sábado, 9 de abril de 2022

Historias de la plantación V – Mujer


Más allá de razas y religiones, de moralinas y costumbres, existe el hecho fundamental de que algunas mujeres nacen abiertas de piernas y a otras, en cambio, hay que abrírselas por la fuerza.

     El instante mismo de ver la luz en este mundo predispone esta senda pues ¿qué encontramos al llegar? ¿Cuál es nuestra puerta de entrada? Unos muslos separados, un coño expuesto. Un objetivo a alcanzar para los machos, un modelo a seguir, para las hembras. Es un imperativo biológico.

     El viejo Carlos lo explicó mejor en su libro: los seres más exitosos de la creación, los que miran desde la cima de la cadena evolutiva, son aquellos que mejor esparcen sus genes y aquellas que mejor lo reciben. Lo demás son tonterías.

     Hoy, décadas después de que se publicase, lo veis con más naturalidad. Pero por entonces el texto causó revuelo. Lo del mono y demás. Curas, beatos y otros amanerados, buscando justificación para su moralina religiosa, arremetieron contra estas ideas nuevas con el empuje y la rabia que dan la estúpida y autoimpuesta negativa a catar carne de hembra; el que tiene buenos coños, bocas y culos a su disposición no gasta fuerzas en esas protestas; el que ha convivido de cerca con la raza oscura no cuestiona que existen seres más evolucionados que otros.

     El viejo anglicón fue mi invitado una temporada, tiempo a, cuando caribeaba examinando especímenes. Siempre pensé que sus ideas simiescas se le ocurrieron viendo a los negros en mis campos, aunque como buen científico tuvo que disfrazar la verdad con un traje más elegante.

     Le cogió cariñó a la Tata, por entonces aún aprovechable, que ya no moza. Le gustaba cómo se reía la buena negra cuando le hacía cosquillas con la barba en la nuca. También examinó a la francesita de Dupont, fruta fresca. No le hacía ascos al látigo. Nunca he entendido por qué, siendo tan distintos —españoles, ingleses, italianos o bávaros— a todos nos gusta joder a los gabachos. Aunque pensándolo bien, es mentira. Sí que lo entiendo.

     Coincidimos en lo esencial, en que, más allá de la civilización, de los ropajes bien confeccionados, la locución culta y las buenas costumbres, el macho sólo quiere soltarle un garrotazo en la cabeza a la primera hembra que se encuentra y arrastrarla hasta su cueva. Por el pelo, se entiende, pues si la arrastra de una pierna se llena todo de tierra y raspa al empalarla.

     Todo lo que nos aleje de ese ideal es una mala costumbre, un paso hacia el abismo al que se dirige nuestra especie, una sombra distorsionada y vacilante proyectada sobre una pared derruida al fondo de la caverna de Platón. Pues el ideal femenino se encuentra abierto de piernas, o con el culo en pompa, ofreciendo unos orificios preparados a recibirte, y el masculino armado y bien dispuesto a ensartarla contra esa pared. La vaina y la espada, el vacío insondable y la materia que lo llena.

     ¿Cuándo perdimos la sensatez?

     Supongo que cuando pervertimos el propio concepto de la caballerosidad, pues el caballero, en su versión original, era de natural diestro en el arte de la monta. Pero empezamos a mezclar lo honorable y viril con lo caballeroso, bajamos al caballero de su montura y la sustituimos por divanes de terciopelo, cubrimos su sensatez con pelucas y maquillamos su hombría con el plomo que tendríamos que haber fundido en munición. Y en el proceso, convertimos a la hembra en mujer y a la mujer en dama. Y a la dama le dificultamos el abrirse de piernas con faldas, enaguas, calzones y miriñaques. Una capa tras otra de tela inútil cubriendo la Naturaleza.

     Los salvajes viven más cerca de la realidad. En su oscura tierra nativa apenas existe la costumbre de cubrir la desnudez. El hombre civilizado, distanciándose de la tierra, ha perdido de vista lo importante: la estimulante imagen de unas ubres generosas botando al compás de una hembra que corre; las nalgas tensas por el esfuerzo de la huida; los muslos jugosos que se separan con esfuerzo revelando unos labios que tiemblan por la anticipación… Esa visión idealizada se ha perdido bajo capas y capas de sedas y encajes.

     No ha tanto había reinas que andaban sin bragas por si al rey le entraban ganas en medio de una cacería. Su función estaba clara. Pero llegó el romanticismo, y con él la cursilería y la estupidez. Los dandis, expertos en cortejar damas, que no en catarlas. Y presumían de las muchas que cazaban. Tristemente, de modo metafórico.

     A esos románticos sólo puedo decirles una cosa, con orgullo: sólo tengo una vida, y la he vivido fornicando.

     He sido caballero, con frecuencia, más bien al antiguo estilo. Romántico en ocasiones, pues en un mundo a la medida de los idiotas a veces conviene hacerse el tonto. Para hablarles en su idioma, igual que se espolea un burro o se silba a un perro.

     Traté a las damas como damas cuando la ocasión lo requería, pero deseando agarrar esos pechos encorsetados y liberarlos para volverlos a estrujar entre mis manos, morderlos hasta conseguir que mane la leche y meterme en el laberinto de faldas y faldones guiado tan solo por el calor de una vulva ansiosa. Pues dentro de cada dama decente, de cada tímida doncella de mejillas sonrosadas, habita, prisionero, un pendón desorejado deseoso de escapar. A la pura y a la puta sólo las separa el ambiguo trazado de una letra, pues hasta la más cándida no desea sino que la pongan a cuatro patas o le abran el coño, pues está hecho para abrirse. ¿Por qué si no tendría esas solapas, esos agarres tan fáciles de asir para separarlos? Cual libro cuyas tapan sobresalen de las páginas, cual ojal cuyos bordes rematados marcan la hendidura, todo para facilitar el abrirlo, también la entrada de la hembra ofrece un marco que te invita a atravesarlo.

     No me malinterpretéis: la puerta viene sellada por un motivo, aunque cualquier hombre tenga la llave para abrirla; la castidad y la decencia son necesarias en la doncella, igual que el calor y la humedad hacen aumentar la presión en la caldera de una máquina de vapor hasta que se libera con la fuerza de un caballo. En este caso, de una yegua. 

     También yo busqué mi doncella casta y recatada llegado el momento. Después de unos primeros capítulos de mi vida que se extendieron hasta bien entrada la edad adulta; después de practicar cual soldado frente a una diana para no errar el día que enfrenta al enemigo; después de batirme cual duelista con espada roma para cuando fuera necesario el filo; después de perforar innumerables y oscuros agujeros, decidí que era hora de buscar una hembra que me diera lo que una negra no podía darme: un heredero.

     No hablo, claro está, de los oscuros accidentes que conlleva el disfrute habitual de las africanas, sino de un auténtico espécimen humano, de un hombre que herede las tierras que heredé de mi padre y las que gané por mí mismo, los títulos y honores que compré, las buenas negras que me dejó y las mejores que añadí a mi colección, que disfruté montando y me enorgullecí viendo montar a mis hijos.

 

 

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Dos veces visité la Madre Patria. La primera en mi juventud, cuando padre me envió para representar sus intereses y conocer mis orígenes. Un viaje largo y aburrido para cambiar el Caribe por una villa de interior sin ron fresco ni mar cristalino, con el mismo calor sofocante, pero sin hermosas negras intentando evitarlo con ropas escasas y sueltas.

