¿Qué distingue a una buena negra?
Buena pregunta esa, compleja en su simplicidad. El moderno
urbanita no la entiende, menos aún la respuesta, pues hace ya un par de décadas
que los buenos tiempos de las plantaciones del Nuevo Mundo tocaron a su fin.
Los vendedores de carne ya no existen. O más bien existen, pero su mercancía es
menos abundante y no pueden exponerla en cómodas tarimas a la vista de clientes
y autoridades.
Gabachos, germanos, ingleses, yankis… era previsible que la Madre
Patria acabara cayendo en esa locura de que todas las variantes humanas son
iguales. Si el buen Dios no hubiese querido que nos sirviésemos de la estirpe
oscura a voluntad, no habría puesto África en el centro, cual fuente de viandas
ante los comensales; si la Madre Naturaleza no hubiese establecido primacías,
no habría creado a la raza tenebrosa tan salvaje como siempre se ha mostrado,
más allá de los intentos por civilizarla. Los malhayados rufianes de la
política, pretendiendo subvertir la voluntad de las fuerzas divinas, abonaron
el terreno propicio para el desastre en que ahora vivimos.
Antaño existían varios modos por los que cualquier caballero podía
abastecerse de buenos ejemplares para trabajar sus tierras y de alguna que otra
negra de raza para disfrute propio. Era con estas con las que había que tener
más ojo al elegir, pues el negro para el campo, bestia de carga, no solía
requerir excesivos cuidados ni en su adquisición ni en su mantenimiento.
Para adquirir negras apropiadas existían, en los buenos tiempos,
cuatro cauces habituales.
El primero era, claro está, África. La importación fue la primera
fuente, casi inagotable, que nutrió esta nueva tierra de carne oscura.
La africana nativa tiene ese toque picante que sólo proporcionan
las hembras salvajes alimentadas en libertad. El producto recolectado en la
selva es de uso arriesgado, pero emocionante. Con frecuencia, no siempre, requiere
más trabajo de doma. Pero son yeguas que, una vez domadas, cabalgan con
especial brío.
Las salvajes aportan, además, cierta diversión debida a la
variedad de sus orígenes: moras, cristianas, o de alguno cualquiera del
ridículo cúmulo de ritos tribales; la fe que traigan no importa, pues habrá de
ser sustituida por la devoción al amo; algunas llegan rapadas, tatuadas, con
marcas de fuego o cuchillo, con los labios o el cuello resaltados por ritos
paganos o con el tajo cortado con un filo de piedra o los mismos dientes en
honor a algún dios ridículo. Son más divertidas, estas salvajes. Se resisten
más y es menos rutinario tomarlas. La mayoría entregan la raja con reticencias.
Y todas, sin excepción, se resisten a ser probadas por detrás. ¡Mejor!: más
emocionante que traspasar una puerta abierta es derribarla a golpe de ariete.
No se relajan, como las ya adiestradas, y tienden a apretar de un modo
delicioso mientras las fuerzas.
Sin embargo, las africanas nativas también tenían sus inconvenientes.
El principal venía a la hora de la compra, pues el estado en que llegaban no
siempre era adecuado para valorar su verdadero potencial. El transporte las
estropeaba, y en muchos casos la alimentación en sus orígenes tampoco era la
adecuada para meter buena carne en los lugares precisos y mantener una piel y
pelo lustrosos. Al comprar hay que saber ver, no a la andrajosa criatura que
sale del barco de los mercaderes, sino la hembra potrona en que puede
convertirse con los cuidados adecuados.
Hay que comprobar con cuidado la piel, el pelo, los dientes, las
marcas que pudiera tener y lo antiguas que sean, para saber si son debidas a la
rebeldía durante el transporte o a una crianza disciplinada. También, y con
esmero, que los orificios estén intactos, pues las díscolas bien pueden
haberlos entregado, a algún salvaje en su tierra o durante el viaje, en vez de
reservarlos para sus futuros amos.
Pero que la negra tenga el sello intacto no es garantía de nada,
pues hay otros caminos. Su reacción cuando la inspeccionas suele ser buen
indicador del uso que haya podido tener: la inexperta se muestra tímida cuando
hurgas en su interior, y suele requerir de un firme manotazo para que se deje
examinar con tranquilidad. Nunca os contengáis a la hora de examinarla, pues un
buen comprador, que sabe valorar un potencial y un estado que no siempre son
visibles, se llevaba buenos ejemplares a mejores precios.
Porque una negra que parece demacrada por el transporte, pero
encierra potencial, es un tesoro por encontrar. Hay otras, sin embargo,
tratadas como un producto de lujo desde el principio, tan bellas e intactas que
reciben un cuidado especial durante la caza, el traslado y la venta. Son caras,
pero sueles comprar lo que pagas.
Estas negras jóvenes y hermosas, de carne prieta por fuera y por
dentro, suelen ser recolectadas pronto, mucho antes de ser contaminadas por los
machos de su especie. Cuando los cazadores comprueban que están por estrenar,
saben ver el potencial del negocio, la suma a repartir entre toda la cuadrilla
en lugar de la satisfacción del estreno, una primicia que sólo podrá disfrutar
uno de ellos.
Las transportan en mejores condiciones que al resto. Con
frecuencia las cosen, para que no pierdan valor durante el viaje, porque es
sabido que estibadores y marinos no hacen ascos a abusar de la mercancía,
aunque no les pertenezca. A otras, como Ayana, les colocan un cinto de
castidad, una medida más cara, aunque más segura, pues protege dos entradas en
lugar de una.
Recuerdo a un mercader que se jactaba del excelente estado de su
mercancía de lujo:
—Muchas tragan, buen señor —me decía—. A otras las abren por
detrás. Pero yo vendo mercancía selecta, certificada. Empeño en ello mi buen
nombre y cualquier otro que haya podido tener. Mozas puras, que han viajado en
bodega aparte. Sólo yo tenía la llave y las alimentaba personalmente. Con
mordaza en la boca para que no saborearan macho y un arnés de buen acero bien
apretado para bloquear las otras entradas.
» Mirad, mirad
esta. Negra y pura como el buen café, esperando calor y presión para liberar su
auténtico sabor. Mirad su carne firme, esta piel brillante. Ved que bien
soporta el látigo. Eso es: separad los labios. Jugosos, ¿verdad? Prometedores.
Bien comprobareis que conserva todos los dientes.
Era una distracción, claro: los buenos vendedores tienden a
parlotear mientras estás examinando la mercancía. Los malos también, aunque con
peores palabras. Te dicen que la negra que estás examinando es de ubres
generosas esperando que no valores por ti mismo las carnes apresadas que
sopesas entre tus manos. Esperan que les creas cuando te dicen que la negra es
inexperta, pese a que tengas un dedo metido hasta el fondo de su alma y la
africana apenas reaccione.
—Su belleza no tiene precio —dicen con frecuencia.
—Ya… pero, si lo tuviera, ¿cuál sería?
El regateo es aquí un arte y un ritual necesario de resultados
variables en el caso de las ventas nuevas, pues la novedad implica que no hay
un precio de referencia. En negras de segunda mano los precios son más estables,
pues el cliente acaba sabiendo —por la propia negra o por medio de otros
señores que la disfrutaron antes— los precios anteriores y lo que pagó por ella
el mercader. Y ningún vendedor quiere arriesgarse a adquirir la fama de cobrar
de más a sus clientes.
Estas hembras usadas suelen ser compradas por los vendedores a
plantaciones con exceso de carne o que se hayan arruinado, o a señores que
quieran deshacerse de sus posesiones por diversas razones, con frecuencia
relacionadas con los gustos y manías de sus esposas. Siempre te preguntas, y
debes preguntarte, por qué fueron vendidas.
Suelen estar ya domadas, lo que no implica que la doma fuera
adecuada: algunas recibieron poco látigo y otras demasiado; en ambos casos, será
necesario aplicarles aún más. Otras son buenas y diestras en su tarea, algo que
se aprecia en el uso y desgaste que arrastran.
Recuerdo una… una hembra de rostro arisco, en la boca un mohín
constante, como resentido. Resultó buena compra, al fin y al cabo, porque
aquella expresión tallada en sus facciones se debía a una intensa y constante
labor chupadora. La clave estaba en las rodillas.
Me encontré mientras compraba alguna que tenía el esfínter lleno
de pliegues, pliegues profundos, como una rosa que ya ha empezado a abrirse.
Señal de que se lo han partido mucho. Esas no suelen reaccionar cuando se lo
inspeccionabas: otra señal. Son negras de saldo, pues si bien una felatriz
experimentada siempre es práctica, un culo dado de sí es café aguado.
Un mercader de carne siempre intentará ocultar estos defectos en
las hembras, más que en los machos, animándolas cuando están apagadas antes de
exponerlas, aplacándolas con dureza cuando están demasiado encendidas.
—Una preciosidad, ¿verdad? —te dicen—. Una belleza sin parangón.
