sábado, 26 de febrero de 2022

Historias de la plantación IV - Rosa

 

¿Qué distingue a una buena negra?

Buena pregunta esa, compleja en su simplicidad. El moderno urbanita no la entiende, menos aún la respuesta, pues hace ya un par de décadas que los buenos tiempos de las plantaciones del Nuevo Mundo tocaron a su fin. Los vendedores de carne ya no existen. O más bien existen, pero su mercancía es menos abundante y no pueden exponerla en cómodas tarimas a la vista de clientes y autoridades.

Gabachos, germanos, ingleses, yankis… era previsible que la Madre Patria acabara cayendo en esa locura de que todas las variantes humanas son iguales. Si el buen Dios no hubiese querido que nos sirviésemos de la estirpe oscura a voluntad, no habría puesto África en el centro, cual fuente de viandas ante los comensales; si la Madre Naturaleza no hubiese establecido primacías, no habría creado a la raza tenebrosa tan salvaje como siempre se ha mostrado, más allá de los intentos por civilizarla. Los malhayados rufianes de la política, pretendiendo subvertir la voluntad de las fuerzas divinas, abonaron el terreno propicio para el desastre en que ahora vivimos. 

Antaño existían varios modos por los que cualquier caballero podía abastecerse de buenos ejemplares para trabajar sus tierras y de alguna que otra negra de raza para disfrute propio. Era con estas con las que había que tener más ojo al elegir, pues el negro para el campo, bestia de carga, no solía requerir excesivos cuidados ni en su adquisición ni en su mantenimiento.

Para adquirir negras apropiadas existían, en los buenos tiempos, cuatro cauces habituales.

El primero era, claro está, África. La importación fue la primera fuente, casi inagotable, que nutrió esta nueva tierra de carne oscura.

La africana nativa tiene ese toque picante que sólo proporcionan las hembras salvajes alimentadas en libertad. El producto recolectado en la selva es de uso arriesgado, pero emocionante. Con frecuencia, no siempre, requiere más trabajo de doma. Pero son yeguas que, una vez domadas, cabalgan con especial brío.

Las salvajes aportan, además, cierta diversión debida a la variedad de sus orígenes: moras, cristianas, o de alguno cualquiera del ridículo cúmulo de ritos tribales; la fe que traigan no importa, pues habrá de ser sustituida por la devoción al amo; algunas llegan rapadas, tatuadas, con marcas de fuego o cuchillo, con los labios o el cuello resaltados por ritos paganos o con el tajo cortado con un filo de piedra o los mismos dientes en honor a algún dios ridículo. Son más divertidas, estas salvajes. Se resisten más y es menos rutinario tomarlas. La mayoría entregan la raja con reticencias. Y todas, sin excepción, se resisten a ser probadas por detrás. ¡Mejor!: más emocionante que traspasar una puerta abierta es derribarla a golpe de ariete. No se relajan, como las ya adiestradas, y tienden a apretar de un modo delicioso mientras las fuerzas.

Sin embargo, las africanas nativas también tenían sus inconvenientes. El principal venía a la hora de la compra, pues el estado en que llegaban no siempre era adecuado para valorar su verdadero potencial. El transporte las estropeaba, y en muchos casos la alimentación en sus orígenes tampoco era la adecuada para meter buena carne en los lugares precisos y mantener una piel y pelo lustrosos. Al comprar hay que saber ver, no a la andrajosa criatura que sale del barco de los mercaderes, sino la hembra potrona en que puede convertirse con los cuidados adecuados.

Hay que comprobar con cuidado la piel, el pelo, los dientes, las marcas que pudiera tener y lo antiguas que sean, para saber si son debidas a la rebeldía durante el transporte o a una crianza disciplinada. También, y con esmero, que los orificios estén intactos, pues las díscolas bien pueden haberlos entregado, a algún salvaje en su tierra o durante el viaje, en vez de reservarlos para sus futuros amos.

Pero que la negra tenga el sello intacto no es garantía de nada, pues hay otros caminos. Su reacción cuando la inspeccionas suele ser buen indicador del uso que haya podido tener: la inexperta se muestra tímida cuando hurgas en su interior, y suele requerir de un firme manotazo para que se deje examinar con tranquilidad. Nunca os contengáis a la hora de examinarla, pues un buen comprador, que sabe valorar un potencial y un estado que no siempre son visibles, se llevaba buenos ejemplares a mejores precios.

Porque una negra que parece demacrada por el transporte, pero encierra potencial, es un tesoro por encontrar. Hay otras, sin embargo, tratadas como un producto de lujo desde el principio, tan bellas e intactas que reciben un cuidado especial durante la caza, el traslado y la venta. Son caras, pero sueles comprar lo que pagas.

Estas negras jóvenes y hermosas, de carne prieta por fuera y por dentro, suelen ser recolectadas pronto, mucho antes de ser contaminadas por los machos de su especie. Cuando los cazadores comprueban que están por estrenar, saben ver el potencial del negocio, la suma a repartir entre toda la cuadrilla en lugar de la satisfacción del estreno, una primicia que sólo podrá disfrutar uno de ellos.

Las transportan en mejores condiciones que al resto. Con frecuencia las cosen, para que no pierdan valor durante el viaje, porque es sabido que estibadores y marinos no hacen ascos a abusar de la mercancía, aunque no les pertenezca. A otras, como Ayana, les colocan un cinto de castidad, una medida más cara, aunque más segura, pues protege dos entradas en lugar de una.

Recuerdo a un mercader que se jactaba del excelente estado de su mercancía de lujo:

—Muchas tragan, buen señor —me decía—. A otras las abren por detrás. Pero yo vendo mercancía selecta, certificada. Empeño en ello mi buen nombre y cualquier otro que haya podido tener. Mozas puras, que han viajado en bodega aparte. Sólo yo tenía la llave y las alimentaba personalmente. Con mordaza en la boca para que no saborearan macho y un arnés de buen acero bien apretado para bloquear las otras entradas.

» Mirad, mirad esta. Negra y pura como el buen café, esperando calor y presión para liberar su auténtico sabor. Mirad su carne firme, esta piel brillante. Ved que bien soporta el látigo. Eso es: separad los labios. Jugosos, ¿verdad? Prometedores. Bien comprobareis que conserva todos los dientes.

Era una distracción, claro: los buenos vendedores tienden a parlotear mientras estás examinando la mercancía. Los malos también, aunque con peores palabras. Te dicen que la negra que estás examinando es de ubres generosas esperando que no valores por ti mismo las carnes apresadas que sopesas entre tus manos. Esperan que les creas cuando te dicen que la negra es inexperta, pese a que tengas un dedo metido hasta el fondo de su alma y la africana apenas reaccione.

—Su belleza no tiene precio —dicen con frecuencia.

—Ya… pero, si lo tuviera, ¿cuál sería?

El regateo es aquí un arte y un ritual necesario de resultados variables en el caso de las ventas nuevas, pues la novedad implica que no hay un precio de referencia. En negras de segunda mano los precios son más estables, pues el cliente acaba sabiendo —por la propia negra o por medio de otros señores que la disfrutaron antes— los precios anteriores y lo que pagó por ella el mercader. Y ningún vendedor quiere arriesgarse a adquirir la fama de cobrar de más a sus clientes.

Estas hembras usadas suelen ser compradas por los vendedores a plantaciones con exceso de carne o que se hayan arruinado, o a señores que quieran deshacerse de sus posesiones por diversas razones, con frecuencia relacionadas con los gustos y manías de sus esposas. Siempre te preguntas, y debes preguntarte, por qué fueron vendidas.

Suelen estar ya domadas, lo que no implica que la doma fuera adecuada: algunas recibieron poco látigo y otras demasiado; en ambos casos, será necesario aplicarles aún más. Otras son buenas y diestras en su tarea, algo que se aprecia en el uso y desgaste que arrastran.

Recuerdo una… una hembra de rostro arisco, en la boca un mohín constante, como resentido. Resultó buena compra, al fin y al cabo, porque aquella expresión tallada en sus facciones se debía a una intensa y constante labor chupadora. La clave estaba en las rodillas. 

Me encontré mientras compraba alguna que tenía el esfínter lleno de pliegues, pliegues profundos, como una rosa que ya ha empezado a abrirse. Señal de que se lo han partido mucho. Esas no suelen reaccionar cuando se lo inspeccionabas: otra señal. Son negras de saldo, pues si bien una felatriz experimentada siempre es práctica, un culo dado de sí es café aguado.

Un mercader de carne siempre intentará ocultar estos defectos en las hembras, más que en los machos, animándolas cuando están apagadas antes de exponerlas, aplacándolas con dureza cuando están demasiado encendidas.

—Una preciosidad, ¿verdad? —te dicen—. Una belleza sin parangón.