     Para mi segunda visita los avances en ciencia náutica y los vientos favorables acortaron el viaje un par de semanas. Y el barco era mío: dueño de tierras, había puesto la mira en convertirme también en señor de los mares. Si Dios existe, sin duda lo creamos para que fuera generoso con el macho que acepta su naturaleza, con el hombre que confía en su instinto. De ahí que aquellos cuarenta días de agradable crucero fueran mucho más entretenidos que mi primer trayecto, con un camarote que nada tenía que envidiar a mis aposentos habituales, el viento salino aliviando los calores del día y a mi negra favorita calentando mi cama por la noche.

     La joven Rosa convertía las banquetas y sillas plegable propias de los mercantes en el más cómodo de los sillones: los reposabrazos de sus muslos abiertos, el respaldo de su vientre, el cojín de sus ubres caliente envolviéndote como orejeras. Sus caderas y sus nalgas, una cómoda almohada. Permitió ahorrar mobiliario, pues la carga innecesaria es mala para el negocio del transporte de ultramar.

     La mantuve encerrada la mayor parte del tiempo, pues no es prudente provocar en exceso a los marineros, aunque trabajen para ti. Le puse un cinto de castidad, por si acaso, igual que lo llevó su madre cuando la cosecharon de África. No pude evitar sus gemidos y sus gritos cuando la montaba o la estimulaba con el látigo, pero en la mayoría de ocasiones mi buena negra los ahogaba hundiendo el rostro en el jergón o en mi hombro. Y en otras, su boca no estaba ocupara precisamente en gemir o gritar.

     En ello estaba —bajo el escritorio, dándome placer con sus labios con una destreza debida más al talento natural que a los pocos años que llevaba a mi servicio— cuando llegó aviso de tierra a la vista. Sentí la alegría en su lengua juguetona, la emoción en la profundidad de su garganta. Fue sutil, el dulce baile de las olas acompañando las caricias de sus mejillas, pues sabía por instinto cuándo requería de ella la pasión abrasadora y cuándo el desahogo suave, y en aquel momento yo estaba enfrascado en la escritura de una carta de presentación adecuada.

     Tras años de negocios de ultramar, había entablado contacto con una familia noble venida a menos que terminó por ofrecerme a su primogénita, una tal Sofía. Al parecer, aunque yo no tuviera nobleza, sí tenía una fortuna suficiente como para comprarla. Me habían jurado que la dama era bella y bien formada. Tras recorrer medio mundo, tras aquel largo viaje desde otro continente hasta el recibidor mismo de aquella vieja casa señorial, resultó que bella —lo que se dice bella— no era. Velluda, quizá, pero no bella. Y bien formada en el sentido de poseer el número correcto de extremidades en una distribución más o menos acertada, que no en su armonía.

     La rechacé, claro, pues en un negocio no se puede tolerar un engaño tan evidente. Es una falta de respeto. Poco importaron los años de preparación y reserva de la muchacha. ¿Qué importa la añada en un vino agriado?

     El caballero —el que por sus posibles pueda permitirse el lujo de elegir— debe buscar moza casadera hermosa, no tanto por su propia satisfacción como por el bien de su descendencia, pues el hijo bien parecido tendrá facilidades en los negocios, y la hija será más fácil de casar, como sin duda os demuestra la propia historia que os cuento.

     Decía padre que conviene buscar hembra que, aunque delgada de cintura, posea buenas caderas y buenas nalgas. Cuanto más agradable sea entrar en ella, más fácil será salir para tu descendencia. Las buenas ubres son deseables, más no esenciales, pues para disfrutarlas ya están las amantes, y para la leche se puede disponer de amas de cría o negras destinadas a tal efecto. La leche de negra es más sabrosa que la de vaca o cabra, ideal tanto para tomar fresca como para aderezar el café o elaborar postres y quesos.

     Además, una buena grupa seguirá dando placer cuando el caballero ya no desee más descendencia. Y con toda la parafernalia que visten las damas, con las ya mencionadas faldas, faldones, enaguas y calzones, resulta más sencillo ponerlas en pompa, levantarles las telas y entrar desde atrás que quitar tanto ropaje para hacerlo cara a cara.

     El caso es que la velada fue incómoda. Quizá lo directo de mi rechazo no resultó demasiado agradable, pero tampoco lo era la cara de la muchacha. Realmente no valía ni para mirarle la nuca.

     La cena se desarrolló con el silencio propio de la cortesía forzada. El padre me miraba desde la otra cabecera de la mesa, serio sin duda, pero menos indignado de lo que intentaba aparentar; sabedor de que socios y conocidos comunes no podían sino comprender mi justa indignación. El resto de la familia rodeaba la mesa: la madre llorosa, una tía beata acariciando un rosario de cuentas demasiado gruesas y un crío que apenas había empezado a andar a un lado; las dos hijas mayores, al otro.

     Pude observar con más tranquilidad a mí ya antigua prometida, hasta llegar a apreciar los beneficios de la ceguera. No la favorecía estar sentada al lado de su hermana, algo más joven y, con mucho, mejor perfilada. Tampoco estar comiendo, pues el panorama desolador se tornaba macabro en cuanto abría la boca.

     Si alguna vez en mi vida me he arrepentido de no aceptar un trato, no fue aquella.

 

 

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Tan importante es saber rechazar un mal negocio como aceptar una bueno.

     Aquella noche, mientras paseaba por los descuidados jardines del palacete de mis anfitriones, se me presentó una ocasión de larga melena. Y la agarré con firmeza con un buen apretón de mano.

     Deambulaba a la luz de la luna, buscando digerir la cena y la decepción del día, asentar el estómago después de aquella visión pavorosa. Mi negrita unos pasos por detrás, en las sombras, discreta, para el caso de ser requerida. La oí volverse y susurrar un "Amo" de aviso.

     La hija menor se acercaba por la senda, el paso decidido haciendo ondear la falda. Joven y aún sin compromiso —pues la edad daba primacía a su hermana— su andar enérgico denotaba que no habían terminado de instruirla en los modales propios de una dama de su clase. También el sencillo vestido que lucía frente al caro andamiaje de sedas, gasas, metal y ballena que intentaban ocultar a la mayor, denotaba la precedencia familiar.

     Con todo, sabía mover con gracia las caderas.

     Dio un respingo al pasar junto a Rosa, ante esos ojos blancos flotando en la oscuridad. Se paró ante mí, azorada.

     —Señor de Guzmán...

     —Inmaculada...

     Volvía la cabeza mirando por encima del hombro, aún turbada por la presencia de la negra, dudando si debería saludarla o no. No quise apresurarla hasta que, por fin, fingió ignorarla y me encaró.

     —Vengo a reconvenirle para que cumpla su palabra —espetó—. Mi hermana es dama de ilustre linaje que aceptó ofrecerle su mano, pese a que usted no lo tiene. Debe usted cumplir su promesa...

     La miré, valorándola, y ella mantuvo la mirada alta, desafiante. La melena azabache enmarcaba un rostro ovalado y suave, poco habituado al sol, una piel clara en la que resaltaban dos ojos grandes y oscuros, de hembra del sur, de raza. Observé el busto, dos peritas jugosas, no muy grandes, pero redondeadas y juguetonas; se elevaron cuando contuvo la respiración, cohibida ante mi examen. El sencido vestido se ensanchaba, ceñido contra la curva de la cadera.