Porque el vendedor que ofrece negras de placer siempre las vende
sin parangón, sin igual y sin precio. Ya luego regatea. Te ofrece la hembra más
hermosa que jamás ha tenido en venta y, si no es de tu agrado, va a la
trastienda a buscar otra, según él, más hermosa que la anterior.
Insiste —sobre todo cuando el comprador es joven e inexperto,
algún muchacho que se ha hecho con un capital y decide invertirlo en buscarse
un buen coño negro para su gozo— en que, con la negra, un amo puede hacer lo
que quiera. Una advertencia tristemente necesaria, pues la falta de imaginación
de algunos gañanes es galopante. La negra no se quejará, sobre todo la domada:
no puede hacerlo. Si la encuentras demasiado delgada, la cebas; ¿demasiado
gorda? Que lo único que la alimente sea tu verga.
En ocasiones puedes sortear el molesto trato con el mercader y
comprar o intercambiar con otros señores. Mejor opción, desde luego: la gacela
es un banquete de leones en que la hiena no siempre se puede evitar, pero nunca
es bienvenida. El trato directo con tus iguales es preferible.
Comprar de este modo permite observar a la negra es su hábitat
natural —preferible al oscuro interior del almacén del puerto— pues las
virtudes de una buena negra no se aprecian igual en la oscuridad. O sí, quién
sabe.
Adquirí varias piezas de este modo. Negras usadas casi siempre; experimentadas.
Ya os hablé de la bastarda mulata de Dupont. Años después también adquirí a la
madre, junto con un numeroso lote, pues el jodido gabacho acabó arruinándose
por su propia necedad. La madre era aún joven y acostumbrada a complacer, pero estaba
hecha a un dueño amable por lo patético.
Tuvo que acostumbrarse a una nueva realidad.
Más pese a la importación, la segunda mano o el intercambio,
siempre he sido un firme defensor de la producción propia, pues ninguna
africana se adapta mejor a esta tierra y a este clima que la nacida bajo su
cielo.
Cual sucede en la Naturaleza, alguna que otra fruta jugosa,
exótica y refrescante surge por sí sola de la planta. La vida está hecha para
propagarse, aunque no siempre del modo más hermoso. En la cargada rama del
manzano raro es que no haya, cuanto menos, una pieza perfecta en su carnosidad
roja y brillante. El secreto es recolectarla a tiempo, antes de que madure
demasiado y caiga y empiece a reblandecerse en el suelo para convertirse en
otro árbol.
Es la clave: pillarlas en el momento oportuno, cuando aún el
látigo —el látigo común de los negros, no el delicado que empleo con mis
negritas—, el trabajo y el exceso de pasión de los capataces o de sus propios
congéneres no las han estropeado. Despedí algún capataz y castré algún negro
por estropearme alguna moza. Y una que ya tenía designada se entregó a quién no
debía y hube de castigarlos a ambos.
El momento oportuno implica, casi siempre, cosecharlas jóvenes,
pues las crías, como esponjas, lo absorben todo. Hay que ser duro, generoso con
la disciplina, pues la negrita joven tiene el coño caliente propio de su edad y
es necesario equilibrarlas calentando nalgas y mejillas para darles
estabilidad.
Estos diamantes en bruto surgen de modo natural en cualquier
hacienda con suficientes paridoras. Pero ya sabéis que soy partidario de la
cría selectiva. Es la semilla de la civilización, la nueva agricultura. Sin
ella, el mundo moriría de hambre.
La semilla adecuada, en la tierra adecuada. Plantar frente a
recolectar. El hombre controlando el ciclo de la Naturaleza, guiando la planta,
atándola, podando aquí o allá, hileras ordenadas de matas en surcos rectos. Así
obtiene frutos jugosos y abundantes.
La mejor tierra que hubo en estas tierras fue Ayana. Era menos
oscura, menos fértil que otras en número de camadas, pero dio los mejores
frutos. Sembrada y regada con la semilla adecuada, parió algunas de las mejores
negras que he degustado. Buena parte del placer de mi vida provino de su oscuro
tajo.
Recordareis a la mayor, Ali. Oscura y fibrosa, algo distante tras
la noche de su estreno, nunca llegó a igualar a su madre, pero fue uno de los
mejores ojales que he enhebrado. El vientre de Ayana producía en función de lo
que sembraras en ella, y la semilla de Ali no era buena pese a que el fruto, en
semejante tierra, no pudo sino salir jugoso.
Ayana tuvo algún que otro hijo destinado al campo. Y otra hija. No
os he hablado de ella, mas voy a hacerlo.
Nació clara, más que su madre, pero con hechuras de pura negra y aún
lo bastante oscura como para apreciar el brillo níveo de sus dientes bailando
en la oscuridad cuando le daba por el culo sin contemplaciones. Un culo tan
bien adiestrado que ella misma podía meterse un huevo de gallina sin usar las
manos, y sin romperlo.
Nació pocos meses después de que casara a Ayana con su segundo
esposo. Para entonces, la pareja ya había vuelto a vivir en la casucha y no
supe del embarazo ni del parto, de la existencia misma de la criatura, hasta
muchos años después.
Desde la primera vez que la vi pude apreciar en ella esa sutil luz
que indica que te encuentras ante una negra de calidad superior, una soberbia
potranca bien templada que aún habría de mejorar tras convertirse en mujer. Hembra
de diez con cuerpo de ocho. Algo tímida, y a ratos rebelde, llegó a ser una
negra fiel como ninguna. Necesitó látigo, claro, pero algunas responden al
cuero encogiéndose como chuchas apaleadas, mientras otras, las mejores, se ven
espoleadas como yeguas al galope.
Porque la cabalgué. Llegó a caminar como si sintiera en todo
momento el roce de mi vientre amartillando su grupa, la esencia de mi mano
impresa en sus nalgas. Empotré tanto a esa negra que mis perros la adoraban
porque me olían en ella
Cuando expire mi último aliento, ella estará allí, lamiendo mi
verga.
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He comentado que, para obtener las mejores negras, soy partidario
de la cría selectiva, sin hacer ascos al fruto jugoso que surja de modo natural
de mis tierras pues, en ocasiones, este lugar da sorpresas: negritas, incluso
nacidas de cruces seleccionados, a las que no presté demasiada atención dado
que no apuntaban gran cosa de niñas, pero que acabaron desarrollándose con
gracia, bien sazonadas por el trabajo y el sol. Ya cuenta la fábula que el
patito feo se convierte en cisne. Pero omite que, en cualquier caso, hay que
abriles las patas, meterle relleno y cocinarlas al fuego para deleitarse con su
carne.
El fruto sembrado frente al silvestre; la dulce Rosabella fue una
mezcla, mestiza incluso para eso: una rosa, surgida de modo natural, de una
semilla selecta.
No supe de su existencia hasta aquel afortunado día que me encontré
con esa imponente negra, joven pero desarrollada, salvaje pero con el temor al
amo grabado en la mente. Ayana la llevaba dentro cuando abandonó la casa grande
y la ocultó durante años —pirata africana que oculta su tesoro en la tierra
caribeña— sabiendo bien que ese botín no le pertenecía. Quería conservarla para
sí pero, al igual que todas sus hijas y las hijas de sus hijas, Rosa era mía.
Rosa fue un aviso, su mera existencia una enseñanza, un
recordatorio constante de que, igual que el perro puede morder si olvida quien
es su dueño, las bestias africanas también son de naturaleza traicionera. Pues
Ayana, que siempre se mostró dócil, había tenido dos esposos: el primero,
asalvajado, acabó como acabó; el segundo, obediente, traicionó mi confianza
prestándose a ocultar la que, con el tiempo, se convertiría en la mejor negra
que he poseído. Ambos tenían en común su oscuridad, y Ayana. Entiendo la
traición de esos machos, claro: el coño negro es persuasivo, convierte en
cimarrón al africano más entregado. El voluptuoso cuerpo de Ayana, tan dócil y
entregado, tan familiar, no dejaba de esconder una rebelde que habría de domar
con dureza.
Su traición permaneció oculta durante años. Mientras su hija mayor
calentaba mis sábanas, abría para mí sus nalgas generosas y lamía mi hombría
con una dulzura conseguida a base de látigo, Ayana engordaba en la lejanía de
su choza, paría, amamantaba, criaba y escondía mi valioso y desconocido tesoro.
Los antiguos espartanos azotaban a sus ilotas con regularidad, un
número fijo de golpes de vara cada cierto tiempo, fueran o no merecedores de
castigo, para que no olvidasen que seguían siendo esclavos. Buena costumbre, a
fe mía, a la que por propia experiencia añadiría una segunda: que el caballero
poseedor de hembras de placer debería arrimarles de vez en cuando la verga, más
por obligación que por disfruten, para que ellas no olviden cuál es el centro
de su mundo.
Porque ser amo tiene también sus obligaciones. Podría excusarme en
mi buena voluntad de dar a los recién casados cierta intimidad, pero lo cierto
es que ya estaba saciado de Ayana después de unos meses disfrutándola en casa
tras su reciente viudedad. No me importó dejarla tranquila una temporada, pues el
manjar más sabroso aburre si lo degustas todos los días. Para cuando mi ilustre
virilidad recordó el deseo que provocaba mi princesa africana y retorné mis
visitas a su choza, Ayana ya había parido. Y esta vez se las apañó para
ocultarme a la criatura.
