas.

    – ¿Dejará en paz el convento?

    – ¿El convento? –Don Diablo asiente mientras acaricia distraído las nalgas de la monja– Sí... sí, claro. Cumpliré mi parte. Congelaré los intereses y retrasaré la ejecución del embargo hasta el siguiente plazo de cobro.

    Ana asiente, aliviada. Don Diablo sonríe.

    –Así que nos vemos la semana que viene.

    – ¿La semana que viene?

    La monja se levanta encarando a su verdugo con los ojos abiertos por la sorpresa. Un grueso goterón blanco cae sobre el terciopelo rojo de la silla del confesionario, pero no le presta atención.

    –Y la otra, y la otra... así hasta que la reverenda madre o el ilustrísimo arzobispo empiecen a pagar. Si es que tienen intención de hacerlo. La deuda no seguirá subiendo, querida, pero no va a pagarse sola.

    –No puede hacerme esto.

    –En realidad sí. Ese era el trato. Aunque si quieres una alternativa...

    – ¿Sí?

    Don Diablo se inclina sobre Ana. Sus labios buscan el oído de la muchacha.

    –Ven conmigo, fuera de este lugar. Un pajarillo como tú luce más sin una jaula. Eres una mujer hermosa, más aprovechable fuera del convento. Podrás traer al mundo hijos hermosos una vez tengas la libertad de ofrecerme tu coño virgen. 

    Ana niega, más para sí misma que para el hombre.

    –No –se dice–. No puedo hacerlo, este es mi lugar.

    Don Diablo asiente en silencio. Recompone su traje y en un instante vuelve a estar tan impoluto como cuando llegó.

    –En tal caso, querida, vendré cada semana a darte por el culo hasta que te decidas. Antes o después entenderás que eres una hermosa joven rodeada de viejas, y que ni las cuatro beatas que visitan el convento ni el palacio de verano del arzobispo merecen tu sacrificio.

    Don Diablo se gira dispuesto a marcharse. Antes de abandonar la capilla se detiene. Se vuelve. Mira a la monja.

    –Una última cosa –dice acercándose a Ana.

    Busca en el bolsillo de la chaqueta y extrae un fajo de billetes. Lo enrolla. La mano con el dinero rodea el costado de Ana y baja hacia sus nalgas. La muchacha siente el cilindro de papel internándose en el orificio que ya había empezado a cerrarse. Da un respingo y tiene que apoyarse sobre el pecho del Diablo. El hombre sonríe.

    –Esa hermosa boquita tuya podría ayudarte a ganar un dinero extra. Úsalo para ir pagando la deuda, para ayudar a los pobres o para darte un caprichito. Lo que prefieras.

    El hombre aprieta hasta que el cilindro queda encajado. La mano se retira acariciando sus nalgas, dibujando el tajo que las separa.

    –Considera esto un anticipo.

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