     Me acerqué y ella, altanera, no quiso retroceder. Adelanté mi mano, la palma arriba, empujando, hundiéndola contra la tela de la falda hasta agarrar la carne firme y sentir en mis dedos el calor de su coño a través de las capas de tejido. Entonces sí que hizo ademán de dar un paso atrás, pero ya la tenía bien apresada.

     Quería ver cómo se comportaba. Y siguió mirando, retadora, pero aguantó mi mano y apretó las piernas. Rosa sonrió en la oscuridad.

     — ¿Promesa? —susurré—. Su padre prometió una yegua pura sangre y ha ofrecido una mula coja. Y su ofensa es aún mayor, dado que realmente podía ofrecer lo prometido.

     Durante un momento pareció confundida, pero apreté mi mano. Entonces recuperó la altanería y se liberó de mi presa con un vigoroso caderazo.

     — ¡No soy una yegua! —siseó.

     La repasé con la mirada. Deliciosa. Sonreí.

     —Aún.

     Se marchó con un volantazo. Pateando el suelo. Enfadada y exhibiendo unas hermosas nalgas.

 

 

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Son curiosas las costumbres, los pequeños detalles que señalan grandes diferencias entre dos lugares que por idioma, cultura, tradición y origen deberían ser más parecidos.

     Recuerdo la cama que presidía la alcoba que me ofrecieron aquella noche. Con dosel, de estilo francés. De haber viajado a la lejana Asia, al Oriente o al África profunda, el lecho habría sido bien distinto, pero aquel era similar al de cualquier aposento de cualquiera de los señores del Nuevo Mundo. Algo anticuado y gastado, quizá, acorde con aquella casa venida a menos, pero idéntico en lo esencial. Madera distinta, claro, pues cada tierra ofrece la suya. Además, en el Caribe, las columnatas de las camas de los señores solían tener argollas incrustadas donde poder amarrar a las negras de un modo conveniente.

     Allí no las había. Tampoco las necesité, claro, pues Rosa era una negra entregada. Estaba en la cama conmigo —yo tendido, ella arrodillada sobre el jergón en la cabecera, con mis hombros descansando sobre sus muslos abiertos, masajeándome el cuello mientras mi cabeza reposaba con comodidad sobre su bajo vientre— cuando llamaron a la puerta. Invité a entrar, sin levantarme.

     Inmaculada asomó, tímida, sus ojos abiertos por la sorpresa de la imponente negra desnuda envolviendo mi cuello, pero recuperó el aplomo con rapidez y entró.

     —Mi señor de Guzmán…— empezó mientras se acercaba al lecho con pasos dubitativos. La corté.

     — ¡Desnúdate!

     Paró en seco, la boca abierta, los ojos enormes fijos en mí. Me expliqué, con calma.

     —Mi dulce señorita: usted viene a aceptar mi oferta. Pero no le he hecho ninguna. Fue su padre quien me prometió una esposa bella y bien formada. Y ya ha intentado engañarme una vez. No habrá una segunda.

     Esperé. Rosa me acariciaba, sus manos envolviendo mi pecho, sus brazos apretando sus ubres, amoldándolas a mi nuca como el más mullido almohadón.

     Se leía la tensión en la mirada de la doncella, su cuerpo a punto de desgarrarse entre el impulso de salir corriendo  y la fuerza empleada para permanecer. Hizo ademán de llevarse las manos a la espalda, buscando el cierre del vestido, pero el gesto quedó a medio camino.

     Rosa suspiró. Un bufido breve cargado de desprecio. Se inclinó sobre mí envolviéndome con su cuerpo, abrazándome desde atrás, su cabeza descansando sobre mi sien. Pude sentir la sonrisa a través de su mejilla.

     La dama reanudó el movimiento con energías renovadas. La tela se arremolinó alrededor de sus tobillos. Las enaguas eran cortas, ligeras, casi transparentes. La invité a seguir con un asentimiento.

     —Mi señor padre solía decir que lo que adquiere un hombre para uso propio, debe valorarlo en persona. También que los ponis son para niños. Un caballero necesita una montura de verdad.

     El fino tejido cayó. Quedó desnuda. Asentí, complacido. Los pechos se erguían con firme osadía; los pezones se alzaban desafiantes. Acaricié el muslo de Rosa con una mano mientras la otra describía un círculo indicando a la damisela que se girase.

     Las nalgas eran duras pero jugosas. Los muslos estaban apretados, pero a través de ellos pude ver la luz de los candiles de la puerta formando un corazón brillante con la revelada silueta de su coño.

     —Inclínate —ordené.

     Dudó, pero obedeció. ¿Qué remedio? Arqueó la espalda con esa elegancia natural que las mejores hembras llevan dibujadas en el alma.

     —Abre —dije.

     Y ella separó las nalgas. Sus entradas se me presentaron nítidas y bien definidas, cerradas en su inocencia. Aprecié la membranosa claridad del sello intacto, la arrugada estrechez de un ano que apenas llegaba a intuirse.

     —Puedes irte —le dije.

     Parecía confusa. Agité la mano invitándola a marcharse. Empezó a reaccionar, recogiendo el montón de ropa, sin ponérsela, deseosa de escapar, aunque fuera desnuda. Se detuvo en el umbral, mirándome. Indecisa.

     Yo había empezado a volverme hacia Rosa, pero me detuve y la miré, exasperado. No me gusta resaltar lo evidente.

     —Acepto.

 

 

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La boda se celebró enseguida, en la catedral: la ocasión lo requería, la dama lo merecía y el dinero lo hacía posible. Ante el arzobispo, que aunque hace lo mismo que un cura de pueblo, viste más que un obispo. También es más caro, sobre todo para alguien que se limita a recitar con voz monótona un texto que se sabe de memoria ante una audiencia que no lo escucha porque también se lo sabe. Pero, a veces, la mejor manera de demostrar la riqueza es malgastarla.

     También para la dama era importante, pues a mayor solemnidad del acto, a más grande y ornamentado el recinto, a más concurrencia fijando unos ojos expectantes en ella mientras jura fidelidad, más se asienta en su alma lo definitivo de su entrega.

     Ella estuvo solemne, digna, hermosa. Pronunció sus votos con claridad. Ofreció sus labios al primer beso, pero los mantuvo cerrados. Aún doncella, no entendía lo mucho que todos sus labios se abrirían para mí aquella noche.

     Amigos y contactos nos ofrecieron un festín en el alcázar. Mi dama cenó ligero, pues no era la hora de que se llenara. Los caballeros aprovechamos para cerrar algún trato, pues la comida abundante llama al beneficio abundante, sobre todo cuando ofreces generosos tragos del mejor ron del Caribe a unos convidados acostumbrados al vino. Tuve a bien invitar a mi suegro a tomar parte pues, al fin y al cabo, las deudas se pagan.

     La mismísima alcoba del rey acogió nuestro lecho nupcial. La estancia estaba prohibida, claro, pero en aquella época eso sólo significaba que había que ser generoso con el soborno a los guardeses. Y en la época anterior. Y en esta. Al propio rey no parecía importarle, pues poco había de usar aquellas estancias. Era un hecho conocido que no gastaba en picaderos: nuestro soberano por la gracia de dios meaba en cuclillas. Que bien visto, maldita la gracia.