Porque el vendedor que ofrece negras de placer siempre las vende sin parangón, sin igual y sin precio. Ya luego regatea. Te ofrece la hembra más hermosa que jamás ha tenido en venta y, si no es de tu agrado, va a la trastienda a buscar otra, según él, más hermosa que la anterior.

Insiste —sobre todo cuando el comprador es joven e inexperto, algún muchacho que se ha hecho con un capital y decide invertirlo en buscarse un buen coño negro para su gozo— en que, con la negra, un amo puede hacer lo que quiera. Una advertencia tristemente necesaria, pues la falta de imaginación de algunos gañanes es galopante. La negra no se quejará, sobre todo la domada: no puede hacerlo. Si la encuentras demasiado delgada, la cebas; ¿demasiado gorda? Que lo único que la alimente sea tu verga.

En ocasiones puedes sortear el molesto trato con el mercader y comprar o intercambiar con otros señores. Mejor opción, desde luego: la gacela es un banquete de leones en que la hiena no siempre se puede evitar, pero nunca es bienvenida. El trato directo con tus iguales es preferible.

Comprar de este modo permite observar a la negra es su hábitat natural —preferible al oscuro interior del almacén del puerto— pues las virtudes de una buena negra no se aprecian igual en la oscuridad. O sí, quién sabe.

Adquirí varias piezas de este modo. Negras usadas casi siempre; experimentadas. Ya os hablé de la bastarda mulata de Dupont. Años después también adquirí a la madre, junto con un numeroso lote, pues el jodido gabacho acabó arruinándose por su propia necedad. La madre era aún joven y acostumbrada a complacer, pero estaba hecha a un dueño amable por lo patético.

Tuvo que acostumbrarse a una nueva realidad.

Más pese a la importación, la segunda mano o el intercambio, siempre he sido un firme defensor de la producción propia, pues ninguna africana se adapta mejor a esta tierra y a este clima que la nacida bajo su cielo.

Cual sucede en la Naturaleza, alguna que otra fruta jugosa, exótica y refrescante surge por sí sola de la planta. La vida está hecha para propagarse, aunque no siempre del modo más hermoso. En la cargada rama del manzano raro es que no haya, cuanto menos, una pieza perfecta en su carnosidad roja y brillante. El secreto es recolectarla a tiempo, antes de que madure demasiado y caiga y empiece a reblandecerse en el suelo para convertirse en otro árbol.

Es la clave: pillarlas en el momento oportuno, cuando aún el látigo —el látigo común de los negros, no el delicado que empleo con mis negritas—, el trabajo y el exceso de pasión de los capataces o de sus propios congéneres no las han estropeado. Despedí algún capataz y castré algún negro por estropearme alguna moza. Y una que ya tenía designada se entregó a quién no debía y hube de castigarlos a ambos.

El momento oportuno implica, casi siempre, cosecharlas jóvenes, pues las crías, como esponjas, lo absorben todo. Hay que ser duro, generoso con la disciplina, pues la negrita joven tiene el coño caliente propio de su edad y es necesario equilibrarlas calentando nalgas y mejillas para darles estabilidad.

Estos diamantes en bruto surgen de modo natural en cualquier hacienda con suficientes paridoras. Pero ya sabéis que soy partidario de la cría selectiva. Es la semilla de la civilización, la nueva agricultura. Sin ella, el mundo moriría de hambre.

La semilla adecuada, en la tierra adecuada. Plantar frente a recolectar. El hombre controlando el ciclo de la Naturaleza, guiando la planta, atándola, podando aquí o allá, hileras ordenadas de matas en surcos rectos. Así obtiene frutos jugosos y abundantes. 

La mejor tierra que hubo en estas tierras fue Ayana. Era menos oscura, menos fértil que otras en número de camadas, pero dio los mejores frutos. Sembrada y regada con la semilla adecuada, parió algunas de las mejores negras que he degustado. Buena parte del placer de mi vida provino de su oscuro tajo.

Recordareis a la mayor, Ali. Oscura y fibrosa, algo distante tras la noche de su estreno, nunca llegó a igualar a su madre, pero fue uno de los mejores ojales que he enhebrado. El vientre de Ayana producía en función de lo que sembraras en ella, y la semilla de Ali no era buena pese a que el fruto, en semejante tierra, no pudo sino salir jugoso.

Ayana tuvo algún que otro hijo destinado al campo. Y otra hija. No os he hablado de ella, mas voy a hacerlo.

Nació clara, más que su madre, pero con hechuras de pura negra y aún lo bastante oscura como para apreciar el brillo níveo de sus dientes bailando en la oscuridad cuando le daba por el culo sin contemplaciones. Un culo tan bien adiestrado que ella misma podía meterse un huevo de gallina sin usar las manos, y sin romperlo.

Nació pocos meses después de que casara a Ayana con su segundo esposo. Para entonces, la pareja ya había vuelto a vivir en la casucha y no supe del embarazo ni del parto, de la existencia misma de la criatura, hasta muchos años después.

Desde la primera vez que la vi pude apreciar en ella esa sutil luz que indica que te encuentras ante una negra de calidad superior, una soberbia potranca bien templada que aún habría de mejorar tras convertirse en mujer. Hembra de diez con cuerpo de ocho. Algo tímida, y a ratos rebelde, llegó a ser una negra fiel como ninguna. Necesitó látigo, claro, pero algunas responden al cuero encogiéndose como chuchas apaleadas, mientras otras, las mejores, se ven espoleadas como yeguas al galope.

Porque la cabalgué. Llegó a caminar como si sintiera en todo momento el roce de mi vientre amartillando su grupa, la esencia de mi mano impresa en sus nalgas. Empotré tanto a esa negra que mis perros la adoraban porque me olían en ella

Cuando expire mi último aliento, ella estará allí, lamiendo mi verga.

 

#

 

He comentado que, para obtener las mejores negras, soy partidario de la cría selectiva, sin hacer ascos al fruto jugoso que surja de modo natural de mis tierras pues, en ocasiones, este lugar da sorpresas: negritas, incluso nacidas de cruces seleccionados, a las que no presté demasiada atención dado que no apuntaban gran cosa de niñas, pero que acabaron desarrollándose con gracia, bien sazonadas por el trabajo y el sol. Ya cuenta la fábula que el patito feo se convierte en cisne. Pero omite que, en cualquier caso, hay que abriles las patas, meterle relleno y cocinarlas al fuego para deleitarse con su carne.

El fruto sembrado frente al silvestre; la dulce Rosabella fue una mezcla, mestiza incluso para eso: una rosa, surgida de modo natural, de una semilla selecta.

No supe de su existencia hasta aquel afortunado día que me encontré con esa imponente negra, joven pero desarrollada, salvaje pero con el temor al amo grabado en la mente. Ayana la llevaba dentro cuando abandonó la casa grande y la ocultó durante años —pirata africana que oculta su tesoro en la tierra caribeña— sabiendo bien que ese botín no le pertenecía. Quería conservarla para sí pero, al igual que todas sus hijas y las hijas de sus hijas, Rosa era mía.

Rosa fue un aviso, su mera existencia una enseñanza, un recordatorio constante de que, igual que el perro puede morder si olvida quien es su dueño, las bestias africanas también son de naturaleza traicionera. Pues Ayana, que siempre se mostró dócil, había tenido dos esposos: el primero, asalvajado, acabó como acabó; el segundo, obediente, traicionó mi confianza prestándose a ocultar la que, con el tiempo, se convertiría en la mejor negra que he poseído. Ambos tenían en común su oscuridad, y Ayana. Entiendo la traición de esos machos, claro: el coño negro es persuasivo, convierte en cimarrón al africano más entregado. El voluptuoso cuerpo de Ayana, tan dócil y entregado, tan familiar, no dejaba de esconder una rebelde que habría de domar con dureza.

Su traición permaneció oculta durante años. Mientras su hija mayor calentaba mis sábanas, abría para mí sus nalgas generosas y lamía mi hombría con una dulzura conseguida a base de látigo, Ayana engordaba en la lejanía de su choza, paría, amamantaba, criaba y escondía mi valioso y desconocido tesoro.

Los antiguos espartanos azotaban a sus ilotas con regularidad, un número fijo de golpes de vara cada cierto tiempo, fueran o no merecedores de castigo, para que no olvidasen que seguían siendo esclavos. Buena costumbre, a fe mía, a la que por propia experiencia añadiría una segunda: que el caballero poseedor de hembras de placer debería arrimarles de vez en cuando la verga, más por obligación que por disfruten, para que ellas no olviden cuál es el centro de su mundo.

Porque ser amo tiene también sus obligaciones. Podría excusarme en mi buena voluntad de dar a los recién casados cierta intimidad, pero lo cierto es que ya estaba saciado de Ayana después de unos meses disfrutándola en casa tras su reciente viudedad. No me importó dejarla tranquila una temporada, pues el manjar más sabroso aburre si lo degustas todos los días. Para cuando mi ilustre virilidad recordó el deseo que provocaba mi princesa africana y retorné mis visitas a su choza, Ayana ya había parido. Y esta vez se las apañó para ocultarme a la criatura.

