domingo, 17 de octubre de 2021

Historias de la plantación III – Negra y madre



 ¿Que cuántas negras he estrenado? ¡Difícil recordarlo! A las blancas las recuerdo con claridad, pues es una cantidad más manejable, aunque apropiada a caballero de mi rango; aumenta si contamos esas vías alternativas que muchos hombres no saben que se pueden transitar, aunque sus damas lo intuyen. Tales necios desperdician el placer de un paseo menos habitual, pero agradable y de hermosas vistas. ¡Cuán triste que la ignorancia y la fe pongan fronteras a la pasión!

Con las africanas, a la que estreno, la estreno entera, no dejando senda sin hoyar. Aquí la cantidad es más concreta —menos sujeta a la subjetividad de lo que se considere novedoso— pero perdida en la oscuridad de la memoria, valga la ironía. La vieja y analfabeta Tata dio forma con los años a un álbum de recuerdos de mis niñas convertidas en mujeres. Su regalo no tuvo continuidad cuando nos dejó y se le deberían haber añadido un buen puñado de páginas. Además, sólo cuenta aquellas salvajes que designé para mi uso personal: estrenos “oficiales” con el ceremonial adecuado. No considera arrebatos ocasionales, algún que otro paseo por la plantación en el que los picores propios de una virilidad vigorosa llevan a tomar por impulso la primera negra a mano, sin tener en cuenta el uso que tuviera o que su falta de cualidades la hicieran poco merecedora de mis favores: para quien cruza el desierto no hay agua sucia; tampoco considera invitaciones de amigos y socios, que en alguna ocasión me cedieron el primer puesto de una adquisición reciente, pues es bien sabido que la sangre fresca del coño africano es buena tinta para firmar contratos.

Recuerdo a Fátima, mi primera posesión; memorable por mis propias circunstancias, que no por su talento, aunque siempre le sobró, por delante y por detrás.

Recuerdo a la bastarda del bastardo Dupond. Joder a un gabacho, aun de modo indirecto, siempre es memorable.

A Lucía, o Luisana, o Ludovica, qué se yo. Cual primera cata de tinto del dueño de un nuevo viñedo, fue la primera negra que descorché de entre las nacidas bajo mi propiedad. La observé desde que salió del oscuro y sonrosado tajo de su madre, vigilándola mientras crecía como el buen agricultor contempla con paciencia el crecimiento de la cosecha, esperando el momento dulce para arrancarla de la tierra. Oscura cual carbón, la llamé Lu porque era el sonido que hacía su madre cuando le abrían la retaguardia.

Una de tantas, bastantes, nunca suficientes, la primera que no la última de una cosecha propia que no ha terminado.

Porque nunca son suficientes, ¿verdad? Hay algo mágico, un acto divino, de creación, en estrenar negras, en llenar de blanco su oscuridad. No por el acto en sí, que no es el más higiénico, ni por la sangre, aunque de un modo u otro, la sangre importa. La grandeza reside en marcar la pauta, en abrir camino, en ser el primero: el primero en despejar a machetazos un sendero en la selva virgen, en sembrar un campo, en escalar una montaña inexcalable. ¿Recordáis al segundo capitán que vino al Nuevo Mundo? Yo tampoco.

Cual patito salido del huevo mirando con ojos inexpertos a un ser que da por hecho que es su madre, la hembra, por instinto, reconoce a su descubridor. Tal saber es el principio de la posesión. Bien lo sabe el moro, con su ideal de un Paraíso lleno de vírgenes que se regeneran; siempre he pensado que también renace en ellas el instinto de la hembra inexperta para dar al hombre la sensación del redescubrimiento, igual que en el Valhala se regenera el vikingo para seguir experimentando la sensación vital del combate a muerte. El tostado árabe y el pálido nórdico entendieron bien cómo hacer un cielo al gusto del macho, sin la filosófica imprecisión de judío Cristo.

Muchos y muchas negras y negros nacieron en mis tierras a lo largo de los años. Muchas y muchos que fueron de mi propiedad desde antes incluso de su primer aliento. El macho africano es fuerte y trabaja duro, pero la hembra, aparte del placer, aporta otras ventajas. Cuando compras una, compras también las crías que produzca, y las crías de sus crías. Una hembra que no pare es un negocio incompleto.

Desde siempre he apareado a mis mejores negras con mis machos más fieles para obtener buenos ejemplares. Premio así a mis mozas usadas con un esposo, y a mis mejores trabajadores con una paridora que no tienen que compartir con otros negros, y con unos vástagos que sean suyos pues, incluso entre los negros, no es de buen gusto ser un bastardo.

En ocasiones hay fallos, claro. Ciertos imponderables son parte de la Naturaleza misma. Por ejemplo, también entre los africanos se dan los invertidos, que es la forma en que los hombres cultivados referimos a bujarrones, julais, maricas, maricones, sarasas, palomos, mariposos y otra generosa terminología de nuestro rico idioma común a la que los habitantes del Nuevo Mundo hemos añadido algunos vocablos. Como digo, también se dan entre los africanos —en mi opinión, con más frecuencia, pues es una desviación más propia de las razas inferiores—. Me refiero a los machos, pues entre las hembras es habitual, deseable y hasta incentivable la afición por la cata de almeja.

Algunos de mis machos más trabajadores resultaron poco machos y no engendraron en las hembras que puse a su cuidado. Alguna vez organicé montas grupales para que aquellas negras tuvieran oportunidad de ser inseminadas por congéneres más entusiastas. Me aseguré de que las rellenaran hasta rebosar, cual dulce de cacao relleno de crema. Otras africanas ayudaban, sus cuerpos y manos, dejándolos a punto tan solo para derramarse en las futuras paridoras.

En contadas ocasiones tuve problemas, por irónico que pueda parecer, por tratar demasiado bien a mis negros. Estos africanos, criaturas desagradecidas y cortas de memoria, a veces olvidan su lugar, tal que el ratón arrancado del suelo por las garras del águila ve un mundo muy por encima del propio a su naturaleza y cree que puede volar.

Mis negros más fieles, tras años de trabajo duro, se encuentran de pronto con una casa y una esposa propias, vigilando plantaciones exteriores o en tareas de confianza lejos del látigo del capataz. La mayoría cumple, pues alcanzaron ese reconocimiento precisamente por su docilidad. Pero alguno olvidó quién era su amo.

Hube de recordárselo.

 

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En su día existió un libro con los derechos de los negros. ¿Lo sabíais? Guardo una copia en la biblioteca, en un anaquel junto con otros libros de comedia.

Era un código legal necesario, no lo dudo, pues entre sus páginas los amos menos imaginativos podían encontrar cierta inspiración. Alguno hubo, poco espabilado, que no supo que había cosas que se podían hacer hasta después de leer que iban contra las buenas costumbres.

Pese a su natural analfabeto, los africanos también conocían la existencia del libro. Sabían que la ley les reconocía ciertos derechos. Era el hecho de saberlo y negárselos lo que les hacía entender que la voluntad del amo estaba por encima de la ley. Si no tuvieran derechos, no tendría sentido el poder de arrebatárselos, pues perro al que no se le puede quitar la correa no está amaestrado.

Los machos eran más problemáticos, claro, pues incluso entre los de su especie las hembras son más propensas a la docilidad: las hay fogosas, rebeldes incluso, pero no cimarronas.

Recuerdo al último que osó reclamar sus derechos como súbdito del rey e hijo de Dios. No hubo de esperar mucho para dirigir sus reclamos directamente a su Padre. Fueron necesarias varias limpiadoras para quitar las manchas de sangre de la entrada. Un desperdicio necesario, pues la fruta podrida debe retirarse para que no eche a perder al resto. Lo hice colgar bocabajo en un montículo frente a los barracones de los negros, para que no fuera inútil del todo y al menos sirviera de ejemplo. Ahí sigue, blanqueado por el tiempo y por los cuervos, balanceándose al viento como un sonajero, sobre un trozo de tierra yerma por la sal de su sangre.  

¿Y por qué? Como no, por una negra.

 

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Ayana.

Era hermosa. La mejor compra que jamás hiciera padre. Madre la tomó como su criada personal en un intento, no del todo inútil, de ayudarla a eludir el uso para el que su esposo la había adquirido. Acabó cogiéndole cariño, lo que ayudó a convertirla en una criatura más civilizada que el resto de sus congéneres, algo que ella asumió con naturalidad dado lo peculiar de su origen.