     Inmaculada entró en la estancia decidida, dispuesta a cumplir sus votos. Apenas reparó en la ornamentación, en lo exclusivo del lugar. Sí se frenó un instante al percatarse de la presencia de mi negra, que aguardaba desnuda y arrodillada en una esquina. Su mirada pasó de la negrita a mí y volvió a la negrita. Se recompuso, dubitativa aún, y alzando la mirada extendió una mano hacia Rosa. Ella se levantó y se acercó a su nueva señora, sus generosas formas balanceándose a cada paso sinuoso. Agarró el guante que le ofrecían y tiró. Luego el otro. El chal. El velo. La rodeó y empezó a desabrochar el vestido por la espalda. No fue elegante. Ni seductora. Por lo visto, los vestidos de boda son más difíciles de quitar cuanto más caros.

     La seda cayó formando una pequeña isla alrededor de mi prometida, una fortaleza blanca almenada de encajes que la negra tuvo que retirar antes de poder volver a acercarse a ella.

     Lo dejaron doblado, con cuidado. Demasiado. Aquello era ridículo. La madrugada amenazaba mi noche de bodas. Cogí una manzana de un cesto de fruta fresca y empecé a pelármela. Ellas empezaron a bregar con el corsé.

     Yo acabé primero. Suele decirse que lo bueno se hace esperar pero, salvo que la muchacha tuviera entre las piernas una funda de terciopelo rellena de leche y miel, ya iba tarde. Me acerqué a ellas, aún con la navaja húmeda de jugo de manzana en la mano. Los dedos de Rosa bregaban con uno de los múltiples y tensos lazos que embutían aquella carne que esperaba que la catasen. Metí el acero entre las manos de la negra y deshice aquel nudo gordiano y los otros que restaban por el método directo. El corsé se expandió con un chasquido. Inmaculada se volvía con una inhalación de sorpresa ante el súbito caudal de aire que llenaba sus pulmones y sus ojos se clavaron en el filo templado.

     Lo deslicé sobre su brazo. El tirante de la camisola cedió ante el acero. La caricia de metal siguió por el cuello, hasta el nacimiento de los senos, de nuevo arriba. El otro tirante cayó y con él la fina ropa interior se deslizó sobre su cuerpo desnudo. Ella me miraba, la cara alta. Pero le temblaban los labios.

     Me alejé para contemplarla, esa piel suave, esos pechitos saltarines, ese vientre firme, esos muslos duros que ahora me pertenecían. Los señalé con la navaja, al triángulo oscuro y apretado como flecha que apuntaba a la entrada.

     —Lámela —ordené a Rosa.

     La negrita se arrodilló ante su señora. Acercó la cara. Ofreció la lengua. Su cabecita de oscuros bucles buscó acomodo en el valle de aquellos muslos inexpertos. Sus ojos esmeralda miraron arriba, pidiendo entrada. Pero el tajo seguía cerrado.

     —Déjala hacerlo, niña —aconsejé—. La lengua de Rosa ayuda.

     Pero no se relajó. Sus rodillas seguían prietas. Volvió la cara, con rechazo. No insistí. Empecé a desvestirme mientras la muchacha me observaba por el rabillo del ojo. Cuando me despojé de los calzones exhibiendo mi hombría sus labios se entreabrieron y sus rodillas se apretaron entre el instinto y la decencia.

     Rosa se acercó gateando y engulló mi espada con ese movimiento de cuello tan propio de las buenas negras. Pantera devoradora de hombres, felina hambrienta, tragó con deseo mi virilidad que se templaba cada vez que entraba y salía de entre sus labios jugosos. Su señora miraba, ya sin disimulo, la boca abierta de asombro mientras la de la negra se cerraba contra mi carne. Mi dureza brillaba con la saliva, pero en un último recorrido, en una última succión de esa garganta entregada, los labios engulleron por completo mi hombría y se retiraron despacio, secando la humedad que antes había depositado. Sonrió con malicia ante mi lanza erguida.

     Me volví, apuntando hacia mi prometida, señalándole el lecho. No se movió. Estaba asustada, su atención fija en mi pica en ristre. Una vida de preparación la habían llevado hasta esa noche. Todo un camino recorrido y un palmo de carne la separaba de su destino. Pero era un palmo muy duro.

     Empezó a retirarse, negando con la cabeza. Me acerqué. Siguió retrocediendo, hasta la pared. Sin escapatoria. Volvió a levantar el rostro, desafiante y temblorosa. Me pegué a ella, invadido por el olor a azahar de su melena, por el calor de su aliento en mi pecho. Mi dureza buscó el calor de su hendidura, pero sus muslos seguían cerrados.

     La miré y sostuvo la mirada. Me incliné sobre ella. Agarrando con firmeza sus muslos, la alcé en vilo, abriéndola por la fuerza, apretándola entre la rugosa pared de piedra y el cuerpo de su hombre. Me hundí en la profundidad de sus ojos negros. Me adentré en su carne. Gritó. Ahogué su grito en mi boca y, esta vez, encontré sus labios abiertos. Mi lengua abrazó la suya y la saboreé. La icé y la dejé caer sobre mi estaca, su espalda deslizándose sobre la piedra, sus pezones arañando mi pecho, sus muslos aferrados a mi cintura buscando un apoyo que su cuerpo suspendido en el aire ansiaba.

     Sus entrañas me abrazaban, ceñían mi hombría con la tensión de la novedad, abriéndose y cerrándose con elasticidad ante mis envites, apretadas y calientes. Me exprimía en cada incursión.

     Dejé su boca. Lamí su cuello. Mordí su hombro, su carne dulce, caliente. Temblaba entre mis dientes. Temblaba en torno a mi virilidad que la ensartaba buscando la profundidad de su cuerpo y de su alma y le arrancaba gritos y gemidos que vibraban en aquellas antiguas paredes de piedra hechas para ahogar los gritos de las hembras y hacerlos resonar como un coro de ninfas recién folladas.

     Volví a clavarme en su cuerpo. Volví a hundirme en sus ojos, húmedos y brumosos: ojos de hembra. La mirada desafiante, la beatica decencia, rotas junto a los restos de su virginidad. Gimió cuando me adentré en ella en un último impulso, tembló con los latidos de mi virilidad mientras me descargaba en ella llenándola con mi semilla.

     Salí. Liberé sus muslos. Su cuerpo relajado se deslizó sobre el mío hasta dejarse caer rendida en el suelo. Resollaba intentando recuperar el resuello.

     La dejé tranquila y me acerqué a Rosa. La negra esperaba, su boca ya abriéndose. Lamió mi verga y la tragó hasta dejarla limpia. Me siguió hasta el lecho y, tendiéndome, reposé mi cabeza sobre sus muslos y el sueño me atrapó.

     El alba asomaba para cuando desperté. Sentí el calor de Rosa abrazando mi cuello; mi hombría dispuesta, despierta aun antes que yo; a mi esposa, que había recuperado el camisón roto para cubrir su decencia y se acurrucaba en una esquina, abrazándose las rodillas. Palmeé el jergón, invitándola a tenderse a mi lado. No hizo caso. Palmeé más fuerte.