Soy cazador. No se me escapa una presa. Pero entendedme: de esta ni siquiera conocía su existencia.

 

#

 

Mi Rosa creció sola en los campos, una negra blanquecina a la que los capataces entreveían a lo lejos y de la que acabaron hablando entre susurros. La leyenda del fantasma de la niña negra. Una diversión como otra cualquiera para contar alrededor de una hoguera.

Nadie le dio importancia, al principio. Una cría que corretea por las plantaciones no es rara, siempre que no se eche en falta en el recuento. Cual pastor ante el ganado que pace, que sabe cuántas reses tiene, pero no dónde están a cada momento.

La leyenda creció y se convirtió en una hembra de hermosas hechuras, una auténtica ninfa que algunos capataces afirmaban haber visto. Por suerte, la leyenda lleva a la superstición, y la superstición al miedo. El miedo mantuvo a capataces y negros alejados de una hembra apetecible que, en otras circunstancias, no habría llegado hasta mí intacta.

Pero ya sabéis que un caballero culto no cree en fantasmas, leyendas ni religiones. La vida es esta y hay que gozarla. Un buen día me cansé de oír rumores y empecé a escucharlos. Las apariciones se centraban en zonas concretas. Sobre el mapa, la leyenda empezó a perder su misticismo, pues el fantasma rondaba la casucha de Ayana.

Salí de batida. Una empresa condenada al éxito, pues si no cobraba una pieza mitológica al menos tendría ocasión de regocijarme en la ya madura, pero aún apetecible, carne de Ayana.

Creí entreverla, una vez, pero el día avanzó sin éxito y acabé cediendo a la acogedora tentación de los muslos de su madre. Para cuando acabé ya empezaba a oscurecer. E incluso una negra clara es difícil de ver en la oscuridad. Mientras regresaba, el instinto del depredador me incitó a volver la cabeza, a una última mirada a la casucha. Creí ver de nuevo esa chispa, ese movimiento de claridad en la espesura. Lo que no hizo sino acrecentar mis sospechas.

Volví a batir la zona siempre que mis obligaciones lo permitieron. Empecé a ver la casucha como el cazador ve el arroyo, ese lugar que sin remedio rondan todas las futuras presas. Más de una vez creí advertirla por el rabillo del ojo, pero era un animalillo nacido en esa tierra, era su territorio, y supo aprovecharlo.

Visto en perspectiva, debería haberme costado mucho menos atraparla. Me sorprendió una vez pude admirar todo su esplendor, pues era una negra de buena alzada y robusta, no gruesa pero desprendiendo carnosa generosidad, con ubres imponentes, rotundas nalgas y muslos acogedores. Una hembra así no parecía adecuada para correr y esconderse, sino más bien para el movimiento sedoso y llamar la atención.

Mi problema fue pensar demasiado en el asunto. El cazador ha de dejarse llevar por el instinto. Aquel venturoso día, a medida que me acercaba a mi improvisado coto de caza, sin excesivo ánimo pero queriendo finiquitar la empresa que me había impuesto, el instinto susurraba que mejor dejarlo estar e ir a solazarme un rato con Ayana. Así lo hice. En esa ocasión llegué temprano a la casucha y salí pronto, pues iba bien dispuesto. En esa ocasión no anochecía, ni atardecía siquiera, cuando emprendí el regreso; el sol estaba en su esplendor cuando entreví la sombra que parecía regresar a la cabaña cual si hubiese estado esperando a que yo saliera.

Sin pensar, azucé al caballo al galope, y respondió con energía, pues también estaba bien descansado. La sombra se escurrió, mas seguí acosándola en un zigzagueo frenético, haciéndola notar mi presencia para empujarla hacia un terreno que me fuera propicio. Permitió el destino que la acabara llevando hacia un punto más avanzado del mismo arroyo en que años a desvirgara a su hermana.

Una presa agotada por la huida y una zona con agua abundante es el sueño del cazador. Me desembaracé del caballo. El noble bruto siguió camino por sí mismo haciéndose notar, como si en masculina camaradería hubiese entendido la jugada. Mi presa, intuyéndome en retirada, debió acercarse al agua para beber. Me consta que se quitó la ropa para refrescarse pues, cuando me acerqué al arroyo al acecho y vi su sombra desaparecer como un rayo en la espesura, la percibí más clara, además de encontrar su saya húmeda de sudor en la orilla.

Saberla desnuda me infundió nuevos ánimos y me lancé a la persecución. Veía su figura huidiza aparecer y desaparecer constantemente. Mi camisa se desgarró en más de un sitio enredada en zarzas y ramas. Mis botas resonaban sobre sobre tierra, piedras afiladas y hojas secas. Pero esos obstáculos eran peores para ella. Ya dije que no era el suyo cuerpo para huir, sino para ser apresada. Le fui comiendo terreno, viendo su negra retaguardia cada vez con más claridad, sus apariciones y desapariciones en intervalos más cortos.

Y entonces, dejé de verla.

Me detuve. De nuevo el instinto, sazonado con la experiencia. Presentía su respiración agitada, su falta de resuello.  Me escondí también, atento. Las rayas de la cebra frente a las del león, jugando al escondite más divertido en aquella zona de vegetación salvaje que aún no había sido reclamada por los cultivos. El caballo relinchó, no muy lejos, acercándose. Había disfrutado de su libertad dando una vuelta alrededor de donde me encontraba y ahora volvía con su amo. A unas varas de mí, un arbusto se estremeció, atento al nuevo ruido. Me acerqué con cuidado.

Un soberbio culo en pompa sobresaliendo de entre la vegetación llamó mi atención como la luna llena en la noche despejada del trópico, como el faro guiando al barco. Su claridad y tersura lo hacían casi brillante. Realmente era una de las negras más claras que he conocido. Entiendo que su madre la llamara Rosa, pues no deja de ser una mezcla de rojo y blanco. 

Mientras las rotundas nalgas miraban hacia mí, ella seguía atenta a la dirección del relincho. Me coloqué detrás y carraspeé. La cabecita de pelo corto y castaño se giró con rapidez. Los ojos enormes, verdes, asustados, se clavaron en los míos por vez primera de las muchas que en los años siguientes me mirarían de rodillas atentas a mi reacción al placer que me daba con su boca, una boquita de labios gruesos y prometedores que entonces se abrieron de sorpresa.

Echó a correr de un salto. Joven y briosa. Desesperada. Agotada y jadeante.

Tranquilo, pues la precipitación nunca es buena en el momento cumbre de la caza, así el látigo que llevaba a la cintura y lo lancé cual boleadoras. La tira de cuero voló con elegancia y se abrazó a las rodillas de mi nueva montura trabándolas hasta hacerla caer al suelo.

Forcejeó cuando le eché mano. La fierecilla aún se resistía, con más corazón que fuerzas. Siguió mientras intentaba atarla, mucho más tiempo que ninguna que otra negra que hubiese conocido, pues incluso las salvajes recién llegadas de África saben, después de los rigores del viaje, que no pueden vencer a los amos, aunque no por ello dejen de intentarlo. Tuve que abofetearla con firmeza, un plas-plas contundente y fluido en las dos mejillas. Eso la tranquilizó y, mientras empezaba a sollozar, terminé de atarla. De manos y cintura, con un buen trozo de cabo libre para poder tirar de ella, pues no era cuestión de cargarla al hombro ni cansar al pobre caballo con su peso. ¡Bien se había portado el noble bruto!

Atada, tumbada, llorosa y tranquila, pude examinarla por primera vez. Exuberante sin estar rolliza, semejaba alguna antigua diosa de la fertilidad africana, de ubres enormes, nalgas gruesas y generosas caderas. Agarré uno de esos pechos que se me ofrecían desbordando el marco apretado que formaban sus brazos atados. Mis dedos apenas podían hundirse en la carne firme. Y lo intenté, con ganas. Gimoteó ante el manoseo. Me miraba con ojos brillantes, entre verdes y marrones, como el prado fértil. Una mirada de súplica y desafío. Salvaje y dócil. Esa mirada demostraba que sabía que me pertenecía, que sabía que su carne era mi trofeo, mi futuro festín, pero que conocía el sabor de la libertad. Nunca fue un mal aderezo.

Le agarré la cara. Se resistió, pero logré forzarla a abrir la boca. Los labios eran gruesos. La lengua, jugosa. Conservaba todos los dientes, que lucían aún más blancos en el profundo interior de aquella garganta de evidente ascendencia africana. No me pareció prudente explorar el interior de su boca con mis dedos. Demasiado salvaje.