Pues Ayana era una princesa; pero princesa africana. También una hormiga reina es reina, pero sólo se parece a su Majestad Isabel en que ambas son igual de putas. Sólo a una puedes pisarla, a veces sin querer.

Ayana nació en África y negra, aunque no demasiado. Un misionero predicó la palabra de Dios entre las piernas de la esposa favorita del cacique de la tribu, quién sabe si por las buenas o por las malas. La madre era carbón, el padre putativo carbón quemado, y Ayana salió como la arcilla húmeda o la tierra fértil. El salvaje, desde el principio, tuvo la mosca detrás de la oreja. Pero la cría seguía siendo oscura, al menos lo bastante para dar el pego. De modo que el soberano prefirió tragarse las sospechas antes que tener que admitir que más que un león, era un búfalo.

Un buen día, los cazadores atraparon al hermano de Ayana, el primogénito, y el buen salvaje hubo de decidir entre pagar rescate en metal o carne. Ofreció a la muchacha, que así se sacrificaba por la tribu. Tenía otras hijas y súbditas menos hermosas aunque más oscuras, pero estos africanos siempre fueron un poco racistas. Los traficantes compararon al pobre y delgaducho heredero con la hermosa Ayana y accedieron al canje.

Una negra joven, virgen y no muy oscura cotiza bien. Si además es hermosa, redondeada y con unas ubres hinchadas pero firmes, es casi un artículo de lujo. El mercader le tuvo que poner un cinturón de castidad para que los marineros no le estropeasen la mercancía durante el transporte transatlántico, pues es raro que el capitán no elija una o dos muchachas para relajarse y ceda también unas cuantas, preferiblemente poco agraciadas, para que la tripulación se desfogue. Un marinero con  hembras a mano al que no se le ofrece desahogo suele acabar de mal humor, con el consiguiente riesgo de que estropee la mercancía por un exceso de látigo.

Pero Ayana llegó intacta. Así la compró padre después de comprobarlo. Aunque el buen hombre solía decir de las doncellas que siempre queda la duda de si han chupado. El pobre llegó a estrenarla y poco más, pues madre se metió por medio y la acaparó para sí.

Yo tendría entonces seis o siete y ella unos pocos más. Era la encargada de bañarme. Me acunaba y me cantaba para ayudarme a dormir la siesta en la cálida tarde tropical. Entonces, el candor infantil no me permitía apreciar lo agradable de tener esas ubres firmes como almohada. Yo era su "amito", su muñeco; irónico, pues a medida que me desarrollaba como hombre dediqué más tiempo a jugar con ella. Padre apenas le daba uso y a madre no le importaba cedérmela.

Sus pechos untados en jabón sustituyeron a la esponja durante mis baños. Me enjabonaba la espalda, frotando con fuerza. Mis pies y mis manos, mis brazos y piernas, se deslizaban higienizándose en ese tajo profundo. Aprendió a poner empeño en mi hombría, pues estando firme se limpia mejor. Terminaba dándole lo que podíamos llamar brillo con saliva, pues ella entendía, y yo le recordaba, que era menester dejarme relajado. Y os diré algo: una negra succiona más cuando lo hace desde el cariño.

Tuve otras bañadoras, sobre todo cuando empecé a ser dueño de mis propias africanas, pero Ayana siempre fue la mejor. Fue el segundo culo que desfloré, justo al día siguiente de que mi Fátima me descubriera, muy a su pesar, los placeres de la senda estrecha. Ayana gritó y se retorció a cuatro patas bajo mi empuje imparable, pero poco a poco, golpe a golpe, acabé ensartándola por completo.

—¡Piedad, amito! —chillaba—. ¡Duele! ¡Duele!

Me apiadé de ella calmando su dolor con mi propia crema. Y como era una buena negra me quedé abrazándola mientras se desahogaba llorando entre mis brazos después de aquel duro estreno.

Con los años se acostumbró a ofrecerlo. A veces fui cariñoso, dándole tiempo para ayudarla a acomodarse a mi calibre. Con frecuencia, el ansia de la mocedad se imponía tomando la vía directa. Ella aprendió a aguantar mis impulsos y ya apenas se quejaba, salvo alguna lagrimilla silenciosa y esos gemidos roncos, rítmicos, esos jadeos mezclados con inhalaciones que son la forma que tienen nuestras negras de decirnos "me sigue doliendo, amo, pero puedo con ello".

Con el tiempo llegó a ofrecerse ella misma, por instinto. Su espalda arqueada y su grupa en alto dejaban expuesto a mis deseos el camino para satisfacerlos. Más de una vez que tenía pensado tomar su boca o su tajo acabé empalándola dado lo agradable de su disposición.

Incluso después de que dejara la casona iba de vez en cuando a visitarla para recordar su calor, pues ya sea labios, raja u hoyo, cualquier sumidero de una negra traga con más fruición cuando está bien entrenado. No es lo mismo hundirse en un agujero sin voluntad que en uno dócil, en uno que se limita a abrirse a tu paso que en uno que te acoge. Por eso nunca dejé de visitarla.

Fue la primera negra de la hacienda casada y con hogar propio. No era entonces costumbre, aunque yo acabaría estableciéndola para juntar a mis mejores africanos para que den buena descendencia; una cuestión práctica. Pero aquel fue un matrimonio propiciado por mi madre, consentido por mi padre y motivado por amor.

No recuerdo el nombre de aquel negro. La hacienda había crecido y padre le construyó una casa y se la entregó junto con una esposa para que vigilara las plantaciones más alejadas. Parecía despierto, pero me consta que no era especialmente leal, sobre todo teniendo en cuanta cómo acabó. Algo descarado, bastante arrogante, presumía de que sus antepasados cazaran leones, como si un león no fuese sino un gato que ofrece una diana más grande y lenta. Solía mostrarse ofendido cuando yo iba a visitar a Ayana, molesto de que tomase a su esposa en su casa, cuando ambas eras mías. No protestaba, claro. No faltaba al respeto abiertamente. Me llamaba "joven señor" o "señorito", pero sus últimas palabras fueron "Piedad, amo"

 

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No recuerdo que año sería, exactamente. Padre había muerto. Entre su enfermedad, el funeral, mis nuevas obligaciones y el debido duelo, llevaba tiempo sin visitar a mi dulce Ayana. Aquel día me levanté animado, cogí un caballo y salí de paseo hacia poniente para verla, comprobar las plantaciones y, de paso, vigilar al negro que debía vigilarlas.

El negro no estaba pero Ayana sí, acompañada por su única hija, Mbali. Había estado preñada un par de veces más, negra afanosa en su deber de reproductora, que no cuajaron. Me sorprendió encontrarla de nuevo con el vientre hinchado, no tanto como para estar a punto, pero sí lo bastante como para que la notara más redondeada y con unas ubres rebosantes de leche.

Mandó salir a la niña mientras me servía un vaso de agua fresca. Me fijé en la cría. Había crecido desde la última vez, pero había salido al padre: alta y esbelta, bien parecida de rostro, todo dejaba entrever que no heredaría  el exuberante busto de su madre. Lástima. No obstante, apuntaba a que en un futuro no muy lejano desarrollaría una retaguardia poderosa, de esas altas, duras e hinchadas propias de las hembras corredoras de las llanuras del Serengueti, al contrario que una Ayana que, aunque nalgona, era más caderona: un melocotón frente a una pera.

—Espera, Ali —la detuve antes de que saliera; nunca entenderé como padre les permitió poner un nombre africano a la cría en lugar de uno civilizado— ¿ya sangraste?

La cría me miró, ojos jóvenes, asustados. Luego a su madre, que se había quedado parada en el gesto de dejar el vaso en la mesa. Tardó en contestar, entre balbuceos.

—Nno… amo.

Le hice un gesto con la mano y salió corriendo.

—Amito… por favor… ella no —suplicó mi Ayana en un susurro, las manos entrelazadas sobre el vientre hinchado.

La miré. Era una buena negra, leal, respetuosa. Hermosa. Y la cría había salido al padre: salvo una retaguardia robusta, no apuntaba nada especial cuando acabara de desarrollarse. 

—Podría reservarla para mí —dije con suavidad—. Llevarla a la casa grande cuando tenga edad. Ya sabes lo bien que cuido a mis negras. Le costaría un poco al principio, claro, pero se acostumbraría. Y con el tiempo le daría su propio esposo y su propia casa, como los tienes tú, mi dulce Ayana. ¿Puede una negra tener algo mejor? Tú lo sabes: la alternativa es trabajar en los campos, dormir en los barracones… ¡Con los otros negros! Sabes que no puede quedarse aquí para siempre, comiéndose la comida y vistiendo la ropa que le proporciono sin hacer nada… O quizá podría venderla...