Soy cazador. No se me escapa una presa. Pero entendedme: de esta
ni siquiera conocía su existencia.
#
Mi Rosa creció sola en los campos, una negra blanquecina a la que
los capataces entreveían a lo lejos y de la que acabaron hablando entre
susurros. La leyenda del fantasma de la niña negra. Una diversión como otra
cualquiera para contar alrededor de una hoguera.
Nadie le dio importancia, al principio. Una cría que corretea por
las plantaciones no es rara, siempre que no se eche en falta en el recuento. Cual
pastor ante el ganado que pace, que sabe cuántas reses tiene, pero no dónde
están a cada momento.
La leyenda creció y se convirtió en una hembra de hermosas
hechuras, una auténtica ninfa que algunos capataces afirmaban haber visto. Por
suerte, la leyenda lleva a la superstición, y la superstición al miedo. El
miedo mantuvo a capataces y negros alejados de una hembra apetecible que, en
otras circunstancias, no habría llegado hasta mí intacta.
Pero ya sabéis que un caballero culto no cree en fantasmas,
leyendas ni religiones. La vida es esta y hay que gozarla. Un buen día me cansé
de oír rumores y empecé a escucharlos. Las apariciones se centraban en zonas
concretas. Sobre el mapa, la leyenda empezó a perder su misticismo, pues el
fantasma rondaba la casucha de Ayana.
Salí de batida. Una empresa condenada al éxito, pues si no cobraba
una pieza mitológica al menos tendría ocasión de regocijarme en la ya madura,
pero aún apetecible, carne de Ayana.
Creí entreverla, una vez, pero el día avanzó sin éxito y acabé
cediendo a la acogedora tentación de los muslos de su madre. Para cuando acabé
ya empezaba a oscurecer. E incluso una negra clara es difícil de ver en la
oscuridad. Mientras regresaba, el instinto del depredador me incitó a volver la
cabeza, a una última mirada a la casucha. Creí ver de nuevo esa chispa, ese
movimiento de claridad en la espesura. Lo que no hizo sino acrecentar mis
sospechas.
Volví a batir la zona siempre que mis obligaciones lo permitieron.
Empecé a ver la casucha como el cazador ve el arroyo, ese lugar que sin remedio
rondan todas las futuras presas. Más de una vez creí advertirla por el rabillo
del ojo, pero era un animalillo nacido en esa tierra, era su territorio, y supo
aprovecharlo.
Visto en perspectiva, debería haberme costado mucho menos
atraparla. Me sorprendió una vez pude admirar todo su esplendor, pues era una
negra de buena alzada y robusta, no gruesa pero desprendiendo carnosa
generosidad, con ubres imponentes, rotundas nalgas y muslos acogedores. Una
hembra así no parecía adecuada para correr y esconderse, sino más bien para el
movimiento sedoso y llamar la atención.
Mi problema fue pensar demasiado en el asunto. El cazador ha de
dejarse llevar por el instinto. Aquel venturoso día, a medida que me acercaba a
mi improvisado coto de caza, sin excesivo ánimo pero queriendo finiquitar la
empresa que me había impuesto, el instinto susurraba que mejor dejarlo estar e
ir a solazarme un rato con Ayana. Así lo hice. En esa ocasión llegué temprano a
la casucha y salí pronto, pues iba bien dispuesto. En esa ocasión no anochecía,
ni atardecía siquiera, cuando emprendí el regreso; el sol estaba en su esplendor
cuando entreví la sombra que parecía regresar a la cabaña cual si hubiese
estado esperando a que yo saliera.
Sin pensar, azucé al caballo al galope, y respondió con energía,
pues también estaba bien descansado. La sombra se escurrió, mas seguí
acosándola en un zigzagueo frenético, haciéndola notar mi presencia para
empujarla hacia un terreno que me fuera propicio. Permitió el destino que la
acabara llevando hacia un punto más avanzado del mismo arroyo en que años a
desvirgara a su hermana.
Una presa agotada por la huida y una zona con agua abundante es el
sueño del cazador. Me desembaracé del caballo. El noble bruto siguió camino por
sí mismo haciéndose notar, como si en masculina camaradería hubiese entendido
la jugada. Mi presa, intuyéndome en retirada, debió acercarse al agua para
beber. Me consta que se quitó la ropa para refrescarse pues, cuando me acerqué
al arroyo al acecho y vi su sombra desaparecer como un rayo en la espesura, la
percibí más clara, además de encontrar su saya húmeda de sudor en la orilla.
Saberla desnuda me infundió nuevos ánimos y me lancé a la
persecución. Veía su figura huidiza aparecer y desaparecer constantemente. Mi
camisa se desgarró en más de un sitio enredada en zarzas y ramas. Mis botas
resonaban sobre sobre tierra, piedras afiladas y hojas secas. Pero esos
obstáculos eran peores para ella. Ya dije que no era el suyo cuerpo para huir,
sino para ser apresada. Le fui comiendo terreno, viendo su negra retaguardia
cada vez con más claridad, sus apariciones y desapariciones en intervalos más
cortos.
Y entonces, dejé de verla.
Me detuve. De nuevo el instinto, sazonado con la experiencia.
Presentía su respiración agitada, su falta de resuello. Me escondí también, atento. Las rayas de la
cebra frente a las del león, jugando al escondite más divertido en aquella zona
de vegetación salvaje que aún no había sido reclamada por los cultivos. El caballo
relinchó, no muy lejos, acercándose. Había disfrutado de su libertad dando una
vuelta alrededor de donde me encontraba y ahora volvía con su amo. A unas varas
de mí, un arbusto se estremeció, atento al nuevo ruido. Me acerqué con cuidado.
Un soberbio culo en pompa sobresaliendo de entre la vegetación
llamó mi atención como la luna llena en la noche despejada del trópico, como el
faro guiando al barco. Su claridad y tersura lo hacían casi brillante.
Realmente era una de las negras más claras que he conocido. Entiendo que su
madre la llamara Rosa, pues no deja de ser una mezcla de rojo y blanco.
Mientras las rotundas nalgas miraban hacia mí, ella seguía atenta
a la dirección del relincho. Me coloqué detrás y carraspeé. La cabecita de pelo
corto y castaño se giró con rapidez. Los ojos enormes, verdes, asustados, se
clavaron en los míos por vez primera de las muchas que en los años siguientes
me mirarían de rodillas atentas a mi reacción al placer que me daba con su
boca, una boquita de labios gruesos y prometedores que entonces se abrieron de
sorpresa.
Echó a correr de un salto. Joven y briosa. Desesperada. Agotada y
jadeante.
Tranquilo, pues la precipitación nunca es buena en el momento
cumbre de la caza, así el látigo que llevaba a la cintura y lo lancé cual
boleadoras. La tira de cuero voló con elegancia y se abrazó a las rodillas de
mi nueva montura trabándolas hasta hacerla caer al suelo.
Forcejeó cuando le eché mano. La fierecilla aún se resistía, con
más corazón que fuerzas. Siguió mientras intentaba atarla, mucho más tiempo que
ninguna que otra negra que hubiese conocido, pues incluso las salvajes recién
llegadas de África saben, después de los rigores del viaje, que no pueden
vencer a los amos, aunque no por ello dejen de intentarlo. Tuve que abofetearla
con firmeza, un plas-plas contundente y fluido en las dos mejillas. Eso la
tranquilizó y, mientras empezaba a sollozar, terminé de atarla. De manos y
cintura, con un buen trozo de cabo libre para poder tirar de ella, pues no era
cuestión de cargarla al hombro ni cansar al pobre caballo con su peso. ¡Bien se
había portado el noble bruto!
Atada, tumbada, llorosa y tranquila, pude examinarla por primera
vez. Exuberante sin estar rolliza, semejaba alguna antigua diosa de la
fertilidad africana, de ubres enormes, nalgas gruesas y generosas caderas.
Agarré uno de esos pechos que se me ofrecían desbordando el marco apretado que
formaban sus brazos atados. Mis dedos apenas podían hundirse en la carne firme.
Y lo intenté, con ganas. Gimoteó ante el manoseo. Me miraba con ojos
brillantes, entre verdes y marrones, como el prado fértil. Una mirada de
súplica y desafío. Salvaje y dócil. Esa mirada demostraba que sabía que me
pertenecía, que sabía que su carne era mi trofeo, mi futuro festín, pero que conocía
el sabor de la libertad. Nunca fue un mal aderezo.
Le agarré la cara. Se resistió, pero logré forzarla a abrir la
boca. Los labios eran gruesos. La lengua, jugosa. Conservaba todos los dientes,
que lucían aún más blancos en el profundo interior de aquella garganta de
evidente ascendencia africana. No me pareció prudente explorar el interior de
su boca con mis dedos. Demasiado salvaje.