     Se acercó despacio a la cama, con los brazos cruzados ante el pecho, sosteniendo la camisola rota. Se la arranqué de un tirón en cuanto se paró junto a mí. Desnuda de nuevo.

     Acaricié el interior de su muslo. Lo abracé. Tiré de ella hacia la cama y se dejó arrastrar a mi lado, su cabeza reposando sobre el regazo de Rosa, yo bajando por el suyo, separándolo. Intentó revolverse, pero la negra la sujetó por los hombros, afianzándola. Se abrió para mí, vacilante y temblorosa. Me escupí en la mano y la restregué, lubricando su coño. Me tumbé sobre su vientre, sobre su pecho. Rosa afianzó su presa y mi joven esposa se aferró a los brazos de la negra, dispuesta para acogerme entre sus muslos.

     Empujé, con fuerza y convicción, dispuesto a tallar en ella ese conocimiento que marca el duro paso de niña a mujer, a que comprendiera que una vez se ha abierto de piernas, no puede volver a cerrarlas.

 

 

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Un hecho a recordar, respecto de una esposa, es que te pertenece. Un hombre tiene derecho a tomar lo que es suyo. Pero te pertenece en el sentido de que está a tu cargo. Te debe lealtad y respeto, puedes usarla como hembra según tu deseo, pero nunca hay que olvidar que su interior guarda el honor de tu linaje. No es una esclava. ¿Qué sería de tu descendencia si lo fuera?

     Se entregó a mí aquella primera noche, aunque hubo que forzarla un poco. Toda novia debe hacerlo pues, si bien tu esposa merece cierto respeto, la novia, la prometida, no es esposa hasta que se entrega. Da igual lo que diga el sacerdote, cura, obispo, arzobispo o el mismísimo santo padre, que sólo suele ser una de las dos cosas. Da igual lo pactado, los votos, anillos o arras. La verga es la única pluma con la que se puede firmar ese trato, y no es la sangre de cristo en la iglesia la que lo santifica, sino la que mancha las sábanas, ni el dedo atravesando el anillo lo que confirma la unión. Más de una doncella que no lo era fue devuelta, arrojada de nuevo a los pies de sus padres, cuando se comprobó que no había reservado para su esposo lo que le debía.

     Con Inmaculada no hubo problema, pues honró su nombre hasta el instante mismo en que la ensarté. Se abrió para mí aquella noche. Y aquella mañana, entregada, pues el paso de niña a mujer vuelve dócil a la hembra igual que la cría berreante se calma al sentir el chupete en los labios. Pero fue la calma que precede a la tormenta.

     La mansedumbre desaparece a medida que lo hace el escozor entre sus piernas. A mi joven esposa le duró poco, pues a la noche siguiente recuperó su altivez natural y se mostró tan cerrada de mente como de piernas. De haber sido una negra, le habría mostrado las puertas que puede abrir un buen latigazo en el coño, seguido de media docena más que aseguren que no vuelve a cerrarse. Pero la esposa no es una esclava, y si algo tuve claro desde el principio con aquella moza es que había de tener mano dura, pero manga ancha. No la forcé demasiado y aproveché la cama para dormir, que a veces también hay que hacerlo.

     ¿Qué cuánto se me resistió? Obvio es que no iba a dejar aquella puerta cerrada para siempre, pues dificultaría en exceso la llegada de un heredero. Pero fui paciente; más de lo que se esperaría de un recién casado, pues la mayoría se lanzan como el que llega sediento de una larga caminata y se encuentra sobre la mesa una copa fresca de vino, engullendo sin siquiera saborearlo ni permitir que respire. Pero con mi negrita a mano bien pude echar unos tragos de ron mientras esperaba que el fruto de la vid se asentase.

     No se veía el Viejo Mundo y aún quedaba un buen trecho para avistar el Nuevo. Nuestro camino fluía sobre el siempre cambiante y sin memoria reino de Neptuno —o Poseidón, pues no es lo mismo el latino y el griego—. Dama y negra viajaban juntas en el camarote, saliendo apenas: mi dama de día, paseando por la cubierta, fingiendo ignorar las miradas furtivas que los hombres de mar dedican a una hembra cuando saben que no verán otra hasta haber cruzado medio mundo; mi negra de noche, para airearse al amparo de la discreción que proporciona su raza bajo el manto de estrellas. Una se entretenía leyendo romance, con seguridad a Bécquer o a otros afrancesados: lo que leen las damas; la otra cuando le quitaba el cinto de castidad y entraba en ella, por un lado, o por otro, o arrodillada bajo la escribanía mientras yo me ocupaba de los asuntos propios de un señor.

     Mostró curiosidad, mi joven esposa. Los ojos fingían deslizarse sobre las páginas del libro, pero las páginas no cambiaban. Las miradas furtivas resbalaban sobre mi verga cuando desaparecía entre los muslos oscuros, en la pronunciada curva de la grupa en alto, entre los labios jugosos brillantes de saliva. Miraba a mi negra, su cuerpo desnudo salvo por el arnés cerrado con llave que protegía sus secretos, las ubres llenas y soberbias que le devolvían la mirada, la carne generosa pero dura, sus redondeces brillantes de sombras difusas. Miraba el duro metal del cinto cuando quedaba tirado en el suelo, libre el tesoro que guardaba, su candado abierto igual que lo estaban los orificios que protegía.

     Miraba con disimulo, pues el orgullo pugnaba con la curiosidad. Pero, en las muchachas, el aburrimiento alimenta la curiosidad. Y ver a tu esposo disfrutando de otra hembra daña el orgullo. Aun así, disimulaba cuando podía disimular, cuando había luz para justificar la lectura. Pero a la hora de dormir el disimulo resultaba difícil pues, aunque el camastro del camarote principal era mayor que el del marinero común, dos hembras compartiéndolo conmigo dejaban poco espacio a la discreción.

     Las primeras noches me tumbaba junto a la parienta y hacía ademán de desnudarla, pero se resistía. Apelaba a mi caballerosidad, a los mareos propios del viaje por mar en la gente de secano. Así que yo echaba mano a la negra, que ya desnuda se tumbaba en el camastro, bien abierta de piernas, quizá demasiado, hasta ocupar con su apertura un espacio que obligaba a la dama a arrinconar su orgullo en el borde del catre.

     Rosa gemía sin disimulo, pese a que le había ordenado moderar su entrega en atención a no tensar el ardor de los marinos. En la mar no existe el eco, pero el gemir de una hembra resuena más fuerte. Alguna vez hube de azotarla para templar su ánimo antes de subirme en ella, aunque sin éxito. Al final, opté por dormirme entre los labios de su boca en vez de entre los de sus piernas: así ahogaba sus gritos y daba descanso al sueño marinero.

     Dormía sobre ella, pues su cuerpo caliente no es mal colchón, y así dejaba espacio a la honra de mi señora. A veces, la negra me montaba a horcajadas, sobre todo en noches de mar movida. Ella miraba desde arriba, a mí y a su señora. Y gemía, con sus ubres llenas bailando para nosotros al compás de los gemidos, del roce de su pelvis contra la mía y del mecer de las olas. Y esas noches ella dormía sobre mí, mi oscura manta.

     Alguna vez volví a usarla de almohada. Y aunque mi dama no quiso descansar sobre ella al principio y se encogió para dormir, los vaivenes y la incomodidad propia del camastro hicieron que, al despertar, su cabeza reposase sobre el lomo de la negra.

     Una noche, en la que el mareo naval que excusaba mi esposa parecía más real que fingido, puse a la negra a cuatro patas mirando hacia ella y la hoyé sin más dilaciones. Gruñí por el esfuerzo de la primera internada. La negra gritó y gimió, su cabeza a un palmo apenas de mi esposa, el berrido de una en respuesta a la dureza inicial resonando en los oídos de la otra, la intensa expresión de su rostro expresando sin disimulo lo difícil del avance. 

     — ¡Ay, Amito! —gritaba mientras avanzaba despacio por su interior—. ¡Amo!¡Amo!¡Amo! —suspiró y se relajó, con mi hombría dentro, amoldándose a su tamaño— Dámelo, Amito. ¡Dáselo a tu negra!

     Le di, con vigor. Llevaba tiempo sin probar su grupa. Poco me importaron sus gritos, pues a veces un hombre tiene que demostrar quién manda. Mi negra berreaba empalada por mi estaca. Entraba y salía de entre sus nalgas en largos viajes cada vez más frenéticos, arrancándole gemidos que hacía resonar en los oídos de mi esposa. Ella se acurrucaba, tapándose los oídos, mareada y febril, más blanca que de costumbre. De pronto se levantó tambaleándose y se lanzó sobre mí, empujándome hasta separarme de la grupa en alto de mi negra.

     — ¡Rufián! —gritaba—. ¡Malnacido! No seguirás faltándome al respeto.

     Me empujó hasta el centro del camarote, interponiéndose entre la negra y yo. La africana seguía ofreciendo la grupa, pero miraba, vuelta la cabeza, con la curiosidad que suelen mostrar los salvajes cuando asisten a escenas incomprensibles de la gente civilizada.

     Mi esposa me desafiaba, de nuevo altiva, aunque tambaleándose con el vaivén del suelo que pisaba. Me acerqué a ella con tranquilidad y le crucé la cara. Cayó al suelo.

     Alzó de nuevo el rostro, esta vez asustado. Las lágrimas acudieron rápido. La mano suave frotándose la mejilla dolorida.

     Desde que el hombre domó al caballo se considera una ofensa imperdonable desmontar por la fuerza al caballero. No sería yo el que permitiera a su esposa faltarle de ese modo al respeto sin castigarla. La agarré y, alzándola por la fuerza, la saqué del camarote ante la mirada sorprendida de los marineros de noche. La asomé por la borda, sobre el oscuro rumor del oleaje. Se revolvía bajo mi agarre, medio cuerpo colgando sobre el océano. Gritó, rogando al principio que la soltara, y después que no lo hiciera cuando la incliné aún más sobre el abismo.

     — ¡Ayuda! —gritaba. Su mirada asustada buscaba la de los marinos que, deambulando por la cubierta, contemplaban la escena.

     La solté, y la negrura la reclamó durante un instante antes de que volviera a agarrarla. Rompió a llorar.

     —Piedad... —sollozaba—. Piedad, mi señor. Piedad.

     Volví a dejarla sobre la cubierta. Cayó de rodillas, gimoteando. Me miró. Temblaba.

     —Le denunciarán.

     Yo paseé la mirada por los marinos.

     —No lo harán —expliqué con tranquilidad—. Son leales. Pago bien. Y si decido deshacerme de ti, bien puedo dejarles que se diviertan antes.

     La dejé allí y volví al camarote. Dudó, tirada sobre la cubierta, rodeada de lobos de mar que no le quitaban los ojos de encima, pero finalmente me siguió. Arrastrándose y entre tambaleos, me siguió. Cerré la puerta.

     La negra seguía ofreciendo la grupa, inclinada sobre el borde del camastro. Los ojos de mi esposa se clavaron sobre ella, en la profundidad que se abría entre sus nalgas. La tomé por la barbilla para que me mirara.

     —Aquí no eres nada, mujer. Sólo mía. Si no me vales lo que pagué por ti, no tiene sentido conservarte. Te entregaré al mar. Ya me buscaré otra moza y le pondré tu nombre para que me dé la descendencia adecuada.

     —Soy tu esposa —replicó, levantando la mano con el anillo. Se la tomé y acaricié la alianza.

     —Si quieres seguir siéndolo, tendrás que ganártelo. ¿Quieres conservar este anillo en torno a tu dedo? Yo tus labios en torno a mi verga.

     Pese a su orgullo, empezó a arrodillarse, a entender que lo inevitable era inevitable.

     —Desnuda —ordené—. Pronto entenderás que lo que vas a hacer, mancha.

     Se quitó el camisón y lo arrojó con desprecio. Volvió a arrodillarse. Yo me bajé los calzones para ofrecerle mi hombría y se inclinó sobre ella, valorándola, humedeciéndose los labios para darse valor. Empezó a acercarse. Sus ojos se desviaron hacia el orificio abierto de la negra, que apenas instantes antes me había acogido. Dudó. Aferrando su nuca la empujé contra mí y me introduje en ella, en la húmeda calidez de una lengua que se debatía cual lagartija atrapada bajo mi carne, buscando acomodo en una boca de repente sin espacio.

     Empujé, llenándola. Miraba bizquearte como mi extensión se perdía entre sus labios. Empezó a temblar, sus manos empujando para intentar separarse. Sentí la vibración de su garganta acariciándome, el ansia de sus manos empujando contra mis muslos. Ya sabía lo que venía.

     Por el mareo o por la falta de experiencia, acabó echando hasta la primera leche que le dio su madre. Pero eso no me detuvo. Agarrando su cabeza, la alcé y volví a entrar en ella ahogando las toses y las protestas. Me perdí en sus labios, dentro y fuera, dentro y fuera, aplacando nuevas arcadas a golpes de virilidad. La saliva desbordaba por la comisura de los labios, caía sobre el pecho en hilos interminables y brillantes. Aspiraba el aire en largas inhalaciones desesperadas cada vez que desalojaba su boca. Con el tiempo aprendería que una dama educada respira por la nariz, pues su boca tiene obligaciones. Pero entonces intentó hablar, protestar, pero no podía con mi virilidad presionando su lengua y sólo lograba emitir las más dulces palabras que puede decir una mujer, el ahogado gluglú de la que tiene ocupada su boca.

     Ella lo intentaba, con más empeño del que indicaba su aire enfadado y sus ahogadas protestas. Pero le faltaba pericia. La hembra europea no posee la predisposición genética de la africana, la mandíbula adelantada y robusta, los labios carnosos, la nariz chata, el espacioso interior de la boca y la garganta. Tampoco se les puede aplicar el látigo con la misma alegría, pues el espíritu galante de nuestros tiempos lo considera de mal gusto. En la antigua Roma se veía bien aplicar la vara a diario a la esposa que no complacía a su marido, pero la modernidad, de nuevo, supone un atraso.

     Llamé a mi negrita, que se arrodilló al lado y, usando sus labios, tomó mi hombría de entre los de su señora. Lamió y tragó, afirmó mi dureza dentro de ella. La ofreció a mi esposa y la compartieron. Mi virilidad pasó de una a otra, de África a Europa, cual estrecho de Gibraltar, con mis cojones las Torres de Hércules. Dos lenguas me lamieron de arriba a abajo, entrelazadas, juguetonas, patinando sobre mi piel brillante de la mezcla de salivas. Dos pares de labios se besaron con mi virilidad en medio, recorriendo mi extensión. Sentí el final, la vibración de la campana que lo anuncia, y me asenté sobre los labios de mi esposa.

     Me descargué en ella, agarrándola por la barbilla para que no se apartara mientras depositaba el regalo sobre su lengua. Pero en cuanto la solté, la escupió sobre el suelo. Mi negra sorbió el líquido vital de la madera pulida, lo mantuvo en su lengua y besó a mi esposa. Ella se resistía, intentando separarse, pero Rosa la tenía bien agarrada por el rostro mientras sus labios sellaban los suyos y su lengua empujaba en el interior de su ama la esencia de su marido.

     Inmaculada tenía fuerza y espíritu, pero era pequeña, fina, una cría de cervatilla frente a la redondeada fiereza de mi pantera africana. Y no había sido fortalecida por el látigo. Rosa selló sus labios en un beso eterno, hasta que mi esposa no pudo sino tragar y aceptar mi semilla en su interior.   

     Me tumbé en el camastro, satisfecho, y palmeé el colchón a mi lado invitando a mi esposa a unirse a mí. Esa noche yací con por primera vez con mi verdadera esposa, mientras la negra limpiaba el vómito y dormía acurrucada en un rincón.

 

 

#

 

 

En las artes que complacen al macho, la hembra blanca parte con cierta desventaja respecto de la negra. No sólo me refiero a las cualidades físicas, a los labios y gargantas que he mencionado, a la grupa robusta y la espalda flexible de las africanas. También las mentales, pues la negra, pese a su natural salvaje, se entrega con facilidad; es una criatura de fácil doma. La europea, más dócil en principio, se resiste más a aprender, a entregarse al hombre por completo: su camino es más corto, pero cuesta arriba.

     Pese a estas dificultades añadidas, el potencial de la hembra clara es mayor. Una vez domadas, su fidelidad es más cierta; más honorable. Su entrega, más sincera. La mayor inteligencia y voluntad ayudan a que sus artes amatorias sean más efectivas. Los cuerpos más pequeños, más flexibles, los orificios estrechos y acogedores, se adecuan más al caballero de buen gusto, cual pequeña botella de vino de buena cosecha frente a la garrafa que se sirve al vulgo en la taberna. El cuerpo más delicado está hecho para parir menos, pero mejor, seres superiores, pues si la excelencia fuese común, no sería excelencia. La boca pequeña, de dientes delicados y lengua ágil, tarda más en habituarse a dar placer que la morruda africana, pero su estrechez y finura son más complacientes cuando adquieren destreza, sus pequeñas mejillas te acogen y se ajustan a tu carne como un guante a medida frente a uno holgado.

     Mi esposa entendió pronto que los suyos eran labios de placer, y los entregaba, aunque con cierta hosquedad. Nunca me importó, pues a las buenas chuponas se les perdona todo. Aprendió a estarse callada, pues era hermosa, hembra para contemplar, que no para oír y molestar con sus insolencias. Aprendió que su boca, sus labios y su garganta servían para cantar de rodilla alabanzas mudas a mi persona.

     Seguí con mis negras, desde luego. En especial Rosa, el mejor anzuelo para pescar el interés de mi señora por complacerme.

     Muchas veces las tomé juntas, de las pocas negras que compartí ella, y la más habitual. Pronto aprendió a dejarse hacer, a permitir que la gruesa lengua africana jugara en su cueva, agradeciendo sin palabras la lubricación que le proporcionaba.

     Colocaba a mi esposa debajo, a Rosa encima, a cuatro patas, pasando de la puerta principal de una a la trasera de la otra, viendo cuál gritaba mejor cuando me tenía en sus entrañas. Pronto mi dama empezó a molestarse de ver a aquella hembra por encima de ella.

     Aprendió a aplicar el látigo, y se ejercitaba siempre que podía, en especial con Rosa, aunque la negrita era lo bastante sensata como para no provocarla en exceso.

     Mi propia señora lo probó en su carne, aunque tardó, pues no tenía planeado emplearlo en su educación. Alguna vez la azoté sobre mis rodillas para templar su ánimo, y sus continuas provocaciones le valieron algún fustazo ocasional. Pero fue un altercado con Rosa lo que me llevó a conducirla por la senda de una disciplina más severa.

     Ocurrió que hube de acercarme a la ciudad a cerrar unos acuerdos y atender el negocio marítimo —que difícilmente se atiende tierra adentro— y comprar quizás algo de carne si la oferta era buena. Dejé a mi esposa al cargo de la hacienda, ya que tal era su lugar, con la orden expresa de no arrimarle el látigo a Rosa en mi ausencia, pues esas dos gatas ya tenían ganas de darse un zarpazo, pero sólo una tenía uñas. No tuve en cuenta la creatividad que puede llegar a desplegar una hembra celosa. 

     Para cuando volví, mi querida esposa salió a recibirme con una sonrisa excesiva. Algo que me llenó de preocupación, más aún cuando no vi a Rosa; mi negrita siempre me daba la bienvenida.

     Encontré a la pobre en la cocina, bocabajo y con las piernas abiertas sobre la mesa de Tata. Lloraba en silencio. Una moza joven le separaba las nalgas mientras la vieja trabajaba entre ellas. El orificio que tanto placer me daba, de natural elástico, aparecía dilatado: un foso profundo y oscuro, la boca abierta y torcida como el grito silencioso de una criatura deforme, lejos de la nítida redondez que presentaba después de horadarlo con mi virilidad.

     —La oña l'abrió 'l culo, amo. Co'la crú eza que tien 'l reclinatorio. Dize que'sta negra la faltó'l respeto poque zabía que n'iba tomá cuero.

     Tata hurgaba sin hacer caso de los quejidos de la negrita, restregando sus utensilios sobre una multitud de pequeñas fisuras sangrantes  que orlaban el dilatado círculo contando una historia como las letras talladas sobre oro cantan dichos de honor o amor sobre la superficie de un anillo de compromiso. La carne viva brillaba por algún ungüento pastoso. Vi formas diminutas escapando con vida propia del interior del cuerpo de Rosa.

     — ¿Qué le estás poniendo, Tata? —pregunté, extrañado.

     La vieja me miró un momento, todo tristeza, negando con la cabeza antes de contestar.

     —No pongo, amo. Quito, quito. Eh meaza.

     — ¿Melaza?

     —Meaza recié cozía. La oña la cogió aú caliente'la caldera'caña y ze la metió a la negra por atrá. A luego l'izo atá en lo alto un hormiguero, pá que los bichos la roieran un poco. La puzo ayé, despué de dale con la cru. Y la quitó'sta mañá, cuando vió al lejo que usté volvía.

     Las hormigas en estos lares son cosa seria. Muerden cual demonios, con todo el ardor que acumulan bajo este sol de justicia. Pobre negrita. No podría darme la bienvenida que se esperaba de ella. De hecho, necesitó de semanas de cuidados de la Tata para volver a estar disponible.

     —Cuídamela, vieja —le ordené.

     Y salí de la cocina gritando: Inmaculada. Las negras, de natural tímido, corrían al verme pasar.

     — ¿Esposo? —contestó ella, toda inocencia.

     — ¿Qué diablos has hecho, mujer?

     —Sólo quería endulzarla un poco.

     La miré, en silencio. Mucho tiempo. Empezó a achicarse, pero no bajaba la vista.

     — ¿Te atreves a quitarme placer? ¿Te atreves a estropear negras que he reservado para mí? ¿Crees que tú misma eres algo más que un coño adecuado y una boca agradable?

     Me abofeteó. Delante de las negras.

     — ¡Soy una dama! No me compares con estas salvajes.

     La agarré, arrastrándola fuera.

     — ¡Látigo! —ordené. Las negras corrieron a buscarlo.

     La até al poste y le arranqué el vestido. Fue fácil: desde que llegara a estos lares usaba telas más ligeras. Quedó desnuda, los pechos al aire, más llenos que cuando la conocí, los restos de tela colgando de sus brazos atados. Me ofrecieron el látigo y las negras empezaron a congregarse a nuestro alrededor sin avisarlas.

     — ¡Grita! —ordené, y lancé el cuero.

     Obedeció. Y vaya si lo hizo. Desde entonces la he castigado con frecuencia: casi siempre en privado —pues el honor de un señor es el de su dama—, pero aquella fue una ofensa en público; casi siempre amordazándola, pero en ocasiones me gusta disfrutar de la dulce melodía de sus gritos.

     Un fino trazo rojizo adornó su espalda inmaculada. La piel de la hembra europea es más fina, la marca del látigo más evidente, los gritos más agudos. Eso no me frenó: algunas mujeres necesitan el látigo con más generosidad que otras. Seguí zurrándola. Las lágrimas acudieron con rapidez, pero no eran señal de que me estuviera pasando, sino de que me quedaba corto.

     — ¡Estoy embarazada! —gritó.

     Me detuve. Ella empezó a pedir perdón, a excusarse entre gimoteos, que si los cambios de humor, la inestabilidad propia de la preñez y todo eso. No la escuché en demasía: valoraba sus senos. La oportuna concepción bien parecía una excusa, pero lo cierto es que lucían más llenas. Agarré una desde atrás; se sentía pesada. Apreté el pezón: una, dos, tres veces. Ella gritaba, pero poco importó, pues esos pezones tenían que acostumbrarse: hasta entonces había llevado una vida acomodada, pero había que ponerlos a trabajar. Brotó un poco de leche.

     Mi heredero. ¡Bien! Un poco de cuero ayudaría a que saliera fuerte. Seguí zurrándola.

     Cedí el látigo a las negras. Mis mozas la azotaron con timidez, meras caricias. Tenían miedo, claro, pues su señora era ama severa y sabían que la rueda no había terminado de girar. Así que tapé los ojos de mi esposa para que no supiera qué negra la estaba azotando. Entonces sí que voló el cuero con alegría.

     Cayó de rodillas en cuanto la solté, y usé su boca —ya bien entrenada por aquel entonces— para que todas, incluida ella, comprendieran que, por encima de la voluntad de su señora, estaba mi disfrute. Entre el llanto y el temblequeo no puso demasiado empeño, pero el látigo corrige lo que estropea y un buen zurriagazo colándose entre las nalgas y entre los muslos, buscando el calor de su intimidad, la animó para mejorar al servicio de su macho.

 

 

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Aquella noche siguió gritando. Con puertas y ventanas abiertas, para que todos pudieran oírla.

     Estaba embarazada, al fin y al cabo, y era el suyo el coño que había designado para perpetuar mi linaje. Y llena la tina, no tiene sentido seguir echando agua para que se desborde. A las preñadas hay que abrirlas por retaguardia.

     Me había estropeado a Rosa, así que parecía oportuno que ocupara su lugar. Me costó atraparla, pues me había visto con Rosa y con otras negras, incluyendo alguna jovencita inexperta, y sabía bien lo que le esperaba. Pero cuando la pillé no perdí demasiado tiempo en abrir camino.

 

 

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Después de aquel día, mi esposa se mostró más tranquila, entregada incluso, hasta el punto de llegar a convencerme. Poco intuí que el fuego de la rebeldía seguía creciendo en su interior al igual que mi hijo.

     Hembra hermosa, bien formada, con la educación de una dama que le habían inculcado en el hogar y las habilidades para complacer al hombre que había adquirido desde que me conoció. Echó el ojo a un capataz joven, inexperto, que no pudo sino ver en ella la dulce indefensión de una doncella aderezada con la fogosa promesa de la más experimentada ramera. El pobre idiota cayó en la promesa de sus ojos negros y su busto creciente, y se dejó convencer, seducir, amariconar, en la fantasía del amor romántico, del apuesto paladín en auxilio de la dama.

     Ella le convenció para ser su Miguel Strogoff particular, para llevar sus misivas a la ciudad, donde buscaba el apoyo y la protección del obispo ante el trato rudo y el innatural uso que hacía de ella su esposo. Acostumbrada a tratar con un confesor personal, poco entendía de la realidad del clero fuera del confesionario. Bruna o púrpura, bajo la sotana de cualquier cura existe un hombre. Y el santo varón que pastoreaba el rebaño de estas tierras no le hacía ascos a catar a sus ovejas negras; vino en persona a entregarme la carta.

     La leí ante mi esposa. Insistió en que no tenía derecho a tratarla así. Se lo expliqué:

     —Las leyes de Dios te han colocado en manos de tu marido. Las de los hombres también, pues en esta tierra los hombres como yo escribimos las leyes. La ley natural dicta que cualquier hembra que pueda tomar por la fuerza me pertenece. Eres mía.

     Aquel día le azoté con dureza las nalgas antes de sodomizarla, pues lo educado es llamar a la puerta antes de abrirla.

     La trasladé de mi alcoba a una más austera, y allí la dejé encerrada. Sólo salía para tomar el sol y ejercitarse. Sólo Tata, Rosa y yo mismo la visitábamos: Tata para controlar su preñez; yo para tomarla y disciplinarla con regularidad; Rosa la alimentaba, pues sólo le permitía tomar aquello que la negra pudiera llevar con su cuerpo, aquella comida y bebida que portara en su boca y en sus otros orificios, y que mi esposa pudiera sacar con sus labios y su lengua. Y si bien al principio la negra se mostró resentida con su señora, con el tiempo llegó a apreciar aquella lengua que la lamía con el ansia que da el hambre. Llegaron a ser algo más que amigas.

     Su tripa y sus ubres crecieron mientras estaba encerrada. Las disfruté con frecuencia. Llegó a anhelar mis visitas, mi compañía, a aceptar la virilidad de su hombre llenando sus entrañas, la disciplina que la amansaba un poco más cada día. Sentía la vida crecer dentro de ella sabiendo que era yo quien la había llenado.

     —Márcame —dijo un día.

     Encargué un hierro con la heráldica que había creado para mi familia. Lo calenté a la lumbre del hogar y lo apliqué sobre el nacimiento de sus nalgas mientras la sodomizaba. Gritó, lloró, gimió y apretó, pero siguió moviéndose, empalándose con mi extensión. Le hice girar la cabeza, mirarme mientras me descargaba en sus entrañas. Si quieres saber si una moza te ama, empálala por sorpresa y mírala a los ojos mientras te vacías en su interior o en su cara. Yo vi con claridad en el oscuro espejo de sus ojos que ella se sabía domada.

     Al día siguiente, me dio a mi heredero.

 

 

FIN


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