Ayana quedó rígida. ¡Pobre! Supongo que hasta entonces no había sido consciente de que su hija también tendría que contribuir en la hacienda. Los negros vagos se dan en África, no en las tierras civilizadas.

—Yo… amito… no pensaba...

Apuré el vaso y me levanté sin dejarla continuar. No pensaba, cierto: no está en su naturaleza.  Me dirigí a la puerta.

—Piénsalo, dulzura. Volveré mañana a verte. Ya sabes cuánto te aprecio: te dejaré decidir qué futuro quieres para tu pequeña.

 

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—Las negritas hermosas, como tu madre y como tú, sois afortunadas, pues vuestro trabajo es complacer al amo.

La cría miraba, dos ojos enormes y fijos atentos desde el rincón de la casucha.

Besé a su madre para demostrarle lo mucho que el amo aprecia a sus negras. La boca jugosa me recibió con la familiaridad que da la experiencia, acariciada por mis labios, mordisqueada por mis dientes, entreabierta para facilitar el avance de mi lengua recibida con suavidad. Mi mano buscó una ubre y la agarró, humedeciéndose enseguida por un riachuelo de cálida leche materna.

Buena leche, la de hembra. La de negra es adecuada para alimentar al varón vigoroso, pues la africana está más cerca de nuestra especie que la vaca o la oveja. Con los años ordeñé o bebí directamente de muchas preñadas, siempre con el buen gusto presente, claro, valorando lo hermosas que fueran pero también lo firme y agradable de sus pezones, pues es posible que una negra fea como el demonio y de medidas mal proporcionadas goce de unas ubres estupendas y llenas.

A estas preñadas no valía la pena tenerlas en la casa, pues su estado solía implicar que, o bien ya las había descartado para entregarlas a algún negro, o bien nunca habían servido para mi uso personal y su fecundidad era el resultado de inseminaciones grupales. No valía la pena tenerlas en casa, pero sí cerca, para que vinieran a las horas en que es adecuado un poco de leche. Nunca está de más un trago antes incluso de levantarse de la cama: pocas maneras mejores de empezar el día.

Con el tiempo descubrí que las negras pueden dar leche sin necesidad de la preñez. Mantuve algún cuerpo firme y juvenil, sin marcar por el parto pero de pechos rebosantes, sólo para alimentarme. En especial conforme me alcanzó la vejez y empezó a aquejarme, cada vez con más frecuencia, el antojo de un traguito a media noche.

La propia Ayana me alimentó en varias ocasiones a partir de aquel día. Entonces succioné sus ubres gemelas con energía, maravillado por su prodigalidad, pues apenas se apreciaba mengua en aquellos cántaros aún después de haberme saciado.

Chupé, lamí, mordí, devoré. No poca leche se derramó de mi boca ante la abundante fuente, embadurnando las pechugas de Ayana con su propio alimento. Aproveché su lubricidad para devolverle el favor dándole a tomar de mi propia leche. Ella succionó con experiencia, su escote engrasado en blanco afianzando mi firmeza mediante vigorosos masajes, pues unas buenas ubres tienen como fin la obtención de leche y la excitación del macho; por ello un buen coito inter-mamario enorgullece a la hembra pura, que ve cumplido su deber por partida doble.

La cría miraba, embelesada y curiosa como es propio de su edad, como mi dureza se hundía entre las mullidas redondeces de su madre, emergiendo tan sólo para volver a perderse entre los labios carnosos. Entraba y salía recorriendo una y otra vez el caluroso pasillo de sus pechos hasta la puerta de su boca, hasta acabar depositando en ella mi propia leche. Un poco se derramó de sus labios, pues también mi descarga fue abundante.

Así pudo la cría contemplar el cierre del círculo, entender que el amo da tanto como toma.

—¿Ves, Ali? Tu mamá se bebe toda la leche del amo. Por eso tiene las tetitas tan grandes para darle de comer a tu futuro hermanito.

Sé que diréis que los galenos no aprueban esa teoría, pero lo importante es que la cría la creyera. Cuando agarré una ubre de Ayana y la levanté, ofreciéndola, la cría se acercó con timidez pero se amorró al pezón. Una gota de mi esencia caída desde la boca de Ayana resbalaba por la tersa piel del pecho. La limpió de un lametazo antes de volver a centrarse en succionar. Parece que tenía hambre.

 

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Igual que un plato sobre la mesa puede ser una comida en sí mismo o un mero aperitivo para abrir el apetito, también la boca de la hembra puede ser el comienzo y el fin o una preparación efectiva para que el caballero alcance el tono adecuado para acometer otros asaltos.

Mi anterior visita a la choza de Ayana empezó y terminó en su boca.  En la siguiente, sus labios adiestrados lograron en poco tiempo templar mi acero. La cría miraba, esta vez más cerca: lo bastante para apreciar como crecía, ganando brillo y dureza a medida que se perdía en la boca caliente de su madre.

A mi indicación, Ayana se levantó y se dio la vuelta, inclinándose sobre la mesa. Guiñé un ojo a la cría y me situé detrás de su madre.

—¿Estás limpia?

—Sí, amito —respondió Ayana. Sabía que iba a venir y estaba preparada.

—¿Lo hiciste delante de Ali?

Negó con la cabeza.

—La próxima vez, hazlo. Que vaya aprendiendo. Pero no se lo hagas a ella: no hay que darla de sí antes de tiempo.

Escupí en mi mano, separé las nalgas y le unté la entrada con un poco de saliva. Lo imprescindible, pues las negras como Ayana no necesitan demasiada ayuda. Y las que no son como Ayana no la merecen.

Le di brío, llegando al fondo desde el principio, pues era un camino en el que me sentía seguro de tanto que lo había recorrido. Ayana afianzó las piernas y se agarró con fuerza a la mesa para resistir mejor mi empuje. Apenas se quejó, aunque en otras ocasiones incursiones tan enérgicas ya le habrían arrancado alguna lagrimita. Pero con su pequeña delante, mamá fue un ejemplo de contención y firmeza.

Cuando presentí el final le di la vuelta y me descargué sobre sus pechos, pues también a las negras les gusta lucir un collar de perlas. Miré a la cría, interrogante. Ella se acercó con timidez y empezó a lamerlos mientras yo ofrecía mi hombría ya menos tensa a los labios de su madre. Ayana succionó hasta el fondo de su garganta, dejándola limpia, mientras su hija hacía lo mismo en sus pechos. Después la madre volvió a enfundarla en mis calzones. Sería la hija quién lo haría a partir de mi siguiente visita.

 

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Las lecciones se sucedieron a lo largo de los siguientes años, una o dos veces al mes, en función de las necesidades educativas de la cría, el tiempo que me dejaran mis múltiples ocupaciones y las ganas acumuladas en mi ilustre par.

La cría separó para mí las nalgas de Ayana, y sus ojos asombrados pudieron observar de cerca cómo el grosor del amo se perdía en el cuerpo de su madre, cómo ese pequeño agujero oscuro se dilataba para recibir entre temblorosos espasmos la claridad de su dueño.

Pronto empezó a ser ella misma quien lubricara a su mamá. Entendió por instinto que la saliva que aportaba habría de evitar pesares a la negra que la trajo al mundo. Pasó de escupir desde lejos a prácticamente besar el agujero para asegurarse de que la mayor parte del líquido cayera en la entrada. Las últimas veces incluso llegó a usar la lengua.

Tardó algunas visitas en ver a su madre abrirse de piernas. Pese a ser Ayana una negra tan generosa por delante como por detrás, de esas que complacen igual cuando las tomas cual perra que cuando te echas sobre ellas de frente, su preñez resultó un estorbo a la hora de montarla del modo más civilizado.

Probé su raja desde atrás, claro. Sobre todo por sentir en la punta de mi hombría la vida que crecía en su interior. Pero una hembra como Ayana, cuando ofrece su retaguardia, incita a seguir el camino de la perdición. Apuré el periodo de preñez para honrar su retaguardia y disfrutar entre sus ubres cada vez más hinchadas. Una ventaja más de las negras reproductoras.