El pelo era castaño, sedoso, menos ensortijado que el de la mayoría de las negras. Lo llevaba corto, supongo que para que no se le enredara en la maleza. Las melenas están reservadas para las negras que quieren o están obligadas a mostrarse ante el amo. Aun así, fue lo bastante largo como para agarrarlo y tirar de él hasta ponerla en pie.

— ¿Quién eres? —pregunté.

Se revolvió sin responder. Hizo ademán de escupir, pero volví a cruzarle la cara. Trastabilló.

— ¿Quién eres?

Nada. Tampoco hacía falta. Nada más verla confirmé lo que hacía tiempo sospechaba: sólo había un lugar del que podía salir una hembra como esa, sólo un coño oscuro del que podía haber surgido semejante par de ubres.

Levanté a la negra, la cargué bocabajo sobre la grupa del caballo y lo llevé de las riendas hasta la casucha de Ayana. La negrita redobló sus gimoteos, pues reconocía el camino.

Ya en la distancia se podía oír la discusión de Ayana y su negro en el interior de la choza. Parecía preocupada.

— ¡Ayana! —grité desde fuera.

Salió enseguida y se quedó plantada en la puerta, mirando el fardo desnudo de maciza carne tostada que cargaba el caballo.

Mi trofeo.

Su esposo, tras ella, parecía no querer terminar de salir, oculto en la penumbra del hogar, los ojos bailando en el aire.

— ¿Quién es? —ordené.

Ayana tragó saliva. Vaciló antes de contestar:

—Nno… no sabemos, amo.

El negro también negaba con la cabeza, pero rehuía mi mirada. Buen negro, pero su esposa acabó echandolo a perder. Ayana era mucha hembra; demasiada montura para tan poco jinete.

Mentían. Era evidente. La piel oscura de los africanos debería permitirles ocultar mejor su expresión embustera, pero claro: mentir bien requiere inteligencia. En cualquier caso, la verdad era evidente.

—Tráeme una cuerda.

El negro corrió, contento de tener una orden que cumplir. Su expresión aliviada al entregármela se tornó en espanto cuando me vio entrelazar un nudo corredizo. La mirada de Ayana saltaba de la negra a la soga. Se retorcía las manos.

—Si nadie sabe quién es, debe ser una fugitiva. Le daré un paseo por los campos para que la vean los negros. Servirá de ejemplo.

Desmonté a la negrita y le pasé el lazo por el cuello. Até la cuerda al caballo. Ella miraba a su madre llorando, pero seguía sin decir nada. Ayana acabó por derrumbarse. Cayó de rodillas ante mí.

—Piedad, amo —suplicó—. Es mi niña.

 

#

 

Cuando por fin regresé a la casona, estaba agotado.

Tuve que llevar al negro de vuelta a los barracones y azotarlo durante un buen rato delante de sus congéneres para recordarles quién era su amo. Tantos años de leyenda de la niña fantasma necesitaban borrarse con contundencia.

Volvió como un perro apaleado a la masa informe de la jauría. Él, que había sido perro guardián con caseta propia, bien alimentado, elevado a ojos del amo, había vuelto al fango oscuro del que salió. El peligro de dejarse llevar por la seducción del coño africano.

Aún quedaba disciplina que impartir antes de que acabara el día. Ayana aguardaba, colgando desnuda atada de manos a una gruesa rama del árbol que daba sombra a la entrada. Su cuerpo estirado y expuesto se balanceaba con la tensión, pues apenas alcanzaba el suelo con la punta de los pies. La vieja Tata había congregado a mis negras para que asistieran a la lección. La cría de Ayana permanecía atada a una estaca, hecha un ovillo, los ojos clavados en el suelo.

—Que mire —ordené.

Tata la agarró de la barbilla y la hizo alzar el rostro. Tomé el látigo.

— ¡Este es el precio de traicionar al amo!

Lancé el cuero, que abrazó las rotundas caderas de Ayana y restalló contra sus nalgas. Un azote cariñoso, no demasiado fuerte para una veterana curtida. Quería ver si mi negra estaba dispuesta a colaborar o intentaría soportar el castigo con terquedad y entereza. No se quejó. Mala cosa: la disciplina delante de otras negras, delante de su hija, debía servir de ejemplo. Su esposo había aullado a cada golpe. Cierto es que el látigo para los negros y negras del campo es más brutal; el de mis mozas de cama es delicado, pero lo empleo con generosidad. No quiero dañar mis posesiones más delicadas.  

Siempre fui hábil con aquella elegante herramienta de disciplina, si bien la edad y las articulaciones no perdonan, cual pintor cuyo trazo se vuelve trémulo con los años. Es cuestión de muñeca: evita el esfuerzo excesivo y logra colar el cuero curtido por los más recónditos, los más deliciosos recovecos de mis oscuras dianas. ¿Habéis visto alguna vez a un vaquero arrancando un cigarrillo de los labios de un incauto voluntario? ¿Lo habéis visto encenderlo? Pues bien: yo nunca he hecho tal cosa. Es una estupidez yanki. En el Caribe Español, el tabaco es un asunto serio...

Con Ayana me empleé a fondo. No quería colaborar, así que el siguiente latigazo se coló entre sus muslos y mordió carne tierna. Aulló y gimió, saltando y colgando, poniendo a prueba la resistencia de la rama que la sostenía. Su hija dio un respingo, el aliento retenido haciendo temblar esas ubres generosas, los ojos enormes, algo orientales de natural pero redondos en ese instante, blanco puro y turquesa, fijos en el cuerpo que se balanceaba colgando mientras se retorcía frotando entre sí sus muslos en un intento de sofocar el fuego que consumía la misma entrada por la que aquella criatura había venido al mundo.

El cuero voló y aterrizó en el costado con un chasquido de piel oscura contra piel oscura, suave una, curtida la otra, flexibles ambas. Se abrazaron. La lengua endurecida rodeó la espalda y besó los pechos de Ayana, lamiendo los pezones con un segundo chasquido resonando en acorde con el primero y con el aullido de mi loba herida. Atada a su estaca, sujeta por la vieja Tata, la muchacha veía por primera vez el acogedor cuerpo de su madre retorciéndose bajo el látigo del amo. Su mirada paseaba por el corro de mozas, alumnas obedientes que asistían a la lección en silencio, pues entonces, como ahora y siempre, las colegialas no gustan de interrumpir pues no quieren que el maestro las saque al encerado.

Miraba, la mulatita, suplicando sus ojos ayuda a sus futuras compañeras de destino. El látigo volaba, sin prisa, sin pausa, pues azotar a una hembra hermosa es un manjar que merece saborearse y una lección que ha de aprenderse bien. La espalda arqueada; los costados; caderas; pantorrillas; los muslos por fuera y por dentro, abrazados en círculos perfectos trazando sobre la piel de Ayana el enganche de unas medias que sólo necesitaban de un buen liguero para lucirse en un cabaret parisino; las nalgas percutidas tocando la melodía del bongo africano; las ubres bailando, ocultas a mi vista por el contoneo frenético de aquella espalda felina, pero que asomaban en su bamboleo por los costados para recordarme que allí estaban (la redondez del seno, la redonda aureola en su interior y, en el interior de esta, el pezón desafiante) tres pares de círculos concéntricos, dos dianas perfectas y ocultas, un reto a mi puntería que yo no pensaba eludir; y como no, las entradas ocultas entre los muslos y nalgas de Ayana, que el látigo visitaba cada vez que las súplicas de piedad de mi negra iban perdiendo la intensidad requerida.

Ante las miradas de súplica de su hija sus congéneres permanecían tranquilas y tristes. Acostumbradas. A la criatura salvaje siempre le sorprende el comportamiento de la doméstica, porque aún no conoce las virtudes de la doma. La súplica de su mirada tardó poco en extinguirse, pues la que habría de convertirse en mi mejor negra pronto entendió su irremediable sino en aquel silencio roto sólo por el tañido del látigo y el canto de sirena de los gritos de su madre.

Pero su mansedumbre era sólo aparente. Siempre ha existido ese fuego en su interior, no la llama destructora, sino la lumbre que calienta el hogar, encerrada en una chimenea bien construida. Además, es fuerte y robusta. Viéndola tranquila, la vieja Tata se relajó. Ni siquiera se dio cuenta de cuándo se había soltado del amarre. Se escurrió entre sus brazos como el agua tranquila de un riachuelo y, antes de que me diera cuenta, se agarró a mi pierna e intentó frenar mi mano.

La miré. De rodillas, aferrada a mi bota, miraba hacia arriba, a su amo, suplicante. Había entendido que no servía de nada suplicar a las otras negras.

— ¿Cómo te llamas, muchacha? —ordené.

Pero ella seguía muda y yo, cual Cristo, dispuesto a obrar un milagro. Señalé a Ayana.