El pelo era castaño, sedoso, menos ensortijado que el de la
mayoría de las negras. Lo llevaba corto, supongo que para que no se le enredara
en la maleza. Las melenas están reservadas para las negras que quieren o están
obligadas a mostrarse ante el amo. Aun así, fue lo bastante largo como para
agarrarlo y tirar de él hasta ponerla en pie.
— ¿Quién eres? —pregunté.
Se revolvió sin responder. Hizo ademán de escupir, pero volví a
cruzarle la cara. Trastabilló.
— ¿Quién eres?
Nada. Tampoco hacía falta. Nada más verla confirmé lo que hacía
tiempo sospechaba: sólo había un lugar del que podía salir una hembra como esa,
sólo un coño oscuro del que podía haber surgido semejante par de ubres.
Levanté a la negra, la cargué bocabajo sobre la grupa del caballo
y lo llevé de las riendas hasta la casucha de Ayana. La negrita redobló sus
gimoteos, pues reconocía el camino.
Ya en la distancia se podía oír la discusión de Ayana y su negro
en el interior de la choza. Parecía preocupada.
— ¡Ayana! —grité desde fuera.
Salió enseguida y se quedó plantada en la puerta, mirando el fardo
desnudo de maciza carne tostada que cargaba el caballo.
Mi trofeo.
Su esposo, tras ella, parecía no querer terminar de salir, oculto
en la penumbra del hogar, los ojos bailando en el aire.
— ¿Quién es? —ordené.
Ayana tragó saliva. Vaciló antes de contestar:
—Nno… no sabemos, amo.
El negro también negaba con la cabeza, pero rehuía mi mirada. Buen
negro, pero su esposa acabó echandolo a perder. Ayana era mucha hembra;
demasiada montura para tan poco jinete.
Mentían. Era evidente. La piel oscura de los africanos debería
permitirles ocultar mejor su expresión embustera, pero claro: mentir bien
requiere inteligencia. En cualquier caso, la verdad era evidente.
—Tráeme una cuerda.
El negro corrió, contento de tener una orden que cumplir. Su
expresión aliviada al entregármela se tornó en espanto cuando me vio entrelazar
un nudo corredizo. La mirada de Ayana saltaba de la negra a la soga. Se
retorcía las manos.
—Si nadie sabe quién es, debe ser una fugitiva. Le daré un paseo
por los campos para que la vean los negros. Servirá de ejemplo.
Desmonté a la negrita y le pasé el lazo por el cuello. Até la
cuerda al caballo. Ella miraba a su madre llorando, pero seguía sin decir nada.
Ayana acabó por derrumbarse. Cayó de rodillas ante mí.
—Piedad, amo —suplicó—. Es mi niña.
#
Cuando por fin regresé a la casona, estaba agotado.
Tuve que llevar al negro de vuelta a los barracones y azotarlo
durante un buen rato delante de sus congéneres para recordarles quién era su
amo. Tantos años de leyenda de la niña fantasma necesitaban borrarse con
contundencia.
Volvió como un perro apaleado a la masa informe de la jauría. Él,
que había sido perro guardián con caseta propia, bien alimentado, elevado a
ojos del amo, había vuelto al fango oscuro del que salió. El peligro de dejarse
llevar por la seducción del coño africano.
Aún quedaba disciplina que impartir antes de que acabara el día.
Ayana aguardaba, colgando desnuda atada de manos a una gruesa rama del árbol
que daba sombra a la entrada. Su cuerpo estirado y expuesto se balanceaba con
la tensión, pues apenas alcanzaba el suelo con la punta de los pies. La vieja
Tata había congregado a mis negras para que asistieran a la lección. La cría de
Ayana permanecía atada a una estaca, hecha un ovillo, los ojos clavados en el
suelo.
—Que mire —ordené.
Tata la agarró de la barbilla y la hizo alzar el rostro. Tomé el
látigo.
— ¡Este es el precio de traicionar al amo!
Lancé el cuero, que abrazó las rotundas caderas de Ayana y
restalló contra sus nalgas. Un azote cariñoso, no demasiado fuerte para una
veterana curtida. Quería ver si mi negra estaba dispuesta a colaborar o
intentaría soportar el castigo con terquedad y entereza. No se quejó. Mala
cosa: la disciplina delante de otras negras, delante de su hija, debía servir de
ejemplo. Su esposo había aullado a cada golpe. Cierto es que el látigo para los
negros y negras del campo es más brutal; el de mis mozas de cama es delicado,
pero lo empleo con generosidad. No quiero dañar mis posesiones más
delicadas.
Siempre fui hábil con aquella elegante herramienta de disciplina,
si bien la edad y las articulaciones no perdonan, cual pintor cuyo trazo se
vuelve trémulo con los años. Es cuestión de muñeca: evita el esfuerzo excesivo
y logra colar el cuero curtido por los más recónditos, los más deliciosos
recovecos de mis oscuras dianas. ¿Habéis visto alguna vez a un vaquero arrancando
un cigarrillo de los labios de un incauto voluntario? ¿Lo habéis visto
encenderlo? Pues bien: yo nunca he hecho tal cosa. Es una estupidez yanki. En
el Caribe Español, el tabaco es un asunto serio...
Con Ayana me empleé a fondo. No quería colaborar, así que el
siguiente latigazo se coló entre sus muslos y mordió carne tierna. Aulló y
gimió, saltando y colgando, poniendo a prueba la resistencia de la rama que la
sostenía. Su hija dio un respingo, el aliento retenido haciendo temblar esas
ubres generosas, los ojos enormes, algo orientales de natural pero redondos en
ese instante, blanco puro y turquesa, fijos en el cuerpo que se balanceaba
colgando mientras se retorcía frotando entre sí sus muslos en un intento de
sofocar el fuego que consumía la misma entrada por la que aquella criatura
había venido al mundo.
El cuero voló y aterrizó en el costado con un chasquido de piel
oscura contra piel oscura, suave una, curtida la otra, flexibles ambas. Se
abrazaron. La lengua endurecida rodeó la espalda y besó los pechos de Ayana,
lamiendo los pezones con un segundo chasquido resonando en acorde con el
primero y con el aullido de mi loba herida. Atada a su estaca, sujeta por la
vieja Tata, la muchacha veía por primera vez el acogedor cuerpo de su madre retorciéndose
bajo el látigo del amo. Su mirada paseaba por el corro de mozas, alumnas
obedientes que asistían a la lección en silencio, pues entonces, como ahora y
siempre, las colegialas no gustan de interrumpir pues no quieren que el maestro
las saque al encerado.
Miraba, la mulatita, suplicando sus ojos ayuda a sus futuras
compañeras de destino. El látigo volaba, sin prisa, sin pausa, pues azotar a
una hembra hermosa es un manjar que merece saborearse y una lección que ha de
aprenderse bien. La espalda arqueada; los costados; caderas; pantorrillas; los
muslos por fuera y por dentro, abrazados en círculos perfectos trazando sobre
la piel de Ayana el enganche de unas medias que sólo necesitaban de un buen
liguero para lucirse en un cabaret parisino; las nalgas percutidas tocando la
melodía del bongo africano; las ubres bailando, ocultas a mi vista por el
contoneo frenético de aquella espalda felina, pero que asomaban en su bamboleo
por los costados para recordarme que allí estaban (la redondez del seno, la
redonda aureola en su interior y, en el interior de esta, el pezón desafiante)
tres pares de círculos concéntricos, dos dianas perfectas y ocultas, un reto a
mi puntería que yo no pensaba eludir; y como no, las entradas ocultas entre los
muslos y nalgas de Ayana, que el látigo visitaba cada vez que las súplicas de piedad
de mi negra iban perdiendo la intensidad requerida.
Ante las miradas de súplica de su hija sus congéneres permanecían
tranquilas y tristes. Acostumbradas. A la criatura salvaje siempre le sorprende
el comportamiento de la doméstica, porque aún no conoce las virtudes de la
doma. La súplica de su mirada tardó poco en extinguirse, pues la que habría de
convertirse en mi mejor negra pronto entendió su irremediable sino en aquel
silencio roto sólo por el tañido del látigo y el canto de sirena de los gritos
de su madre.
Pero su mansedumbre era sólo aparente. Siempre ha existido ese
fuego en su interior, no la llama destructora, sino la lumbre que calienta el
hogar, encerrada en una chimenea bien construida. Además, es fuerte y robusta. Viéndola
tranquila, la vieja Tata se relajó. Ni siquiera se dio cuenta de cuándo se
había soltado del amarre. Se escurrió entre sus brazos como el agua tranquila
de un riachuelo y, antes de que me diera cuenta, se agarró a mi pierna e
intentó frenar mi mano.
La miré. De rodillas, aferrada a mi bota, miraba hacia arriba, a
su amo, suplicante. Había entendido que no servía de nada suplicar a las otras
negras.
— ¿Cómo te llamas, muchacha? —ordené.
Pero ella seguía muda y yo, cual Cristo, dispuesto a obrar un
milagro. Señalé a Ayana.