El parto habría de devolverla a sus hechuras naturales. Le di un tiempo de descanso, claro, pues en la negra, como en la prisión o la fortaleza que ha de resistir el asalto, una entrada amplia en exceso resulta inadecuada. Ese es, de hecho, uno de los inconvenientes de las reproductoras: el destrozo que hacen los negros al salir. ¡Sabrá Dios para qué tienen semejantes cabezas unas criaturas tan escasamente dotadas de intelecto! Incluso los más eminentes frenólogos no dudan en reconocer que esa forma africana, tan ovalada, tan mal distribuida, es la demostración física de la minusvalía mental que cualquiera que haya tratado con la especie sombría advierte con facilidad.

Ayana parió, reposó, recuperó sus medidas y volvió, al fin, a estar a mi disposición. Tata ayudó con uno de sus remedios de hierbas, un emplaste que aplicaba con fruición en los coños negros recién paridos para que recuperasen su tonicidad. Las negritas iban a la cocina de la vieja y se tumbaban sobre la mesa, las piernas bien abiertas, mientras el mejunje hacía su magia africana.

Me consta que Tata llegó a hablar con la cría mientras su madre esperaba con los muslos separados a que el mejunje se derritiera con el calor de su raja expuesta.

—La moza cama tié zuerte, niña. Pué tené familia, qu'es lo má importante. Bebés que zon zuyos —le decía la Vieja. Conocía bien los beneficios y obligaciones de una buena moza y no se cortaba a la hora de aconsejar. Ella misma tenía su familia, pues fue antes Tata que Vieja. Sus niñas no tuvieron la talla suficiente para servirme, aunque alguna nieta sí, y ella misma la preparó para mí.

Tata vivía cerca de la casa grande, pues era práctico tenerla cerca. Su esposo también fue buen negro, leal, no como el padre de la futura moza.

—Mejó no te parezca a é, niña.

Con los cuidados de Tata, el tajo de Ayana pronto recuperó una estrechez práctica y la cría pudo ver a su madre abierta de piernas para el amo. Ella la preparó, agarrando los tobillos de Ayana, separándolos para brindarme libre acceso, acomodando la cabeza materna sobre su regazo. Desde esa posición privilegiada la vio recibirme entre sus muslos como es debido, sin las dificultades que la preñez imponía a la monta por delante, con sus ubres lactantes como mullidos cojines aportando comodidad a la acogida.

La cría empezó a participar cada vez más durante mis visitas: abriendo los muslos de su madre, sus labios y nalgas, azotándolas con cariño para liberar su movimiento, apretando el generoso busto para masajear mi hombría, afianzando la cabeza de la negra contra la verga del amo, y lubricando donde era requerido.

Le fascinaban las descargas, aquellas ocasiones en que no me vaciaba en las entrañas o en la boca de mi negra, el pulso de mi virilidad, la cara, el pecho, las nalgas calientes de Ayana después de las cachetadas propias de la monta por detrás, marcadas en blanco por mis disparos sobre el oscuro enrojecido. Le fascinaba, claro, pues durante unos momentos parte de su madre era blanca. La cría intuía que, algún día, ella misma podría acceder, aun momentáneamente, a esa existencia superior.

Con frecuencia lamía la leche sobre la piel materna. Y si bien Ayana solía tragársela, pues su vientre era el destino natural de mis descargas, en ocasiones la retenía en su lengua para acabar depositándola en la boca de su hija. Entendía que era necesario que fuera acostumbrándose al sabor del amo. Con el tiempo, la cría empezó a lamer las últimas gotas directamente de mi hombría. Alguna vez succionó la punta entera, con inusitada maestría.

¿Sabéis de esos trotamundos que viajan por placer? No se privan de opinar que la experiencia más placentera es descubrir países extraños y culturas exóticas. Pero yo, que he viajado de coños de madres a bocas de hijas, os diré una cosa: esa gente es idiota.

 

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En una ocasión, trotando por mis tierras, encontré a la cría sola, recogiendo hierbas para su madre. Nada extraño, pues aunque Ayana era madre cuidadosa, ahora tenía otra criatura pegada a cada momento a sus enormes pezones, chupando leche y atención. Como iba a visitarla, me ofrecí gentilmente a llevar a la negrita, y la alcé al alazán sin esperar respuesta.

Teniéndola bien afianzada entre mi cuerpo y el agarre de la silla, pude apreciar sobre mi bajo vientre la dura rotundidad que iba adquiriendo su grupa. No me había equivocado con ella. Maduraba bien, prometiendo una retaguardia poderosa, ya más realidad que promesa.

Se la notaba inquieta sobre el caballo, inexperta como todos los negros por su escasa costumbre de estar por encima de otros animales. La trabé en su sitio apuntalando una firme estaca entre sus nalgas. Y aunque es obvio que la sintió, ya empezaba a estar familiarizada y no se revolvió demasiado cuando la atraje hacia mí para afianzarla un poco más.

Disfrutamos del trotecillo alegre del semental, que se notaba animado por el olor de la hembra incipiente sobre su lomo. En un prado pastaba el ganado y una res recién nacida chupaba con ansia de las ubres de la vaca.

—Mira cómo lo hace. Como si le fuera la vida en ello. Como si fuese la primera vez que come en su vida y no supiese si habrá una segunda. Aún no sabe andar, sus ojos apenas ven, pero ya sabe mamar. Y mira, es completamente negra.

>>Tu mamá también es tragona, desde joven. Tú lo serás, Ali. Puede que ahora te parezca muy grande, pero la engullirás. Entera. Cuando te llegue el momento, me ofrecerás la boca cada día, cada noche, hasta que no puedas olvidar el sabor de tu dueño.

Ayana salió a recibirme al oír los cascos. Se asustó al verla sobre la montura, por lo antinatural de ver una aprendiza de yegua cabalgar sobre un semental. Protestó con aspavientos.

—¡Baja de ahí, Mbali! —ordenó.

La cría obedeció con presteza: se revolvió de mi abrazo y bajó de cualquier manera, aunque no la había autorizado; tendría que castigarla.

—No puede dejarla subir al caballo, amito —me gritó Ayana.

Yo desmonté con elegancia de caballero. Ayana se acercó con la intención evidente de seguir regañándome pero, sacando la fusta de la caña de la bota, la balanceé ante su cara. Eso le quitó las ganas de berrear.

—¡Entra! —ordené.

Bajando la cabeza, caminó en silencio hacia la cabaña. Indicó a la cría que saliera, pero la retuve. La disciplina, por orden: la hija primero, por escaparse; la madre después, para que no olvidase cuál era su lugar.

—Muéstrale qué posición debe asumir una la negra que ha sido irrespetuosa con su amo.

Ayana se dobló sobre la mesa y se levantó las faldas. No llevaba calzón. Lo localicé sobre una alacena, aún caliente: se lo había quitado antes de salir, nada más oír al caballo.

Acaricié las cachas expuestas.

—¿Ves cómo se coloca mamá, Ali? Haz lo mismo.

Dudó, pero tomándola por la nuca, la incliné sobre la mesa. Se dejó hacer cual muñequita asustada. Siguió inmóvil. Empecé a apretar mi mano hasta que la cría, con dedos nerviosos, se subió el sencillo jubón y se bajó los calzones.

—Si te vuelvo a conceder el honor de subir a mi caballo, nunca, ¡jamás!, bajes hasta que te lo mande. ¿Entendido? ¿Sí? Bien. Ahora que lo entiendes, voy a asegurarme de que no lo olvides.

Admiré mi objetivo. Negrita delgada pero de buena grupa: robusta y firme, adecuada para lo que estaba a punto de recibir. Esa carne ya se mostraba turgente, aunque habría de rellenarse más. La lengua de la fusta acarició esas ancas temblorosas, se perdió entre ellas, bajando hasta su raja. Empujé el doblez de cuero en su surco, sacándole un respingo. Ayana, tendida a su lado, extendió una mano sobre la espalda de su hija para ayudarla a mantenerse pegada a la madera.

La fusta bailó en el aire ensayando el movimiento. La cría se apretaba ante cada silbido, anticipando el porvenir. Un amago, otro. El tercer vaivén mordió carne tierna. La nena chilló. El brazo de Ayana se tensó por el esfuerzo de mantenerla pegada a la mesa.

Otro silbido, otro chasquido del cuero contra la piel, la otra nalga saltando bajo el impacto. El grito se convirtió en llanto.

—Por favor, amito —suplicaba Ayana—: es culpa mía. Castígueme a mí.

Palpé la grupa castigada y temblorosa.