—Dadle la vuelta.

Dos negras se acercaron y la hicieron girar. Ayana lloraba, derrotada. Los ojos de su hija estaban clavados en las ubres temblorosas. Balanceé el látigo.

— ¡NO! —gritó la negrita.

Lo solté. La lengua de cuero lamió los pezones sin la amortiguación que proporciona la espalda. Los pechos botaron con el impacto. Ayana se retorció entre súplicas.

— ¡No, amo! —volvió a gritar su hija.

La lengua de cuero volvió a caer con un chasquido húmedo trazando en el mapa un camino de dolor entre las dos montañas. Ayana aulló y se elevó en el aire, y durante un instante fue un pajarillo que lanzaba su trino apoyado sobre la rama del árbol más que un trozo de carne que colgaba de él, puesto a secar antes de hincarle el diente.

—Piedad… amo —suplicaba la muchacha.

Levanté la mano, dispuesto a que el gallo cantara tres veces, pero ella se aferró a mi brazo.

— ¡Piedad, Amo! Rosa… Me llamo Rosa. Si te complace.

 

#

 

Dejé a Ayana colgada, pues cual pregón o cartel, ese tipo de anuncios deben exhibirse en público el tiempo suficiente para que el mensaje cale. Las mozas siguieron un buen rato alrededor contemplándola, pues ninguna quería ser la primera en retirarse nada más me marchara. Al final, Tata se fue y el resto fueron volviendo a sus quehaceres como un terrón de azúcar moreno en café caliente.

Las dos quedaron solas, la muchacha pegada, agarrada a las piernas de su madre. Sollozando. No me molesté en volver a atarla, pero tampoco intentó escapar.

La contemplé desde mi ventana. Un agradable y novedoso paisaje del que disfrutar cada vez que levantaba la vista esperando que la tinta se secara en el libro de cuentas de la plantación. La obligación va antes que el esparcimiento. Mantener varias negras de placer es un lujo caro, y la muchacha era un nuevo activo que había que cuadrar.

Alguna negra le llevó agua. Reaccionó con congoja, poco acostumbrada a tratar con otras hembras aparte de su madre. Tendría que ocuparme de introducirla en la comunidad.

Era tarde, en cualquier caso. Había sido un día intenso en el que literalmente había cazado una criatura legendaria. Por no mencionar la disciplina y la contabilidad. Mandé que me prepararan una negra para que me calentara la cama y me dispuse a tomar un baño. Mi bañadora masajeó mis hombros cansados, me abrazó con sus muslos y me enjabonó con sus pechos dispuestos. Pero no me recreé en ella. Quería reservar fuerzas.

 

#

 

Mi negra Rosa entró en la alcoba iluminada por la llama danzarina de la chimenea. Entre los cuadros y tapices, las alfombras, muebles y cojines, las cortinas suntuosas y la gran cama con dosel y seda, su mirada acongojada descubría un mundo muy distinto a la choza que había limitado su existencia.

Olía a tierra y a caballo. Seguía sucia por el polvo del camino, por arrastrarse por el suelo intentando escapar de la cacería, por arrodillarse junto al cuerpo magullado de su madre. Desnuda desde que le arrebaté la ropa en el arroyo. No parecía preocuparle, pero no habiendo convivido con otros seres más que con su familia y los animales, lo raro hubiera sido que no le extrañase siquiera la necesidad de la ropa. Las criaturas salvajes no conocen la vergüenza.

Le señalé una alfombra. Se arrodilló.

—Me perteneces. Lo sabes. Eres mía. Igual que tu madre y el marido de tu madre.

» Ella… tu madre… fue buena negra, tiempo a. Hermosa, como tú. Dulce. Entregada. La traté mejor que a ninguna. Fue la primera a la que le di un esposo ¿Lo sabías? Ella lo echó a perder, claro. Y aún malgasté un segundo, un buen negro... Lo era.

» ¿Y cómo me lo paga? Traicionándome. Dios sabe cuántas veces lo ha hecho. Al ocultarte, me robó a mí, y a ti te arrebató tu destino. Una negra con tu belleza debe ser instruida desde niña, pero ya es tarde para eso. Tendremos que aprovechar lo que se pueda.

Permanecía en silencio, los ojos fijos en mí, inquietos, expectantes. La joven cervatilla que levanta la cabeza de la hierba porque ha olido a lobo. La boca entreabierta retenía el aliento, con miedo a que su respiración interrumpiera mis palabras. Asentí.

—Un par de ladrones, tus padres… Negros y ladrones. Pagarán por su delito. El amo trata bien a los buenos negros y ellos no lo han sido. En cuanto a ti… ya veré lo que hago contigo.

» Pareces fuerte. Con algo de látigo serías una buena recolectora de caña. O a las calderas, a cocer melaza. Aunque estás demasiado rolliza para eso: los negros que no se mueven con cuidado tropiezan con las calderas y se queman. Alguno ha caído dentro. Aunque en tu caso le daría buen sabor al ron.

» Podrías servir para parir negritos, aunque eres demasiado bonita para desperdiciarte con esas bestias. Debería venderte. Una criatura como tú alcanzaría buen precio. O tal vez...

Una llamada en la puerta me interrumpió. Una negra asomó la cabeza con timidez.

— ¿Me mandó llamar, amo?

Entró a un gesto mío. Sí la había hecho llamar. Una de mis mozas descartadas. Ya tenía un par de crías y otra en camino, pero seguía conservando buena grupa y la visitaba de vez en cuando. Tata me la había limpiado y preparado. Entró en mi alcoba luciendo una túnica blanca y corta que se tensaba sobre el vientre y las caderas. Se paró esperando mis órdenes.

—Desnúdate, Ali.

Ella se desabrochó los lazos de los hombros y la túnica se arremolinó en el suelo en torno a sus pies. Señalé la cama. Se acercó al colchón con pasos insinuantes y se arrodilló encima, a cuatro patas. Me fui desvistiendo mientras me acercaba a ella. La negrita Rosa no me quitaba los ojos de encima mientras la veterana tenía el rostro hundido en el colchón y me ofrecía la retaguardia.

Las ubres le habían crecido, alimentadas por los años y la preñez.  Y por la comida, claro, pues las negras destinadas a lamer mi verga siempre están mejor alimentadas que el resto. Agarré una y la sopesé. La leche goteó en la palma de mi mano. Estaba caliente. Le tiré una cachetada en las nalgas.

—Mírala —ordené.

Ella corrigió su postura hasta quedar de frente a la joven. Yo me coloqué detrás, separé las nalgas, lubriqué el ano con la leche… Y la empalé.

Me recibió con un gruñido y un espasmo que recorrió su espalda. Sus dientes y sus uñas se clavaron en la colcha, pero me acogió con profundidad. Agarrándola del pelo, le hice alzar la cabeza para que mirara a la muchacha.

—Esta es Ali —expliqué, saliendo y entrando de ella, arrancándole un nuevo gruñido—. Es tu hermana. Buena negra. Tiene esposo y dos niñas preciosas —remarqué con dos rápidas internadas—. Tus sobrinas. No las conoces. Así de egoísta es tu madre.

Las dos africanas se miraron con la intensidad que da el destino que se comparte y la sangre que se reconoce. Pude sentir la emoción en el ambiente, una emoción que dilataba las verdes pupilas de Rosa y apretaba las cálidas entrañas de Ali. ¿Alguna vez habéis deseado ser otra persona? Puede que suene irónico, pero yo lo deseé en aquel momento. Ser otro, otro igual que yo mismo, mi propio gemelo. Si Dios está en todas partes, ¿no podría yo estar en dos sitios a la vez, aunque fuera por un rato, para poder disfrutar la sensación simultánea de estar dentro de aquellas dos hermanas en aquel instante mágico en que se reconocían y poder mirarme a mis propios ojos con una mirada de cómplice camaradería? Pocos hombres en la historia han deseado más tener dos vergas. Aunque dada la proximidad de las entradas que ofrece cualquier hembra, debería ser un deseo más frecuente.

Pero son deseos. La realidad es cruel: un hombre tiene que conformarse con la acogedora grupa de una buena negra bajo la mirada intensa de la otra. Triste sino.

Seguí penetrando a Ali. Ya no gemía ni gruñía, absorta en el descubrimiento de su reciente familia. Me tendí en su espalda, mordisqueé su cuello, amasé sus pechos hasta que mis manos resbalaron en la humedad de su piel. Mi estaca ganó velocidad, entrando y saliendo de entre sus nalgas. Dentro y fuera, dentro y fuera, tamborileando, haciendo vibrar todo su cuerpo. Volvió a gemir y a gruñir con el resollar de la montura al galope. Una buena verga siempre se impone a la emoción, le da forma, si aplicas el cincel lo suficiente.