—Dadle la vuelta.
Dos negras se acercaron y la hicieron girar. Ayana lloraba,
derrotada. Los ojos de su hija estaban clavados en las ubres temblorosas.
Balanceé el látigo.
— ¡NO! —gritó la negrita.
Lo solté. La lengua de cuero lamió los pezones sin la
amortiguación que proporciona la espalda. Los pechos botaron con el impacto.
Ayana se retorció entre súplicas.
— ¡No, amo! —volvió a gritar su hija.
La lengua de cuero volvió a caer con un chasquido húmedo trazando
en el mapa un camino de dolor entre las dos montañas. Ayana aulló y se elevó en
el aire, y durante un instante fue un pajarillo que lanzaba su trino apoyado
sobre la rama del árbol más que un trozo de carne que colgaba de él, puesto a
secar antes de hincarle el diente.
—Piedad… amo —suplicaba la muchacha.
Levanté la mano, dispuesto a que el gallo cantara tres veces, pero
ella se aferró a mi brazo.
— ¡Piedad, Amo! Rosa… Me llamo Rosa. Si te complace.
#
Dejé a Ayana colgada, pues cual pregón o cartel, ese tipo de
anuncios deben exhibirse en público el tiempo suficiente para que el mensaje
cale. Las mozas siguieron un buen rato alrededor contemplándola, pues ninguna
quería ser la primera en retirarse nada más me marchara. Al final, Tata se fue y
el resto fueron volviendo a sus quehaceres como un terrón de azúcar moreno en café
caliente.
Las dos quedaron solas, la muchacha pegada, agarrada a las piernas
de su madre. Sollozando. No me molesté en volver a atarla, pero tampoco intentó
escapar.
La contemplé desde mi ventana. Un agradable y novedoso paisaje del
que disfrutar cada vez que levantaba la vista esperando que la tinta se secara
en el libro de cuentas de la plantación. La obligación va antes que el
esparcimiento. Mantener varias negras de placer es un lujo caro, y la muchacha
era un nuevo activo que había que cuadrar.
Alguna negra le llevó agua. Reaccionó con congoja, poco acostumbrada
a tratar con otras hembras aparte de su madre. Tendría que ocuparme de
introducirla en la comunidad.
Era tarde, en cualquier caso. Había sido un día intenso en el que literalmente
había cazado una criatura legendaria. Por no mencionar la disciplina y la
contabilidad. Mandé que me prepararan una negra para que me calentara la cama y
me dispuse a tomar un baño. Mi bañadora masajeó mis hombros cansados, me abrazó
con sus muslos y me enjabonó con sus pechos dispuestos. Pero no me recreé en
ella. Quería reservar fuerzas.
#
Mi negra Rosa entró en la alcoba iluminada por la llama danzarina
de la chimenea. Entre los cuadros y tapices, las alfombras, muebles y cojines,
las cortinas suntuosas y la gran cama con dosel y seda, su mirada acongojada
descubría un mundo muy distinto a la choza que había limitado su existencia.
Olía a tierra y a caballo. Seguía sucia por el polvo del camino,
por arrastrarse por el suelo intentando escapar de la cacería, por arrodillarse
junto al cuerpo magullado de su madre. Desnuda desde que le arrebaté la ropa en
el arroyo. No parecía preocuparle, pero no habiendo convivido con otros seres
más que con su familia y los animales, lo raro hubiera sido que no le extrañase
siquiera la necesidad de la ropa. Las criaturas salvajes no conocen la vergüenza.
Le señalé una alfombra. Se arrodilló.
—Me perteneces. Lo sabes. Eres mía. Igual que tu madre y el marido
de tu madre.
» Ella… tu
madre… fue buena negra, tiempo a. Hermosa, como tú. Dulce. Entregada. La traté
mejor que a ninguna. Fue la primera a la que le di un esposo ¿Lo sabías? Ella
lo echó a perder, claro. Y aún malgasté un segundo, un buen negro... Lo era.
» ¿Y cómo me
lo paga? Traicionándome. Dios sabe cuántas veces lo ha hecho. Al ocultarte, me
robó a mí, y a ti te arrebató tu destino. Una negra con tu belleza debe ser
instruida desde niña, pero ya es tarde para eso. Tendremos que aprovechar lo
que se pueda.
Permanecía en silencio, los ojos fijos en mí, inquietos,
expectantes. La joven cervatilla que levanta la cabeza de la hierba porque ha
olido a lobo. La boca entreabierta retenía el aliento, con miedo a que su
respiración interrumpiera mis palabras. Asentí.
—Un par de ladrones, tus padres… Negros y ladrones. Pagarán por su
delito. El amo trata bien a los buenos negros y ellos no lo han sido. En cuanto
a ti… ya veré lo que hago contigo.
» Pareces
fuerte. Con algo de látigo serías una buena recolectora de caña. O a las
calderas, a cocer melaza. Aunque estás demasiado rolliza para eso: los negros
que no se mueven con cuidado tropiezan con las calderas y se queman. Alguno ha
caído dentro. Aunque en tu caso le daría buen sabor al ron.
» Podrías
servir para parir negritos, aunque eres demasiado bonita para desperdiciarte
con esas bestias. Debería venderte. Una criatura como tú alcanzaría buen
precio. O tal vez...
Una llamada en la puerta me interrumpió. Una negra asomó la cabeza
con timidez.
— ¿Me mandó llamar, amo?
Entró a un gesto mío. Sí la había hecho llamar. Una de mis mozas
descartadas. Ya tenía un par de crías y otra en camino, pero seguía conservando
buena grupa y la visitaba de vez en cuando. Tata me la había limpiado y
preparado. Entró en mi alcoba luciendo una túnica blanca y corta que se tensaba
sobre el vientre y las caderas. Se paró esperando mis órdenes.
—Desnúdate, Ali.
Ella se desabrochó los lazos de los hombros y la túnica se
arremolinó en el suelo en torno a sus pies. Señalé la cama. Se acercó al
colchón con pasos insinuantes y se arrodilló encima, a cuatro patas. Me fui
desvistiendo mientras me acercaba a ella. La negrita Rosa no me quitaba los
ojos de encima mientras la veterana tenía el rostro hundido en el colchón y me
ofrecía la retaguardia.
Las ubres le habían crecido, alimentadas por los años y la
preñez. Y por la comida, claro, pues las
negras destinadas a lamer mi verga siempre están mejor alimentadas que el
resto. Agarré una y la sopesé. La leche goteó en la palma de mi mano. Estaba
caliente. Le tiré una cachetada en las nalgas.
—Mírala —ordené.
Ella corrigió su postura hasta quedar de frente a la joven. Yo me
coloqué detrás, separé las nalgas, lubriqué el ano con la leche… Y la empalé.
Me recibió con un gruñido y un espasmo que recorrió su espalda.
Sus dientes y sus uñas se clavaron en la colcha, pero me acogió con
profundidad. Agarrándola del pelo, le hice alzar la cabeza para que mirara a la
muchacha.
—Esta es Ali —expliqué, saliendo y entrando de ella, arrancándole
un nuevo gruñido—. Es tu hermana. Buena negra. Tiene esposo y dos niñas
preciosas —remarqué con dos rápidas internadas—. Tus sobrinas. No las conoces.
Así de egoísta es tu madre.
Las dos africanas se miraron con la intensidad que da el destino
que se comparte y la sangre que se reconoce. Pude sentir la emoción en el ambiente,
una emoción que dilataba las verdes pupilas de Rosa y apretaba las cálidas
entrañas de Ali. ¿Alguna vez habéis deseado ser otra persona? Puede que suene
irónico, pero yo lo deseé en aquel momento. Ser otro, otro igual que yo mismo,
mi propio gemelo. Si Dios está en todas partes, ¿no podría yo estar en dos
sitios a la vez, aunque fuera por un rato, para poder disfrutar la sensación simultánea
de estar dentro de aquellas dos hermanas en aquel instante mágico en que se
reconocían y poder mirarme a mis propios ojos con una mirada de cómplice
camaradería? Pocos hombres en la historia han deseado más tener dos vergas.
Aunque dada la proximidad de las entradas que ofrece cualquier hembra, debería
ser un deseo más frecuente.
Pero son deseos. La realidad es cruel: un hombre tiene que
conformarse con la acogedora grupa de una buena negra bajo la mirada intensa de
la otra. Triste sino.
Seguí penetrando a Ali. Ya no gemía ni gruñía, absorta en el
descubrimiento de su reciente familia. Me tendí en su espalda, mordisqueé su
cuello, amasé sus pechos hasta que mis manos resbalaron en la humedad de su
piel. Mi estaca ganó velocidad, entrando y saliendo de entre sus nalgas. Dentro
y fuera, dentro y fuera, tamborileando, haciendo vibrar todo su cuerpo. Volvió
a gemir y a gruñir con el resollar de la montura al galope. Una buena verga
siempre se impone a la emoción, le da forma, si aplicas el cincel lo
suficiente.