—Tienes razón. Por ser la primera vez, lo dejaré así.

Liberé mi verga de su prisión y la apoyé entre las nalgas recién castigas, en esa brecha que se había ido haciendo cada vez más profunda a medida que la edad metía volumen en la retaguardia de la negrita. Ya casi era suficiente para envolver mi hombría, pero le quedaba madurar un poco. Me balanceé para probar su calor, para ver que tal reaccionaba la cría. Un par de azotes habían bastado para dejarla dócil.

Ayana suplicaba con la mirada fija en mi dureza creciente. Y os diré algo de esa mirada: una buena negra sabe hacer ver cuándo ansía la verga del amo. Me acerqué a ella. Quitó la mano de la espalda de su hija y se afianzó en su posición.

Su falta no había sido grave, pero la hembra negra necesita el látigo de cuando en cuando. No hace falta un motivo, pues la disciplina con motivo, el castigo debido por una falta, no tiene mérito: es una obligación. El castigo por el castigo, el mero acto de someter con la fusta, el látigo o la vara, es una forma de arte. Pero no hay que abusar, pues el arte no debe vulgarizarse, o deja de serlo.

La negra, la pura hembra negra, parece pedir —y recibe con más naturalidad— el castigo entregado con los útiles propios de la equitación. Fusta de montar y látigo de carrocero parecen serle adecuados. Y la que los recibe tiende, de modo natural, a patear el suelo cual auténtica yegua.

Ayana era de esas. Sin más preámbulo, descargué un golpe rápido, sin demasiado peso. Un par más le siguieron, cruzando ambas pompas. No se quejaba. Con la cara oculta entre los brazos extendidos, pagaba su falta en silencio.

—Mira, Ali. Aprende de tu madre. No pierdas detalle o habrá más escarmiento.

La cría obedeció, los ojos llorosos fijos en su madre. Apunté. Levante la fusta. Tomé aire. Descargué un golpe enérgico. La grupa de Ayana saltó, acompañada por un gritito. Sus manos se apretaron contra la madera. Pero no se movió del sitio y recuperó en seguida la quietud, ofreciendo su retaguardia al siguiente. La diferencia entre una negra bien domada y una que habrá de estarlo.

La fusta volvió a subir y bajar con energía sobre la otra nalga. Esta vez, la intensidad no la sorprendió y el grito quedó ahogado, consciente de la atención de su hija.

Seguí sin prisa, dándole tiempo a saborear cada beso de cuero, disfrutando del bamboleo, de los saltos y temblores de esas ancas generosas. Con las negras más experimentadas, más dóciles, también hay que ser más duro. Más aún que con las rebeldes, pues habiendo que domarlas con menos frecuencia es menester que cada ocasión deje huella. Y más en una negra que se había ofrecido a recibir en sus carnes el castigo que, en justicia, habría correspondido a su retoña.

Seguí zurrándola hasta lograr que brotaran las lágrimas, hasta que el fuego de su piel fue más fuerte que el instinto de resistir para no asustar a la pequeña, para que no calara el miedo que, Ayana sabía, era el peor enemigo de una negra. Pues la buena africana comprende que si el amo quiere zurrar, zurra; si quiere ensartar, ensarta. Temer la azotaina, resistirse a la profanación, no hace sino empeorar las cosas.

La buena negra se deja llevar, no lucha, no se resiste. ¿Por qué oponerse? ¡Que la fusta y la verga hagan su trabajo!

Quería transmitir ese instinto a su hija, pero acabó suplicando piedad entre sollozos, con sus generosas nalgas bailando sin control al compás de la fusta, cual esas africanas que danzan enloquecidas en torno a una hoguera al son de los bongos de cuero, valga la analogía.

Ese bailoteo salvaje también fue demasiado para mi badajo que, aún al aire, se había ido endureciendo con el espectáculo, balanceándose cual acompasado compañero de baile de las cachas de mi negra.

La cría había extendido una mano hasta agarrar la de su madre. Sus ojos juveniles dejaron de prestar atención al castigo y estaban fijos en mi dureza enhiesta. Tan atento público me animó a dar comienzo al espectáculo: deslicé mi verga entre las nalgas, acariciándolas, dentro y fuera, llamando a la entrada como un aviso de que en breve debería abrirse. Apoyé con firmeza, apretando apenas, dejando pasar el tiempo suficiente como para que la negra se preguntara cuándo iba a empezar a forzar la puerta.

Entonces empujé.

Incluso una negra bien adiestrada lo pasa mal cuando la enhebras sin lubricación, mas con el ímpetu del deseo no caí en ese pequeño detalle. La empalé con un grito, no sé de quién. Aguantó intentando agarrar la lisa madera de la mesa. Ayana siempre aguantaba, pero era un avance demasiado difícil.

—Grasa —ordené a la cría.

Ella salió corriendo hacia los sencillo fogones, donde su madre guardaba un tarro de unte, y volvió con la misma presteza a entregármelo antes de volver a colocarse en posición. Aprendía rápido.

Ungí a mi negra con grasa caliente que empezó enseguida a derretirse entre sus nalgas. Volví a ensartarla, sin prisa, disfrutando de un avance más suave.

La lubricidad de la negra es importante. Nunca lo olvidéis. El paseo por la senda mejor trazada se vuelve desagradable si dejas que los matojos y las hierbas lo obstaculicen. Pero no es necesario perder el tiempo ensanchándolas, pues el tiempo, bien se dice, es oro. Y el oro vale más que el carbón. Además, en la hembra, la estrechez es una virtud. La buena negra es apretada y caliente. La dilatación es, por tanto, desaconsejable; pero un poco de lubricidad para deslizarse en su interior resulta cómodo al caballero.

Rota ya su reticencia inicial a quejarse, siempre en atención a su pequeña, Ayana gimió durante todo el tiempo que la estuve sodomizando. Gemidos doloridos y desesperado al principio, su entrada maltrecha por ese primer avance mal planificado; gemidos doloridos y relajado a medida que se iba acercando el final.

Duro. Dentro y fuera. Golpes secos contra esas cachas generosas. Atraje a la pequeña para que tuviera una visión clara del orificio de su madre engullendo verga. Espectadora de palco, tan cerca como para disfrutar del agradable olor de la grasa derretida por el calor de la fricción y el de su madre.

Aguanté poco, pues Ayana nunca fue la típica africana pasiva. Era una buena negra, de las que apretaban para complacer al amo. Regué su interior con efusividad y, al separarme, de su gruta abierta empezó a manar leche y grasa.

—Chúpala —ordené.

La cría no pareció comprender.

—Pon la boca en el culo de tu madre y lámelo todo. Quiero verlo limpio.

Siguió dudando, pero bastó levantar la fusta para que corriera a arrodillarse ante las nalgas abiertas y metiera la cara entre ellas.

Lo hizo bien, metiendo la lengua. Yo di la vuelta a la mesa y ofrecí mi virilidad engrasada a la boca de Ayana. Le gustaba la grasa y, como buena negra, no desperdiciaba la comida.

Para cuando me marché, la negrita seguía metida en el culo de su madre. No se separaba, dispuesta a dejarla resplandeciente.

Prometía.

 

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Como pasan las cosas en la vida caribeña, las estaciones fueron y vinieron con suavidad, sin hacer notar el duro paso del tiempo.

Meses y años. Las lecciones se sucedieron.

Se me hizo evidente que la negrita se encontraba ausente cada vez con más frecuencia. Ayana sentía el miedo propio de cada hembra con sus crías: cual exótica ave africana, tenía miedo de dejarla volar sola, de empujarla al abismo, pese a saber que era lo mejor para la pequeña, lo que marcaba su naturaleza.

La cría se fue llenando, ganando un firme volumen en aquellos sitios que había previsto. Ese cuerpo cada vez más tonificado fue la excusa de Ayana para justificar sus ausencias. Me decía que salía para ayudar a su padre en las tareas que le eran propias mientras ella estaba ocupada con el negrito, que ya correteaba por allí. No fue malo del todo, pues un poco de trabajo, unas caminatas diarias patrullando el sembrado y arreglando los caminos, aportaron consistencia a su carne juvenil.

Llevaba ya un par de meses sin verla, lo cual me irritaba, no por lo placentero —pues Ayana siempre resultaba complaciente, con o sin la cría— sino porque mi dulce negra creyera que podría negarme aquello a lo que tenía derecho.

En la hacienda, Madre Naturaleza marca el calendario. Hay días especiales, durante la época de recolección, en los que cada negro fuerte debe arrimar el hombro, incluso los bendecidos con hogar, esposa y la confianza del amo.

En aquella ocasión, Ayana no tenía excusa. Pero temiendo la jugada de mi negra, ordené a un capataz que me acompañara. Me aposté a cierta distancia de la casucha, con buena vista, mientras soltaba mi metafórico perro para levantar la perdiz. El buen hombre se acercó por el sendero, haciéndose notar en la distancia con el repiqueteo generoso de los cascos de su caballo. Aún estaba el capataz a buena distancia de la casucha cuando vi un oscuro animalillo escabullirse a hurtadillas, animada por Ayana.

Seguí a la cría, en silencio. No era cuestión de espantarla. No me preocupaba el capataz: llegaría a la casucha para pedirle a Ayana un poco de agua antes de seguir camino hacia otras labores. No le estaba permitido gozar de aquellas negras que tenía reservadas para mí, y ambos lo sabían. Eso no evitaría que la magreara un poco, pues una voluptuosidad como la de Ayana es una invitación irresistible a la mano. Pero estos comportamientos nunca me molestaron, pues resulta adecuado, incluso recomendable, que los sirvientes huelan los manjares de la mesa de los señores, y hasta que saboreen algún resto del plato sucio que están retirando de la mesa. Eso recuerda cuál es el respectivo lugar de cada uno.

Dejé atrás a una Ayana sin duda frustrada por la falta de visita, prometiéndome compensarla a la mínima ocasión, y empecé a rastrear las huellas de la cría.

Conozco mis tierras tan bien como mis negras conocen mi estoque. Pronto supe a dónde se dirigía. Y no me extrañó: con este calor de justicia, cualquier bestia busca el frescor del agua.

La encontré, desnuda como su madre la trajo al mundo y como habría de estarlo tantas veces en el futuro cercano. Descansaba tendida bocabajo sobre el lecho de un arroyuelo, con las piernas abiertas, ofreciendo su tajo juvenil al rápido frescor del agua contracorriente. Sus muslos se estremecían ante el beso continuo del agua; el rostro alzado al sol sobre el escaso calado dibujaba un mohín de placer contenido; el pelo suelto, brillante, levemente rizado pero largo, fluía arrastrado por el arroyo. Sus ubres habían ganado volumen desde la primera vez que reparé en ellas, pero no habrían de ganar mucho más: no sería adecuada para el ordeño, pero tampoco era el Destino que le tenía deparado. Dos pezones respingones se hundían y emergían al compás del temblor contenido de la excitación. La espalda se arqueaba, felina, ofreciéndome una grupa firme, hinchada y dura. Rotunda. Llena y jugosa.

La fruta estaba madura.

Sus muslos contundentes temblaron en un espasmo de placer, confirmándomelo: estaban preparados para acogerme.

Mi alazán estaba inquieto, armado: presentía a la negra. Siempre le gustó la cría, su aroma natural a hembra en celo, pues las buenas negras, las nacidas para el placer, no entienden de especies. Otro de los muchos motivos por los que a los caballeros nos agrada montarlas.

Pese a ser un semental entrenado para la caza, capaz de permanecer inmóvil y silencioso cuando se le ordenaba, el noble bruto terminó relinchando y la negra pegó un respingo. Me había fastidiado la contemplación de aquella criatura en su hábitat, la experiencia naturista, pero siempre fui hombre de acción y no pensaba conformarme con el deleite visual habiendo otro más intenso a mano.

Desmonté y até al zaino, pues no es prudente confiar en un semental suelto en situaciones como aquella. La cría me contempló con temor, sentada sobre la corriente, recostada sobre una cadera, muslos y rodillas juntas, dobladas sobre el pecho que se cubría con los brazos. La mirada intensa de ojos enormes y blancos sobre la piel oscura y húmeda. Era la primera vez que estaba desnuda en mi presencia sin su madre.

Me acerqué a la orilla.

—Ven —ordené.

Caminó sobre los guijarros, de pronto insegura bajo el peso de mi presencia. La así por un hombro para indicarle dónde pararse para poder contemplarla de arriba a abajo. Le coloqué el pelo húmedo sobre los hombros: casi le tapaba los pezones puntiagudos. Unas buenas riendas.

Acaricié sus labios con un dedo. Llenos, temblorosos. Entreabrirlos dejó al descubierto unos dientes blancos y juveniles, muy buenos para una negra. Los labios volvieron a su posición con elasticidad.

Descendí, prosiguiendo el examen, pues el caballero ha de examinar concienzudamente a toda negra que destine para uso personal. Esto es especialmente cierto en las que compra, pues los mercaderes se comportan como mercaderes y gustan de esconder los defectos del género en venta. Sus trucos engañan a la vista y al olfato, pero rara vez al tacto, al oído y, sobre todo, al gusto. La negra en venta es como la moneda de oro: no dudéis en morderla antes de aceptarla.

Examinad también a conciencia a aquellas que sean vuestras sin que medie desembolso, pues es menester asegurar que son dignas de vuestras atenciones.

La cría pasó el examen. Sus pezones temblorosos respondieron entre mis dedos y entre mis dientes. Sopesé los pechos con manos que parecían demasiado grandes. El vientre era firme, la cintura estrecha, el ombligo profundo. Era delgada y su cuerpo se perdió en mi abrazo mientras lo rodeaba accediendo a su retaguardia. Amasé  sus cuartos traseros, donde mis manos no parecían tan excesivas. Agarré con firmeza, pues firmeza requerían. Dio un respingo, pero aguantó.

—Buena negra —le susurré al oído para animarla antes de meter una mano desde atrás entre sus muslos, guiado a ciegas por el calor de su raja.

Se revolvió, con quejas débiles que no escuché. Su tajo estaba húmedo, y no sólo de agua; se notaba en la consistencia de su humedad, en cómo mi mano y mis dedos resbalaban.

Mi otra zarpa atacó por delante, acariciando un botón que respondía a las caricias y perdiéndose por entre los muslos entreabiertos hasta cruzarse con su compañera, pues un caballero sabe dar la mano, incluso a sí mismo. Gimió. Aquella cosecha pedía siega.

Busqué el lugar adecuado. Junto a la orilla, una gran piedra plana se ofrecía como un altar propicio para derramar aquella sangre. Y aunque no era un colchón mullido, resultaba un terreno firme para clavar la estaca por primera vez, con contundencia; un lecho incómodo que ayudaría a la negrita a entender cuál era su obligación.

—Túmbate —ordené.

Se tumbó, aunque bocabajo, intuyendo, quizá por mediación de su madre, cuál era el papel que le tenía designado. Empezó a gimotear al contacto de sus pechitos respingones y sus muslos aún tiernos con aquella losa plana calentada por el implacable sol caribeño. Yo me tendí a su lado, oliendo el ébano de su nuca, el temblor húmedo de su espalda, la rigidez de sus ancas cerrándose por instinto a la futura incursión. Disposición tentadora, tentado estuve de aceptarla, pero resistí el impulso. Cuando se arranca el fruto de la tierra hay que hacerlo del modo correcto para que no se estropee. Por ello la agarré por las caderas y la volteé.

Su joven rostro mostró la sorpresa de ver el cielo azul detrás del rostro indudablemente agraciado de su dueño. El calor que instantes antes caldeaba su pecho doró ahora su espada, que se arqueó por instinto ofreciéndome en el movimiento su lozanía de hembra en su punto. La buena carne va vuelta y vuelta.

—Ábrete, Ali.

Mi mano apoyada en sus caderas la animó a separarlas con timidez. Sin untar saliva, pues encontré que ya estaba lo suficientemente húmeda para cumplir su función, me recosté sobre ella acomodándome entre sus piernas. Mis rodillas forzaron sus muslos inexpertos a una posición natural, mis brazos la rodearon, mis manos apresaron la suyas, mis ojos expertos se hundieron en los suyos asustados.

—Pórtate como una buena negra —le dije.

Hizo ademán de asentir, pero me adentré en ella antes de darle tiempo.

Se rasgó con un temblor en unos labios y un grito en los otros. Se arqueó, levantando mi peso y el suyo, haciendo que me clavara aún más en su cuerpo.

Tardó un instante en relajarse, en aceptar la dureza que invadía sus entrañas, hasta que su joven cuerpo perdió la rigidez y volvió a aplastarse contra la piedra.