Me descargué sobre la espalda de Ali al tiempo que me descargaba en sus entrañas. Ella aguantó mi peso, hecha un ovillo, protegiendo la tripa. Sus nalgas se apretaron con experiencia, extrayendo las últimas gotas del jugo de mis ilustres cojones. Cuando mi hombría exhausta abandonó su entrada, la mirada de su hermana estaba fija en ella con el temor y la inocente curiosidad de la muchacha con cuerpo de mujer que aún no entiende el uso y placer que el amo puede extraer de su carne de hembra, pero está empezando a entenderlo.

Sus ojos iban de mi verga a su hermana. Ella le devolvió la mirada, compasiva, resignada, acaramelada y dócil. Yo me tumbé. Nada más apoyar la cabeza en la almohada recordé lo cansado que estaba. Tiré un cachete amistoso a las nalgas de Ali. Ella dejó de mirarla y se acurrucó junto a mí, su cabeza descansando sobre mi vientre, su lengua lamiendo y limpiando mi hombría.

Me quedé dormido entre sus labios.

 

#

 

Y entre sus labios me desperté, descansado y satisfecho de lo bien que había domado a Ali. La instrucción recibida en la casucha de Ayana y el látigo que hube de aplicarle por esa inoportuna rebeldía que surgió de ella tras la muerte de aquel negro la habían convertido en una moza de cama entregada.

Se fue con una palmada en las nalgas y mi semilla resbalando por la comisura de unos labios que sonrieron a su hermanita al pasar, una hermana que se despertaba después de haber dormido acurrucada sobre la alfombra.

— ¿Y ahora que hago contigo, niña?

Me desperecé y levanté. Me acerqué a ella, que se irguió hasta volver a quedar de rodillas, mirando al suelo, apenas atreviéndose a respirar. La valoré en silencio: arrodillada e inclinada ofrecía una visión suculenta de sus ubres apretadas.

—Desde luego, estás mejor dotada que tu hermana. Más suculenta. Has salido a tu madre. También ofrecía esas carnes tan acogedoras, tan cómodas que daban ganas de tumbarte en ella. Aunque Ali puede presumir de una grupa… muy sólida para ese tamaño. Pero en lo demás la aventajas.

» Me molesta, esa injusticia, ¿sabes? Que con menos méritos que tú, Ali se ganara el derecho a vivir aquí, dándome placer. Y la recompensé. Yo recompenso a las buenas negras. Casa, esposo, hijos… esos sobrinos que no conoces.

» Di a elegir a tu madre, y ella eligió ese destino para Ali. La preparó para mí. Y lo hizo muy bien. Creo que ahí surgió el problema:  yo estaba entretenido con tu hermanita y no le hice demasiado caso a ella. Siempre fue una negra un poco celosa, acostumbrada a recibir atención. Debió ocultarte porque no quería más competencia.

» No importa, en cualquier caso: te ocultó. Y su esposo ayudó. Debo castigarlos, a ambos. Ahora que lo pienso, tienes otro hermano mayor, ¿no? Aún vivía con Ayana cuando eras niña. Buen negro. Le di una esposa, no hace mucho. También responderá ante mí. Perderá...

—Amo... —me interrumpió Rosa; aún tenía mucho que aprender. Agarró mi mano entre las suyas y alzó la vista—. Por favor, no castigues a mi hermano. Es un buen negro. Sabe obedecer. Por eso le recompensaste.

Me miró, suplicante. No es que tuviera ganas de perder media mañana yendo hasta los barracones para castigar a otro negro, así que esos ojos verdes observándome expectantes desde abajo me convencieron. También me convencieron de que sería una buena mamadora.

Habéis de saber que es fácil entrenar a una buena negra en el arte de las felaciones. Las bocas grandes, los labios jugosos, la mandíbula adelantada y hocicuda propia de su raza parece predisponerlas para este cometido. El látigo les proporciona la actitud adecuada. Sólo falta instruirlas en la técnica.

Una práctica útil para ello consiste en colocarlas de rodillas, sentadas sobre el pecho de otra negra de modo que la cabeza de esta quede entre los muslos de la que quieres instruir. Entonces penetras la boca a adiestrar, sin piedad ni medida, buscando desde el principio el fondo de la garganta, pues el camino fundamental para una buena felatriz pasa por dominar las arcadas, aceptar la sensación de la verga del amo ocupando por completo su boca, haciendo sonar las campanillas.

Con esta técnica de instrucción debe aplicarse una intensidad exagerada, casi brutal, lo que puede provocar el reflejo de morder en la negra inexperta. Es prudente usar alguna trabilla o bocado para mantener la apertura.

No se trata de que la negra adiestrada te acoja entre sus labios. No es cuestión de placer, de que la boca te abrace en su cálido interior, sino de percutirlo hasta que se amolde a ti, de forzar el reflejo y el instinto hasta hacerlo desaparecer, de provocar la arcada sin pausa. De ahí la otra negra apresada entre sus muslos. Para el caso habitual de que surja el vómito. Las primeras veces conviene elegir una detestada por aquella a la que estás entrenando: que no se prive de echárselo todo encima. Después cambiar por una que aprecie, para que aprenda a controlarlo. Primero le quitas el miedo a las arcadas, después le enseña a dominarlas. 

 

#

 

Devolví a Rosa al patio, arrastrándola del brazo con menos resistencia de la que mostró el día anterior. La mandé de vuelta junto a su madre con un buen azote en las nalgas. Ayana seguía colgada. Dejé a la cría acurrucada junto a ella y me centré en los múltiples quehaceres diarios que subyugan la vida del terrateniente. No hay mayor esclavitud que la riqueza.

A la tarde volví a convocar a mis negras. Con ellas empleo el triángulo, un sonido distinto, más delicado que las campanas que llaman a revista a los trabajadores y capataces de los campos. Al oírlo, toda negra sabe que deben acudir, y que es probable que alguna sea castigada, quizás ella misma. Pero aquel día llegaron tranquilas, pues entendían que la disciplina recaería sobre Ayana. Es curioso lo contenta que se pone una negra cuando sabe que el látigo besará a otra.

Les solté un discurso. Emotivo y elocuente, quizá demasiado para una audiencia tan simple. Perlas a los cerdos. Fue un discurso sobre el coño negro digno de un ensayo filosófico sobre anatomía africana práctica. Era aquella una ocasión adecuada para recordarles que sus tajos eran míos, desde el oscuro y plegado exterior hasta el sonrosado y brillante terciopelo de dentro. Sólo yo decidía quién entraba y salía de ellos. Sólo a mí pertenecían los frutos que produjeran.

Señalé a Rosa como ejemplo, absorta y asustada entre la concurrencia, una hembra bien formada agarrada como una niña a la pierna de su madre. Era mía; me pertenecía desde antes incluso de empezar a existir en el caliente interior de Ayana. Sólo yo decidía si deseaba disfrutarla, venderla o matarla. Cuándo y cómo. Pero una negra se había arrojado el derecho a decidir por mí y, al hacerlo, me había robado.

Tenía que recordarle que su coño me pertenecía.

La mandé colocar, abierta sobre el pilar de castigo, las muñecas apresadas en posición forzada por argollas de hierro, los tobillos separados con firmeza por las dos negras más jóvenes. Allí estaba, bien expuesto.

Ese sucio coño.

A las negras sucias hay que limpiarlas con una escobilla de cerdas duras. Jabón de sosa y vinagre es lo adecuado. Ayana protestaba ante la friega, pero quedó limpia.

La sequé antes de volver a humedecerla. Si vais a disciplinar una almeja, es menester acariciarla antes. Ayuda a que se abra, la vuelve más sensible, al tiempo que la lubricidad previene desgarros. Recordad que el objetivo es el dolor, no el daño. Porque el dolor es de la esclava, pero el daño es a tu propiedad.

La castigué duro, con látigo de colas: el más apropiado para azotar coños. El cuero caía arañando los muslos, uno y otro, izquierda y derecha, bajando golpe a golpe las suaves laderas, cada vez más cerca del valle expectante. Ayana se retorcía en equilibrio sobre el poste, las piernas bailando en espasmos incontrolados poniendo a prueba el temple de las muchachas que la sostenían. Gritó desde el principio, pues la resistencia del día anterior había quedado colgando del árbol. El lento descenso por sus muslos mezcló pronto sus gritos con ruegos. Su hija no quería mirar y se tapaba los oídos intentando ahogar la melodía coral de cuero, piel, llantos y súplicas.

El grito se convirtió en aullido cuando las tiras de cuero curtido se colaron entre los muslos para lamer con pasión el interior de la gruta de Ayana como se lamen las hembras cuando juegan entre sí. Ella se retorció, alzándose en vilo sobre el asiento invisible que le ofrecían los brazos de sus dos congéneres, arqueada en el aire cual negra endemoniada poseída por el éxtasis embriagador del baile al compás endemoniado de un espíritu vudú. Una de las mozas que la sostenían perdió el equilibrio, derribada por la patada de Ayana, y todas fueron al suelo.