Me descargué sobre la espalda de Ali al tiempo que me descargaba
en sus entrañas. Ella aguantó mi peso, hecha un ovillo, protegiendo la tripa.
Sus nalgas se apretaron con experiencia, extrayendo las últimas gotas del jugo
de mis ilustres cojones. Cuando mi hombría exhausta abandonó su entrada, la
mirada de su hermana estaba fija en ella con el temor y la inocente curiosidad
de la muchacha con cuerpo de mujer que aún no entiende el uso y placer que el
amo puede extraer de su carne de hembra, pero está empezando a entenderlo.
Sus ojos iban de mi verga a su hermana. Ella le devolvió la
mirada, compasiva, resignada, acaramelada y dócil. Yo me tumbé. Nada más apoyar
la cabeza en la almohada recordé lo cansado que estaba. Tiré un cachete
amistoso a las nalgas de Ali. Ella dejó de mirarla y se acurrucó junto a mí, su
cabeza descansando sobre mi vientre, su lengua lamiendo y limpiando mi hombría.
Me quedé dormido entre sus labios.
#
Y entre sus labios me desperté, descansado y satisfecho de lo bien
que había domado a Ali. La instrucción recibida en la casucha de Ayana y el
látigo que hube de aplicarle por esa inoportuna rebeldía que surgió de ella
tras la muerte de aquel negro la habían convertido en una moza de cama
entregada.
Se fue con una palmada en las nalgas y mi semilla resbalando por
la comisura de unos labios que sonrieron a su hermanita al pasar, una hermana
que se despertaba después de haber dormido acurrucada sobre la alfombra.
— ¿Y ahora que hago contigo, niña?
Me desperecé y levanté. Me acerqué a ella, que se irguió hasta
volver a quedar de rodillas, mirando al suelo, apenas atreviéndose a respirar.
La valoré en silencio: arrodillada e inclinada ofrecía una visión suculenta de
sus ubres apretadas.
—Desde luego, estás mejor dotada que tu hermana. Más suculenta. Has
salido a tu madre. También ofrecía esas carnes tan acogedoras, tan cómodas que
daban ganas de tumbarte en ella. Aunque Ali puede presumir de una grupa… muy sólida
para ese tamaño. Pero en lo demás la aventajas.
» Me molesta,
esa injusticia, ¿sabes? Que con menos méritos que tú, Ali se ganara el derecho
a vivir aquí, dándome placer. Y la recompensé. Yo recompenso a las buenas
negras. Casa, esposo, hijos… esos sobrinos que no conoces.
» Di a elegir
a tu madre, y ella eligió ese destino para Ali. La preparó para mí. Y lo hizo
muy bien. Creo que ahí surgió el problema:
yo estaba entretenido con tu hermanita y no le hice demasiado caso a
ella. Siempre fue una negra un poco celosa, acostumbrada a recibir atención. Debió
ocultarte porque no quería más competencia.
» No importa,
en cualquier caso: te ocultó. Y su esposo ayudó. Debo castigarlos, a ambos. Ahora
que lo pienso, tienes otro hermano mayor, ¿no? Aún vivía con Ayana cuando eras
niña. Buen negro. Le di una esposa, no hace mucho. También responderá ante mí.
Perderá...
—Amo... —me interrumpió Rosa; aún tenía mucho que aprender. Agarró
mi mano entre las suyas y alzó la vista—. Por favor, no castigues a mi hermano.
Es un buen negro. Sabe obedecer. Por eso le recompensaste.
Me miró, suplicante. No es que tuviera ganas de perder media
mañana yendo hasta los barracones para castigar a otro negro, así que esos ojos
verdes observándome expectantes desde abajo me convencieron. También me
convencieron de que sería una buena mamadora.
Habéis de saber que es fácil entrenar a una buena negra en el arte
de las felaciones. Las bocas grandes, los labios jugosos, la mandíbula
adelantada y hocicuda propia de su raza parece predisponerlas para este
cometido. El látigo les proporciona la actitud adecuada. Sólo falta instruirlas
en la técnica.
Una práctica útil para ello consiste en colocarlas de rodillas,
sentadas sobre el pecho de otra negra de modo que la cabeza de esta quede entre
los muslos de la que quieres instruir. Entonces penetras la boca a adiestrar,
sin piedad ni medida, buscando desde el principio el fondo de la garganta, pues
el camino fundamental para una buena felatriz pasa por dominar las arcadas,
aceptar la sensación de la verga del amo ocupando por completo su boca,
haciendo sonar las campanillas.
Con esta técnica de instrucción debe aplicarse una intensidad
exagerada, casi brutal, lo que puede provocar el reflejo de morder en la negra
inexperta. Es prudente usar alguna trabilla o bocado para mantener la apertura.
No se trata de que la negra adiestrada te acoja entre sus labios.
No es cuestión de placer, de que la boca te abrace en su cálido interior, sino de
percutirlo hasta que se amolde a ti, de forzar el reflejo y el instinto hasta
hacerlo desaparecer, de provocar la arcada sin pausa. De ahí la otra negra
apresada entre sus muslos. Para el caso habitual de que surja el vómito. Las
primeras veces conviene elegir una detestada por aquella a la que estás
entrenando: que no se prive de echárselo todo encima. Después cambiar por una
que aprecie, para que aprenda a controlarlo. Primero le quitas el miedo a las
arcadas, después le enseña a dominarlas.
#
Devolví a Rosa al patio, arrastrándola del brazo con menos
resistencia de la que mostró el día anterior. La mandé de vuelta junto a su
madre con un buen azote en las nalgas. Ayana seguía colgada. Dejé a la cría
acurrucada junto a ella y me centré en los múltiples quehaceres diarios que subyugan
la vida del terrateniente. No hay mayor esclavitud que la riqueza.
A la tarde volví a convocar a mis negras. Con ellas empleo el
triángulo, un sonido distinto, más delicado que las campanas que llaman a
revista a los trabajadores y capataces de los campos. Al oírlo, toda negra sabe
que deben acudir, y que es probable que alguna sea castigada, quizás ella
misma. Pero aquel día llegaron tranquilas, pues entendían que la disciplina
recaería sobre Ayana. Es curioso lo contenta que se pone una negra cuando sabe
que el látigo besará a otra.
Les solté un discurso. Emotivo y elocuente, quizá demasiado para
una audiencia tan simple. Perlas a los cerdos. Fue un discurso sobre el coño
negro digno de un ensayo filosófico sobre anatomía africana práctica. Era aquella
una ocasión adecuada para recordarles que sus tajos eran míos, desde el oscuro
y plegado exterior hasta el sonrosado y brillante terciopelo de dentro. Sólo yo
decidía quién entraba y salía de ellos. Sólo a mí pertenecían los frutos que
produjeran.
Señalé a Rosa como ejemplo, absorta y asustada entre la
concurrencia, una hembra bien formada agarrada como una niña a la pierna de su
madre. Era mía; me pertenecía desde antes incluso de empezar a existir en el
caliente interior de Ayana. Sólo yo decidía si deseaba disfrutarla, venderla o
matarla. Cuándo y cómo. Pero una negra se había arrojado el derecho a decidir
por mí y, al hacerlo, me había robado.
Tenía que recordarle que su coño me pertenecía.
La mandé colocar, abierta sobre el pilar de castigo, las muñecas
apresadas en posición forzada por argollas de hierro, los tobillos separados
con firmeza por las dos negras más jóvenes. Allí estaba, bien expuesto.
Ese sucio coño.
A las negras sucias hay que limpiarlas con una escobilla de cerdas
duras. Jabón de sosa y vinagre es lo adecuado. Ayana protestaba ante la friega,
pero quedó limpia.
La sequé antes de volver a humedecerla. Si vais a disciplinar una
almeja, es menester acariciarla antes. Ayuda a que se abra, la vuelve más
sensible, al tiempo que la lubricidad previene desgarros. Recordad que el
objetivo es el dolor, no el daño. Porque el dolor es de la esclava, pero el
daño es a tu propiedad.
La castigué duro, con látigo de colas: el más apropiado para
azotar coños. El cuero caía arañando los muslos, uno y otro, izquierda y
derecha, bajando golpe a golpe las suaves laderas, cada vez más cerca del valle
expectante. Ayana se retorcía en equilibrio sobre el poste, las piernas bailando
en espasmos incontrolados poniendo a prueba el temple de las muchachas que la
sostenían. Gritó desde el principio, pues la resistencia del día anterior había
quedado colgando del árbol. El lento descenso por sus muslos mezcló pronto sus
gritos con ruegos. Su hija no quería mirar y se tapaba los oídos intentando
ahogar la melodía coral de cuero, piel, llantos y súplicas.
El grito se convirtió en aullido cuando las tiras de cuero curtido
se colaron entre los muslos para lamer con pasión el interior de la gruta de
Ayana como se lamen las hembras cuando juegan entre sí. Ella se retorció,
alzándose en vilo sobre el asiento invisible que le ofrecían los brazos de sus
dos congéneres, arqueada en el aire cual negra endemoniada poseída por el
éxtasis embriagador del baile al compás endemoniado de un espíritu vudú. Una de
las mozas que la sostenían perdió el equilibrio, derribada por la patada de
Ayana, y todas fueron al suelo.
—Levantadla —ordené. Las negritas, temerosas, se apresuraron a
volver a abrirle los muslos.
— ¡Piedad, amito! —suplicó Ayana.
Volví a descargar el látigo sobre el tajo expuesto. La piedad es
para quien la merece, y un coño curtido como el de Ayana requería de trato
vigoroso. Una joven virgen con las hechuras de Rosa valía por entonces un buen
puñado de reales: la negra bonita y clara se ha de pagar en blanca plata. Un
africano que roba tan valioso tesoro suele perder algo más que el respeto de su
amo. Fui compasivo, en realidad, pues Ayana acabó con el coño dolorido, pero
conservó dos manos para poder frotárselo.
El restallido de cuero trazó otra senda de fuero que recorría el
botón, la raja, la vulva y el ano de la negra. Aulló. Las negritas la
mantuvieron abierta con la fuerza que da el miedo. Rosa lloraba.
Así otra vez, y otra... Con las africanas hay que insistir para
asegurar la doma.
Después la ensarté, claro. Una raja caliente debe aprovecharse, en
especial ante una audiencia dispuesta a aprender la lección —sobre todo si es
en carne ajena— y una hija obligada por Tata para asistir en primera fila.
— ¡Vamos, negra! Demuéstrale a tu hija que tu coño pertenece al
amo —ordené. Mi verga entraba y salía de su tajo hinchado. Las mozas nos
rodeaban, silenciosas y atentas.
» Enséñale que
las negras que no obedecen, gritan.
Gritó y obedeció. Pese a la traición, la edad, los partos, el
cansancio y el castigo, el coño de Ayana siempre cumplía.
Me descargué en su interior. Quiero pensar que mi ungüento alivió
el escozor que sentía. O no. En realidad, tampoco importa.
Con un gesto, permití que soltaran y se llevaran a Ayana. En
volandas, pues dudo que hubiese podido andar por sí misma en aquel momento. A
la mesa de la cocina, donde Tata podría aplicarle sus bálsamos y hierbas. La
cura rápida era oportuna para no estropear demasiado una negra aún aprovechable
como Ayana.
Pero no caí en el momento, y cuando fui a enfundar mi estoque me
percaté de que seguía goteante, impregnado por la lubricidad y algo de sangre
de aquel coño rebelde. Y no es propio de un caballero mancharse los calzones de
esa forma.
La muchacha seguía allí, pero descarté la idea, así como a las otras
negras que pululaban de vuelta a sus quehaceres. La negra que debía arreglar
aquel estropicio era la misma que lo había propiciado. Agarré a la joven y la
arrastré devuelta a la casa, a la cocina, donde su madre aguardaba, abierta de
piernas, a que Tata acabara de remendarla.
Tiré de Ayana hasta que su cabeza quedó colgando del borde de la
mesa. Sin más, abrió la boca y entré en ella. Su lengua hizo el resto.
La buena mamadora, con independencia de su raza, se desenvuelve
con naturalidad de rodillas. Pero yo entreno a mis negras para que demuestren
soltura también bocarriba: en algunas ocasiones, la situación lo requiere; en
otras, es necesario para poner a prueba las habilidades de una buena boca.
La negra arrodillada tiene movilidad. No sólo cuenta la boca,
labios, lengua y garganta. También las rodillas, los muslos que la mantienen en
su sitio, la espalda felina que se arquea, a veces estimulada por el látigo,
para buscar la mejor postura y movilidad, para encontrar el ángulo perfecto en
que su amo penetra sus labios.
La felación bocarriba no es tan estimulante —pues la negra está
limitada— pero les permite demostrar la verdadera destreza de su boca. Puede
moverse menos, pues con frecuencia su nuca está atrapada contra el marco de la
mesa o el colchón. No pueden huir de tu empuje como la caña flexible se inclina
ante el viento. Es sólo una boca obediente que, sin defensa ni escapatoria, no
puede sino rendirse al ataque del amo. El límite es la habilidad de sus labios
y la capacidad de su garganta.
Ayana era diestra. Me limpió con destreza. Incluso recuperé
consistencia gracias a su habilidad.
—Eres una negra incorregible —le dije—. Te he dado más
oportunidades que a ninguna.
»Se acabó.
»Voy a
zurrarte cada día, hasta que la piel te arda con el simple roce de la brisa,
hasta que el coño te escueza con solo mirarlo.
»Después te
entregaré a las bestias. Mis caballos solo tienen una negra para entretenerse y
cualquier día van a matarla.
Me retiré, dictada mi sentencia. La dejé allí, una princesa caída
en desgracia sollozando ante su temible destino mientras la vieja Tata seguía
hurgando entre sus piernas y su hija asistía a la condena, en silencio.
#
Rosa fue a mi alcoba esa noche. No se lo había ordenado.
Llegó limpia, peinada y perfumada, con la firma de Tata y una
túnica de lino corta, ceñida al busto y a las caderas. Apenas lograba cubrir su
exuberancia. Se plantó ante mí cayendo de rodilla, la vista plantada en el
suelo.
—Amo… —susurró.
Tomé su barbilla y la hice alzar la mirada. Sus ojos verdes brillaban
clavados en los míos.
—Amo… Por favor… Mis
padres, mi hermano… Perdónalos.
Me molestó aquel tono exigente, pero la cría tenía carácter.
Mantuvo la mirada, al principio, pues seguí mirándola en silencio y empezó a
bajarla. Pero volví a alzársela.
— ¿Por qué habría de hacerlo?
Tragó saliva. Dudaba. Los labios temblaban, jugosos. Quería
hablar, pero tenía miedo. Desanudó las tiras que sujetaban la túnica sobre sus
hombros y la tela empezó a caer, pero estaba tensa, embutida en sus pechos, en
sus caderas, y hubo de ayudarse con las manos hasta quedar desnuda.
—Por favor, amo. Te compensaré. Seré tuya. Puedo complacerte.
Acaricié los labios. Se dejaba hacer.
—Ya eres mía —le dije—. Si decido usarte para darme placer, lo
harás. La única cuestión es cuánto tendré que domarte.
Ella lo sabía. Lo vi en la relajación de su voluptuoso cuerpo arrodillado
ante mí, en su rostro expectante dejándose acariciar por mi mano mientras
miraba a lo alto como se deja acariciar por los primeros rayos de sol de la
mañana. Lo vi reflejado en esos ojos verdes fijos en los míos. Sabía que era
mía, pero creía que podía ofrecerme algo que no me perteneciera ya. Lo cierto
es que lo hizo.
—Yo puedo amarte, amo.
Allí, desnuda y arrodillada, me ofreció su entrega incondicional.
No por el miedo ni la costumbre del castigo, sino porque aceptaba que su vida,
su obediencia y su voluntad eran mías. Domada por el látigo del amor.
¿Por qué querría que me entregara su voluntad cuando podría
obtenerla de un modo más divertido con la fusta y la vara? Contestó que su
cuerpo era mío. Me suplicó que la azotara si eso me complacía. Cogió el vergajo
que colgaba de la pared y se volvió a arrodillar, ofreciéndomelo. Lo tomé.
La azoté. Chilló, pues esa piel era virgen. Un grito grave,
delicioso.
— ¿Podría ponerte a trabajar en los campos? —pregunté. Un nuevo
azote. Otro grito.
Negó con la cabeza. La humedad se acumulaba en sus ojos.
— ¿Podría venderte? Una negrita como tú podría encontrar un amo al
que encandilar, algún viejo que te trate con dulzura a cambio de su calor,
algún jovenzuelo embelesado con tus formas, ansioso por dormir entre esas
ubres.
Otro azote. Otro grito. Otra negativa. Una gruesa lágrima cayendo
por esa mejilla suave y tostada.
—Soy tuya —dijo.
Otro azote. Otro grito. Líneas de fresa sobre la piel café con
leche de su espalda. Más lágrimas dejando surcos brillantes en sus mejillas.
—Pareces una buena negra. Algo rolliza, pero te lo perdono, por esos
cántaros llenos y ese culo apetecible.
Otro azote, en las nalgas. Otro grito. Gimoteaba.
— ¡Soy tuya! —gritó.
Me bajé un poco el calzón. Ella entendió. Pegándose a mi hombría,
desenfundó mi estoque y empezó a lamerlo. Las negritas inexpertas suelen
incomodarse al descubrir mi virilidad, pero ella no. Cierto es que ya la había
visto en el coño de su madre y en el culo de su hermana, pero ello no desmerece
su entrega.
Lamió como la joven osezna lame la miel, como la perra sus
cachorros. Mi vigor creció antes sus ojos. Sus labios la envolvieron y empecé a
desaparecer en su boca.
Su garganta me acogió, dubitativa y temblorosa, pero profunda
desde el principio, capaz de recibirme. Me asaltó la sospecha de que Ayana la
había adiestrado, pese a todo, pues una negra puede aprender a tratar con su
dueño desde mucho antes de tenerlo dentro. Su madre se había librado de más de
un problema usando los labios y no sería extraño que hubiese entrenado a su
hija por si algo salía mal. Así, si algún capataz la hubiese sorprendido en los
campos, la muchacha habría tenido un modo de librarse, de complacer al macho
conservando su entereza. Ayana sabía que un capataz que hubiese caído en la
tentación de tomar semejante hembra sin mi permiso no iba a venir corriendo a
advertirme de su existencia. Al final, como decía padre, siempre queda la duda
de si la han chupado.
Pero la duda, que decía el bardo anglicón, no es la cuestión
cuando estás entre los labios de una negra. Me dejé llevar, deslizándome sobre
el húmedo calor de su lengua, recreándome en el abrazo de sus mejillas. Chupaba
cual sanguijuela del placer pegada a mi bajo vientre. Descargué el látigo sobre
su espalda, más por ver como reaccionaba que por motivarla. Gimió y se
retorció. Aumentó la succión y las caricias de su lengua. Empezó a salir. A
entrar. Su cabecita recorriendo mi extensión a buen ritmo. El cuero se coló por
la hendidura entre sus nalgas y acarició su coño virgen. Gritó, y su grito
ahogado añadió profundidad a su garganta.
Es lo bueno y lo malo de las felaciones: no las escuchas.
Regué su lengua con mi semilla. Ella tragó, con esfuerzo, y me miró
en busca de aprobación. Una última gota pendía de mi hombría. Se la ofrecí y
lamió con ansia, cual niña con su golosina.
Acaricié su rostro. Las lágrimas se habían secado sobre el calor
de su piel.
—A partir de ahora, vivirás para darme placer.
Ella se dejó acariciar. Restregaba la mejilla sobre mi mano.
—Amo...
#
Aquella noche se entregó.
Sus muslos me acogieron. Mullidos, receptivos, inexpertos. La
suave piel de la parte posterior de sus rodillas me acarició cuando la agarré
para abrirla de piernas y me clavé en ella. Temblaba antes de que la ensartara,
gritó durante, sollozaba después mientras me movía dentro de ella, encajado
entre sus pechos y en su carne. Acabó gimiendo, al final, abierta ya para mí,
el avance facilitado por su lubricación y su sangre. Esa noche penetré hasta su
alma y convertí en sorpresa la sonrisa de los labios de su coño.
Quedó rendida debajo de mí, abrazada, caliente, llorando en silencio.
Entregada.
#
Un caballero cumple su palabra, incluso la dada a una negra.
Devolví a Ayana y su esposo a la casucha. Fueron andando,
renqueantes, aun doloridos; Rosa conmigo en el caballo, su cuerpo acomodado
entre mis brazos, su grupa restregándose contra mi hombría a cada paso del
bruto.
En la casucha, corté un trozo del fino cabo de cáñamo de entre los
suministros que guardaba el negro para sus obligaciones. Lo destrencé y anudé
para hacer un látigo de tres colas con nudos, al estilo del que se usa en la marina,
pero más liviano, aunque suficiente para mantener la disciplina. Ordené a Rosa
que se inclinara sobre la mesa. No había que corregir ningún mal
comportamiento, pero poseer una hembra implica la capacidad de hacerla sufrir
por el simple placer de hacerlo. Sólo se queja de que la zurras mucho una negra
a la que no has zurrado lo suficiente.
Rosa ofreció las nalgas. Probé el látigo sobre su piel y, aunque
gritó, no rehuyó el castigo. Buenas cachas, pero aún había que trabajarlas:
algo de madera, para darles forma; algo de cuero, para pulirlas. No la azoté
demasiado, pues sólo probaba el látigo.
Para mis negras jóvenes, lo peor de los castigos no es el dolor en
sí, pues la mayoría ya llegan a mi lado acostumbradas a ofrecer las nalgas a
los azotes. No. Lo peor es la anticipación, el intuir que después del castigo
serían sodomizadas sin remedio ni preparación, con la lubricación mínima
necesaria para hacerme la experiencia agradable. Las gruesas nalgas de una
buena negra bailando al compás de los azotes, los grititos a coro con el látigo
o la fusta, enardecen sin duda la virilidad del macho. La piel desprendiendo
ese agradable calor, tan placentero contra tu pelvis, invita a probar puntería
en la diana oculta entre las nalgas de la hembra, un tiro más difícil, un
desafío más estimulante, cuanto más estrecho es el objetivo y más inexperta la
destinada a recibirlo.
Rosa reafirmó su posición, ofreciéndose como había visto hacerlo a
su hermana. La pobre debía pensar que iba a ser más fácil de lo que de verdad
fue. La manteca que con buen tino almacenaba su madre la ayudó, pero aun así berreó
al empalarla. Y mucho, pues toda hembra tiene derecho a gritar la primera vez
que la abren por detrás. No fui amable. Quería poner a prueba los verdaderos
límites de su entrega.
Aguantó bien, el cuerpo tenso, los dedos crispados aferrados a la
madera de la mesa, las venas palpitando en el cuello, la frente sudorosa. Logró
contener los gritos tras las primeras y dolorosas embestidas y me acogió,
colaborativa pese a todo. Me derramé pronto en sus entrañas y la dejé tendida
sobre la mesa, una yegua joven resollando por el esfuerzo de la primera monta
al galope.
Entregué el látigo recién probado al negro. Yo cumpliría mi palabra
perdonándolos, pero con mis condiciones. Había llegado a la conclusión de que
Ayana era una negra artera que corrompía a los negros que se le acercaban. No
pensaba dejarla sola sin una disciplina constante. Comuniqué a su esposo mi
decisión: él mismo habría de disciplinarla
cada domingo en cuanto sonase la llamada al ángelus de la tarde. Treinta
latigazos, sin falta. Yo mismo estaría presente en alguna ocasión y disfrutaría
de Ayana después. En otras no estaría junto a ellos, pero no significaba que no
estuviera observando. Si fallaba algún castigo o si no era lo suficientemente
estricto, si los visitaba al día siguiente y las marcas no me convencían, el
sacrificio de su hija habría sido en vano.
Os diré algo: aquel negro tardó poco en acostumbrarse a tener una
esposa más dócil y servicial. Llegó a zurrarla alguna que otra vez más de las
exigidas.
Regresando a la casona con Rosa paré a descansar. Ella se inclinó
a beber en el arroyo, ofreciendo el ano recién desflorado. Volví a sodomizarla.
Es esa segunda vez, cuando la negra ya sabe qué le aguarda, la que
marca el alcance de su entrega. Cuando me sintió colocándome tras ella empezó a
temblar, pero se inclinó y separó las nalgas, invitándome a la entrada más
angosta a su cuerpo. Ahora entendía el alcance de su sacrificio, pero aguantó
la prueba con entereza.
Yo también empezaba a entender que había encontrado algo especial:
una negra nacida en la plantación, pero salvaje; crecida en libertad, pero
ajustada al molde de su madre; una negra de piel clara que sintetizaba lo mejor
de las negras que puede poseer un caballero.
La mejor montura que he tenido nunca.
#
Aún hoy disfruto de su cuerpo, aunque no tanto como antes. Se
conserva hermosa, pero el perro viejo prefiere la carne joven, el bocado
tierno. A más de una de sus crías llegué a hincarle el diente.
Fue mía, de mi más genuina y exclusiva propiedad. Nunca me planteé
venderla, aunque me ofrecieron buenas sumas por ella. Sí que la compartí y
presté alguna vez a socios y amigos, por ver cómo se comportaba, pues si algo
es tuyo, puedes prestarlo. También la compartí con su hermana, con su madre,
con otras negras. A veces conmigo, a veces sin mí.
Aprendió de Tata. Con el tiempo ocuparía su lugar, preparando mis
negras, cuidándolas, domándolas, entregándomelas en su punto. Llegó a manejar
el látigo con tanta naturalidad como lo recibía. En ocasiones me acompañaba a
visitar a su madre durante su castigo semanal y la preparaba después usando la
lengua hasta dejarla lista para mí. Alguna vez azoté yo mismo a Ayana y otras
le entregué el látigo y ella misma aplicó el castigo, con dureza.
Siendo más blanca que el resto, se sentía más cercana a mí, más
naturalmente mía. La otras la temían, envidiaban su posición a mi lado. Tardó
poco en asumir que estaba por debajo de mí, pero por encima de sus congéneres.
Mi mano derecha, la funda de mi espada.
Sólo una mujer se atrevió a enfrentársele. Una más blanca aún que
ella. Blanca, de hecho, aunque morena, con el toque tostado, algo agitanado, de
las hembras de raza al sur de Despeñaperros. Las negras sentían celos de la
atención que prestaba a Rosa, pero ninguna querría pagar el precio que aquella
atención precisaba. Esta morena, sin embargo, estuvo celosa hasta el punto de
castigar a mi mulatita por el mero placer de hacerlo. Fue una hembra distinta a
las demás.
Aunque esa ya es otra historia.
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