Sollozaba. Una humedad caliente brotaba de sus párpados igual que de entre sus piernas. Me miró con esos ojos domados de la hembra que acaba de descubrir quién es su macho.

Salí de ella y volví a empalarla. Con fuerza y al fondo, pues la puerta ya estaba abierta. Volvió a gemir ante la estacada. O tal vez a gimotear. Lo mismo daba. Mi hombría chapoteaba zambulléndose en sangre caliente y carne tierna.

Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. Sin prisa. Sintiendo su estrechez. Saboreando cómo se diluía su pureza en el líquido vital. Cincelándola a golpe de pico como un minero perfora la roca virgen en busca del oro de su esencia femenina. Ella apartaba la mirada, tímida. Yo agarraba su cara y la obligaba a mirarme. Sus ojos quedaban entonces fijos en los míos y podía ver en ellos que sabía que me pertenecía. Volvía a apartarla y volvía a centrarla en mí. Una y otra vez, durante el largo, largo rato que disfruté tallando el marco puro de su inocencia.

Sentí llegar los espasmos del final, violentos, animados por la emoción del estreno. Su cuerpo apresado bajo el mío también empezó a temblar, acompasado al latido de mi virilidad.

Inundé con mi semilla unas entrañas de hembra sedienta que la succionaron como si llevaran toda su vida ansiando beber.

Se relajó debajo de mí mientras yo me relajaba sobre ella.  Cuando por fin me levanté pude contemplar por primera vez a mi nueva hembra en su esplendor, la criatura que yo había creado, pues los restos de la niña que había sido se diluían en el diminuto riachuelo rojizo y acuoso que brotaba de entre sus piernas aún abiertas y resbalaba sobre la roca hasta perderse para siempre mezclado en las rápidas y cambiantes aguas del arroyo.

Busqué mi casaca y saqué mi pañuelo, lino blanco de buena calidad. Lo deslicé entre sus piernas dejando en la tela la firma roja de su rendición y mi conquista, otra página que Tata podría añadir al libro de mis negras.

La contemplé: el rostro cansado vuelto hacia el agua, todavía sin querer mirarme; los pechos juveniles subiendo y bajando al ritmo de una respiración ahora tranquila; los brazos entrelazados lo rodeaban, no cubriéndolo, como antes, sino simplemente sosteniéndolo, realzándolo, ofreciéndolo, sabiendo de algún modo que su contemplación me pertenecía y que no tenía el derecho de negármela; la piel oscura y tersa de sus muslos separados enmarcando en ébano el sonrosado de su tajo abierto, ahora más pozo que surco en la tierra.

Nunca están tan abiertas como justo después de esa primera vez. Nunca es tan evidente que una hembra es una hembra, que el coño blanco, negro, amarillo o indio no deja de ser, en el fondo, rosa. Pero el caso de las negras es más peculiar, más… ¿cómo decirlo?… simétrico: en la entrada abierta después de ese primer asalto, el negro da paso al rosa, y el rosa vuelve a dar paso al negro, a la oscuridad del vacío interior recién descubierto, de ese espacio concebido para acogernos.

—Lávate —ordené.

Entendió. Ayana la había educado bien. Sus piernas doloridas y temblorosas se movían ahora con inseguridad sobre los guijarros del arroyo, pero logró internarse en la corriente y expuso su tajo abierto al rápido fluir del agua fría. Pese a todo, tendría que acordarme de mandar a Tata que le diera uno de sus remedios africanos. Nunca quise bastardos, y mucho menos que una preñez prematura estropee un cuerpo joven antes de que me aburra de él.

 

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La llevé de vuelta. Se quejó al subir al caballo, pese al privilegio que, de nuevo, le concedía. No me malinterpretéis: no me molestaron sus quejas, pues no dejaban de ser alabanzas a la potencia de mi virilidad; una negra recién estrenada debe sentir cierto escozor al recordar a su dueño. Las negras quejicas, aprendí con la experiencia, nunca son malas, pues la suya es la melodía que acompaña al placer, y suelen tener cierta profundidad en sus gargantas. Las más protestonas dan más motivos para cerrarles la boca. Las peores parecen echar de menos el sonido de mi mano percutiendo sus cachas, una melodía que acompañan con su canto.

Ayana salió al oír el traqueteo del caballo. Apareció dispuesta y entregada, esperando recibirme, pero su cara se ensombreció al verme con otra hembra.

Le bastó una mirada para entender que su niña ya no lo era.

—Se ha portado como una buena negra —le dije acariciando el brazo de su pequeña—. Puedes estar orgullosa.

Y dirigiéndome a la negrita:

—Recoge tus cosas, Ali. Te vienes conmigo.

Ya estrenada, no había motivos para no seguir usándola. Ambas lo sabían. Además, no es buena idea dejar dos hembras ya hechas como aquellas conviviendo en la misma casa. Cada fiera necesita su territorio.

Bajó con movimientos cuidadosos y se perdió en la casucha. Llegó el ruido de objetos moviéndose. Dejo que mis negras se lleven sus pertenencias cuando las acojo en la casa grande, pues al fin y al cabo sus cosas son sólo mías. Eso no implica que la mayoría de sus ropajes y baratijas no acaben alimentando el fuego, pues les proporciono ropa y abalorios nuevos: una negra doméstica no puede vestir como una salvaje de los campos: da mala imagen a la hora de servir y de ofrecerse a las visitas. Pero no está mal que conserve alguna chuchería que le recuerde a su infancia.

Ayana me miraba, suplicante. No decía nada, claro, pues ya estaba todo hablado. Sabía que era el mejor destino para su cría. Lo entendía, pero le costaba aceptarlo, como a cualquier madre. Cuando la negrita volvió con el hatillo de sus tesoros, le dio un abrazo interminable.

—Obedece, mi niña —le susurró al oído—. No te resistas. Nunca te resistas.

Sabias palabras, para una negra. No hay nada de malo en entregarte cuando no tienes alternativa.

 

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Aquella misma noche culminé el estreno.

Tata me la preparó con el habitual cuidado, limpiándola por fuera y por dentro. Peinada y perfumada. Tierna y dispuesta.

La negrita sabía qué debía hacer: el tiempo invertido en su educación, las múltiples muestras de lo que se esperaba de ella recibidas en la dócil carne de su madre, la habían ayudado a interiorizarlo.

Aguardaba sobre la cama, desnuda, oscura, arrodillada y encogida cual pantera oculta entre la maleza. Sus ojos enormes me siguieron desde la penumbra mientras recorrí la habitación encendiendo las luces.

Miró en silencio mientras me desnudaba, los ojos brillantes sobre mi masculinidad creciente ante el espectáculo que ofrecía. Nerviosa pero entregada, como las negritas buenas. Aguantando en la posición en que me la había colocado Tata: la cabeza baja, sumisa; la espalda arqueada, felina, subiendo como la ola que rompe, coronada por la grupa contundente, ofrecida, dos montañas generosas y firmes de carne gemela separadas por un cañón profundo y abierto, una separación común entre las negras concebidas para dar placer con su retaguardia, como si la Naturaleza hubiera dotado a aquel cuerpo oscuro de una muesca para que supiera por donde debe partirse al recibir el cincel por primera vez. Aun me pareció apreciar en el fondo el brillo de la saliva de Tata recorriéndolo, concentrado en la entrada de la gruta virgen que habría de explorar.

Plantado ante su cara, le ofrecí mi virilidad. Descargué mi mano sobre una de esas cachas ofrecidas, para animarla. Ella saboreó el azote un instante, antes de empezar a moverse con lentitud.

Un consejo: no dejéis de azotar a vuestras negras cuando las toméis; en un mundo equilibrado, el placer que una africana puede dar y el dolor que debe soportar se compensan mutuamente. La leña aviva el fuego.

Y lo hizo, desde luego: ella respondió a mis ánimos levantando la cabecita, la boca entreabriéndose, la lengua húmeda apenas asomando mientras se acercaba a su destino. Sus labios abrazaron la punta, ya roja e hinchada. Mi acero caliente se templó enseguida en la humedad de su boca y, duro y firme, avancé.

Aquella boca había recibido antes mi visita, pero nunca pasando más allá del recibidor, hasta esas zonas más íntimas y acogedoras que se esconden en el fondo de cualquier hogar. Era una mezcla curiosa: unos labios y lengua acostumbrados, una boca que no lo estaba tanto, una garganta virgen. A medida que me internaba, ella se sentía más insegura. Avancé, lento pero implacable, venciendo su resistencia, sus arcadas y convulsiones crecientes conforme entraba más y más en su cuerpo. Mi mano volvió a descargarse, una vez, y otra, añadiendo impulsos momentáneos a la internada constante.

Su nariz acabó presionando mi bajo vientre. Apresé su cabecita con una mano firme, pues sentí en mi extensión esa vibración típica de las boquitas inexpertas que anticipan el impulso de desocupar su garganta desbordada. La retuve mientras se acostumbraba a mi presencia, mientras el espasmo se difuminaba en la aceptación. Apreté aún más su cara contra mi carne.

Tengo una calva. ¿Lo sabíais? No la busquéis en este pelo cano pero abundante. Está más abajo y de común oculta por las imposiciones de la decencia. Me la provocaron mis negras con el paso de los años. ¿Por qué creéis su especie tiende a tener la nariz aplanada? Es herencia materna, la adaptación lamarckiana de la negra pura a uno de los usos para el que las prepara la Naturaleza. Cada día de cada año desde que me hice hombre un buen puñado de morros africanos fue puliendo mis bajos hasta dibujar una marca almendrada sobre la mata ensortijada de mi vello, señal de la dedicación, del trabajo constante que dedico a mis negras, como el brazo robusto del herrero o el curioso arqueado de las piernas del mensajero que vive a caballo.

Pues habéis de saber que, al igual que las visitas a los campos para comprobar el estado de la siembra, visitar los labios de sus africanas es obligación del buen amo.

Al menos una felación al día debe ser completa, un fin en sí mismo, no preámbulo o culminación de la visita a otros agujeros. Se debe cambiar con frecuencia de negra para que cada una tenga la oportunidad de demostrar su agradecimiento. Y acabar en su boca, ayudando así a la africana a acostumbrarse al sabor de su dueño. Sé que, cuando eres un hombre de éxito, pueden ser muchas bocas que alimentar. Es un precio que el caballero siempre está dispuesto a pagar.

Ya tenía un pequeño grupo de africanas dedicadas a mi servicio personal para cuando integré a mi negrita, aunque no tantas como llegarían a ser, pues era joven y hacía poco que me había convertido en señor de la tierra. No costó demasiado abrirle un hueco en la rotación de mis felatrices habituales. Los primeros días le daría un lugar destacado, para que perfeccionase sus habilidades, pero fue durante aquella noche cuando pude apreciar que, desde luego, las tenía. En eso salió a su madre. Cuando al fin liberé su cabeza, empezó a deslizarse sobre mi extensión, arriba y abajo, dentro y fuera, suave, resbalando sobre su lengua húmeda, abrazado por sus labios jugosos. Sacaba el hocico cual buena negra. Alguna lo esconde: labios finos retraídos hacia dentro. Pero las mejores exhiben con orgullo los típicos morritos jugosos de pato de las buenas chupadoras.

Seguía zurrándola con regularidad, porque el día que zurrar a una negra no mejore sus artes orales habrá que empezar a zurrarla más duro. Respondió aumentando el ritmo y profundidad, la presión de sus labios contra mi hombría.

Presentí el final y me interné a fondo, agarrando de nuevo su cabecita mientras explotaba en un disparo poderoso en su boca. La retuve mientras me descargaba. Al liberarla empezó a toser, escupiendo el alimento que tan generosamente había depositado en ella, ensuciando unas sábanas que costaban más que su cuerpo. Eso me molestó.

Mis ojos recorrieron la estancia buscando alguna fusta o vergajo, pues la experiencia enseña que siempre es útil tener algún que otro útil de disciplina cerca del lecho. En ello estaba cuando un grito proveniente del exterior reclamó mi atención.

Me vestí rápido con un ligero batín y saqué del cajón el revólver, pues los gritos en plena noche en una plantación no presagian nada bueno. Cualquiera que no se haya criado en la urbe sabe que las bestias más peligrosas tienden a acechar en la oscuridad.

Era hábil, con aquella arma. Sigo siéndolo pese a la edad. Me crie disparando pistolas de chispa, así que tardé poco en acostumbrarme a la precisión y velocidad de aquel invento yanqui.

Bajé corriendo. Mis negras se agolpaban cual gallinas cluecas en torno al portón cerrado, mientras alguien aporreaba desde fuera. Tata ponía orden, o lo intentaba. En el exterior, distinguí la voz de varios capataces que se acercaban corriendo. El ruido de los golpes sobre la madera fue sustituido por el forcejeo entre varios hombres. Salí.

Allí estaba el negro. Furioso. Salvaje. Casi parecía indignado, como pretendiendo fingir que los de su condición tenían dignidad.

La negrita había abandonado mi lecho sin permiso; tendría que enseñarle que no podía ir y venir a voluntad. Sus ojos asustados miraban, medio oculta por el marco de la puerta.

—¡Papá! —gritó.

El negro se revolvió al verla. Varios capataces y negros que vivían cerca de la casa grande tuvieron que echarse sobre él para controlarlo.

—¡Soltadlo! —ordené.

Obedecieron. El negro se levantó, sorprendido, sin saber muy bien qué hacer ahora que se veía libre. Miró a su hija. Después a mí, el batín entreabierto, mi hombría aun goteando.

—Malnacido —gritó—. Pagará por esto. Tenemos derechos. Acabará en la cárcel.

Y levantando un dedo, osó apuntarme con él.

—Habré de verle cargado de cadenas, se-ño-ri-to.

Lo dijo relamiéndose, degustando la falta de respeto, el dedo oscuro aun señalándome amenazador.

Levanté el brazo, amartillé el percutor, apunté. La negrita gritó. El negro dejó caer su dedo acusador, la cara de estupor, la mandíbula desencajada.

—¡Piedad, amo! —susurró.

Disparé.

No hizo falta rematarlo.

 

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Muerto el perro, se acabó la rabia. Las negras acabaron calmándose, controladas por la mano firme de Tata, y volvieron a sus quehaceres y aposentos. Los hombres se llevaron los despojos del salvaje.

—Colgadlo del secadero —ordené.

El negro que no sirve de nada al menos sirve de ejemplo.

La negrita gritaba, desconsolada. Tuve que arrastrarla de vuelta a la alcoba. La lancé sobre el lecho y quedó doblada contra el jergón, en una postura adecuada. Intentó revolverse, pero la aplasté sobre la tela con mano firme. Siguió gritando y forcejeando.

Tenía grasa preparada para facilitarle esa dura experiencia, pero la negra seguía revolviéndose y no me dejaba alcanzarla, así que me limité a escupir. Apoyé mi hombría y me hundí en ella, sin preámbulos.

Fue entonces cuando realmente empezó a gritar.

 

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Fue buena negra. Hube de tener mano dura con ella los primeros meses, pues aquel desagradable incidente la volvió algo arisca. Pero acabó cumpliendo con lo que el Destino le tenía asignado.

Años después se la cedí a un buen mandingo, uno de los muchachos que ayudó a contener a su padre. Le costó concebir al principio, pero le busqué sementales que acabaron por preñarla. Sus ubres, que nunca fueron espectaculares, se hincharon bien de leche gracias a la herencia de Ayana. Disfruté entre ellas.

Ayana sobrellevó la viudedad con más resignación que su hija, pues mi buena negra siempre tuvo claro a quién pertenecía en realidad. En ocasiones parecía algo apagada y hubo que animarla con el látigo, pero creo que agradeció el dolor.

Le di un par de meses de cristiano duelo antes de traerla de vuelta a la casona para aliviar su soledad. Nunca fue mi costumbre recuperar negras usadas, pero algunas merecieron la excepción. Ayana fue la primera: fue mi bañadora, disfruté su cuerpo desde muchacho, pero nunca la mantuve realmente como una de mis negras de uso personal; se casó antes de que me convirtiera en su legítimo dueño. Quise saborear esa experiencia, un tiempo al menos, antes de volver a casarla. Y os diré algo: disfrutar de la madre y de la hija, de las dos, juntas y revueltas, en ocasiones incluso sin estar yo en medio, fue… agradable. Dos negras que se aman colaboran mejor a la hora de satisfacer a su dueño.

La disfruté durante un año, mes arriba, mes abajo, antes de casarla y mandarla de vuelta a su antigua casa con su nuevo esposo.

Seis meses después parió una niña. Salió clara, tanto o más que su madre. Llegaría a ser la mejor negra que he poseído.

Pero esa ya es otra historia.

 

FIN

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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