—Levantadla —ordené. Las negritas, temerosas, se apresuraron a volver a abrirle los muslos.

— ¡Piedad, amito! —suplicó Ayana.

Volví a descargar el látigo sobre el tajo expuesto. La piedad es para quien la merece, y un coño curtido como el de Ayana requería de trato vigoroso. Una joven virgen con las hechuras de Rosa valía por entonces un buen puñado de reales: la negra bonita y clara se ha de pagar en blanca plata. Un africano que roba tan valioso tesoro suele perder algo más que el respeto de su amo. Fui compasivo, en realidad, pues Ayana acabó con el coño dolorido, pero conservó dos manos para poder frotárselo.

El restallido de cuero trazó otra senda de fuero que recorría el botón, la raja, la vulva y el ano de la negra. Aulló. Las negritas la mantuvieron abierta con la fuerza que da el miedo. Rosa lloraba.

Así otra vez, y otra... Con las africanas hay que insistir para asegurar la doma.

Después la ensarté, claro. Una raja caliente debe aprovecharse, en especial ante una audiencia dispuesta a aprender la lección —sobre todo si es en carne ajena— y una hija obligada por Tata para asistir en primera fila.

— ¡Vamos, negra! Demuéstrale a tu hija que tu coño pertenece al amo —ordené. Mi verga entraba y salía de su tajo hinchado. Las mozas nos rodeaban, silenciosas y atentas.

» Enséñale que las negras que no obedecen, gritan.

Gritó y obedeció. Pese a la traición, la edad, los partos, el cansancio y el castigo, el coño de Ayana siempre cumplía.

Me descargué en su interior. Quiero pensar que mi ungüento alivió el escozor que sentía. O no. En realidad, tampoco importa.

Con un gesto, permití que soltaran y se llevaran a Ayana. En volandas, pues dudo que hubiese podido andar por sí misma en aquel momento. A la mesa de la cocina, donde Tata podría aplicarle sus bálsamos y hierbas. La cura rápida era oportuna para no estropear demasiado una negra aún aprovechable como Ayana.

Pero no caí en el momento, y cuando fui a enfundar mi estoque me percaté de que seguía goteante, impregnado por la lubricidad y algo de sangre de aquel coño rebelde. Y no es propio de un caballero mancharse los calzones de esa forma.

La muchacha seguía allí, pero descarté la idea, así como a las otras negras que pululaban de vuelta a sus quehaceres. La negra que debía arreglar aquel estropicio era la misma que lo había propiciado. Agarré a la joven y la arrastré devuelta a la casa, a la cocina, donde su madre aguardaba, abierta de piernas, a que Tata acabara de remendarla.

Tiré de Ayana hasta que su cabeza quedó colgando del borde de la mesa. Sin más, abrió la boca y entré en ella. Su lengua hizo el resto.

La buena mamadora, con independencia de su raza, se desenvuelve con naturalidad de rodillas. Pero yo entreno a mis negras para que demuestren soltura también bocarriba: en algunas ocasiones, la situación lo requiere; en otras, es necesario para poner a prueba las habilidades de una buena boca.

La negra arrodillada tiene movilidad. No sólo cuenta la boca, labios, lengua y garganta. También las rodillas, los muslos que la mantienen en su sitio, la espalda felina que se arquea, a veces estimulada por el látigo, para buscar la mejor postura y movilidad, para encontrar el ángulo perfecto en que su amo penetra sus labios.

La felación bocarriba no es tan estimulante —pues la negra está limitada— pero les permite demostrar la verdadera destreza de su boca. Puede moverse menos, pues con frecuencia su nuca está atrapada contra el marco de la mesa o el colchón. No pueden huir de tu empuje como la caña flexible se inclina ante el viento. Es sólo una boca obediente que, sin defensa ni escapatoria, no puede sino rendirse al ataque del amo. El límite es la habilidad de sus labios y la capacidad de su garganta.

Ayana era diestra. Me limpió con destreza. Incluso recuperé consistencia gracias a su habilidad.

—Eres una negra incorregible —le dije—. Te he dado más oportunidades que a ninguna.

»Se acabó.

»Voy a zurrarte cada día, hasta que la piel te arda con el simple roce de la brisa, hasta que el coño te escueza con solo mirarlo.

»Después te entregaré a las bestias. Mis caballos solo tienen una negra para entretenerse y cualquier día van a matarla.

Me retiré, dictada mi sentencia. La dejé allí, una princesa caída en desgracia sollozando ante su temible destino mientras la vieja Tata seguía hurgando entre sus piernas y su hija asistía a la condena, en silencio.

 

#

 

Rosa fue a mi alcoba esa noche. No se lo había ordenado.

Llegó limpia, peinada y perfumada, con la firma de Tata y una túnica de lino corta, ceñida al busto y a las caderas. Apenas lograba cubrir su exuberancia. Se plantó ante mí cayendo de rodilla, la vista plantada en el suelo.

—Amo… —susurró.

Tomé su barbilla y la hice alzar la mirada. Sus ojos verdes brillaban clavados en los míos.

 —Amo… Por favor… Mis padres, mi hermano… Perdónalos.

Me molestó aquel tono exigente, pero la cría tenía carácter. Mantuvo la mirada, al principio, pues seguí mirándola en silencio y empezó a bajarla. Pero volví a alzársela.

— ¿Por qué habría de hacerlo?

Tragó saliva. Dudaba. Los labios temblaban, jugosos. Quería hablar, pero tenía miedo. Desanudó las tiras que sujetaban la túnica sobre sus hombros y la tela empezó a caer, pero estaba tensa, embutida en sus pechos, en sus caderas, y hubo de ayudarse con las manos hasta quedar desnuda.

—Por favor, amo. Te compensaré. Seré tuya. Puedo complacerte.

Acaricié los labios. Se dejaba hacer.

—Ya eres mía —le dije—. Si decido usarte para darme placer, lo harás. La única cuestión es cuánto tendré que domarte.

Ella lo sabía. Lo vi en la relajación de su voluptuoso cuerpo arrodillado ante mí, en su rostro expectante dejándose acariciar por mi mano mientras miraba a lo alto como se deja acariciar por los primeros rayos de sol de la mañana. Lo vi reflejado en esos ojos verdes fijos en los míos. Sabía que era mía, pero creía que podía ofrecerme algo que no me perteneciera ya. Lo cierto es que lo hizo.

—Yo puedo amarte, amo.

Allí, desnuda y arrodillada, me ofreció su entrega incondicional. No por el miedo ni la costumbre del castigo, sino porque aceptaba que su vida, su obediencia y su voluntad eran mías. Domada por el látigo del amor.

¿Por qué querría que me entregara su voluntad cuando podría obtenerla de un modo más divertido con la fusta y la vara? Contestó que su cuerpo era mío. Me suplicó que la azotara si eso me complacía. Cogió el vergajo que colgaba de la pared y se volvió a arrodillar, ofreciéndomelo. Lo tomé.

La azoté. Chilló, pues esa piel era virgen. Un grito grave, delicioso.

— ¿Podría ponerte a trabajar en los campos? —pregunté. Un nuevo azote. Otro grito.

Negó con la cabeza. La humedad se acumulaba en sus ojos.

— ¿Podría venderte? Una negrita como tú podría encontrar un amo al que encandilar, algún viejo que te trate con dulzura a cambio de su calor, algún jovenzuelo embelesado con tus formas, ansioso por dormir entre esas ubres.

Otro azote. Otro grito. Otra negativa. Una gruesa lágrima cayendo por esa mejilla suave y tostada.

—Soy tuya —dijo.

Otro azote. Otro grito. Líneas de fresa sobre la piel café con leche de su espalda. Más lágrimas dejando surcos brillantes en sus mejillas.

—Pareces una buena negra. Algo rolliza, pero te lo perdono, por esos cántaros llenos y ese culo apetecible.

Otro azote, en las nalgas. Otro grito. Gimoteaba.

— ¡Soy tuya! —gritó.

Me bajé un poco el calzón. Ella entendió. Pegándose a mi hombría, desenfundó mi estoque y empezó a lamerlo. Las negritas inexpertas suelen incomodarse al descubrir mi virilidad, pero ella no. Cierto es que ya la había visto en el coño de su madre y en el culo de su hermana, pero ello no desmerece su entrega.

Lamió como la joven osezna lame la miel, como la perra sus cachorros. Mi vigor creció antes sus ojos. Sus labios la envolvieron y empecé a desaparecer en su boca.

Su garganta me acogió, dubitativa y temblorosa, pero profunda desde el principio, capaz de recibirme. Me asaltó la sospecha de que Ayana la había adiestrado, pese a todo, pues una negra puede aprender a tratar con su dueño desde mucho antes de tenerlo dentro. Su madre se había librado de más de un problema usando los labios y no sería extraño que hubiese entrenado a su hija por si algo salía mal. Así, si algún capataz la hubiese sorprendido en los campos, la muchacha habría tenido un modo de librarse, de complacer al macho conservando su entereza. Ayana sabía que un capataz que hubiese caído en la tentación de tomar semejante hembra sin mi permiso no iba a venir corriendo a advertirme de su existencia. Al final, como decía padre, siempre queda la duda de si la han chupado.

Pero la duda, que decía el bardo anglicón, no es la cuestión cuando estás entre los labios de una negra. Me dejé llevar, deslizándome sobre el húmedo calor de su lengua, recreándome en el abrazo de sus mejillas. Chupaba cual sanguijuela del placer pegada a mi bajo vientre. Descargué el látigo sobre su espalda, más por ver como reaccionaba que por motivarla. Gimió y se retorció. Aumentó la succión y las caricias de su lengua. Empezó a salir. A entrar. Su cabecita recorriendo mi extensión a buen ritmo. El cuero se coló por la hendidura entre sus nalgas y acarició su coño virgen. Gritó, y su grito ahogado añadió profundidad a su garganta.

Es lo bueno y lo malo de las felaciones: no las escuchas.

Regué su lengua con mi semilla. Ella tragó, con esfuerzo, y me miró en busca de aprobación. Una última gota pendía de mi hombría. Se la ofrecí y lamió con ansia, cual niña con su golosina.

Acaricié su rostro. Las lágrimas se habían secado sobre el calor de su piel.

—A partir de ahora, vivirás para darme placer.

Ella se dejó acariciar. Restregaba la mejilla sobre mi mano.

—Amo...

 

#

 

Aquella noche se entregó.

Sus muslos me acogieron. Mullidos, receptivos, inexpertos. La suave piel de la parte posterior de sus rodillas me acarició cuando la agarré para abrirla de piernas y me clavé en ella. Temblaba antes de que la ensartara, gritó durante, sollozaba después mientras me movía dentro de ella, encajado entre sus pechos y en su carne. Acabó gimiendo, al final, abierta ya para mí, el avance facilitado por su lubricación y su sangre. Esa noche penetré hasta su alma y convertí en sorpresa la sonrisa de los labios de su coño.

Quedó rendida debajo de mí, abrazada, caliente, llorando en silencio. Entregada.

 

#

 

Un caballero cumple su palabra, incluso la dada a una negra.

Devolví a Ayana y su esposo a la casucha. Fueron andando, renqueantes, aun doloridos; Rosa conmigo en el caballo, su cuerpo acomodado entre mis brazos, su grupa restregándose contra mi hombría a cada paso del bruto.

En la casucha, corté un trozo del fino cabo de cáñamo de entre los suministros que guardaba el negro para sus obligaciones. Lo destrencé y anudé para hacer un látigo de tres colas con nudos, al estilo del que se usa en la marina, pero más liviano, aunque suficiente para mantener la disciplina. Ordené a Rosa que se inclinara sobre la mesa. No había que corregir ningún mal comportamiento, pero poseer una hembra implica la capacidad de hacerla sufrir por el simple placer de hacerlo. Sólo se queja de que la zurras mucho una negra a la que no has zurrado lo suficiente.

Rosa ofreció las nalgas. Probé el látigo sobre su piel y, aunque gritó, no rehuyó el castigo. Buenas cachas, pero aún había que trabajarlas: algo de madera, para darles forma; algo de cuero, para pulirlas. No la azoté demasiado, pues sólo probaba el látigo.

Para mis negras jóvenes, lo peor de los castigos no es el dolor en sí, pues la mayoría ya llegan a mi lado acostumbradas a ofrecer las nalgas a los azotes. No. Lo peor es la anticipación, el intuir que después del castigo serían sodomizadas sin remedio ni preparación, con la lubricación mínima necesaria para hacerme la experiencia agradable. Las gruesas nalgas de una buena negra bailando al compás de los azotes, los grititos a coro con el látigo o la fusta, enardecen sin duda la virilidad del macho. La piel desprendiendo ese agradable calor, tan placentero contra tu pelvis, invita a probar puntería en la diana oculta entre las nalgas de la hembra, un tiro más difícil, un desafío más estimulante, cuanto más estrecho es el objetivo y más inexperta la destinada a recibirlo.

Rosa reafirmó su posición, ofreciéndose como había visto hacerlo a su hermana. La pobre debía pensar que iba a ser más fácil de lo que de verdad fue. La manteca que con buen tino almacenaba su madre la ayudó, pero aun así berreó al empalarla. Y mucho, pues toda hembra tiene derecho a gritar la primera vez que la abren por detrás. No fui amable. Quería poner a prueba los verdaderos límites de su entrega.

Aguantó bien, el cuerpo tenso, los dedos crispados aferrados a la madera de la mesa, las venas palpitando en el cuello, la frente sudorosa. Logró contener los gritos tras las primeras y dolorosas embestidas y me acogió, colaborativa pese a todo. Me derramé pronto en sus entrañas y la dejé tendida sobre la mesa, una yegua joven resollando por el esfuerzo de la primera monta al galope.

Entregué el látigo recién probado al negro. Yo cumpliría mi palabra perdonándolos, pero con mis condiciones. Había llegado a la conclusión de que Ayana era una negra artera que corrompía a los negros que se le acercaban. No pensaba dejarla sola sin una disciplina constante. Comuniqué a su esposo mi decisión:  él mismo habría de disciplinarla cada domingo en cuanto sonase la llamada al ángelus de la tarde. Treinta latigazos, sin falta. Yo mismo estaría presente en alguna ocasión y disfrutaría de Ayana después. En otras no estaría junto a ellos, pero no significaba que no estuviera observando. Si fallaba algún castigo o si no era lo suficientemente estricto, si los visitaba al día siguiente y las marcas no me convencían, el sacrificio de su hija habría sido en vano.

Os diré algo: aquel negro tardó poco en acostumbrarse a tener una esposa más dócil y servicial. Llegó a zurrarla alguna que otra vez más de las exigidas.

Regresando a la casona con Rosa paré a descansar. Ella se inclinó a beber en el arroyo, ofreciendo el ano recién desflorado. Volví a sodomizarla.

Es esa segunda vez, cuando la negra ya sabe qué le aguarda, la que marca el alcance de su entrega. Cuando me sintió colocándome tras ella empezó a temblar, pero se inclinó y separó las nalgas, invitándome a la entrada más angosta a su cuerpo. Ahora entendía el alcance de su sacrificio, pero aguantó la prueba con entereza.

Yo también empezaba a entender que había encontrado algo especial: una negra nacida en la plantación, pero salvaje; crecida en libertad, pero ajustada al molde de su madre; una negra de piel clara que sintetizaba lo mejor de las negras que puede poseer un caballero.

La mejor montura que he tenido nunca.

 

#

 

Aún hoy disfruto de su cuerpo, aunque no tanto como antes. Se conserva hermosa, pero el perro viejo prefiere la carne joven, el bocado tierno. A más de una de sus crías llegué a hincarle el diente.

Fue mía, de mi más genuina y exclusiva propiedad. Nunca me planteé venderla, aunque me ofrecieron buenas sumas por ella. Sí que la compartí y presté alguna vez a socios y amigos, por ver cómo se comportaba, pues si algo es tuyo, puedes prestarlo. También la compartí con su hermana, con su madre, con otras negras. A veces conmigo, a veces sin mí.

Aprendió de Tata. Con el tiempo ocuparía su lugar, preparando mis negras, cuidándolas, domándolas, entregándomelas en su punto. Llegó a manejar el látigo con tanta naturalidad como lo recibía. En ocasiones me acompañaba a visitar a su madre durante su castigo semanal y la preparaba después usando la lengua hasta dejarla lista para mí. Alguna vez azoté yo mismo a Ayana y otras le entregué el látigo y ella misma aplicó el castigo, con dureza.

Siendo más blanca que el resto, se sentía más cercana a mí, más naturalmente mía. La otras la temían, envidiaban su posición a mi lado. Tardó poco en asumir que estaba por debajo de mí, pero por encima de sus congéneres. Mi mano derecha, la funda de mi espada.

Sólo una mujer se atrevió a enfrentársele. Una más blanca aún que ella. Blanca, de hecho, aunque morena, con el toque tostado, algo agitanado, de las hembras de raza al sur de Despeñaperros. Las negras sentían celos de la atención que prestaba a Rosa, pero ninguna querría pagar el precio que aquella atención precisaba. Esta morena, sin embargo, estuvo celosa hasta el punto de castigar a mi mulatita por el mero placer de hacerlo. Fue una hembra distinta a las demás.

Aunque esa ya es otra historia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario